Todos los que todavía unas horas antes
mascaban frutas secas para tener fuerzas
bajaban ahora a la ciudad
entre el vientre del carnicero al órgano
y la local fábrica de gas… No hacían ruido y no se apresuraban.
Estaban satisfechos, hasta desengañados como conejos de ciudad
cebados con sauce llorón.
Iban perdiendo fuerza y su reciente furia pletórica
cada vez tenía menos cabida en ellos
y estaba oprimida como caderas de mujer en ataúd de hombre…
Se cansaban también por lo desacostumbrado del paseo,
ya que hoy el tranvía no iba.
Algunos se enfriaron un poco,
y se pusieron a oler la rosa-aspirina
y machacaban cacahuetes
y se convencían a sí mismos, en cierto modo sin un chasquido,
de que hoy el tiempo era seco —y pronto todos,
en la misma oscuridad de la hogareña moderación,
trocaron la imagen tuerta por el ciego pincel del sueño…
Pero fue la mujer de Poncio Pilatos,
la que a medianoche se acercó a Cristo levantado en alto
y le quitó de los muslos el paño agujereado.