Eva

I

Durante el sueño de Eva, los perros, soltados al labiado seno de la noche,

despellejan su ardor hasta lo rosa.

Pero ella ¡cómo se estremece

y se apoya sobre la híspida avaricia de los momentos

que no alcanzan con el pie el fondo del macho

y sobre el seno al que huele la boca al sacar la razón!

¡Y cómo la estremece la soterrada

dependencia de la escritura de ciegos del placer,

del erizado tanteo y del alzarse de la protopalabra

que se asusta del silencio ya prescrito de la muerte!

II

Pero relincha por su columna

un destello de hierba de adolescente o de hombre maduro

y ella, espléndida, con las cejas pintadas

con un trozo de costilla quemada

del último de los castrados,

con los pechos que abandonaron bocas conocidas

por besos desconocidos,

y los muslos en camino

por los calvarios de la tentación,

se estrecha contra sí: esquiva, estremecedora,

astuta, inconstante y compasiva…

Pero ¿quién no sintió alguna vez el sexo

como un corte sin compasión

en la rama fundamental del Árbol de la Ciencia?