Era a principios de noviembre. El día se ahogaba
en una niebla croante. Un puñado de negros
vestidos sin esperanza con sudarios tuberculosos
vagaba del puesto del trapero
al puesto de ropa vieja,
se probaban gabardinas y abrigos
y volvían a colocarlos luego… Lo hacían
como si fueran incorruptibles y no como
quien tiene demasiado poco para ofrecer,
tan noble era su miseria.
Y vivían, por así decirlo, a saltos:
del recuerdo de un calor piojoso al olvido de ese calor,
en un espacio mordiente donde al no ser vistos por nadie
sus gestos huérfanos fracasaban en el aire
y su autoatormentante risa contaba sólo
con el oído musical de la muerte.
Pero en vano… porque todo daba la sensación
de que cada hora carente de fantasmas
era enemiga de la eternidad…