Es de noche. En la barra del club nocturno te sirven siempre la última
con avergonzada compasión… Pero tras de ti
el cuerpo de algún desgraciado, solitario hasta la locura,
caído de borracho de mariposa a oruga,
caído de desesperación entre él y él mismo,
de donde ya no escapará,
te recuerda algo no alcanzado y veladamente
dos determinadas laderas estropeadas por las rocas,
los árboles de ocasión, la fornicación acumulada en la cola de las comadrejas,
y el blanquiazul conocimiento de los gavilanes.
Entre las laderas deliraba el riachuelo
como un puñado de trampas echadas al rostro del oído.
Entonces eras joven… No te dabas cuenta
de lo cruelmente desgastado que estaba el picaporte del cementerio…
«¡Otra, por favor!»… Sí, y el sol
era un gran grano como la sangre del pavo real,
y tú a través de esa corriente de agua, de orilla a orilla,
colocabas pedrusco tras pedrusco…
Al anochecer ella los pisó al cruzar.
Es de noche. En la barra del club nocturno te sirven la última
con rezongona fatiga. Pero no hablemos de ello,
no nos conocemos y todo sucede como cuando nos encontramos en las escaleras:
uno sube y otro baja…
Allí abajo estás tú ahora,
por suerte el ron no pregunta qué te ha sucedido,
ya que él no es aún polvo ni saliva
y no le llueve en la tumba.
El ron es, pues, bueno: primero bebes después de él,
como el otoño bebe, después de las lágrimas falsas, el vino de las chimeneas,
al aspirar al dios del momento…
¿Del momento? No, permanente y desgarradamente
sabes al revés dónde vive aquella que te amaba,
¡ah!, ansiosamente lo sabes y es como un milagro.
Pero estás aquí con un deseo tan lascivo y sin salida
que hasta el paisaje debería tener un puente derrumbado…