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Génova

Allende de escribir cada noche lo que el día pasare, y el día lo que la noche navegare, tengo propósito de hacer carta nueva de navegar, en la cual situaré toda la mar y tierras del mar océano […] y componer un libro.

Carta de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos.

Jamaica, 7 de julio de 1503

Los primeros rayos de sol ya iluminaban la superficie acristalada del hotel cuando llegaron tras la intensa noche. Lo sucedido en Sevilla no iba a volver a ocurrir. Nadie les quitaría ahora esos documentos que tanto prometían para avanzar en el caso. Por ello, decidieron cambiar sus habitaciones de forma que pudiesen estar juntos en todo momento. La idea la aportó la mujer: pedirían dos habitaciones contiguas comunicadas por una puerta interior. Ellos dormirían en una de las habitaciones y ella, en la otra. Así estarían siempre en contacto. La posibilidad de pedir apoyo policial e incluso de contar a las autoridades lo ocurrido fue rechazada, porque los documentos serían inmediatamente confiscados por el Gobierno italiano. Lo mejor sería analizar los papeles en el hotel, para aportar pistas al caso, y ya habría ocasión más adelante de revelar al Estado italiano la enorme colección de documentos colombinos encontrada.

Una vez ubicados en las nuevas habitaciones, pidieron el desayuno y decidieron no salir pasara lo que pasase. Estarían juntos hasta que analizaran el contenido y tomaran nuevas decisiones.

—Me gustaría que reflexionáramos antes de comenzar a trabajar —pidió Oliver—. Creo que debemos fijar objetivos antes de nada.

—Ciertamente, todo esto es desconcertante —afirmó Altagracia.

—Alguien roba los restos del Almirante en Santo Domingo y en Sevilla —comenzó a exponer Edwin—. Nos quedamos sin tumbas, y a cambio encontramos una cantidad increíble de material que podría tener un valor histórico extraordinario. ¿Quién entiende esto?

—Debemos preguntarnos si las personas que robaron los restos y las que escondieron estos documentos están relacionadas —dijo el español—. Empiezo a tener mis dudas.

—¿Por qué? —interrogó la mujer.

—Tenemos que orientar una hipótesis de trabajo. A mi entender, los ladrones de huesos buscaban algo concreto. Por otro lado, las personas que dejaron todos estos legajos escondidos perseguían conservar información muy valiosa, pero no sabemos tampoco con qué motivo. ¿Es la misma cosa?

—Pero mediante la firma del Almirante en las fachadas del Faro y de la Catedral los ladrones han dejado claro que están de una forma u otra relacionados con la historia colombina —dijo la dominicana—. ¿Por qué no podría ser la misma gente? Yo apuesto por eso.

—Yo no elimino esa posibilidad, pero me inclino más por la de que los ladrones sean buscadores de reliquias que intentan encontrar algo específico. Un tesoro quizá. No lo sé.

—Bien, amigos, trabajemos a ver si adivinamos quién tiene razón —medió, como de costumbre, Edwin, que ya había metido sus manos en los legajos.

Repartieron el trabajo de la misma forma que lo habían hecho en el castillo. El dominicano examinaría los libros, el español trataría de interpretar los mapas marinos que habían seleccionado, y la mujer procedería a leer los documentos manuscritos encontrados en el baúl.

*

Las horas pasaban y los tres trabajaban sin descanso, tratando de vencer el sueño. De vez en cuando alguno de ellos llamaba la atención de los demás para exponer algún hallazgo importante. Dado que de esa forma no conseguían avanzar, decidieron callar hasta la noche, e incluso no parar para comer.

Un rayo de sol entró por la ventana y dio directamente en los documentos que la mujer estaba analizando. Esto le hizo reflexionar sobre los acontecimientos del día anterior y su gran ocurrencia sobre el sol que alumbra un nuevo mundo, la cita del joven Descubridor y el corazón grabado en el bastión del castillo. Esa experiencia en Génova y su papel activo en el hallazgo de los legajos en Sevilla le estaban transmitiendo una confianza en el desarrollo del caso que hacía que se sintiera bien. No obstante, la densidad de los documentos encontrados, la importancia de esta investigación para su país y el posible desenlace le creaban una incómoda inquietud a medida que avanzaba.

¿Qué motivos podrían tener esos sujetos para esconder unos documentos tan importantes durante tanto tiempo? ¿Qué descubrimientos hallarían en aquellos papeles? ¿Qué les depararía ese caso en el futuro?

Por momentos, la angustia se apoderaba de ella.

Mientras Oliver se daba una ducha, Edwin se percató del desconcierto de la mujer y, demostrando una gran entereza, se atrevió a abrazar a su compatriota. Los brazos del hombre la confortaron, y aceptó el gesto con agrado.

Por unos instantes, el dominicano pensó en expresarle su amor. Llevaba varios días intentando encontrar un momento apropiado para realizar una declaración en toda regla y hacerle partícipe de su profunda pasión. No tenía duda de qué era lo que tenía que hacer, como cualquier dominicano haría en su situación. Aunque trataba de centrarse en la investigación, cada minuto que pasaba junto a esa mujer se convertía en un suplicio, al no poder exteriorizar sus sentimientos. Quizás éste era el momento apropiado, porque podía rentabilizar los éxitos conseguidos en ese duro día de trabajo y aprovechar el buen momento en el que se encontraban.

Cuando se disponía por fin a pronunciar su discurso, el sonido de la puerta del baño hizo que volviesen a su trabajo de inmediato como si nada hubiese pasado.

Antes de que el español llegase a la habitación, Edwin dejó escapar un profundo suspiro.

*

El teléfono de Richard Ronald sonó mientras tomaba su desayuno en el ático de uno de los edificios más altos de Miami, frente a un mar azul en calma. La llamada procedía de Europa, según pudo adivinar en la pantalla de su teléfono.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, mientras desplazaba una bandeja repleta de panecillos y una amplia variedad de mermeladas.

—Han estado toda la noche dentro del Castello d’Albertis —respondió el hombre—. Casi de madrugada han salido por una ventana lateral, llevando consigo una gran cantidad de papeles amarillentos y también planos de cierto tamaño.

—Y ¿qué hacen en este momento?

—Están en el hotel. Han cambiado de habitaciones y ahora los tres ocupan sólo dos. Pienso que están trabajando con los documentos que han encontrado, porque no han salido para nada. La verdad es que llevaban un montón de papeles y planos consigo. Iban bien cargados.

—Bien. No les perdáis de vista ni un minuto —ordenó Ronald.

—Como usted ordene, jefe.

—¡Ah! Quiero saber también si alguien más les está observando. ¿Entendido?

—Sí.

Ronald colgó y procedió a dar un largo trago a la taza de café que había ignorado durante la conversación. Cuando terminó de tragar el líquido aún caliente, apartó la bandeja del desayuno algo nervioso.

Ese caso le interesaba mucho. Nunca antes había escrito una carta ni un correo electrónico como el que había enviado al policía español. La urgencia del tema hacía que no le importase revelar su juego. Pero había alguien más detrás de todo aquello. No le cabía la menor duda.

Los últimos rayos de sol se colaban a duras penas por la ventana de la habitación, cuyas cortinas habían sido corridas totalmente para aprovechar la luz del día. Edwin había terminado de revisar los libros y se afanaba en redactar un informe a modo de resumen de todo lo encontrado. Oliver había comprobado con minuciosidad las cartas marinas, así como el resto del material gráfico. Gracias al ordenador portátil, pudo encontrar en Internet mapas actuales y comparar las coordenadas. De esta forma, registró en el disco duro toda la información referente a los puntos relevantes que las cartas marinas ponían de relieve y localizó su posición, aunque observó que había una dispersión bastante notable. Altagracia, por su parte, estaba concluyendo la lectura de multitud de papeles. La tarea era realmente complicada por la dificultad añadida que suponía, en algunos casos, leer castellano antiguo con un tipo de letra manuscrita muy elaborada y minuciosa.

Los hombres terminaron su trabajo y reclamaron la atención de la dominicana.

—Bien, ¿quién es el primero? —preguntó sonriendo el español.

—Creo que debo ser yo —respondió el dominicano—. Siempre me utilizáis para romper el hielo.

Explicó que los libros eran tratados, resúmenes y actas correspondientes a exploraciones de toda América Central, especialmente del área de Panamá y Costa Rica, países que tienen una frontera en común. Los libros describían los asentamientos que desde principios del siglo XVI, tras la llegada de Colón a esas tierras, se habían producido. Toda clase de datos relativos a descubrimientos, expediciones y encuentros con indios aborígenes se relataban de forma minuciosa.

—Fijaos qué cosa más curiosa. Cada nave que llegaba a esa tierra era anotada desde entonces en estos libros. Y en especial, los naufragios. ¿Para qué querían esto? —concluyó.

Cuando se agotó el silencio impuesto por la pregunta que el dominicano había lanzado al aire, Oliver comenzó a exponer sus investigaciones. Todas las cartas náuticas encontradas hacían referencia al mar Caribe. Principalmente, la zona comprendida en el triángulo formado por la República Dominicana, Costa Rica y Panamá era la más estudiada y cartografiada.

—Me recuerda mucho a los mapas que encontramos en Sevilla. Aquí, esta gente vuelve a analizar con mucho detalle la ruta del cuarto viaje de nuestro marino.

Había contrastado esas cartas de marear, probablemente de los siglos XVI y XVII en su mayoría, con cartas actuales que había conseguido descargar de Internet. Aquella gran cantidad de datos estaba siendo almacenada en el disco duro del ordenador portátil.

—Es curioso —reflexionó el español—. Esta gente ha conservado cartas de navegación desde el principio de las exploraciones de esta zona, a pesar de que hay otras cartas posteriores más perfeccionadas. ¿Por qué? Pienso que debe de ser por su valor histórico, aunque no encuentro otra razón.

Concluyó explicando que algunas rutas marcadas en las cartas hacían referencia a ciertas expediciones que habían sido realizadas en diversos momentos, con muchos años de diferencia entre unas y otras, incluso cuando esas zonas estaban ya descubiertas y con asentamientos estables.

—No veo el interés de eso —expresó el dominicano, que se pasaba una y otra vez la mano por su ensortijado pelo, para ver si ese efecto le activaba de alguna forma las neuronas y le ayudaban a encontrar alguna explicación posible a lo que estaban investigando.

—Pues yo sí —respondió el español, para sorpresa del dominicano—. ¿Por qué alguien querría explorar una parte de costa ya descubierta, cuando había todo un mundo de tierras por examinar más al norte y hacia el sur? Está claro. Recuerda que los españoles buscaban oro, plata, piedras preciosas y cosas similares por allí. Pienso que se trata de exploraciones menores en busca de cosas concretas.

La reflexión quedó en el aire.

—Y ¿qué has encontrado tú? —preguntaron al unísono a la mujer.

—La respuesta a lo que estáis discutiendo —afirmó con rotundidad, mostrando una enorme sonrisa.

*

Justo en el momento en que la dominicana se disponía a contar su parte de la investigación realizada durante esa jornada de trabajo, sonó su teléfono móvil. Observó que el número era el mismo que en la llamada anterior de doña Mercedes.

—¡Ah! Olvidé deciros que doña Mercedes está aquí, en Génova —expresó mientras miraba el aparato.

—Te ruego que no comentes nada de todo esto, por favor —pidió Oliver.

Altagracia respondió la llamada y prometió a su mentora llamarla más tarde, lo que tranquilizó al español, al menos por el momento.

*

La parte analizada por la mujer parecía la más interesante y descriptiva de la enorme colección de documentos que habían hallado en el interior del castillo.

—He escrito un resumen —comenzó diciendo—. Como ya sabíamos, el cuarto viaje del Almirante aparece como el centro de todo este misterio, quizá porque ese último viaje supuso para nuestro insigne marino la culminación de todas las historias relacionadas con el descubrimiento. Empecemos por el principio:

El descubrimiento de nuevas tierras en América fue un hecho sin precedentes en la historia de los reinos de Castilla y Aragón. El Almirante del Mar Océano, junto con sus hermanos Bartolomé y Diego, logró ilusionar a un número importante de personas en la aventura de abrir nuevas rutas marítimas y llevar riquezas a los gloriosos reinos que Isabel y Fernando tan sabiamente gobernaron.

Cristóbal Colón llegó a Portugal probablemente en 1476. Allí comenzó una intensa etapa en la que aprendió a dominar el mar mediante técnicas de navegación nunca antes utilizadas. Nadie le podía discutir que salvó la vida más de una vez gracias a sus profundos conocimientos náuticos. Además de aprender las artes de marear, nuestro Almirante debió de concebir allí su proyecto para descubrir una nueva ruta hacia las especias. El tiempo que pasó nuestro marino buscando recursos para su difícil empresa fue largo y comprometido, pero esta vicisitud no pudo acabar con su profunda convicción de que había un nuevo camino hacia las Indias. Tras fracasar en su intento de vender su proyecto al Rey de Portugal, sus días en tierras de Castilla y Aragón tampoco fueron fáciles. Hubieron de pasar muchos años para que por fin los Reyes Católicos confiaran a nuestro Almirante dos carabelas y una nao e iniciar el primer viaje, que con dudas sobre su viabilidad, supuso un enorme esfuerzo para los vecinos de la pequeña villa de Palos cuando fueron convocados en la iglesia parroquial con objeto de abastecer, por orden real, de armas y carabelas para que el Almirante pudiese poner en marcha su proyecto. Hombres de esta villa y de otras muchas se embarcaron en una cruzada que acabó con muchas vidas. Los viajes siempre estuvieron rodeados de incertidumbre. Afortunadamente, el primero y el segundo culminaron con éxito para las personas que se embarcaron en aventuras inciertas.

El tercer viaje demostró que Colón tenía increíbles habilidades para encontrar nuevos mundos siguiendo rutas nunca antes realizadas, con unos conocimientos náuticos inauditos para la época. Gracias a todo ello, el Almirante triunfó como descubridor y como marino, pero fracasó en otros aspectos. Durante este tercer viaje, Colón se empeñó en la búsqueda de oro, plata, piedras preciosas y otras riquezas, como las perlas, que dieran lustre a su gran hazaña.

Para ese entonces, la isla La Española ya era el centro de todas las operaciones en el Caribe, y la ciudad de Santo Domingo, la mayor urbe y el mayor puerto del Nuevo Mundo, y sirvió a los intereses de la corona durante muchos años.

Altagracia hizo un pequeño receso para tomar agua, y dio un largo sorbo a su vaso. Aunque estaba hablando de forma pausada, quiso saber si los hombres entendían su resumen. Observó que sus compañeros permanecían inmóviles prestando atención a lo que estaba contando, en vista de lo cual prosiguió de inmediato, no sin antes dar un nuevo trago al vaso de agua, hasta agotar su contenido.

Desgraciadamente, mientras los barcos y los exploradores se movían sin cesar por toda el área, el Almirante se olvidó de las personas. Las revueltas, que ya habían comenzado en el segundo viaje, se extendieron por toda la isla en este tercer periplo. Mucha gente, descontenta y abandonada a su suerte, inició un movimiento que daría al traste con la gestión del Gobernador y Almirante de las Indias.

Aunque las revueltas de colonos siempre acabaron siendo controladas, crearon muchas situaciones complicadas de las que tuvieron conocimiento los Reyes. Junto al descontento de los españoles, había que sumar la situación de los indios tainos, que fueron sometidos al sistema de sociedad occidental impuesto por los conquistadores. Se les exigió un oneroso tributo en oro, que fueron incapaces de reunir. Al no poder contribuir a la Corona con esas grandes cantidades de oro, los tainos abandonaron el cultivo de sus tierras y entonces llegó el hambre.

El Almirante inició un largo viaje y alcanzó por primera vez el continente sudamericano. Perlas, oro y otras riquezas compusieron la amplia recaudación de tesoros en este tercer viaje. Debido a la enfermedad del Almirante, éste hubo de cambiar de rumbo y volver a Santo Domingo, donde la situación de ingobernabilidad ya era insostenible. Al llegar, le recibió su hermano Bartolomé, Adelantado de las Indias, que le transmitió noticias muy poco alentadoras. El alcalde mayor, Francisco Roldan, se había aliado con los indios del cacique Guarionex, y había iniciado una revuelta sin precedentes. Bartolomé pudo atrapar al cacique y acabar con el motín, pero las cosas no terminaron ahí. Al contrario, otras muchas pequeñas tropelías y ataques contra la autoridad se sucedían por toda la isla.

En el año de 1500, mientras Colón apaciguaba un levantamiento en la Vega y Bartolomé, y una revuelta en Jaragua, entraba en Santo Domingo una flota a cargo de un nuevo gobernador enviado por los Reyes para ejercer justicia. Se trataba de Francisco de Bobadilla, que nada más llegar al puerto observó unos cuerpos que colgaban de la horca. En ese momento, se encontraba gobernando la ciudad Diego Colón. A pesar de las explicaciones de Diego, Bobadilla le arrestó inmediatamente y mandó apresar al Almirante y al otro hermano Colón.

Presos los tres, el Almirante escribió amargas cartas desde su prisión en Santo Domingo, en las que expresaba su dolor por el hecho de que los Reyes le hubieran tratado como a un gobernador más y no como al Descubridor que estaba ganando nuevos territorios para el Imperio español.

En ese mismo año, sin hacer valer sus súplicas, los hermanos Colón fueron encadenados y embarcados en una nave de vuelta a España. Arribaron a Cádiz y, desde Granada, el Almirante envió una carta a los Reyes en la que les habló de su situación. Éstos lo recibieron en la Alhambra y le concedieron el perdón y la restitución de sus bienes. No obstante, no lo repusieron como gobernador de la isla La Española. A partir de este episodio tan difícil para él, el Almirante ocupó su tiempo en Castilla redactando memoriales sobre sus títulos y privilegios. En total, reunió cuarenta y cuatro documentos con el título de Libro de los Privilegios.

Altagracia hizo otra pausa para beber agua. Vertió el resto de la botella en el vaso y comprobó que la atención de sus compañeros era palpable.

—Este libro es uno de los considerados como preferidos del Almirante. ¿Os acordáis?

Al ver que los hombres asentían, se permitió crear aún mayor expectación ante lo que estaba leyendo.

—Pues ahora veréis lo que viene —dijo con énfasis.

En ese espacio de tiempo, tras el infructuoso tercer viaje, Colón decidió también escribir el Libro de las Profecías. El Almirante reunió un gran número de pasajes proféticos de la Biblia, y se presentó a sí mismo como el elegido de Dios para llevar el cristianismo a toda la tierra. De esta forma, justificó su afán de conseguir todo el oro posible en los nuevos territorios de cara a la reconquista de Jerusalén. Este libro le acompañó el resto de su vida y en él anotó muchos datos que necesitamos para nuestra misión.

Una vez repuesto de esta experiencia, el Almirante comenzó a ultimar los detalles del cuarto viaje. Preparó documentos durante meses, y elaboró un proyecto que permitiese identificar las nuevas tierras y buscar Catay y Cipango. Los Reyes le autorizaron a iniciar esta nueva aventura, pero le prohibieron tocar tierra en La Española, salvo para repostar víveres a la vuelta. Partieron el 11 de mayo de 1502, con cuatro naves y un Almirante maltrecho por los años y con la salud quebrantada.

Con las naves La Capitana, Santiago de Palos, La Vizcaína y La Gallega, pusieron rumbo al infierno. En esa travesía les acompañaban Bartolomé Colón y el hijo del Almirante, Hernando Colón.

La más difícil y complicada de las expediciones comenzó mal desde el principio. Una de las naves, la Santiago de Palos, hacía agua por todos lados y necesitaba cambiar las velas de forma urgente. Siguiendo las órdenes de los Reyes, el gobernador Nicolás de Ovando no permitió que atracaran en el único puerto disponible, Santo Domingo.

Nuestro Almirante siempre tuvo poderes especiales. Frente a la costa de Santo Domingo, observó que una gran tormenta se acercaba. Cuando se lo comunicó al gobernador, éste no le creyó y le volvió a negar la entrada a puerto. Al mismo tiempo, una flota de veinte barcos que se disponía a cruzar el océano hacia Castilla partió por orden expresa de Ovando, que ignoró la predicción de nuestro Almirante y sus ruegos para que no partiese. El huracán se abatió sobre la isla, causando severos destrozos en toda la costa. Las naves de Colón también sufrieron los terribles embates del viento huracanado. Sólo la nave del Almirante consiguió seguir anclada a la costa. Las demás rompieron amarras, aunque pudieron regresar varios días después. Las veinte naves que se dirigían a Castilla se hundieron en el océano, y con ellas, más de quinientos hombres.

Regresaron a la derrota como pudieron, siguiendo rumbo Oeste.

»Lo que sigue es igualmente interesante —manifestó la mujer—. He identificado puntos de la costa centroamericana que podrían corresponder a los actuales países de Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Es decir, a partir de aquí se inicia la difícil ruta por estas costas, asoladas por tormentas y tempestades, con un Colón empecinado en encontrar lugares reconocibles de Asia, entre China y la India. Sigo leyendo:

El Almirante quería encontrar el cabo más meridional de la provincia de Ciamba, en el límite oriental de Asia.

Unos indios les dijeron que había mucho oro en las tierras doradas de Ciguare y Veragua. Colón entendió que Ciguare y Ciamba eran la misma cosa. Creyó, por tanto, que había llegado al sitio donde la península era más estrecha y, en consecuencia, supuso que a unos días de distancia encontraría el océano índico.

Todos le creyeron y le obedecieron en la difícil tarea de navegar esas aguas, a pesar del tiempo infernal que hacía que cada legua que avanzaban fuese un auténtico martirio, porque atravesaban una mar que no daba respiros. Las tormentas eran cada vez más fuertes, los rayos, más intensos y los vientos, más cambiantes. Avanzar apenas unos metros se convertía en una labor imposible.

Durante la noche fondeaban donde podían o bien se mantenían al pairo. Como no encontraban Ciamba, el Almirante se interesó por Veragua, donde los indios habían prometido muchas minas de oro.

Fundaron una colonia en Santa María de Belén. Allí había oro. El Adelantado Bartolomé Colón quedó a cargo de la colonia, pero los indios se fueron tornando en un pueblo hostil conforme se establecían en esas tierras. Al final, a pesar de los intentos por controlar la situación, desistieron de ese asentamiento. Recogieron a su gente, que estaba en tierra, y salvaron todo lo que pudieron.

Partieron la noche de Pascua, con todos los navíos podridos, abromados, con gran cantidad de agujeros, lo que hacía casi imposible la misión de navegar sólo unas leguas.

Al poco tiempo de partir, tuvieron que abandonar La Vizcaína, porque estaba muy dañada por los temporales. Aunque es importante decir que todas las naves estaban afectadas, esta nao la tuvieron que dejar a toda prisa, porque la tormenta les comía. Mientras se hundía, pudieron pasar algunos víveres y enseres de esa nave a las otras.

Eligieron vivir, salvando toda la comida que pudieron, y para ello, tuvieron que prescindir de un cofre, que se hundió con la nao mientras todos miraban desolados. Eran conscientes de que sin esos alimentos nunca hubiesen podido volver a Santo Domingo. Por eso, escogieron de forma correcta.

Desde entonces, nosotros, los descendientes de los tripulantes que tantos sufrimientos pasaron en este viaje, hemos buscado La Vizcaína y su cofre, porque sabemos que está cerca de tierra y correctamente varada. Tenemos la certeza de que la nave sigue allí, aunque después de muchos años buscándola, no la hayamos encontrado.

»Aquí la historia continúa como ya sabemos —dijo la mujer.

—¿A qué te refieres? —preguntó Oliver.

—El Almirante puso rumbo a La Española, porque lo tenía autorizado a la vuelta. De alguna forma, cuando se hundió La Vizcaína dieron por acabada la misión, porque las otras naves estaban igualmente comidas por la broma. De hecho, La Gallega también se había hundido unos días antes.

—Y ¿hay algo más? —preguntó Edwin, que no daba crédito a todo lo que estaba oyendo.

—Sí, aquí hay una descripción del fenómeno del eclipse, narrado en primera persona, que me ha resultado muy interesante. Dejadme que os lo cuente:

La expedición, con sólo dos maltrechas carabelas, trató de volver a La Española. De nuevo, los continuos temporales obligaron a las naves a quedarse en Jamaica. Ya sin víveres tuvieron que negociar con los indios el intercambio de alimentos por baratijas, es decir, cascabeles, espejitos, cuentas y bonetes.

Mientras tanto, allí varados durante mucho tiempo, sin saber qué hacer, tomaron dos canoas indígenas a las que añadieron batemares, falsas quillas e incluso una modesta vela.

—¿Conoces la distancia entre Jamaica y Santo Domingo? —preguntó la mujer al español.

—Sí, debe de haber un buen trecho, es increíble. Sigue, por favor.

En la canoa, partieron Diego Méndez, criado personal del Almirante, y Bartolomé de Fiesco. Llevaban una carta de Colón para los Reyes Católicos.

En tierras jamaicanas se sucedieron los motines y los problemas. El Almirante intentó mantener una estricta disciplina, pero sin comida y en vista de la escasa probabilidad de éxito de la expedición en canoa, toda la tripulación intentó en repetidas ocasiones conseguir el mando. En este contexto, los indios, ya cansados de baratijas, negaron víveres a los españoles y anunciaron el final del trueque.

La situación no podía ser peor. La tripulación permanecía en cubierta, con los barcos varados en la costa. La mayor parte de los marineros trataba de paliar los efectos de un sol infernal cubriéndose con hojas de palmeras, mientras que la desnutrición, las fiebres y otros males les acechaban.

Cristóbal Colón resolvió el problema de una forma magistral. Gracias a su profundo conocimiento de las estrellas, y a los almanaques astrológicos que siempre llevaba consigo, encontró la manera de resolver la angustiosa situación.

El 29 de febrero de 1504 reunió a una multitud de indígenas en la playa. Mientras oscurecía, pidió al dios de los indios que les castigara eliminando la luz de la luna por su negativa a dar alimentos a los españoles. Cientos de indígenas, incrédulos, desconfiaban de las palabras del Descubridor. Tras unos minutos de espera, el eclipse lunar comenzó a oscurecer toda la playa, y el pánico cundió entre los aterrorizados nativos. Casi de inmediato, pidieron a Colón que hiciese volver la luz, y éste exigió víveres para todos los españoles. Al menos, el hambre no fue más un problema.

—Sí, yo conocía esa historia —dijo Oliver—, pero el valor de este documento no tiene precedentes.

—Sí —respondió Altagracia—. El papel y el tipo de letra hacen pensar que este documento tiene quinientos años.

—Y ¿cómo termina? —quiso saber el dominicano.

Muchos meses después de la partida de la canoa, cuando aún continuaban las revueltas a bordo y en tierra, llegó un navío procedente de Santo Domingo con la promesa de ayuda en breve. Colón pactó con la parte de la tripulación declarada en rebeldía, quienes a pesar de conocer la nueva situación, continuaron imponiendo sus criterios. El Almirante envió a su hermano Bartolomé al mando de cincuenta hombres, que lograron resolver la sedición, pero murieron muchos amotinados.

Poco después, llegó por fin el barco desde La Española, para regocijo de todos los marineros y del propio Almirante, que tras la larga estancia en la isla de Jamaica pudo poner rumbo por última vez en su vida hacia la ciudad de Santo Domingo.

—Fijaos qué viaje más terrible —expresó la mujer—. No me extraña que después de esta tremenda experiencia, haya gente que piense que contenga lo que contenga el cofre de La Vizcaína, es suyo.

—Bien, pero ¿qué puede contener el cofre? —preguntó Edwin, haciendo un gesto de desesperación.

—En ningún documento he encontrado ese dato. Es más, obvian hablar de ello en repetidas ocasiones.

—Pues tendremos que reorganizar la documentación para ver si damos con esa información —propuso el español.

—Resumiendo —continuó la mujer—. Hemos encontrado tres tipos de documentos. Los que ha visto Edwin son tratados, resúmenes y actas de exploraciones de toda América Central y especialmente del área de Panamá y Costa Rica, donde podría encontrarse La Vizcaína. Es decir, en la búsqueda de la nave, estos señores han estado recopilando datos durante cientos de años. Por otro lado, Andrés, tú has analizado las cartas náuticas y las derrotas anotadas en ellas, que indican en todos los casos, por lo que deduzco, que la nave puede estar frente a las costas de estos países pero sin precisar el punto exacto.

—Todo correcto —expresó el español—. Y ahora ¿qué? ¿Dónde puede estar la nave?

—Dejadme que lea varias frases que he anotado aquí —pidió Altagracia, extrayendo de entre un montón de hojas un folio que ella misma había escrito.

El Almirante conoció la existencia del cofre y su hundimiento junto con La Vizcaína la noche en que la perdimos.

Uno de nosotros pudo ver que en el libro que siempre llevaba consigo, donde escribía muchas de sus reflexiones personales, había anotado en el margen de algunas páginas información que es relevante para encontrar la nao.

Este Libro de las Profecías contiene las claves que nos faltan para encontrar el cofre, y poder acabar así esta larga cruzada en la que llevamos inmersos tantos años.

De nuevo, el libro al que faltaban hojas aparecía en sus vidas.

*

El silencio se apoderó de la estancia durante un buen rato. La necesidad de asimilar la información y ordenar de forma coherente el impresionante conjunto de datos históricos les llevó buena parte del resto de la velada. La calidad de todos los documentos descubiertos, su contenido y su indudable valor histórico les hacía reflexionar sobre la mejor manera de mantener a buen recaudo el fabuloso compendio de legajos y mapas.

De mutuo acuerdo, decidieron que lo más seguro y fiable era conservar la mayor parte de los documentos en una caja fuerte en un banco genovés. No obstante, comprarían un escáner para guardar en el ordenador portátil lo más significativo del conjunto de legajos. Llevarían consigo sólo los documentos originales imprescindibles.

—Ahora resolvamos el tema de tus amigos, los profesores dominicanos —dijo Oliver, adoptando un tono serio—. Me gustaría que no comentaras nada de esto. Quiero que tengas en cuenta mi opinión. Te lo pido por favor.

—No creo que ellos interfieran en el caso. Además, te recuerdo que desde el principio ellos apuntaron una tesis que se está confirmando.

—Ayúdame, Edwin. Te ruego le pidas a tu compatriota que mantenga esta información en secreto.

—Bueno, yo creo que en esta ocasión Andrés tiene razón —dijo el dominicano mirando hacia abajo—. Lo que hemos encontrado es muy valioso y, en consecuencia, deberíamos ser prudentes y cumplir con nuestra misión antes de revelar información importante sin estar seguros.

La mujer se levantó y fue hacia su habitación, dando por terminado el intenso día de trabajo.

*

—Y ahora, ¿qué hacemos, Andrés? —preguntó Edwin, algo desorientado.

—He hablado con mis superiores de Madrid y me autorizan a ir a Miami. Ronald puede tener algo relevante y, por lo menos, podemos interrogarle para comprobar qué diablos tiene que ver con el robo de los restos. ¿A ti qué te parece?

—Me parece bien. Tengo ganas de conocer a ese sujeto. ¿Piensas que puede ser responsable de algo?

—En el fondo no lo sé —reflexionó Oliver—. Me parece que puede tener datos muy importantes para nosotros y por tanto debemos oírle. Ahora bien, tenemos que extremar todas las precauciones y no fiarnos de él en ningún momento.

—Desde luego. Él podría haber robado nuestros legajos en Sevilla, donde casi me matan —dijo Edwin, indignado.

—No tenemos pruebas de eso —indicó Oliver—. Si fuera culpable, imagino que no se habría atrevido a escribirme, y menos a llamarme.

—¿Ahora le crees inocente? —preguntó contrariado el policía dominicano.

—No. Nunca me fiaré de él, pero creo que hay que concederle la oportunidad de explicarse. Tiene algo importante, lo presiento.