Más de una vez me detuve (cuando dios se ponía a beber
y el diablo no podía dormir),
más de una vez me detuve junto a las ventanillas de las farmacias de turno,
y escuché todas las peticiones, todos los suspiros,
todas las preguntas y agradecimientos, todas las confidencias
y las penas y las angustias desteñidas por los frecuentes baños en lágrimas
y por las humillaciones sufridas ante la descarada esperanza,
y por aquella ventanilla desencajada me llegaba el soplo
no sólo de la rabia, sino de la amabilidad y otras veces la irritación
del burbujeo del ser en la bata blanca del eterno despertarse,
y el olor de las azucenas del avaro, y también el exceso
de venenos incoloros que sólo se entregan
a cambio de la papeleta de empeño de la posible salvación,
que, ¡ay!, de antemano
ha vendido a la nada
los ojos de todos los enfermos;
y solía ver en aquella ventanilla
siempre una mano desvelada y la otra semidormida,
la una maternal, la otra indiferente,
ambas, sin embargo, temblorosas y como fritas
en el aceite de la lámpara de Salomón…
y alguna vez aparecía allí una cara inclinada
que despreciaba el tiempo tan solemnemente
que aquello parecía un agujero del muro del paraíso
tapado por el trasero de un ángel…
Y después, pesado como un bolsillo para las piedras de las maldiciones,
por lo tanto más obstinado y sintiéndome muy desdichado,
anhelaba yo ahora mismo oír
la voz del primer gallo,
e inmediatamente después la mañana acercándose,
cuando el grito de los niños que están jugando
alivia la tristeza como las moscas rojas en el entierro…