LXXIV. En la tumba de K. H. Mácha

También la decisión según el cuerpo

tiene su propio modo de ser arrojada a la existencia

y puede que cualquiera, ya de este modo, encontrara tierra,

tierra en general, y pronto barro en particular.

Pero tú, poeta, tú joven para el futuro,

joven por tu desheredada visión,

te has descubierto a ti mismo y sabías

que es necesaria una absoluta contranada

para que la imagen se transforme en hecho.

¡Ah, qué fue el tiempo sino una colilla de estrellas fugaces

de las tinieblas algebraicas de los cielos

entrada en los explosivos escondidos en tu pensamiento,

el trueno de mayo[34] que amargamente te ilumina

lo que con cruel saliva disuelven los dioses

en la lengua de la tragedia!

Los destinos, la sangre y la risa y los silencios negros hechos cuervos

cuando la carne llega a saber de parte del odio,

la manera de amar a su autobestia,

la negrocéntrica añoranza, las despedidas que pasaron

del gran poder-ser a las resistencias inevitables,

el propio aliento humano, que,

en cada idioma extranjero, recuerda

que después del ataúd sólo una lengua existe,

pero también la fidelidad consagrada con tu padecer

en lugar de otras almas: —

cuán poco valían los demás y tal vez sólo porque

tú recogiste las frutas de la preexistencia,

no queriendo guardar el árbol tal como es…

Y acaso la muerte y el sueño y la palabra,

con los que todo se construye aún más secretamente,

como si el secreto nos quisiera convencer…

pero ya el nomundo, concebido

por el sexo del genio y la eternidad,

te llamó filialmente

y te reclamó de esta tierra

donde todavía

el enojo sería el más triste alivio

si no fuera aquí el dolor tan libre…