Era un trozo de tierra, de tierra impaciente y ya cansada de esperar,
un solemne trozo de tierra… En su novedad
no había el menor indicio de castigo, ni siquiera de cambio de lugar.
La jarrita devino
que ayer no terminamos de beber debajo de Igdrasil
la encontramos hoy en un pequeño pedrusco herbívoro
junto al que se iniciaba un ameno camino de ciruelos.
Repusimos nuestras fuerzas y oímos que detrás de nosotros
se hacía patente la felicidad que habíamos forzado a desvanecerse
y delante de nosotros todo lo que la nostalgia tiene de duradero en el misterio…
Es cierto que aquí después anocheció un poco antes
de lo que tal vez nos fuera habitual
y sólo hoy comprendo por qué el ojo del ruiseñor
era sifilítico, como la esfera de la báscula del parque de la ciudad.
También es cierto que en aquel precipitado crepúsculo
no puse mi confianza en el caos:
sin embargo lo que me sorprendió fue Eva
que tras de mí se arrastraba
como consciente y culpablemente a la vez,
pisoteando algo contra el suelo…
¡Cómo hubiera podido yo pensar
en el dorado tajo de música por primera vez menstruante!