Santo Domingo
El que ame la verdad, el que goce con el triunfo de la justicia tributará un homenaje a esas divinidades de los hombres rectos, empleando sus conocimientos y talento en desvanecer las tinieblas que circundan aún la postrer morada del infortunado Descubridor de la América.
EMILIANO TEJERA,
Los restos de Colón en Santo Domingo, 1878
Parecía increíble que tras el paso del huracán, en tan poco tiempo, el cielo sobre el mar Caribe presentara un aspecto tan estable y plácido. Ni una sola nube era visible desde la ventanilla del avión, a través de la cual sólo se divisaba una inmensa masa de agua verdosa separada del cielo por una sutil línea divisoria en el horizonte.
En realidad, nada de esto tenía importancia en estos momentos para Andrés Oliver, porque la pérdida de su colega Edwin le había dejado sumido en un profundo vacío.
La muerte es un hecho que acontece a todo ser vivo y que en una profesión como la suya había que asumir constantemente. Pero en su caso, durante toda su vida, la posibilidad de perder a un ser querido se había convertido en un obstáculo que le impedía entregarse plenamente en sus relaciones personales. Había dedicado muchas horas de sueño al acertijo de adivinar la razón por la cual siempre le ocurría lo mismo.
¿Por qué la pérdida de un amigo, de una pareja o de un familiar cercano se convertía en una terrible rémora para alcanzar la felicidad?
La respuesta siempre era la misma. Aunque muchos amigos le animaban a que viviese la vida más intensamente, olvidando que algún día podría perder al ser querido, su interior, su mente, no le permitían aceptar ese hecho.
La pérdida de su padre primero, y de su madre al cabo de pocos meses, cuando sólo tenía nueve años, cuando un ser humano más necesita a sus padres, podía ser el motivo de su obsesión. A esa edad ya no era un niño pequeño, pero tampoco un hombre. Su adolescencia fue realmente dura. Los hermanos de su padre, sobre todo su tío Tomás, y la hermana de su madre, ejercieron de improvisados padres hasta que se independizó tras acabar sus estudios.
A partir de ahí ninguna relación cuajó, aunque fueron muchas las mujeres que pasaron por su vida antes y después de obtener su título universitario. Algunas realmente consiguieron llegarle dentro, pero cuando había que dar el paso, le entraba siempre el mismo miedo. O más bien era pánico.
El aterrizaje del pequeño avión bimotor en el aeropuerto internacional de Las Américas en Santo Domingo hizo que volviera a la realidad.
En esta ocasión, la pérdida había sido la de un amigo, un colega, al que había conocido poco tiempo atrás, pero que había conseguido ganar su afecto. Y ahora tocaba darle la noticia a Altagracia, a la otra amiga, que había quedado hacía unos días en una situación personalmente comprometida.
Muchos problemas de esta índole, en tan poco tiempo, no era una situación fácil de asumir para un hombre que no tiene resuelta una válvula de escape ante situaciones emocionalmente complicadas.
Y luego estaba el robo del arca.
Ahora no tenía un caso, sino dos. La sustracción de los restos en la catedral de Sevilla y la desaparición del arca, robada delante de sus narices.
Unos días antes, no hubiese pensado que la situación iba a llegar hasta estos límites.
*
El aeropuerto dominicano ofrecía la misma imagen de siempre. La confusión en el control de pasaportes, la recogida de las maletas y la búsqueda de un taxi convertían la llegada al país en una difícil misión. El calor húmedo volvió a sofocarle y el sudor le empapó la camisa, pegándola al cuerpo.
No había llamado a Altagracia para no darle la noticia por teléfono. Sólo la idea de tener que pasar por una situación como ésa le producía desasosiego.
Pero tenía que hacerlo.
Marcó el número de la mujer y esperó a que contestara.
*
El sol de Santo Domingo era radiante. Después de tantos días encapotados en Panamá, esta luz le parecía una bendición. Un huracán había pasado por encima de su cabeza, y desde luego, no había sido una experiencia agradable. Las escenas vividas en la playa en aquellas condiciones tan extremas le venían una y otra vez a la mente.
¿Podía haber hecho algo más para salvar la vida de su colega? Probablemente no. Pero su mente seguía buscando respuestas.
La imagen de Altagracia, que venía caminando por la calle El Conde hacia él, le sacó de sus pensamientos. Había elegido la plaza de Colón, frente a la Catedral Primada, porque le traía muchos y buenos recuerdos de los primeros días que pasó junto a sus compañeros en esa ciudad.
Recordó de pronto el tremendo parecido entre la bella Anacaona, la india taina, y la mujer que se acercaba.
Pensó en utilizar esta anécdota para tratar de hacer sonreír a su amiga, que adivinaba iba a pasar por un mal trago cuando le diera la noticia de la muerte de su compatriota.
La mujer besó a Oliver en una mejilla y se sentó frente a él. Los ojos de la dominicana parecían dejar claro su estado de ánimo. Sin hablar, Oliver la miró y obtuvo la respuesta de inmediato. Ya lo sabía.
*
La secretaria de Estado había sido informada por la cúpula de su Gobierno nada más llegar la información al embajador dominicano en Panamá.
—Conocí la terrible pérdida la misma tarde que ocurrió —dijo entre sollozos—. Ha sido una auténtica conmoción aquí, porque era una persona muy querida y estaba investigando un tema muy importante para nosotros.
—Sí, lo sé.
—Y ¿ahora? ¿Qué pasará con el caso? —pronunció la mujer.
—Pues tendremos que seguir trabajando tú y yo. A no ser que tu Gobierno quiera asignar otra persona para continuar investigando este asunto.
—Por el momento no tengo instrucciones.
—No quiero ser descortés contigo, dada tu situación, pero me gustaría que me contases tus investigaciones sobre tus amigos los profesores.
A la vuelta a su país, puso en conocimiento del director de policía el contenido de las fotos. La propia Altagracia asistió al interrogatorio de los tres intelectuales, sin ser vista. Un cristal había evitado que sus amigos supieran de su presencia.
Los profesores eran muy conocidos en la República Dominicana por su alta posición social y la buena reputación de la que gozaban en los medios de comunicación, donde eran colaboradores habituales.
La policía les llamó con el pretexto de preguntarles por su interés en el caso. El director de policía llegó a preguntar de qué conocían al inspector Verdi, con el que se habían reunido en su último viaje por Italia.
Doña Mercedes contestó que le habían robado una maleta en esa ciudad y que habían tenido la necesidad de comunicarlo a la policía italiana. Podían comprobar que había puesto una denuncia. Con respecto al caso, su interés radicaba en la enorme expectación que había alcanzado en su país y en el resto del mundo.
Después de todo, Descubridor de América sólo había uno, y ella era experta en temas colombinos, a lo que había dedicado una buena parte de su vida profesional.
—La policía les creyó, porque no encontraron pistas que pudiesen avalar otra teoría —señaló Altagracia.
—Pues yo no les creo en absoluto. Esta gente tiene información, saben a lo que van y conocen nuestros pasos. Probablemente, saben lo mismo que nosotros.
—Bueno, hasta que yo dejé de darles información.
—No, incluso sin tus aportaciones, ellos están al tanto de todo. No te fíes. No puedo afirmar nada, porque no tengo más información que la que me dio Ronald, pero mi intuición me dice que debemos cuidarnos de ellos.
—Por cierto, ¿cómo sigue Richard? —preguntó interesada.
—Ha vuelto a Miami. Está reponiéndose de la herida, y al mismo tiempo está recibiendo tratamiento para el cáncer. El pronóstico no es bueno.
—Vaya —suspiró la dominicana—, ese hombre me caía bien. Es todo un caballero y se portó muy bien con nosotros. Fue fiel a sus compromisos.
—Sí, esta vez sí.
*
El imponente edificio de la policía nacional volvió a impresionar al español y a la dominicana, que habían sido citados allí por el director con objeto de revisar lo ocurrido y establecer nuevas acciones en su caso. Una secretaria les hizo pasar a una sala adjunta al despacho, donde les recibió.
—Le rogaría, señor Oliver, que me contara usted todo lo ocurrido. Me interesa su versión en primera persona.
Durante un buen rato narró las vivencias ocurridas en Sevilla, Madrid, Génova, Miami y Panamá. Cuando llegó a la última parte, no pudo evitar hacer referencia a los intentos por encontrar a su colega y lo mal que lo pasó cuando lo vio flotando en el mar.
—Y ¿cómo pudo usted salvarse? —inquirió el director.
—Me caí al agua y no pude volver al sumergible. Era realmente difícil. Imagino que los asaltantes no me vieron y por eso salvé la vida.
—Ya.
—Bueno, ¿qué propone usted que hagamos ahora? —solicitó la secretaria de Estado—. Tengo una reunión con el presidente esta tarde y tengo que darle alguna idea sobre los próximos pasos que vamos a dar.
—Por supuesto, tenemos un plan, pero no se lo vamos a revelar a nadie por el momento —explicó el director.
—¿Quiere eso decir que hemos acabado la investigación conjunta? —dijo extrañado el español—. Hemos llegado muy lejos.
—Sí, hemos llegado lejos, pero sin resultados.
*
A la salida de la reunión, la mujer no podía creer la actitud del mando supremo de la policía de su país. O tenía un plan realmente bueno o ese hombre estaba loco.
—O es un prepotente —señaló Oliver.
—No lo sé. En cualquier caso, quiero que sigamos con nuestra investigación en la misma línea. Yo estoy de acuerdo contigo. Si hemos llegado hasta aquí, pienso que tenemos que tratar de resolver juntos este misterioso caso.
—Pues adelante. El siguiente paso puede ser entrevistar a tus amigos. ¿Qué te parece?
—Ya me lo temía —suspiró la mujer.
*
El coche oficial de la secretaria de Estado se dirigió hacia el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, más conocido como el INTEC, donde doña Mercedes impartía clases de historia económica dominicana en las Licenciaturas de Humanidades y Economía. Habían pospuesto la reunión con los demás intelectuales para otro momento, en un intento de casar información que pudiese ser de utilidad. Oliver siempre había pensado que doña Mercedes ejercía una gran influencia sobre sus amigos, y que era la líder del grupo.
El campus rebosaba de alumnos que se movían de un lado para otro. La exuberante vegetación caribeña proporcionaba un aspecto acogedor a todas las instalaciones, repartidas en varios edificios.
El departamento de investigación académica dirigido por la profesora se encontraba en el centro del recinto, rodeado de altos árboles de enormes hojas. El sol apenas podía traspasar las frondosas copas de las distintas especies arbóreas, que componían un pequeño bosque, que de vez en cuando, gracias al viento, dejaba escapar algún rayo de luz.
La secretaria les recibió de inmediato y les solicitó que pasaran al despacho donde se encontraba la profesora. Doña Mercedes se levantó y dio un efusivo abrazo a su antigua alumna, que le respondió con desigual intensidad. Le explicó lo mal que lo había pasado cuando la policía la llamó para interrogarla por el robo de los huesos. Al poco tiempo, recibió la noticia de la muerte del policía que había acompañado a Altagracia por Europa.
—¡Vaya susto! —expresó llevándose las manos a la cabeza—. No quiero ni pensar que tú habrías podido estar allí.
—Yo no estaba, pero Andrés Oliver sí.
—Debió de ser terrible. ¿No es así, señor Oliver?
—Sí, fue duro. Al final murieron muchas personas en esa playa.
—Y ¿qué puedo hacer por vosotros?
Su ex alumna le explicó que estaban indagando de nuevo por si se les había escapado algún detalle, y que estaban realizando nuevas investigaciones a raíz de nuevos documentos que habían hallado.
—¿Te refieres a los legajos que encontrasteis en Génova?
—Sí.
—Bueno, yo no tengo más información que la que ya os conté en su día.
—Pero ¿puede usted aventurar alguna hipótesis? —preguntó Oliver—. ¿Ha pensado usted quién podría estar detrás de todo esto?
—No, ni idea. Ya conocéis mi teoría, la que os di al principio, y en la que sigo creyendo. Pero desconozco el asunto en profundidad.
Se despidieron de ella y salieron en busca del coche oficial, que les esperaba. El conductor leía un enorme periódico.
Nada más meterse en el auto, Oliver dijo sorprendido:
—¿Te das cuenta de que lo sabe todo? Ha dicho que nosotros encontramos documentos en Génova. ¿Cómo lo sabe? Tú no llegaste a llamarla tras el descubrimiento de los legajos del Castello d’Albertis.
—Así es. Yo también lo he notado. Nunca se lo conté, porque no cogí una sola llamada suya tras salir de Italia.
El chófer prestaba atención a la conversación mientras conducía. Miró por el retrovisor y pensó en hacer una llamada en cuanto dejase a esos dos.
*
Las dependencias donde habían comenzado la investigación semanas atrás le parecieron al español muy distintas sin la presencia del jovial policía dominicano.
Para comenzar, propuso a Altagracia volcar los datos de su portátil al ordenador de la oficina, donde había quedado almacenada toda la información encontrada en Génova. De esa forma, podrían revisar por separado la enorme cantidad de reseñas que habían conseguido.
—Volver a empezar —dijo Oliver.
—¿Qué has querido decir? —preguntó Altagracia.
—Tenemos mucha más información que al principio, pero ahora me temo que deberemos estudiar minuciosamente todo lo que hemos descubierto y tratar de atar cabos sueltos. Tengo la impresión de que nos estamos dejando algo atrás.
—Pues manos a la obra.
Alguno de los documentos archivados en el portátil presentaba serias dificultades para su análisis, por el reducido tamaño de la pantalla. Tampoco el otro ordenador solucionaba el problema. Por ello, decidieron pedir impresiones en papel.
Mientras les traían copias grandes de estos documentos, analizaron los datos referentes a la localización del barco, y, dado que esa parte de los legajos ya no ofrecía interés, fue transferida a otro ordenador. Los textos ampliados permitieron vislumbrar con mayor detalle muchas palabras antiguas que originalmente no habían entendido.
El hombre se sorprendió por la cantidad de referencias que aparecían sobre la catedral de Santo Domingo, que tenían precisamente frente a ellos.
—Es curioso —dijo pensativo Oliver—. Nunca he entrado.
—Quizá porque los restos de Colón estaban en el Faro, de donde fueron robados, y no aquí, en el templo, donde originalmente fue enterrado. En cualquier caso, deberías conocer la catedral, porque es muy hermosa. Es la primera del Nuevo Mundo y, por eso, hay que visitarla aunque sólo sea por curiosidad.
—Fíjate en estos textos —pidió el español.
Varias hojas escritas en castellano antiguo, en un tipo de letra que costaba trabajo leer, indicaban el método constructivo del templo. El documento estaba fechado en Sevilla en 1510, y hacía referencia a la orden de construcción de la primera catedral del nuevo continente.
Una vez iniciadas las obras, el texto narraba las dificultades que fueron encontrando los constructores. Había escasez de artesanos bien formados y además, por diversos motivos relacionados con las revueltas, los trabajadores que habían llegado de España habían sido inducidos a romper sus contratos de trabajo, lo que causó considerables retrasos. Con posterioridad, cuando el edificio comenzó a tomar forma, los nuevos descubrimientos en tierra firme hicieron que la gente estuviese más motivada por encontrar riqueza en las nuevas zonas que ofrecían oro y dinero fácil.
La copia del legajo narraba de forma minuciosa la lenta progresión de los trabajos, y reproducía planos constructivos que la dominicana no había visto nunca. Los diseños que mostraban los dibujos diferían en algunos casos de los alzados y la planta de la actual catedral. Este hecho se explicaba en textos adjuntos argumentado por la necesidad de responder a ciertos criterios militares.
El plan original de construcción había sido modificado.
Un dibujo adicional, con toques artísticos, mostraba el exterior de la catedral con una silueta que a ambos se les antojaba exacta a la actual. No cabía duda de que representaba la versión final del templo, que terminó de construirse alrededor de 1540.
—La fachada original no ha cambiado en estos cientos de años —explicó la mujer—. Ni terremotos ni huracanes ni piratas han podido con ella.
—Me harté de planos. Vamos a echar un vistazo en directo, y luego te invito a un trago de ron.