XLV. En el cementerio

¿Así que son ésas las puertas sin casa?

Ciérralas en silencio, avanza en silencio

y más libre, de pronto, señala

una melancolía tan plenamente viva

que el mínimo indicio de ciprés

la sorprenda.

La desaparecida resignación poco a poco

cobra fuerza desde lo alto

y sólo por un momento chispea la excitación profana,

como la mechita de una vela apretada por los dedos humedecidos con saliva,

a no ser que moleste, o hasta que se apague retándote

a avanzar,

ya que incluso una imagen divina es sólo un mero asunto de transpragmaticidad.

Al ángel de hierro, que se seca sólo con chubascos,

se le podría dar un nombre, si no fuera ya palabra…

Con ajorcas en los tobillos y un nido bajo el brazo,

sueña por su cuenta contra el tiempo

como si hiciera ya mucho que al pensamiento

le doliera la cabeza debido al perfume…

Simples son el perejil de perro y la boca de dragón y el girasol,

caliente es la verbasca en la humana altura de la luna,

lo pasado tiene juventud en cada mirada…

Ah, ¿qué haces para permanecer todavía

solo en casa, no para ti, y sin sentir

los espectros trágicamente tambaleantes

en la armonía de lo limítrofe con un pensamiento ciego?

Ah, ¿qué haces, di, di al menos,

tú, que no puedes en modo alguno empezar nada,

si no vas contra ti mismo desde la finalidad,

tú, apenas paciente, para que el dolor

en la criatura creante

pueda permanecer tanto rato

que llegues a alcanzar ya sólo el futuro?