LIII. Las cataratas del Otava

Cuando la piedra ama,

la corriente no tiene fuerza para apagar los muslos del río.

Pero hasta el placer llega sólo a la imagen

y sisea un gran mensaje negro y loco.

Mensaje, ¿para quién?, ¿de quién? Tan subterráneo y aéreo

que, sin duda, carecería de peso hasta al caer,

incendia en secreto el fulgurante polvo del inconsciente.

No existe el aquí. Y no hay alegría.

La claridad, hablada, tiene la boca en la tumba de los sonidos,

y, sientas lo que sientas, sólo una cosa entra en ti:

que el hombre no es más

que un error cometido en el censo de los muertos.