¡Llegó tan inesperadamente de los pábilos humeantes por las calles nocturnas!
Y estaba vieja y gastada, casi pasionalmente gastada,
un sombrero obstinado volcaba su rostro
hacia las añosas arrugas y la rasgada sonrisa,
y tenía la confusión del niño
al que se ha pegado la hostia al paladar,
y la voz que ya no sabía siquiera
qué parte le tocaba de pobreza,
pero de todos modos no tenía bastante.
Llegó muy inesperadamente e inesperadamente con asombro dijo:
«Por favor, ¿por dónde debo ir?, ¿lo sabe usted?, por favor,
ah, no queda lejos, ¿por dónde debo ir?, perdone…».
Pero no podía recordar, se golpeaba la frente,
tomaba impulso con brillantez, reflexionando seriamente,
y siempre de nuevo detenida junto a las lágrimas,
del mismo modo que el incendio se para sólo junto al río…
Llegó tan inesperadamente…
¿Se me perdonará alguna vez haberla abandonado?