Una rata de agua sobre el pecho de Ofelia ahogada,
afligida de verla tan azul y por el dolor de la carne,
renquea doliente, pisotea, suspira, habla con la nariz
y suelta bufidos elegiacos,
bolas de saliva que se reducen
en un gruñido celoso de la corriente del río,
cuando de pronto ve una mosca en el vientre de la anegada.
Rápidamente corre hacia allí y empieza a desgarrarle
la piel ya dura y que se desprende fácilmente,
roe, desgarra, chupa, muerde, saquea, traga,
saborea bocados sumergidos,
diseca y arranca las venas más delicadas y tímidas,
y mordisquea por doquier
y bebe a sorbitos menudos en recónditas hoyas,
bajo jirones enfermizos y repliegues legañosos,
bajo las insolentes nubes de membranas y cutícula,
brillantes como el restallar de su lengua;
comprime la carne hacia adelante, hacia las extremidades todas de la conciencia
y se concentra seriamente toda ella en su trabajo de descuartizamiento,
pero ¡cómo desconfía, ofendida de pronto,
cómo se vitrifica a la expectativa de su propio ojo izquierdo,
cuando hallándose en tal delectación desgarrante de la vida
se le aparece intacto el pequeño cuerpo infantil…!