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Santo Domingo

Descubiertos restos verdaderos de Cristóbal Colón con innegables pruebas de su autenticidad. Créese que los que existen en La Habana pertenecen a su hijo.

Telegrama enviado al ministro de Estado en Madrid por el cónsul de España en Santo Domingo, señor J. M. Echeverri, septiembre de 1877

Ensimismado en el largo relato del religioso, no estaba siendo un buen acompañante para Altagracia mientras tomaban un ron en la plaza de la catedral.

La noche había caído sobre la capital dominicana, haciendo visible un hermoso manto de estrellas sobre la ciudad. Ella miraba el cielo sin descanso, en busca de algún astro perdido.

—¿Piensas que los mismos sujetos que guardaron planos y documentos durante años, con el objetivo de encontrar un cofre en un barco hundido, podían tener además otros propósitos? —preguntó la mujer.

—Empiezo a creer que sí. Probablemente nos hemos dejado llevar en la dirección fácil —contestó Oliver.

—Montar un dispositivo de almacenaje de documentos durante tantos años, en varias ciudades, sólo para buscar un cofre me ha parecido excesivo. Podían haber ahorrado recursos y haberlo hecho más sencillo.

—Vuelvo a recordar la teoría que nos dieron tus amigos los intelectuales. Ellos intentaron llevar el hilo de la investigación hacia un fin lucrativo. Según ellos, los ladrones de los restos podrían robar por dinero. Nunca les creí, y ahora me pregunto por qué querían desviar tan pronto nuestra atención.

—Pero en verdad había intenciones en ese sentido, como demostró el robo del cofre encontrado en Panamá —apostilló la mujer.

—Cierto. Pero hay algo más que no tiene que ver con el dinero, y tenemos que descubrir lo que es —concluyó Oliver.

*

La casa de doña Mercedes Cienfuegos, situada en el prestigioso barrio de Gazcue, había sido construida muchos años atrás.

Procedente de una de las primeras familias asentadas en la isla, ella podía dar fe de la gran contribución que sus antepasados habían realizado para desarrollar un país en el que valiese la pena vivir y luchar.

Nunca había militado en un partido político. Jamás apoyó a nadie en la obtención de un cargo público. Siempre pensó que la clase política dominicana no había conseguido elevar el pueblo más antiguo de América al nivel que se merecía. Cada vez que viajaba por Europa, sufría al comparar naciones que disponían de una clase media poderosa, capaz de cambiar Gobiernos y dirigir los designios del Estado, con su país, que no estaba a la altura internacional que merecía.

Su estirpe, la demostrada ascendencia de una de las más importantes ramas originales de los primeros asentamientos y, sobre todo, su marcado carácter vital hacían que se sintiese orgullosa de su pasado, y por eso quería cambiar el futuro.

La noche era propicia para una reunión de ese calibre. Nunca antes la reputada profesora había logrado reunir a tan distinguidas personalidades en un mismo lugar.

—Señoras y señores, quiero agradecerles a todos que estén hoy aquí, en mi humilde casa —inició la charla.

—Es mayor placer para nosotros haber sido invitados —replicó don Rafael Guzmán, rector de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, ante muchos profesores de la misma entidad docente.

—Quizá todos tengamos que celebrar una noche especial —expresó levantando una copa de vino Gabriel Redondo, profesor de la Universidad Autónoma, en presencia de muchos amigos de su entorno universitario.

Los acontecimientos de las últimas semanas habían disparado las emociones de todos ellos. Eran muchos los años que llevaban trabajando para lograr sus objetivos, quizá demasiados.

Un país como el suyo, el pueblo no indígena más antiguo del Nuevo Mundo, el primer asentamiento occidental en las nuevas tierras, iba por fin a iniciar un recorrido que le llevaría al puesto deseado, el que una sociedad como la suya se merecía.

*

Altagracia invitó a cenar en su casa a Andrés Oliver. De esta forma, su madre conocería al protector que había tenido durante el largo viaje. Nada menos que un policía español.

El pueblo dominicano, siempre afectuoso y hospitalario, suele halagar a sus invitados con la amabilidad de abrir sus hogares a huéspedes distinguidos, explicó la mujer. De esta forma, quería agradecer la buena compañía que le había proporcionado durante su periplo por Europa.

—Tú ya me acogiste en tu casa en Madrid —expresó la mujer.

—Era mi obligación. Además, lo hice con placer. Tú y Edwin siempre me habéis caído bien.

—Hablar el mismo idioma ayuda mucho.

—Imagino que hay algo más. Los dominicanos sois gente especial. Como decimos en mi país, buena gente. Da gusto estar con vosotros y compartir vuestras aficiones.

La cena transcurrió en un ambiente agradable, una vez aprobado por doña Ana el perfil de la persona que había cuidado de su hija durante un viaje tan arriesgado.

—He rezado mil veces agradeciendo a la Virgen de la Altagracia que mi hija no estuviese en el rescate del barco —expresó doña Ana con las manos en señal de súplica—. Dios mío, no quiero ni pensar lo que le habría podido pasar a mi hija en aquella playa.

—Sí, ciertamente —contestó el hombre—. No podemos saber lo que hubiese pasado, pero está claro que habría sido peligroso. Mejor así.

—Y ese joven, Edwin Tavares, qué horrible noticia. Imagino lo que sus padres deben de estar pasando. No se merecía ese final.

—Bueno, ya ha pasado todo —cortó su hija.

—Y ¿ya habéis terminado con el caso? —interrogó la madre.

—No, el asunto está quizás aún más enrevesado que al principio —contestó Oliver—. Ahora estamos siguiendo distintas pistas, basadas en el hallazgo de los restos de Colón.

—Pues yo os recomiendo que vayáis a ver a un amigo mío. Samuel Pastrana estudió conmigo y ahora le han nombrado presidente de la Academia Dominicana de la Historia. Debéis ir a verle. Es la persona que más sabe de la historia de este país. Y es de fiar. Os lo garantizo.

—Así lo haremos —acabó prometiendo su hija.

Se retiraron a tomar un último trago de ron en el patio de la casa, que había sido decorado con un bonito estilo colonial.

Plantas tropicales y vistosos macizos de flores revestían los arriates laterales del patio. No obstante, la joya del jardín era un robusto flamboyán de grandes dimensiones, que en la estación en la que estaban, se encontraba plagado de impresionantes flores de color naranja.

El brillo de las estrellas terminaba de dibujar, en todo el conjunto, un espacio realmente encantador, pensaba el español.

De pronto, un apagón general dejó toda la ciudad sumida en la oscuridad, lo que hizo que el cielo luciera con más intensidad de lo normal.

—Parece como si hubiésemos pedido que apagasen las luces de Santo Domingo para ver mejor las estrellas —dijo el hombre.

Entre risas, ella descubrió que había refrescado algo, y buscó calor en los brazos del hombre.

*

No tenían nada que perder.

La Academia Dominicana de la Historia se encontraba en la calle Mercedes, situada en la zona colonial, en la denominada Casa de las Academias. Por el aspecto de la fachada, Oliver adivinó que el edificio había tenido un pasado notorio, ya que rezumaba antigüedad por los cuatro costados.

La puerta de entrada comunicaba directamente con un inmenso patio central en el que había multitud de macetas y plantas de gran variedad. Los elevados techos, los arcos entre las gruesas columnas y el resto de los componentes de la arquitectura del inmueble delataban la época de su construcción, siglos atrás.

Una amable anciana les acompañó hasta el piso superior, donde Samuel Pastrana les esperaba en una galería, sentado en una mecedora. El suelo de madera sonaba, crujiendo ligeramente, cada vez que el presidente de la Academia movía el balancín.

Les ofreció asiento en otras dos mecedoras situadas frente a una mesita donde había café recién hecho, cuyo aroma inundaba a ratos la estancia.

—Así que están ustedes investigando el robo de los restos del Almirante.

—Exactamente —tomó la palabra Altagracia—. Cualquier cosa que pueda usted aportar será valiosa para nosotros.

—Y ¿qué tipo de información puedo darles?

—Permítame que le cuente el estado de nuestra investigación —expuso el español.

Se decidió a contarle las experiencias de Sevilla, Madrid, Génova y Miami. Incluso lo acontecido en la búsqueda del pecio en Panamá.

La amistad de la madre de Altagracia con este hombre, que garantizaba su discreción, fue suficiente para que Oliver se atreviese a narrar todo lo ocurrido. Además, no tenían nada que perder, habida cuenta de que mucha gente conocía a esas alturas los acontecimientos.

Los ojos del historiador se iban abriendo conforme el hombre iba narrando el carácter de los legajos encontrados, su contenido, y la gran cantidad de datos que aportaban sobre unos hechos históricos que habían ocupado a multitud de investigadores durante siglos.

—Tiene usted que saber que esos legajos pueden arrojar mucha luz sobre la historia de Cristóbal Colón y el descubrimiento —dijo el historiador—. Desde mi punto de vista, muchos de los papeles que existían a la muerte del primer Almirante se perdieron debido a los pleitos que entabló la familia Colón en defensa de sus intereses. Como usted sabe, esos pleitos duraron decenas de años, y en ese periodo se perdió mucha información y se manipuló gran cantidad de documentos.

—Así es —añadió Oliver—. Por eso es importante encontrar los restos. ¿Está usted preparado para oír nuestras hipótesis? Le advierto de que son arriesgadas.

—Adelante. Ya saben ustedes que pueden confiar en mí.

Narró la extraña coincidencia del encuentro con los intelectuales dominicanos en varios destinos, y su inusitado interés en el caso.

La estrategia había sido estudiada previamente por los dos. Sin duda, Pastrana conocía bien a los intelectuales. Si estaba con ellos, les pondría sobre aviso, cosa que podría impulsarles a cometer algún error. Si no lo estaba, podía darles a ellos información muy valiosa. Por tanto, se trataba de un paso nada arriesgado.

Tras acabar la explicación de todos los hechos acontecidos hasta ese momento, el historiador alcanzó un grado de expectación que preocupó a Altagracia. En todos los años que hacía que le conocía, nunca había visto a ese hombre en ese estado de nerviosismo.

—Estén tranquilos, que yo estoy con ustedes. Me parece una brutalidad el robo de las reliquias, aquí y en España. Cuenten conmigo, y permítanme que les haga partícipes de algo confidencial. Extraño, yo diría.

El historiador explicó que en los últimos días la excitación de esos personajes había ido creciendo de forma alarmante. Hacía dos días, el Mesón de Bari había sido cerrado para la celebración de una multitudinaria comida donde nadie había podido entrar, salvo un reducido círculo de conocidos. La noche anterior, doña Mercedes había organizado una cena privada en su casa, con la asistencia de gran cantidad de intelectuales, sin que se conociese el contenido de lo tratado. Esa misma mañana, la exaltación aún permanecía en el rostro de muchos de los asistentes a la cena, entre los que se encontraba un colaborador suyo de la Academia, por lo cual debían tener precaución de no hablar en voz alta.

—En fin, les aviso de que están pasando cosas raras en el entorno de estos señores, y Mercedes Cienfuegos tiene mucho que ver. No tengan la menor duda de lo que les digo.

—Y ¿no tiene usted ni una sola teoría? —analizó Oliver.

—Sólo una. Esta gente lleva años reclutando personas de la intelectualidad, principalmente de las universidades, nunca políticos, para establecer un plan que fortalezca la sociedad civil dominicana.

—¿Cómo? ¿De qué manera podrían hacerlo? —interrogó la mujer.

—No lo sé. Ellos forman parte de ese reducido grupo de personas que se ha rebelado contra el sistema político de nuestro país. Buscan algo nuevo, un revulsivo, algo que cambie el mundo en el que vivimos los dominicanos. Pero no sé en el fondo de qué se trata.

—Y ¿sabe algo más que nos pueda ayudar? —preguntó la dominicana.

—Sí. Pero les ruego que no digan que yo se lo he dicho —pidió el historiador, bajando la mirada.

*

La planta baja del edificio estaba dedicada al personal administrativo y archiveros de la Academia de la Historia, así como al departamento de reprografía. El trajín de papeles y legajos en varias mesas, donde la gente podía consultar los numerosos expedientes almacenados en la base documental de la Academia, hizo que el subdirector se refugiase en su despacho para hacer una llamada.

La presencia de la secretaria de Estado de Cultura y del policía español no le había pasado desapercibida. La jefa tenía que saberlo de inmediato.

*

Unos días atrás, cuando Altagracia estaba en Europa, Samuel Pastrana tuvo conocimiento de extraños movimientos de personas dentro de la catedral. Gente entrando y saliendo durante la noche, y que portaban en algún caso herramientas y materiales de construcción, hizo que algunos religiosos y el personal del ámbito de la gestión catedralicia calificaran los hechos de inexplicables. No obstante, nadie había podido demostrar nada y todo estaba en su sitio a la mañana siguiente.

—Vaya sorpresa. Nosotros estuvimos allí ayer y no vimos nada —explicó la mujer.

—Pues aquí no termina todo —dijo nervioso el historiador.

Unas semanas antes, habían pedido numerosos documentos a la Academia de la Historia a través del servicio de reprografía. Quizá si no se hubiesen producido esos rumores sobre el trasiego de personas en el interior de la catedral durante la noche, el contenido del material solicitado habría pasado desapercibido.

Pero debido a los comentarios existentes en buena parte de la sociedad intelectual de Santo Domingo sobre los inexplicables ruidos y movimientos en el interior catedralicio, él no tuvo más remedio que echar mano del registro y ver qué tipo de documentos habían sido fotocopiados.

La sorpresa fue mayúscula.

Alguien había estado durante años fotocopiando planos que llevaban siglos almacenados en estanterías sin atraer la más mínima atención de nadie.

—¿A quién podía interesar el sistema constructivo de nuestra catedral? ¿Por qué han fotocopiado hasta el último plano durante tantos años? —se preguntó a sí mismo el presidente de la Academia de la Historia.

Planos de las primeras excavaciones, dibujos de las modificaciones realizadas en los inicios de la construcción, cuando sobre la marcha se iban cambiando los detalles constructivos en función de la evolución de las obras y, sobre todo, listados de los materiales y detalles de la cimentación habían sido fotocopiadas por triplicado.

—Y ¿no sabe cuál podría ser el destino de esa información? —preguntó un acelerado Oliver.

—No tengo ni idea, pero ya ven que han estado haciendo uso de ella.

*

El afán colaborador de Pastrana quedó patente cuando les ofreció una copia del último material documental que habían retirado los intelectuales.

De vuelta a la oficina, estudiaron los planos y las fotocopias facilitadas por el historiador. Observaron que a simple vista el material reproducido no se correspondía con la idea que ellos tenían sobre la planta de la Primada. Altagracia pidió urgentemente que le trajesen los mejores planos disponibles de la configuración actual del edificio, incluyendo todas las dependencias superiores e inferiores, así como la posición del altar mayor y las ampliaciones que se habían realizado en el transcurso de los años.

Unas bandejas de chicharrón de pollo con tostones y unas cervezas, llevadas al despacho, permitirían seguir trabajando toda la tarde sin descanso.

Tras el ligero almuerzo, Oliver comparó los planos históricos del archivo con las dimensiones actuales del templo y comprobó que había partes que no coincidían.

—Es inexplicable —razonó la mujer—. En teoría, esta catedral ha permanecido inalterada en los cinco siglos que lleva construida, salvo el presbiterio, que ha sido modificado en varias ocasiones, y el coro, que fue desmontado. No hay constancia, en todos los años que lleva en pie, de que parte de la configuración inicial, tal y como la concibieron los españoles y fue desarrollada entre 1514 y 1540, haya cambiado.

—Pues aquí lo ves. Una de dos: o el plano original ha sido modificado o el que te han traído no se corresponde con la realidad.

Una mirada entre ambos bastó para saber que la única forma de salir de dudas era ir a comprobarlo.

Esperaron un par de horas hasta que anocheció, aprovechando ese tiempo para analizar bien la parte de edificación que habrían de investigar.

La secretaria de Estado de Cultura pidió a un hombre de su entera confianza una copia de la llave de la puerta lateral, menos pesada y más discreta que la puerta principal. También le solicitó un par de buenas linternas.

Cuando la iluminación artificial se apagó, la piedra de la fachada exterior del templo apareció de pronto lúgubre y algo tenebrosa. La noche ofrecía un aspecto cerrado. Para colmo, cuando se estaban acercando, un nuevo apagón general dejó la ciudad sumida en una profunda oscuridad.

Un nudo se formó en el estómago de Altagracia, que se alegró más que nunca de estar acompañada de Andrés Oliver.