Génova
Relación de ciertas personas a quien yo quiero que se den de mis bienes lo contenido en este memorial […] Hásele de dar en tal forma que no sepa quién se las manda dar. Primeramente a los herederos de Gerónimo del Puerto […], chanceller de Génova, veinte ducados. A Antonio Vazo, mercader genovés […], dos mil e quinientos reales […] A los herederos de Luis Centurión Escoto, mercader genovés, treinta mil reales […] A esos mismos herederos y a los herederos de Paulo Negro, genovés, cien ducados o su valor.
Testamento de Colón, 19 de mayo de 1506
El jefe de los guías del museo del Castello d’Albertis, el italiano Alfredo Pessagno, se abalanzó sobre la dominicana cortándole el paso antes de entrar al castillo.
—Vaya, no esperaba verla tan pronto, señorita.
—Aquí vengo con mis compañeros para una nueva visita —contestó Altagracia tratando de mostrar su mejor sonrisa.
—Permítanme mostrarles el castillo —se ofreció el guía.
—No, no es necesario. Con las explicaciones que me dio usted ayer ahora yo soy una experta.
—Bien, como usted quiera. Yo estaré aquí abajo por si necesitan algo —añadió, mostrando una cierta decepción.
Por el contrario, la mujer se sintió satisfecha de poder realizar la visita sin el guía, y comenzó a mostrar a sus compañeros los hallazgos, siguiendo el camino inverso al que había utilizado el italiano el día anterior.
El reloj de sol sorprendió a los hombres en cuanto lo vieron. La enorme placa en el que se encontraba y la gran cantidad de frases que contenía sugerían que había que intentar entenderlo y razonar sobre su contenido, cuando menos. Por alguna razón, Oliver prestó mucha atención a la hora que señalaba.
—Me interesa esa referencia: 17.34 mediodía en San Salvador. ¿Qué querrá decir? —reflexionó.
—Entiendo que cuando aquí, es decir, en Génova, este reloj marca las 17.34 horas, en la isla de San Salvador es mediodía. La diferencia horaria es de cinco horas y media aproximadamente —expuso la mujer.
—Sí, lo entiendo —respondió el hombre—, pero no sé qué ha querido decir con esto el capitán D’Albertis, y por qué marca exactamente esa hora. Cuando es mediodía en esa isla, aquí son las 17.34 horas. El capitán podía haber elegido cualquier otro momento del día en la isla de San Salvador en lugar de ése, y representarlo aquí, siempre sumándole esas cinco horas y pico de más. ¿Por qué mediodía?
—Pensemos en ello —contestó Edwin.
—La cita, por cierto —continuó Oliver—, podría ser falsa. No está demostrado que esa parte del testamento de Colón en la que nombraba exactamente Génova sea cierta. Tendremos esto en cuenta.
—Sigamos —pidió la mujer, convertida en improvisada guía.
Continuaron visitando el castillo mientras caminaban hacia las pinturas de los pasillos. Los hombres se quedaron observando las carabelas y naos que arribaban a las nuevas tierras descubiertas. Al llegar a la puerta de la terraza donde se encontraba el joven Colón, la mujer logró situarse frente a los hombres, antes de que entraran.
—Quiero que penséis en lo que vamos a ver y os fijéis con atención. Estoy convencida de que este monumento contiene algo. Confiad en mi intuición, como en Sevilla.
Salieron a la terraza, donde el joven Colón continuaba perdido en sus pensamientos, con la mirada dirigida a la isla de San Salvador, hacia ese nuevo mundo que habría de descubrir años más tarde. Desde distintas posiciones de la terraza, los investigadores trataban de adivinar si esa famosa escultura les iba a aportar algún indicio relevante que les pudiese ayudar a resolver el caso que les había ocupado en las últimas semanas.
Altagracia había comenzado a notar el cansancio que produce la tensión de una situación incontrolada y nada común para ella. Su pacífica vida en Santo Domingo, rodeada de políticos, medios de comunicación y procedimientos administrativos, se había tornado en los últimos días en un sufrido periplo por ciudades adonde nunca hubiera imaginado ir, buscando cosas que se escapaban a su rutinaria existencia. La misteriosa desaparición de los restos del Almirante en su ciudad y la importancia que esos huesos tenían para el patrimonio histórico y cultural de su país, le hacían buscar fuerzas en su interior para seguir avanzando en la investigación.
Algo en su cabeza había despertado en el mismo momento en que vio el Colombo Giovinetto, como si un misterioso resorte escondido en su mente hubiese sido activado de forma inconsciente. La expresión del rostro del muchacho le sugería algo que no acababa de reconocer. Una vez más leyó la inscripción del monumento. Oliver se atrevió a hacer una traducción al español:
AL SOL PONIENTE SOBRE EL INFINITO MUNDO
PREGUNTABA COLÓN, JOVEN AÚN,
QUÉ OTRAS TIERRAS Y QUÉ OTROS PUEBLOS
HABRÍA BESADO EN SUS PRIMEROS ALBORES
Los tres reflexionaron sobre este texto. Nada se les ocurrió. Por si acaso, el dominicano se afanó en el inútil intento de mover las distintas partes del monumento, que al estar esculpido en una pieza de mármol, ofrecía una resistencia infinita. Ninguna parte cedía ni se movía, al contrario de lo que había ocurrido en el monumento de la Cartuja de Sevilla. Aquí no había una esfera armilar que diese un giro inesperado y abriera un resorte mágico.
Al ver que no tenía éxito, el dominicano se decidió a confirmar a sus compañeros que había llegado el momento de partir. Oliver accedió a abandonar la terraza y ambos salieron.
Sin embargo, la mujer continuó hipnotizada por el joven Colón que adivinaba un nuevo mundo más allá del conocido. El sol había alcanzado el mediodía y el calor comenzaba a ser sofocante. Ni una sola nube empañaba el cielo azul, que adornaba un paisaje sobre el puerto que otrora fue el centro de todos los océanos del mundo. Ensimismada en el Descubridor, la dominicana permanecía absorta en sus pensamientos cuando su compatriota regresó a la terraza para rescatarla.
—Tenemos que volver. Aquí no vamos a encontrar nada —le advirtió Edwin.
—Por favor, déjame un poco más. Necesito pensar a solas —rogó Altagracia.
Ante la insistencia de la mujer, los hombres aprovecharon para comer algo en un lugar cercano, dejándola en compañía de sus propios pensamientos. El tiempo pasaba mientras a sus pies, la ciudad seguía desarrollando su actividad cotidiana sin que ella percibiese que el mundo continuaba allí abajo. Una mujer como ella, con su formación y una perfecta combinación de la teoría y la práctica de lo que deben ser las cosas, pensó, tenía que resolver aquel enigma. Porque allí había algo, de eso no le cabía la menor duda. Por enésima vez, leyó la inscripción del marmóreo joven genovés, en la traducción que le había dado Oliver. El sol comenzaba a ponerse cuando se dio cuenta de esta circunstancia. La inscripción estaba clara. Este joven Colón se preguntaba qué otras tierras y qué otros mundos habría bañado con su luz ese sol que ahora se ponía. El autor de la obra entendía que a esa temprana edad el joven genovés ya adivinaba un mundo más allá del conocido.
De repente, encontró en su interior una idea que la despertó del letargo. La frase podía contener un mensaje que ella habría de encontrar. Con toda la determinación del mundo, se dirigió hacia el reloj de sol situado en la parte baja del palacio. Mientras descendía, se encontró con sus dos compañeros, que volvían de un largo almuerzo.
—Hemos comido pasta italiana hasta reventar —expresó Edwin—. Además, hemos hablado de cosas de tíos, ya sabes.
—Sí, ya imagino. Venid conmigo.
La excitación de Altagracia hizo percibir a los hombres que allí pasaba algo. Quizá su compañera había encontrado lo que ellos ya habían renunciado encontrar. En la parte inferior del palacio, la dominicana señaló a los dos policías el reloj de sol y las citas colombinas.
Siendo yo nacido en Génova
vine a servir aquí en Castilla
Génova es ciudad noble y poderosa por la mar
della salí y en ella nací
(Testamento 1498)
Bien que el cuerpo anda acá
el corazón está allí de continuo
(Carta abril 1502)
—¿Veis lo que quiero decir?
—No entiendo nada de nada —expresó el dominicano.
—Yo tampoco veo la relación entre esas citas y lo que estamos investigando —reclamó por su parte Oliver.
—Dejadme que os hable de las ideas que he podido relacionar —dijo la mujer, con un brillo inusual en los ojos.
Pidió a sus colegas que recordasen la frase del joven Colón situada en la estatua del castillo. En esa frase, el joven marino se pregunta qué otras tierras y qué otros mundos habría besado el sol poniente.
—Pensad que este palacio se terminó de edificar en 1898, y que fue construido sobre unos restos del siglo XV. Básicamente, lo que queda de la edificación antigua es un bastión. Al leer mil veces esta cita de aquí, de la planta baja, pensé que el autor se refería a cosas distintas.
—Sigo sin ver la relación —expresó Oliver, con cara de no entender nada.
—Pues que justo a la hora que marca este reloj solar, a las 17.34, el astro rey besa con sus rayos la parte más antigua del castillo, es decir, el bastión del siglo XV sobre el que nuestro misterioso capitán Enrico d’Albertis construyó este palacio.
—Vaya —fue todo lo que pudo expresar su compatriota.
—Y ¿qué más? —preguntó el español.
—Una vez que he descubierto esto, he tratado de ver qué parte del antiguo bastión en el que se asienta este palacio podría contener algo que nos ayude. Aunque no encontraba nada, de pronto recordé esta cita. —La mujer volvió a señalar la inscripción en el reloj solar.
—¿La primera? —quiso saber Oliver.
—No, la segunda —le contestó.
Los dos hombres leyeron en voz alta al unísono: «Bien que el cuerpo anda acá el corazón está allí de continuo (Carta abril 1502).»
—Y ¿qué significa? —preguntó Edwin, que mantenía los ojos muy abiertos, en un intento de dar a entender su expectación.
—¿A cuál de los cuatro viajes colombinos hacían referencia los legajos que encontramos en Sevilla? —lanzó al aire Altagracia.
—Al cuarto —contestaron los hombres.
—Y ¿qué fecha tiene la cita? —preguntó la mujer, intentando que sus compañeros entendiesen lo que había encontrado.
—Ahora lo comprendo —dijo Oliver, mostrando un cierto relajamiento—. Colón partió hacia América en el cuarto viaje el 11 de mayo de 1502. Esta cita, sea falsa o sea verdadera, corresponde a unos días antes de que partieran hacia el Caribe. Interesante.
—Y ¿qué relación le ves con lo anterior? —quiso saber Edwin.
—Lee bien la cita —respondió la mujer—. Dice: «mi cuerpo anda acá», es decir, en Castilla en ese mes de abril de 1502, y «el corazón está allí de continuo», es decir, aquí, en Génova.
—Increíble —soltó su compatriota—. Pero ¿qué puede significar?
—He visto un corazón claramente dibujado en el antiguo bastión de este castillo, besado por el sol de la tarde, tal y como dice el joven Colón en su cita.
*
Los pocos restos del antiguo bastión se concentraban en varios puntos de la nueva edificación realizada por D’Albertis. Accedieron al lugar en el cual la mujer había visto el corazón. Se trataba de un pequeño torreón en el que se distinguía la parte de edificación antigua, y la estructura nueva, construida utilizando los cimientos del siglo XV. Desde donde se encontraban, podían ver claramente que un corazón había sido esculpido en la piedra, aunque no mostraba signo alguno de contener documentos o pistas que pudiesen permitir seguir avanzando en el caso.
—Y ahora ¿qué? —se preguntó el dominicano.
—No veo nada aquí fuera que nos ayude —se lamentó la mujer.
—Pienso que deberíamos ir al interior del castillo —se aventuró á decir Oliver—. La parte nueva está construida sobre la cimentación antigua. Quizá desde el interior se pueda acceder.
—Pero están a punto de cerrar —dijo Edwin—. Son casi las seis, y seguro que nos echan antes de esa hora.
—Tendremos que escondernos. Así trabajaremos mejor —propuso el español, que había ideado un plan sobre la marcha.
*
El Castello d’Albertis ofrecía un aspecto tenebroso a esa hora de la noche. La colección de armas, los cuadros expuestos, la decoración barroca y, sobre todo, la penumbra en la que se encontraban dibujaban a esa hora un escenario fantasmagórico que aumentaba la preocupación que tenían por encontrarse en un lugar en el que no debían estar. Cuando todos los guardias se hubieron marchado, el dominicano fue el primero que acertó a preguntar algo:
—¿Creéis que ya no queda ningún guachimán? —dijo, mientras oteaba la sala en busca de algún signo de vida.
—Probablemente tengan activados distintos sistemas de alarma y haya quedado algún vigilante en la entrada principal. Debemos andar con cuidado —pidió Oliver.
—La ventana que hemos dejado abierta nos permitirá salir sin problemas —dijo la mujer—. Pero ¿no estará conectada a la central de alarmas?
—No, ya habría saltado —afirmó el español con seguridad.
—Bien, pues adelante —exigió la mujer, consciente de que esta parte de la aventura era suya.
Abandonaron el estrecho habitáculo en el que se habían refugiado durante unas horas y avanzaron hacia la parte antigua del palacio. La oscuridad era absoluta. Se dieron la mano para no tropezar. Al llegar al torreón antiguo, pudieron comprobar que había una puerta que separaba la parte de escalera nueva de una zona construida muchos años antes. El acceso tenía que ser por ahí. El dominicano se ofreció para manipular la cerradura, que no le ofreció mucha resistencia. Los años de infancia en los que tuvo que ganarse la vida de una forma muy distinta a su profesión actual le habían impulsado a aprender este tipo de trucos. Los barrios periféricos de la capital dominicana obligaban a adquirir estas habilidades. La puerta se abrió y dejó a la vista una escalera.
Observaron que no había ninguna ventana en el sótano del torreón. Esto animó al dominicano a encender su mechero para poder ver los escalones y bajar con cierta seguridad.
Una vez en la parte inferior, se encontraron con una pequeña estancia que apenas ofrecía espacio para los tres. Pudieron comprobar que había un diminuto interruptor para activar la luz eléctrica, y ninguna ventana que les pudiera delatar.
—Debemos de estar por debajo del nivel de tierra —precisó Oliver.
—Pues encendamos la luz —pidió Altagracia.
La iluminación les dañó los ojos, por el largo rato que habían permanecido en penumbra. Cuando pudieron recuperar la visión, comprobaron que la piedra con la que estaba construida la estancia era realmente antigua. Mucho más que el resto del palacio. No había más puertas ni ventanas. Unos estantes dispuestos en las paredes contenían materiales diversos que seguramente eran utilizados en las labores de mantenimiento del Castello d’Albertis. Enchufes, interruptores, varios tipos de herramientas y muchos herrajes componían un almacén de repuestos bastante completo. Aunque la capa de polvo era considerable, estaba claro que de vez en cuando el personal del castillo pasaba por allí para coger alguna pieza. No parecía haber más salida que la puerta por la que habían entrado.
Se miraron sin encontrar respuesta.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Edwin.
—Si no podemos ir hacia los lados, y no parece que lo que buscamos esté arriba, probemos si existe la posibilidad de ir hacia abajo —insinuó la mujer, dejando a los hombres sin palabra.
El dominicano se afanó en buscar algún resquicio en las losas de piedra que componían el suelo. Comprobó las grietas y las fisuras entre cada una de ellas.
—Fijaos en esto —dijo—. Parece que aquí ha habido una argolla o algo parecido para tirar. Dadme algo metálico para poder meterlo aquí.
Le dieron una herramienta de hierro parecida a una llave inglesa que se encontraba en uno de los estantes. Edwin pudo tirar de la losa con mucho esfuerzo. Sin duda pesaba lo suyo, pensó mientras utilizaba toda la fuerza que tenía, sin que la piedra se moviese. Oliver observó que su compañero no tenía éxito. Cogió una pesada barra de hierro de otro de los estantes e ideó una pequeña herramienta para poder levantar la pesada losa de piedra maciza.
—Deja esa pieza ahí y tratemos de levantar la piedra entre los dos, atravesándola con esta barra —propuso el español.
La mujer se separó y los hombres trataron de utilizar su fuerza en el levantamiento de la pesada piedra. La acción logró mover la losa, que levantó mucho polvo mientras ascendía. Consiguieron dejarla junto a la puerta de entrada y se arrodillaron al borde del boquete abierto para analizar cómo podían descender. Con la ayuda del mechero, Oliver adivinó que la estancia de abajo era tan reducida como aquélla en la que se encontraban, aunque el olor a humedad era mucho más intenso. Altagracia propuso construir una pequeña lámpara con la ayuda de los materiales que tenían frente a ellos. La idea les pareció buena.
El primero en bajar fue el dominicano, que una vez abajo pidió que le pasasen la lámpara. El cable que habían encontrado garantizaba unos veinte metros de alcance. La mujer fue la segunda en bajar, ayudada por el español, que descendió el último. La estancia, de piedra gris, se parecía mucho a la que acababan de dejar arriba. La única diferencia consistía en un estrecho pasadizo que se alejaba de la pequeña sala. Procedieron a entrar ordenadamente.
—Parece que hace mucho tiempo que nadie viene por aquí —dijo la mujer, tratando de no rozar las paredes.
Avanzaron con cuidado de no liar el cable de la lámpara, que les permitía ver con nitidez el interior del pasadizo. El polvo acumulado y las telarañas dejaban claro que, efectivamente, allí no había entrado nadie hacía mucho tiempo. Llegaron a una pequeña sala algo más grande que las anteriores, al final del estrecho túnel. La reducida habitación debía de estar bajo el salón principal del palacio.
Lo que vieron les sorprendió hasta dejarles sin aliento.
Un mobiliario muy antiguo, todo de madera, contenía cientos de libros y papeles ordenados por distintos tamaños. Multitud de textos con variados tipos de encuadernaciones, así como decenas de legajos perfectamente ordenados se acumulaban en las estanterías del mobiliario. Junto a los estantes, pudieron ver un enorme baúl de tablones de madera y remaches metálicos que presentaba un aspecto muy envejecido por el paso del tiempo y probablemente por las inclemencias de algún agente externo.
—Este baúl parece muy antiguo, y quizás haya estado en el mar durante mucho tiempo. ¿Qué pensáis? —preguntó Oliver.
—Sí, eso parece —respondió Altagracia—. Me recuerda a los muebles del Club Náutico al que voy en Santo Domingo.
Edwin sintió un nudo en el estómago. Algo en su interior le decía que esa mujer no era para él, porque sus vidas pertenecían a mundos distintos. Él no había entrado ni una vez en su vida en el prestigioso Club Náutico de la capital dominicana. Trató de centrarse en lo que tenía delante y dejó esos pensamientos para más tarde.
Unos cuadros, de aspecto antiguo, completaban la decoración de la estancia.
—Bien, amigos, tenemos faena —dijo Oliver.
Una vez más, la mujer decidió tomar las riendas de la situación, y repartió el trabajo que habría de realizar cada uno de ellos.
—Si os parece, vosotros os dedicáis al análisis de los libros y planos, y yo me centro en el baúl.
Los hombres obedecieron sin rechistar. Si habían llegado hasta allí, era gracias a la perseverancia de su compañera. La gran cantidad de libros y planos hacía difícil un examen rápido de todo el material.
—Vamos a necesitar mucho tiempo para ver todo este material —reflexionó el español.
—Si no te importa, empiezo yo por aquí y tú te encargas de todos esos otros papeles —contestó el dominicano.
Los libros databan de distintas épocas y versaban sobre múltiples materias. Los estantes que analizaron respondían a tratados sobre los océanos, cartas náuticas y elementos relativos al mundo marino en general. Algunos mapas les parecieron realmente muy antiguos. Entre otros, pudieron observar que había una gran colección de cartas de navegación del siglo XVI y XVII, casi todas ellas del mar Caribe, que componía una auténtica cartografía marina de una zona muy concreta.
—Venid a ver esto —pidió Oliver.
—¿Qué es tan interesante? —preguntó Altagracia.
—Creo que son cartas náuticas muy antiguas. Quizás ésta sea del siglo XVI o incluso de finales del XV. Fijaos en que no aparecen en ninguna de ellas las costas como realmente son. Me pregunto si alguno de estos dibujos es del mismísimo Almirante.
—Y ¿por qué sería tan interesante una carta marina de Colón? —preguntó Edwin.
—Porque a pesar de ser un excelente pintor de cartas de marear, de lo cual vivió durante su etapa en Portugal, no nos ha quedado ni una sola carta marina suya. Sabemos que elaboró muchas, y que los Reyes Católicos le exigieron en varios momentos que las hiciera. ¿Dónde se encuentran? Nadie lo sabe, porque se perdieron.
—Sigamos —impuso Altagracia.
Edwin anotó de forma sistemática los títulos de los libros que iba viendo para no dejar ninguno fuera de la lista. Cuando encontraba alguno interesante, le echaba un vistazo rápido. El polvo no le dejaba respirar y tosía a ratos. Como podía, trataba de alejar los pensamientos anteriores, lo que resultaba muy difícil teniendo a Altagracia tan cerca, percibiendo continuamente su sutil perfume.
Algún tomo le resultó conocido.
—¡Mirad esto! —exclamó.
Entre la gran cantidad de libros había hallado los mismos textos que entusiasmaron a Cristóbal Colón y que portó consigo durante sus viajes. Allí se encontraban, entre otros, algunos ejemplares del Libro de los Viajes de Marco Polo, el Imago Mundi, la Historia Rerum, y la Historia Natural de Plinio.
—Esto debe de valer una fortuna, Dios mío —exclamó.
—Mira si alguno de ellos tiene notas manuscritas del Almirante —le pidió Altagracia.
—No parece —contestó Edwin—. Son iguales a los que legó el Almirante a su hijo Hernando y cuyos originales tuviste la oportunidad de ver en Sevilla, pero sin notas.
—Sí, así es —afirmó la mujer, que se acercó más a su compatriota para ver si entre los libros se encontraba alguna copia del Libro de las Profecías.
Recordó por un instante el misterio de esa recopilación de textos bíblicos realizada por el propio Colón, con la ayuda de un monje de la Cartuja. La única copia conservada, que había podido analizar, constaba de una serie de ochenta y cuatro hojas a la que faltaban catorce porque alguien las había robado, según rezaba una inscripción en el propio texto.
—¡Ojalá encontrásemos aquí las catorce hojas que faltan en el Libro de las Profecías de Sevilla! —soñó Altagracia.
—¿Por qué? —preguntó el dominicano.
—Recuerda que una nota manuscrita en el propio libro dice que «mal hizo quien hurtó esas hojas porque eran lo mejor de las profecías de ese libro».
—Vaya, me dedicaré a fondo a la búsqueda de ese libro y esas hojas.
Altagracia volvió al baúl, de donde ya había sacado una gran cantidad de hojas, la mayoría manuscritas. El tipo de letra en que estaban escritas revelaba una antigüedad importante. Tomó asiento y comenzó a leer afanosamente. Las horas pasaban y los tres se esforzaban en el análisis de los documentos encontrados. Lo que habían localizado suponía una gran fortuna y un hallazgo histórico sin precedentes.
—Creo que debemos hacer un receso —pidió Oliver—. Vamos a poner en común lo encontrado.
Edwin explicó que la lista de libros anotados incluía los textos preferidos de Colón, salvo el Libro de las Profecías, así como otros volúmenes que podrían ser de utilidad para comprender el hecho del descubrimiento. De la misma forma, otros textos reflexionaban sobre la etapa colombina americana, la desaparición de los indios en distintos lugares centroamericanos y hechos relevantes en las costas descubiertas por el Gran Almirante.
—Quiero destacar que todo este material bibliográfico hace referencia a lugares que Colón descubrió y por donde anduvo durante algún tiempo —terminó de exponer Edwin.
—Muy interesante —dijo Oliver, que comenzó a contar lo que él había encontrado.
Cartas náuticas y mapas de algunas zonas centroamericanas y de islas caribeñas, así como planos de casas, palacios e incluso de templos cristianos componían el conjunto de documentos analizados por el español.
—Entre otros, aquí hay planos muy parecidos a los que tuvimos en Sevilla, y creo que de la misma zona del Caribe.
—Y ¿cuál es tu conclusión? —solicitó la mujer.
—Pienso que estamos ante algo parecido a los legajos que conseguimos allí. Los que pusieron estos mapas y estas cartas marinas aquí estaban analizando algo relacionado con el cuarto viaje de Colón, porque la mayoría de las zonas que aparecen en estos papeles están localizadas en el mar Caribe, en el espacio entre República Dominicana, Cuba, Costa Rica, Panamá y la costa de Venezuela.
—Curioso —acertó a decir Edwin.
—Pues esperad a que os cuente lo que he encontrado —dijo en tono intrigante Altagracia.
Había localizado textos similares a los que habían hallado en Sevilla. Podría jurar que algunos eran incluso los mismos, pensó.
*
Salir de allí lo antes posible, llevando consigo todo lo que pudieran y sin levantar grandes sospechas eran los objetivos que se habían marcado para rematar con éxito los logros de esa tarde. Era importante abandonar el lugar cuanto antes para aprovechar la oscuridad de la noche y poder acarrear la gran cantidad de información que habían decidido trasladar.
Afortunadamente, la ventana seguía abierta y la luna en el cielo sin nubes iluminaba con una tenue luz blanquecina un estrecho sendero, que les ofrecía el escenario perfecto para abandonar el Castello d’Albertis por el sitio más adecuado, hacia la parte superior de la colina en la que se encontraba edificado. El camino exterior a través del bosque que rodeaba la magnífica construcción conducía a un grupo de edificios señoriales situados detrás del castillo. Las ramas de los árboles, la pronunciada pendiente y, sobre todo, la gran cantidad de documentos y planos que habían cogido hacían difícil la escalada. Además, la poca luz proporcionada por la luna entrevelada por las ramas de los árboles no permitía ver con nitidez el camino. A duras penas llegaron arriba sin perder un solo papel.
*
Con enorme dificultad, el dominicano realizó una señal de victoria al llegar a la cima de la colina. El conjunto de libros y papeles que portaba le impedía levantar los brazos como le hubiese gustado.
Momentos antes, dos hombres habían observado con atención el instante en que los tres investigadores salieron del castillo, y habían adivinado el lugar por donde pretendían incorporarse a la ciudad cargados de papeles. Esto les había permitido alcanzar antes que ellos ese lugar. Apostados allí, pidieron instrucciones a su superior antes de que llegasen arriba los sujetos.
No sería un problema cortarles el paso y quitarles todo lo que llevaban. En realidad, sería fácil, porque ya tenían experiencia en robar papeles a esos ladrones, que estaban expoliando algo que no les pertenecía.
No habían fallado en Sevilla y no iban a fallar ahora.
Mientras esperaban pacientemente a que contestasen a su llamada, dado que la hora no era muy apropiada para localizar a nadie, los hombres razonaban sobre la mejor forma de cortar el paso a esa gente, quitarles los legajos y planos que llevaban, amordazarlos, y atarlos a un árbol cercano. De esa forma, se apoderarían de los papeles que transportaban a duras penas montaña arriba.
En ese momento el teléfono de uno de ellos vibró con fuerza. Tenía el aparato silenciado en previsión del asalto que iban a realizar en breves minutos.
La cara de sorpresa atrajo la atención de su colega. Le habían ordenado que no hicieran nada. La situación estaba siendo reconducida. En consecuencia, debían abortar la operación y salir de allí de inmediato. Recibirían instrucciones al día siguiente.