Santo Domingo
De ti espero, Señor, que la confusión no dure eternamente.
Nota manuscrita por Cristóbal Colón
en el Libro de los Privilegios
El interior de la catedral presentaba un aspecto frío y tranquilo. La quietud del templo les recordaba que allí se conservaban muchas tumbas. De alguna forma, no dejaba de ser un panteón de personas ilustres, las más influyentes en la historia del país.
Por señas, la mujer indicó que podían encender las linternas. Oliver señaló que hablaran en voz baja para que nadie desde fuera supiera que había personas en el interior.
Orientaron sus linternas hacia una puerta de madera labrada, donde comenzaban las modificaciones marcadas en los planos originales. Se dirigieron allí con la firme intención de abrir la pesada puerta, que se abatió sin oponer ningún tipo de resistencia. Mientras la sostenía, el hombre avanzó en primer lugar, y permitió que Altagracia entrase tras él.
La oscuridad en la sala era total.
El plano de principios del siglo XVI reflejaba que allí debía haber una gran estancia, mucho mayor que la habitación en la que se encontraban. Ambos se encogieron de hombros, apreciando la evidencia de que la dimensión actual no se correspondía con la originalmente construida.
—Debe de haber otra sala anexa a ésta —reflexionó Oliver.
La habitación era usada para conservar distintos elementos de la liturgia. Un escaso mobiliario y varios cuadros con motivos religiosos completaban la estancia. Ningún otro acceso conducía al resto del espacio marcado por el plano antiguo.
Se miraron para buscar soluciones.
Altagracia trató de encontrar alguna losa en el suelo, como la que halló en Génova, que permitiese el paso hacia algún habitáculo oculto en el subsuelo. No parecía que la solería de esa habitación admitiese tal cosa.
—Tendremos que tratar de buscar otro camino para llegar a la parte trasera de este muro —propuso el hombre.
Salieron de la dependencia y buscaron con ahínco algún camino que les condujese a esa zona de la catedral.
—Quizá debamos subir para intentarlo desde arriba —recomendó la mujer.
Él levantó el pulgar en señal de que aceptaba la idea. En consecuencia, buscaron alguna puerta o bien un pasillo que condujese de alguna manera a la parte superior.
—He visto desde la plaza que las ventanas superiores del templo están tapiadas con maderas —dijo Oliver—. ¿A qué se debe?
—Estas habitaciones fueron ocupadas hace muchos años por distintas personalidades, que habitaban en el mejor refugio de la isla. Ten en cuenta que esta catedral ha llegado a usarse como fuerte, e incluso ha tenido cañones apostados en la parte superior. En otro momento de nuestra historia, aquí han vivido obispos y otras autoridades eclesiásticas, pero creo que desde hace tiempo nadie habita esas dependencias.
—Pues tratemos de encontrar la dirección para llegar a las habitaciones.
La mujer le indicó el camino. Un estrecho pasillo conducía a unas escaleras que parecían cerradas al paso en la parte superior. En efecto, la entrada estaba cortada por una puerta de madera maciza dispuesta en el último peldaño de la empinada escalera.
—Tendremos que usar algún método poco ortodoxo —señaló el hombre mientras sonreía.
Sacó del bolsillo un manojo de llaves y fue probando hasta que encontró una que hizo crujir ligeramente la cerradura. La puerta se abrió sin oponer resistencia.
—Pensaba que el manitas del grupo era Edwin, pero veo que en la academia de policía os enseñan a todos a hacer esto —rió la mujer.
—Y otras cosas que desconoces…
La parte superior de la antigua Catedral Primada de América parecía abandonada. Una amplia sala al final de la escalera daba paso a otras habitaciones que se encontraban totalmente vacías. Los muros de piedra lucían una enorme capa de moho, fruto de años de existencia.
De pronto, las luces del exterior de la catedral se encendieron, dando fin al apagón. A través de las maderas que tapaban las ventanas pudieron observar que la luz había vuelto a la ciudad.
—Aquí no parece haber nada. Busquemos más o menos por donde puede estar la parte superior de la sala oculta que, según los planos, debe existir, y a la cual no pudimos acceder desde la planta de abajo —propuso el hombre.
Se dirigieron hacia la parte trasera de las habitaciones. Allí descubrieron en el suelo una trampilla de madera que podría corresponder a la parte superior de la sala oculta.
La mujer tiró de una argolla y la trampilla se elevó sin problemas. Oliver orientó la linterna hacia el interior y comprobó que había una escalera de mano, fabricada con cuerdas y maderas.
Bajaron con precaución y observaron que efectivamente se encontraban en la sala oculta que habían adivinado antes.
La oscuridad era total. Las linternas iluminaban una reducida zona de la amplia y desnuda estancia. Los materiales de construcción empleados en esa parte del templo delataban que su edificación se había realizado en un momento diferente.
Analizaron el recinto y descubrieron que otras escaleras conducían a una parte inferior, que comenzaba a estar por debajo del nivel de la plaza.
—No tenía ni idea de que esta catedral tuviese alguna zona excavada bajo el nivel cero de edificación —dijo la mujer, sorprendida.
—Ni ninguno de los planos que tenemos, ni los originales, ni los conservados en la Academia de la Historia, ni los que encontramos en Génova, marcan este descenso hacia cotas menores.
El nivel de humedad iba aumentando conforme avanzaban, impregnando de un fuerte olor el ambiente.
De repente, oyeron un ruido en la parte superior. Alguna puerta había sido cerrada bruscamente.
El hombre ascendió con rapidez y observó que alguien había retirado la escalera de mano por la que habían bajado, y la trampilla había sido bloqueada.
—Alguien nos ha encerrado —expresó Oliver.
—Y ¿qué hacemos ahora? —dijo la mujer, mostrando su preocupación.
—Bajemos a ver qué hay por aquí.
Respiraron profundamente, comprobando que la humedad rezumaba por las paredes. Llegaron a una inmensa sala donde las linternas apenas dejaban ver el fondo.
—Debemos de estar justo debajo de la nave central de la catedral —expuso el español—. Si continuamos un poco más, estaremos debajo del altar mayor. Esto es increíble.
—Sí lo es. Y esto es más increíble aún.
Altagracia había descubierto un interruptor que prendió sin preguntar.
La estancia se iluminó como si mil soles hubiesen sido dispuestos en el interior del enorme espacio. Tuvieron que taparse los ojos, acostumbrados a la penumbra. Cuando recuperaron la visión, lo que vieron les dejó sin aliento.
Era como si una nueva catedral hubiese sido construida bajo la Primada de América.
*
Arriba, varios hombres habían determinado dejar encerrados a los intrusos hasta que sus superiores dictaminaran qué hacer con ellos.
Hicieron una llamada y esperaron recibir instrucciones.
Nadie iba a salir de allí mientras tanto.
*
El suelo y las paredes eran de mármol. El piso parecía un espejo a causa del perfecto pulido al que había sido sometido. Hermosas tallas y valiosos cuadros adornaban las paredes.
Lo que estaban viendo era sensiblemente mejor que el interior del templo que tenían en la planta superior.
—¿Quién ha podido construir esto? ¿Cuánto tiempo habrá llevado? —se preguntó Altagracia, que no daba crédito a lo que veía.
—¡Ven a ver esto! —gritó Oliver desde el extremo opuesto.
Quedaron sin aliento durante unos minutos. Aquello no podía ser asumido sin respirar varias veces y comprobar después que no estaban soñando.
*
El teléfono celular de uno de los hombres sonó con fuerza.
Parecía que las ansiadas órdenes llegaban al fin. Una voz les indicaba imperativamente que no dejasen escapar a los intrusos.
En unos instantes estaría allí para resolver la situación.
En caso de que huyesen los inoportunos visitantes, pagarían el error con sus vidas.
*
Una enorme figura tallada en mármol yacía sobre una sólida base de granito pulido. La belleza de la representación sorprendió a la mujer, que relacionó inmediatamente la efigie con el Gran Almirante del Mar Océano.
—Es una tumba —dijo Altagracia pausadamente.
—No te quepa la menor duda. Pero es mucho más que eso. Es un nuevo mausoleo para Cristóbal Colón, justo debajo de donde fue mediocremente enterrado hace quinientos años. ¿Para qué habrán hecho esto?
Una gran lápida sobre la tumba, simple pero precisa, dejó claro el objeto de esta obra.
La firma del Descubridor apareció ante sus ojos, sobre una nueva lápida que pretendía paliar que nunca hubiera tenido una.
S
S A S
X M Y
Xpo FERENS
AQUÍ SE ENCUENTRAN LOS RESTOS DEL HOMBRE
QUE UNIÓ DOS CONTINENTES,
POR AÑOS OLVIDADO.
QUINIENTOS AÑOS DE POSTERGACIÓN
DAN PASO A MILES DE AÑOS DE VENERACIÓN
AL DESCUBRIDOR QUE ENSANCHÓ
NUESTRO MUNDO
Leyendo varias veces la inscripción, les quedó claro que acababan de hallar lo que tanto tiempo llevaban buscando: los restos de Cristóbal Colón se encontraban allí sepultados.
*
Un golpe seco en la parte superior de las escaleras retumbó en toda la nave soterrada. Tras el susto inicial, esperaron que el eco terminase para poder hablar.
—¿Quién puede estar detrás de todo esto? —preguntó Altagracia—. ¿Quién ha podido trabajar durante tanto tiempo en este proyecto?
—Los mismos que escondieron los legajos en Sevilla, Génova y probablemente otras ciudades.
—¿Sigues pensando que doña Mercedes y sus amigos robaron los huesos?
—Aquí está la prueba —sentenció Oliver.
De pronto, una voz ronca, entre sombras, les sacó de la duda.
—Te equivocas de nuevo, amigo Andrés.
Richard Ronald apareció con un impecable aspecto, bronceado como siempre y con una amplia sonrisa, delatando su felicidad por haberles sorprendido.
*
No les era posible pronunciar palabra alguna.
El estupor producido por la presencia del americano les dejó sin recursos. Quizá por eso, no percibieron que llevaba una pistola y que les estaba apuntando.
—Levantad las manos —exigió, mientras registraba al español en busca de algún tipo de arma.
—No esperábamos verte aquí —le dijo Oliver—. Te hacíamos en una cama de hospital agotando tus últimos días.
—¡Ah! También os creísteis eso. ¡Qué ilusos!
—Nos has mentido de forma lamentable. Nunca habría imaginado que hubiese alguien tan rastrero, capaz de embaucar de esta manera —soltó la mujer—. Eres de la peor calaña que he visto en mi vida.
—Pues sí, ya veis. Pero esta operación me va a hacer rico —contestó, sin dejar de sonreír.
—Ya eres rico —le espetó Oliver.
—Bueno, tienes razón. Aún más rico. Además del botín del pecio, me voy a quedar con algunas otras cosas que voy a vender a un precio muy alto. No he hecho cuentas, pero estoy seguro de que sacaré una buena tajada de los distintos elementos recuperados.
—Imagino que ya puedes decirnos quién estaba detrás de todo esto. ¿Qué papel han jugado en esta farsa doña Mercedes y sus amigos?
—Amigo Andrés, eres un buen policía, pero siento decirte que en este caso te has equivocado muchas veces. Has cometido errores imperdonables.
—¿Fueron ellos los autores del robo de los restos? —preguntó la mujer de inmediato.
—¡Qué ilusos son los latinos! —dijo Ronald entre risas—. Ellos son unos idealistas y vosotros, unos pardillos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Oliver.
—Yo robé los huesos de vuestro Gran Almirante. Y robé los dos, porque no sabía cuáles eran los buenos. Un visionario como Colón, un hombre que se lo jugó todo por alcanzar un sueño, haciéndoles un pueblo rico y grande, y no le hacen ni caso. Nosotros, los americanos, le hubiésemos nombrado héroe nacional a perpetuidad y le hubiésemos construido el mausoleo más grande de toda la humanidad. En este sentido, su amiga doña Mercedes tiene razón.
—Si tú robaste las reliquias, ¿por qué iban detrás de nosotros los intelectuales? ¿Qué tenían que ver con el robo? —preguntó indignado Andrés.
—Pues es fácil de explicar. Sentaos sin moveros y os lo cuento. Creo que merecéis conocer la verdad antes de morir.
Altagracia sintió un vuelco en el estómago. Nunca hubiera imaginado terminar así, muriendo en la catedral a manos de un loco soberbio capaz de matar por ser un poco más rico.
Oliver escuchaba al americano buscando al mismo tiempo alguna escapatoria a la situación. Su mente se aceleró tratando de encontrar alguna salida.
Richard Ronald les exigió que se sentasen en uno de los bancos de mármol dispuestos frente a la enorme nueva tumba del Descubridor de América.
Aún recordaba el año que compró los antiquísimos legajos en París. Nunca antes se había conmovido por la compra de ningún tipo de reliquia como con ésa. En definitiva, él compraba antigüedades y arte para luego venderlas al mejor postor. Jamás compraba para uso y disfrute personal. Pero esta vez, las anotaciones al margen de ese libro le habían emocionado. En cierta medida, cuando supo que eran notas manuscritas del mismísimo Colón y las pudo entender, comprendió que él y ese genovés tenían muchas cosas en común. La búsqueda de un sueño, la visión de un negocio futuro, por difícil que fuera, la persecución de metas insospechadas a cualquier precio eran facetas compartidas con el nauta. Por eso, cuando terminó de leer las notas escritas en ese pobre castellano que utilizaba el marino, viajó inmediatamente a Sevilla, porque había intuido que esas hojas pertenecían a algún libro que el genial Descubridor siempre llevaba consigo.
Allí se adentró en los misterios colombinos, y conforme iba estudiando la historia del descubrimiento, más se involucraba en el que podía ser el mayor proyecto de su vida: recuperar el tesoro del que hablaban los legajos y convertirse en el descubridor del Descubridor.
Pero el proyecto duró más de cincuenta años. No había manera de encontrar las referencias perdidas, y los documentos que compró junto con los de Sevilla no contenían suficiente información para localizar el tesoro.
Fue en esa época cuando creó la gran empresa en Panamá para buscar el pecio. Decenas de años de rastreo de barcos hundidos no sirvieron para encontrar la nave colombina. Afortunadamente, la XPO Shipwreck Agency consiguió recuperar otros barcos y casi se pagaba el mantenimiento de esta inversión, sólo con esos pequeños rescates cada cierto tiempo.
La suerte volvió a llamar a su puerta muchos años después, cuando entró en contacto con esos locos que durante casi quinientos años habían perseguido un ideal absurdo. Aunque nunca supo bien cuáles eran los fines últimos de esta gente, lo cierto era que, entre otras cosas, querían encontrar el barco hundido, según ellos, su barco.
Poco a poco, fue introduciéndose en el grupo. La dificultad era máxima, porque esta gente era una comunidad cerrada con objetivos comunes, que durante años habían sabido mantenerse unidos en torno a un ideal.
Consiguió conectar gracias a lo que mejor sabía hacer en su vida: pactar.
Los legajos que él tenía contenían información valiosa, y esa gente la necesitaba. Pero aun así, no le hicieron caso hasta que no llevó a cabo la locura más grande que había hecho en su vida: robar los restos del Almirante.
Con esta acción, cientos de personas, o quizá miles, dignos herederos de la trama colombina, asumieron que el americano tenía algo por lo que merecía la pena pactar.
Expoliar las dos tumbas había sido la mayor ocurrencia de su vida. Una vez en posesión de los huesos auténticos del Descubridor, cosa que ahora nadie dudaba, el pacto estaba servido.
Los siguientes pasos fueron fáciles, hasta que llegaron los tres investigadores y metieron sus narices en asuntos que no les importaban.
—Jamás imaginé que seríais capaces de encontrar los legajos de Sevilla y Génova. Yo invertí muchos años de mi vida en buscarlos y nunca conseguí ni un solo papel —se quejó el americano.
Andrés Oliver hizo a Altagracia un gesto de agradecimiento por las geniales ideas que tuvo en la búsqueda de los documentos. Sin ella, nunca los hubiesen encontrado.
—Y ¿en qué consistió el pacto? —preguntó la mujer.
—Pues algo así como huesos por dinero —dijo entre risas el americano.
Una vez en posesión de los restos del Almirante, el trato fue sencillo. Fueron ellos los que ofrecieron la excelente idea de hacer que Ronald llamase a Oliver ofreciendo verse en Miami para recuperar los planos y los legajos que habían conseguido en Génova.
—A cambio de los huesos de su querido Almirante, ellos ofrecían el cofre para mí, con todo lo que contuviese.
»Salvo una pequeña parte, que ellos quisieron utilizar para acabar este nuevo mausoleo bajo la auténtica tumba del Descubridor.
—Y ¿la matanza de Panamá? ¿Estaban ellos al corriente? —preguntó Altagracia.
—No, en absoluto. No hacer daño a nadie era una condición que ellos impusieron y que yo no pude respetar. Era imposible sacar de allí el cofre y cumplir con los estúpidos documentos que me hicisteis firmar en presencia de los embajadores. No me dejasteis más opción.
—Entonces, doña Mercedes no está implicada ni en el robo de los restos ni en la matanza de Panamá —reflexionó en voz alta la mujer.
—Así es —sentenció el americano—. Esta gente es incapaz de matar una mosca.
Altagracia dio un gran suspiro de alivio.
—Y ¿entonces? —preguntó Oliver—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Por qué no has huido con tu dinero?
—Porque aún tenemos asuntos que resolver entre nosotros, y alguna cosa que repartir.
En ese momento, tres personas aparecieron detrás del americano.
Doña Mercedes y sus dos inseparables compañeros surgieron súbitamente de la oscuridad.
Ronald les apuntó de inmediato y les pidió que no se moviesen. Una vez reunidos todos tras la tumba, sería más fácil controlarlos.
—¡Qué inoportunos! —gritó—. Ahora tendréis que presenciar la muerte de esta pareja de entrometidos.
—Pues tendrás que matarnos a los cinco —respondió con valentía doña Mercedes Cienfuegos—. ¿Serás capaz?
—Ya sabes que sí —dijo entre risas—. Tuvimos que matar al mulato ese que acompañaba a estos dos, y a todos los de la expedición en Panamá. La verdad es que he perdido la cuenta de las muertes que ha originado este asunto.
—El mulato ese se llamaba Edwin Tavares, y era el mejor policía que he conocido jamás —gritó Oliver con ira.
—Vaya, el señor Oliver emocionado. Nunca te había visto así. Ni siquiera el día que robé un Velázquez en Madrid delante de tus narices.
—Explícanos qué vas a hacer con cinco cadáveres tú solo, Ronald —retó Gabriel Redondo—. Ten en cuenta que los chicos que tenías arriba han huido cuando les hemos dicho que venía la policía dominicana, y ahora, estás en solitario para llevar a cabo esta pesada labor.
El americano pareció contrariado. Echó mano de su teléfono móvil y observó que allí, bajo tierra, no tenía cobertura.
Rafael Guzmán se abalanzó sobre él.
El americano, sorprendido por el ataque del rector, le disparó a bocajarro hiriéndole en el estómago.
Oliver saltó de inmediato derribándole y provocando que todos le imitaran, en el intento de reducir al hombre de la pistola, que realizó un nuevo disparo.
Se produjo un largo silencio sólo roto tímidamente por el eco provocado por la detonación. Cuando cesó, observaron en silencio dónde había acabado el tiro.
El español había sido alcanzado en un brazo, que sangraba de forma abundante.
Ronald se levantó y ordenó a todos que se retirasen hacia la parte trasera de la tumba, donde pudiese verlos con suficiente distancia. Nadie le hizo caso, dada la necesidad de atender a los heridos.
Altagracia acudió a Oliver tratando de parar la hemorragia. Tomó la corbata del rector, que yacía en el suelo, socorrido por doña Mercedes, y le practicó un torniquete.
Gabriel Redondo observó que era la única persona desocupada en ese momento capaz de pensar en una solución al acuciante problema. Pensó que Ronald era un hombre habituado a ordenar matar, pero poco inclinado a apretar el gatillo por sí mismo. Actuó con rapidez acordándose de que un poco más atrás habían ubicado un pozo por el cual se comunicaba la catedral con la Fortaleza Ozama, a través de un antiguo túnel que habían descubierto. Había sido construido por los españoles cientos de años atrás, con objeto de proporcionar una salida hacia el puerto a los religiosos y a las personalidades en caso de ataques.
El pasadizo estaba en proceso de rehabilitación y sólo ofrecía por el momento un enorme agujero en el suelo de la nueva nave central soterrada.
—Creo que no va a ser capaz de matarnos a todos, señor Ronald. Si promete no hacernos daño, le doy sus joyas y su oro, tal y como acordamos, y se larga.
—Dígame dónde están y luego haré lo que tenga que hacer —le espetó.
Gabriel Redondo se dirigió al enorme boquete abierto y le indicó que allí se encontraba lo que buscaba. Ronald se inclinó hacia la oscuridad en la dirección que le marcaba el intelectual dominicano. En ese momento, doña Mercedes, mujer de cierta edad pero muy ágil debido a su carácter enérgico, se abalanzó sobre el americano y lo envió al fondo del abismo, con ella detrás.
Ambos cayeron al vacío con enorme estruendo. En su caída se habían llevado por delante parte del andamio allí ubicado para la reparación del pasadizo.
Oliver se levantó y, seguido de Altagracia, acudió al rescate de la profesora. Las linternas que habían llevado fueron de gran utilidad para ver lo que había ocurrido.
Richard Ronald permanecía inmóvil en el fondo del enorme boquete, con un tubo metálico atravesado en el pecho. Un enorme charco de sangre impregnaba el suelo de la zona de obras.
Doña Mercedes se movía ligeramente, aunque una de sus piernas parecía doblada en una posición imposible. El español pidió a gritos que alguien saliese a pedir ayuda mientras él bajaba en auxilio de la profesora.