Génova
De muy pequeña edad entré la mar navegando, e lo he continuado fasta hoy. Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso. Todo lo que fasta hoy se navega, todo lo he andado…
CRISTÓBAL COLÓN, 1501
El hall del hotel ofrecía un aspecto frenético a la mañana siguiente. Decenas de personas se movían de un lado a otro sin prestar atención a un dominicano extenuado que esperaba a sus compañeros leyendo un periódico que no entendía. Cuando parecía haber pasado una eternidad, observó que Andrés Oliver estaba pidiendo información en la recepción, y que había recibido un plano de la ciudad donde le estaban señalando diversos puntos de interés. Se acercó a Edwin y le preguntó:
—¿Has sobrevivido? Parece que tu cabeza ha resistido una noche de impacto.
—No relajes —contestó el dominicano—, estoy realmente acabado.
La mujer apareció en ese momento, vestida con ropa informal, dispuesta a desarrollar un intenso día de trabajo.
—Veo que has venido preparada para pasar el día en la calle —indicó el español.
—Sí, como nos dijiste ayer, hoy vamos a conocer la ciudad y a buscar otras pistas.
—Allá voy —logró decir Edwin, levantándose de su asiento y tratando de buscar fuerzas en su interior.
*
La biblioteca presentaba una imagen bastante diferente al hall del hotel. Una gran sala de lectura estaba bañada por el sol, que se filtraba por unas enormes vidrieras que dejaban escapar rayos de luz. En esa mañana de verano prácticamente nadie ocupaba los pupitres de roble que se disponían a lo largo de la sala principal. El sitio lo había elegido Oliver, quien previamente había propuesto a sus compañeros una reunión en ese lugar, para centrar el análisis de la investigación y buscar otros indicios relacionados con el caso. Rodeados de libros, mapas y fotos de monumentos genoveses, ese refugio de la cultura les daría una visión completa y exhaustiva de la ciudad en la que se encontraban.
—¿Qué os parece si analizamos el estado de las cosas? —propuso Edwin.
Procedieron a comparar los textos que habían escrito tras el robo de los legajos en Sevilla con el texto que Oliver había logrado recomponer de su encuentro con Bruno Verdi.
—Es evidente —tomó la palabra Altagracia— que ambos textos se refieren al cuarto viaje de Colón. De nuevo nos encontramos con un episodio de este viaje narrado por alguien que estuvo allí pero que no es nuestro Almirante. Inédito.
—Sí —siguió diciendo Oliver—. De acuerdo con lo que hablamos con mi tío Tomás, aparecen unas escenas relativas al cuarto viaje, el más complicado de todos, donde la tripulación sufrió de forma considerable.
—La narración deja claro que lo pasaron realmente mal —expuso Edwin—, pero… ¿qué quieren decir con eso de «nuestro tesoro está allí»?
—No lo sé, pero creo que puede referirse quizás a algún tipo de cofre o de caja que debieron de dejar atrás por las inclemencias del tiempo y la necesidad de abandonar varias naves.
—¿Qué podrían contener esos cofres o cajas? —preguntó la mujer.
—Eso sí que es difícil de decir —contestó Oliver—. Desde luego, algo importante, para que estas personas dejen documentos dentro de monumentos del Descubridor tantos años después.
—Y para que roben tumbas —precisó Edwin.
—Esto no lo sabemos con certeza, podríamos estar ante varios grupos de personas, o no. Quiero decir que no tenemos constancia de que los que han expoliado tumbas y los que han escondido legajos en monumentos colombinos, sean los mismos. Ya veremos.
—Y ¿qué puede tener Ronald, aparte de nuestros documentos? —inquirió Altagracia.
—Ése es el misterio que debemos resolver ahora —contestó el investigador español—, aunque antes quiero comentar otra cosa con vosotros.
—Adelante —expresaron los dominicanos al unísono.
Comenzó diciendo que en Sevilla había al menos dos sitios de interés que contenían información: la propia tumba en la catedral y el monumento Pickman, que ellos habían abierto.
En Génova, siguiendo la confirmación dada por el inspector Bruno Verdi, existía al menos un monumento donde hubo documentos relativos al caso. ¿Por qué no podría existir otro monumento con información relevante?
—Esta ciudad es probablemente la cuna del Descubridor. Está claro que es un lugar importante para estos señores, porque ya escondieron legajos en una estatua de Colón, que luego alguien abrió y rubricó con la firma.
—Ahora te entiendo —indicó el dominicano, poniéndose en pie—. Pero ¿por qué utilizan la firma del Almirante cuando abren un monumento?
—Quizá porque son sus propios descendientes —dijo Altagracia—. El Almirante dijo en su testamento que sus herederos debían usar su firma. ¿Recordáis?
—O quizá porque se identifican con lo que la firma expresa —propuso el español—. Recordad que no tenemos ni idea de lo que quiere decir el criptograma encerrado en ese juego de letras y de palabras dispuestas geométricamente en un triángulo. Es probable que Cristóbal Colón quisiera dejar un mensaje secreto en su rúbrica. También es posible que estos señores, que se toman tanto tiempo y esfuerzo en conservar documentos y planos, hayan sido capaces de descifrar el secreto y estén de acuerdo con su contenido, y utilizan la firma en sus propios actos.
Los tres se quedaron pensativos mientras la bibliotecaria les observaba con cercana discreción.
*
En cierta medida, cada ciudad ofrece a sus visitantes la impresión que éstos quieren recibir, pensaba Oliver. Génova ha atravesado periodos de opulencia, decadencia y de expansión nuevamente.
—Bien, chicos —expresó el español, dejando traslucir sus mejores dotes de líder—, creo que hemos elaborado un plan realmente ambicioso.
»Génova, una de las cuatro repúblicas marítimas de la península Itálica, junto a Amalfi, Pisa y su rival, Venecia, fue con frecuencia más poderosa que las otras.
»Una ciudad como ésta debía aspirar a tener un héroe internacional, o mejor, uno mundial —continuó el español—. Por ello, Génova tiene más de diez monumentos dedicados al Descubridor, al hombre que por encima de otros héroes genoveses puso esta república en el más alto puesto del concierto mundial. En este sentido, yo pienso que Génova atrajo nuevos intereses alrededor del mito del Descubridor Cristóbal Colón.
La frase hizo reflexionar a los dominicanos, que se miraban entre sí tratando de adivinar lo que había motivado al español a decir frases tan grandilocuentes.
—¿Hay alguna ciudad en el mundo con más monumentos dedicados al Almirante? —preguntó Oliver, aunque probablemente era una reflexión para sí mismo.
Desde la cima del monte en la que se encontraban, Génova se les presentaba como un conjunto urbanístico heterogéneo. Desde allí, repartieron los destinos que había que analizar en esa jornada de trabajo. Edwin revisaría fundamentalmente los bustos en honor del genial marino. Oliver acudiría a los monumentos con placas conmemorativas que pudiesen tener relación con el caso. Altagracia, por su parte, iría al resto de sitios de interés y, especialmente, a los edificios más singulares levantados en honor del Almirante.
Se despidieron y se desearon éxito en sus respectivas investigaciones.
*
Edwin Tavares se encontró con la necesidad de visitar cuatro monumentos dedicados al Descubridor. A priori, esta misión se le antojó complicada. ¿Cómo podía saber si contenían algún mensaje cifrado?
El primero de ellos se trataba del monumento Custodia, un busto del siglo XIX. Se dirigió hacia allí en un taxi, con cuyo conductor había negociado previamente, y al cual tuvo que pagar doscientos euros por contar con sus servicios durante toda la mañana. La cantidad le pareció realmente alta. En su país, por ese dinero podría haber comprado hasta el carro, pensó. Al llegar, Edwin observó desde todos los ángulos posibles un busto que, junto con la columna que lo sostenía, medía algo más de dos metros. El autor, Peschiera, había realizado una buena labor, ya que el dominicano recibió una grata impresión. Una obra de arte, pensó.
Analizando la documentación que daban a los turistas en aquel lugar, observó que la parte superior de la columna tenía un receptáculo que había albergado unos documentos provenientes del propio Almirante y que en esos momentos estaban en posesión del archivo de la ciudad de Génova. Esos documentos originales desaparecieron en 1797, y tras varios años, fueron encontrados en París y devueltos a su lugar de origen. Para custodiarlos, se construyó ese busto y la columna, en cuya parte superior se localizó el receptáculo donde se depositaron los documentos recuperados. Esa parte de la historia del Almirante y del Banco de Génova, así como otros aspectos, no pasaron desapercibidos para el dominicano, que tras un buen rato de reflexión, no logró encontrar ningún elemento de conexión con la trama que estaba investigando.
El taxista esperaba fielmente en la puerta. Los doscientos euros se pagarían al final de la jornada.
La siguiente parada era el Palacio de la Región de Liguria. Cuando llegaron, el chófer casi no tuvo que parar el motor, porque tras una rápida visita del dominicano al busto realizado en aluminio en el año 1934 por el artista Messina, entendió que nada podría esconder ese vestigio del Almirante. Dio varias vueltas al lugar y volvió al vehículo.
El taxista recomendó la ruta para ir hacia el próximo destino: el barco humano realizado por el artista Cavallini. De nuevo, Edwin supo que nada se podía esconder allí, ya que ese tipo de escultura moderna no encajaba con lo que estaba buscando. Una serie de figuras humanas amontonadas unas sobre otras configuraba una especie de barco. Sin duda, nada que ver con el misterio de las tumbas de Colón.
Su último destino era Il Bigo, en el puerto antiguo de Génova. Realizado por Renzo Piano con ocasión del Quinto Centenario en 1992, esta gran estructura metálica difícilmente podría esconder algo relacionado con la búsqueda que llevaba a cabo.
Decepcionado por el inútil día de trabajo, intentó sin fortuna negociar de nuevo el pago al taxista, y pidió que le llevara de vuelta al hotel.
*
Oliver optó por el coche de alquiler debido a la movilidad que este medio de transporte le ofrecía. Tres obras dedicadas al Almirante le esperaban en esa mañana de trabajo.
El primer destino le parecía cuando menos sugerente: un pavimento en una elevada terraza pública. Guijarros blancos y negros procedentes del mar fueron dispuestos en este mosaico en 1992 por un famoso artista. Una inscripción que rezaba «I Volontari» y la fecha completaban esta obra dedicada al insigne marino. Rápidamente, dedujo que nada podía sacar en claro de aquel moderno trabajo.
Volvió al coche de alquiler y se dirigió a la Piazza della Vittoria. Se trataba de un jardín ornamental dispuesto en una colina en pendiente, de forma que desde la parte inferior ofrecía un conjunto artístico compuesto por tres anclas y tres naves elaboradas con plantas y decoración vegetal. Sentado en un banco durante un largo rato, no pudo imaginar qué tipo de información podría revelar este parque floral. Agotado por el largo paseo, retornó al coche con otro destino bien claro: la Piazza Dante, su último objetivo. Sobre el edificio de la Riunione Adriática di Sicuritá, varios relieves realizados en mármol sobre la fachada mostraban distintas imágenes de un joven Colón en distintas posiciones. De nuevo, nada había allí que pudiese coincidir con los misteriosos acontecimientos que venían sucediendo.
Sin albergar esperanzas, Oliver regresó al coche y emprendió rumbo al hotel, confiado en que sus compañeros hubiesen tenido más suerte.
*
Altagracia inició la jornada de trabajo con el orgullo de haber sido ella quien había encontrado los legajos en el interior del monumento Pickman en la Cartuja de Sevilla.
Su primer destino se encontraba en el Palazzo San Giorgio. También eligió el taxi como medio de transporte, aunque optó por despedir al taxista y conseguir un nuevo vehículo más tarde. Una placa fechada en 1951 con ocasión del Quinto Centenario del nacimiento del Descubridor era una de las cosas que la dominicana había venido a analizar a este edificio. La placa había sido restaurada hacía poco tiempo y el texto no ofrecía ningún atractivo para la investigadora, aunque lo anotó. En la fachada que daba al puerto, vio un excelente fresco que representaba al Descubridor. La información que pudo recabar sobre el Palazzo fue bastante completa: el edificio había sido construido en el año 1260 y había albergado distintos usos, entre otros, el ayuntamiento de Génova y la Banca San Jorge, con la cual Colón llegó a tener relaciones comerciales en diversas ocasiones.
Tras varias horas de análisis, no encontró nada específico que pudiese estar relacionado con los restos óseos del Almirante, con legajos escondidos o con cualquier otra pista que pudiese llevarla hacia la resolución del caso. Con cierta frustración, abandonó el Palazzo.
El segundo y último destino habría de ser el Castello d’Albertis. El taxi enfilaba una empinada cuesta cuando le sonó el teléfono móvil.
—Hola, mi niña, soy Mercedes.
—¡Vaya sorpresa! —expresó—. Estoy en este momento en plena investigación.
—Y ¿habéis encontrado algo más?
—No, por el momento. Aunque a decir verdad, sí que tenemos algo significativo.
—¿De qué se trata? —pidió expectante doña Mercedes.
—Un inspector italiano nos ha hablado de la información que tiene la policía sobre el robo de la Piazza Acquaverde hace cien años. Es sencillamente increíble.
—Pero ¿dice algo relevante?
—No te lo vas a creer —dijo Altagracia, queriendo satisfacer a su mentora—. Lo hallado por la policía italiana en ese robo corrobora tu tesis, Mercedes.
—¿Te refieres a mi idea de que podemos estar ante ladrones que buscan dinero, y no otra cosa?
—Efectivamente. El texto que nos han mostrado, procedente de los papeles que se encontraban en el interior del monolito Acquaverde, habla de un tesoro como elemento principal que mueve a esta gente a ocultar papeles dentro de los monumentos de Colón.
La dominicana tuvo mucha precaución al decir estas palabras, ya que estaba cerca del taxista. Aunque pensó que el hombre no comprendería el español de su país, prefirió bajar la voz, por si acaso.
—Bueno, quiero darte una buena noticia —dijo doña Mercedes—. Estamos en Génova, de paso hacia otro sitio. Si me necesitas, cuenta conmigo.
—¡Qué casualidad! Me alegro mucho —dijo la mujer sonriendo—. Pero si no te importa, te llamaré luego porque acabo de llegar a mi destino.
El Castello d’Albertis dominaba la ciudad de Génova desde la colina de Montegalletto. Altagracia encontró un extraño castillo, más bien un palacio, que parecía un collage de distintos estilos arquitectónicos, aunque se le antojó que el neogótico describía bien el resultado. Una vez en el castillo, observó que se podía visitar con un guía. Nada más entrar, un italiano muy delgado con aspecto de galán de cine se acercó a ella y le ofreció su ayuda. Cogió la mano de la mujer y la besó mientras se inclinaba ligeramente por la cintura.
—No sabía que hoy vendría Miss Mundo a visitarnos… —dijo en tono adulador.
—¿Sería posible hacer una visita guiada al castillo?
—Yo mismo la acompañaré. Permítame presentarme. Mi nombre es Alfredo Pessagno y soy el jefe de los guías de este interesante enclave turístico de nuestra ciudad. ¿De dónde es usted?
—De la República Dominicana —contestó.
—¡Ah!, del Caribe. Y ¿quiere ver algo en especial?
—Todo. Me interesa todo el castillo y, sobre todo, los temas colombinos. Estoy redactando una tesis doctoral sobre el Almirante —mintió.
—Bien, pues aquí tendrá buenas referencias para obtener cum laude —presumió el italiano—. Génova es el mejor sitio para aprender del marino y este castillo tiene cosas importantes.
El guía comenzó explicando que el Castello d’Albertis fue ideado por el capitán Enrico Alberto d’Albertis, mezclando estilos arquitectónicos sobre restos de edificaciones antiguas entre 1886 y 1892.
—El capitán D’Albertis fue un espíritu inquieto: aventurero, viajero incansable, escritor, dedicó su vida a los viajes y a la mar —expuso el guía—. Se enroló en la marina militar para pasar posteriormente a la marina mercante. Fundó el Yacht Club de Italia, y a bordo de su barco, el Violante, navegó el Mediterráneo y luego el Atlántico, siguiendo la ruta de Colón hacia San Salvador.
—¿Seguía la ruta de Colón? —preguntó la mujer, sorprendida.
—Sí, y además navegó utilizando instrumentos náuticos antiguos, propios de la época del Almirante —dijo con orgullo el italiano.
La dominicana se interesó por esta parte de la historia. Sin duda, haber seguido la ruta de Colón, usando los mismos métodos marinos, era cuando menos una pista significativa.
—A su muerte en 1932, el capitán donó el castillo y todas sus colecciones a la ciudad de Génova —concluyó.
Cuando llegaron a un punto en concreto, el guía pidió a la supuesta doctoranda que observase el conjunto arquitectónico visto desde allí. La mujer comprobó que los distintos elementos componían un impresionante collage de culturas y estilos. Desde el extremo de Levante, Alfredo explicó que podía verse claramente preservada una parte del bastión del castillo original del siglo XV. Le indicó con el dedo índice lo que quería que viese, y ella identificó de forma clara la parte antigua del castillo así como la parte más moderna, levantada por el marino en el siglo XIX.
La inmensa colección de armas que contenía el castillo y las largas explicaciones del guía, que parecía conocer bien el mundo bélico, cansaron a la mujer, que tomó la determinación de pedirle que le llevase rápido a los vestigios de Colón que se mostraban en el museo.
El guía pensó que ésta debía de ser una mujer de armas tomar. Atajó por unas escaleras cerradas al público, y le pidió que subiese para ver unas pinturas en honor del Almirante. Llegaron a un pasillo donde pudo observar distintos óleos de barcos que entraban al puerto de Génova. El italiano continuaba explicando que todas esas obras de arte que estaban viendo habían sido coleccionadas por el viajante D’Albertis, que diseñó el castillo para acoger expresamente todas esas maravillas. Cuando Altagracia comenzaba a desesperarse, el italiano tomó la palabra y dijo lo que ella quería oír:
—Señorita, la joya de la corona aquí es el Colombo Giovinetto —explicó—, que, a lo mejor, es lo que usted ha venido a ver.
El guía la condujo a una terraza que presidía la ciudad entera. Las vistas desde ese sitio impresionaron a la dominicana, que no pudo contener un gesto de emoción.
—¡Qué vista más hermosa! —exclamó.
—Sí. El puerto allí enfrente, la ciudad a sus pies… D’Albertis, cuando puso aquí este joven Colón, sabía lo que hacía —dijo el guía.
—Explíquemelo —pidió la mujer.
El italiano se sentó en el borde del muro que rodeaba la terraza, se atusó el bigote y comenzó a narrar la historia con un tono profundo que le salió del alma.
—Enrico d’Albertis, a modo de colofón a su intensa vida, a sus emocionantes viajes, construyó este castillo, que convirtió en su morada. Como expresión de su intensa devoción por Cristóbal Colón, le dedicó muchas obras de arte en este palacio. Pero habría de hacer algo más. Tenía que realizar algo más profundo para la eternidad y a favor del Descubridor.
—Y ¿qué hizo? —preguntó expectante Altagracia.
—Pues encargar esta obra de arte que tiene usted delante y colocar a este joven marino orientado exactamente hacia la isla de San Salvador, la primera que vio el Descubridor en las Antillas y donde tocó tierra por vez primera.
El guía continuó explicando que D’Albertis encargó esa preciosa estatua del Almirante adolescente a Giulio Monteverde en 1870. El autor pretendía que esa representación del Descubridor fuese una escenificación de lo que pudo haber sido, el momento en que Colón se inspiró por primera vez en el descubrimiento de un nuevo mundo, más allá del océano conocido. De alguna forma, el artista quiso plasmar ese momento con el mayor realismo posible. La mujer observó que la estatua de mármol del joven marino le representaba sentado sobre un noray, en la base del cual las olas rompían de forma violenta, sin lograr sacarle de su profunda meditación. La figura sostenía un libro en las manos, que la dominicana no pudo identificar. Sobre la base de la estatua observó un escudo de armas genovés, una carabela y la fecha de 1460, que debía de ser la que D’Albertis imaginó para este joven marino que soñaba un mundo más allá del conocido.
—No deje de leer el poema de la base —sugirió el guía, que continuaba sentado en el borde de la terraza. Tomó un lápiz de su bolso y anotó la inscripción:
AL SOL CHE TRAMONTAVA SULL’INFINITO MONDO
CHIEDEVA COLOMBO GIOVINETTO ANCORA
QUALI ALTRE TERRE, QUALI ALTRI POPOLI
AVREBBE BACIATO AI SUOI PRIMI ALBORI
—Esta obra de arte fue construida en Roma y ganó un premio en Parma unos años más tarde —continuó el italiano—. Tiene usted que saber que existen copias de esta excelente estatua en otros museos del mundo. Entre otras, recuerdo que hay reproducciones en las ciudades de Boston, Goteborg, San Petersburgo y Vancouver. También aquí en Italia tenemos alguna copia más.
—Muy interesante —fue todo lo que la visitante pudo decir.
—Aún tenemos más cosas relacionadas con Colón en este museo. Acompáñeme.
Abandonaron la terraza donde estaba la imagen del joven Colón y avanzaron por un pasillo con diversos frescos que representaban la llegada de la primera nave a la isla de San Salvador, así como otras pinturas relativas al descubrimiento. Descendieron hacia el ángulo del castillo que daba al mar. El italiano señaló a la dominicana un enorme reloj de sol situado sobre la fachada del edificio. La mujer se tuvo que separar un poco para poder verlo con cierta distancia.
Una enorme placa de mármol colgada en la parte superior del palacio, que contenía muchas frases y un busto de Colón en relieve, así como varios escudos y el propio reloj solar, componían el conjunto que el italiano le estaba mostrando. La mujer leyó con detenimiento el texto, porque observó que podía comprenderlo con facilidad. Estaba escrito en castellano y en italiano:
ONORE E GLORIA
A CRISTOFORO COLOMBO
NOSTRO CONCITTADINO
Siendo yo nacido en Génova
vine a servir aquí en Castilla
Génova es ciudad noble y poderosa por la mar
della salí y en ella nací
(Testamento 1498)
Bien que el cuerpo anda acá
el corazón está allí de continuo
(Carta abril 1502)
El reloj de sol lucía la frase «HORA VERITATIS» y otras indicaciones en la parte inferior:
ORE 17.34
MEZZOGIORNO
A SAN SALVADOR
1492-1892
Enrico d’Albertis
La mujer concluyó la lectura de la enorme placa adosada a la pared del castillo y se retiró a pensar. La información que había recogido en ese sitio le pareció de gran interés. A decir verdad, era necesario reflexionar con sus compañeros sobre todos esos datos y volver. Sin duda, había que volver al Castello. Allí había algo que podía ayudarles, aunque no era capaz de identificarlo.
—¿Ha quedado usted satisfecha, señorita? —preguntó el italiano.
—Sí, ciertamente. Pero he de volver con unos compañeros de la universidad para tomar más notas.
—Bueno, si usted quisiera, yo la invitaría a cenar. Como pudo, logró zafarse del guía y pedir un taxi.
*
Decenas de clientes entraban en el hotel a esa hora de la tarde. Otros se preparaban para salir a cenar en alguno de los muchos restaurantes genoveses. Se encontraron en el hall. Edwin presentaba un aspecto cansado y algo alicaído. Oliver tampoco parecía muy contento y ni siquiera se había arreglado para la cena. Altagracia, sin embargo, parecía muy contenta con los resultados del día. Eligieron un sitio tranquilo para cenar, donde pudieran intercambiar impresiones sobre las indagaciones de cada uno y ultimar nuevas acciones. Los hombres resumieron las investigaciones que habían llevado a cabo, y su fracaso en el objetivo de encontrar pistas que les sirvieran al caso. La mujer expuso su idea de que el Castello d’Albertis contenía algo, sin saber precisar de qué se trataba.
—La verdad es que ese castillo contiene signos inequívocos que concuerdan con lo que hemos encontrado en Santo Domingo, en Sevilla y lo que pudo haber en el interior del monumento de la Piazza Acquaverde, aquí en Génova.
—Ya conocéis mi teoría —apuntó Oliver—. Esta ciudad podría ser la cuna del Descubridor. Desde mi punto de vista, está claro que este sitio es importante para los señores que están escondiendo documentos muy antiguos en monumentos relacionados con el Almirante. Se trate de lo que se trate, tengo la impresión de que estamos cerca de algo más.
—Yo he tenido hoy la sensación de que esta ciudad encierra muchas cosas, pero no he descubierto nada —indicó el dominicano, algo decepcionado por los resultados de su trabajo.
—Propongo volver al castillo mañana —sugirió la mujer.
—Bien, pero cuéntanos con detalle cómo es el castillo ese —le solicitó su compatriota.
*
Los profesores dominicanos decidieron cenar en el restaurante del hotel y hablar del asunto que les había llevado a ese país. Doña Mercedes, ya repuesta del viaje y asentada en suelo italiano, volvía a tomar las riendas de la situación.
—He hablado con Altagracia y me ha dicho que Verdi le ha dado la información que nosotros le dijimos que diera. Nada más.
—No sé si es buena idea —expresó Gabriel Redondo—. Llevamos muchos años trabajando en esto para que ahora se nos escape de las manos.
—No te quepa la menor duda —dijo irritada doña Mercedes— de que toda la información que ellos tienen la vamos a tener nosotros.
—Sí, pero no sólo es eso. Tenemos que garantizar que la situación no se nos complique.
—¡Calla! Ahí viene Verdi. Cambiemos de tema.