Durante el sueño de Eva, los perros, soltados al labiado seno de la noche,
despellejan su ardor hasta lo rosa.
Pero ella ¡cómo se estremece
y se apoya sobre la híspida avaricia de los momentos
que no alcanzan con el pie el fondo del macho
y sobre el seno al que huele la boca al sacar la razón!
¡Y cómo la estremece la soterrada
dependencia de la escritura de ciegos del placer,
del erizado tanteo y del alzarse de la protopalabra
que se asusta del silencio ya prescrito de la muerte!
Pero relincha por su columna
un destello de hierba de adolescente o de hombre maduro
y ella, espléndida, con las cejas pintadas
con un trozo de costilla quemada
del último de los castrados,
con los pechos que abandonaron bocas conocidas
por besos desconocidos,
y los muslos en camino
por los calvarios de la tentación,
se estrecha contra sí: esquiva, estremecedora,
astuta, inconstante y compasiva…
Pero ¿quién no sintió alguna vez el sexo
como un corte sin compasión
en la rama fundamental del Árbol de la Ciencia?