9

Génova

Mando al dicho Don Diego, mi hijo, o ala persona que heredare el dicho mayorazgo, que tenga e sostenga siempre en la ciudad de Génova una persona de nuestro linaje que tenga allí casa y mujer, le ordene renta con que pueda vivir honestamente, como persona tan ligada a nuestro linaje, y haga pie y raíz en la dicha ciudad…

CRISTÓBAL COLÓN,

acta de institución del mayorazgo,

22 de febrero de 1498

El calor les perseguía. El clima seco de Madrid fue sustituido por un ambiente más húmedo en Génova. La pretendida ciudad natal del Almirante les recibió con un cielo limpio de nubes y una gratificante brisa marina. Edwin había continuado su labor mediadora durante todo el viaje. El español y la dominicana aún mantenían una relación tensa que no parecía terminar. El hotel se encontraba cerca de la Piazza Acquaverde, destino que habría de ser su primera escala italiana.

Presos de una fuerte impaciencia, fueron a ver el monumento a Colón sin haber dejado las maletas en el hotel. El taxi les esperaría mientras ellos echaban un primer vistazo.

A simple vista, nada hacía pensar que ese monumento hubiera sido objeto de un robo tiempo atrás. Probablemente, había contenido información relevante que podría haberles ayudado a resolver el caso. Hoy día, quizá ya no podía aportar nada.

Tras muchas vueltas a esta especial representación del Descubridor, ninguno de ellos acertaba a decir lo que pensaba. El pedestal de este monumento y la columna que sostenía al insigne marino eran de menores dimensiones que la que habían visto en Madrid. La estatua del Descubridor era cuando menos curiosa, dado que lucía un largo cabello ligeramente desplegado al aire.

En la parte baja del monumento, cuatro pedestales en la sólida base representaban alegorías de la ciencia, la constancia, la prudencia y la piedad. Entre estas esculturas, cuatro bajorrelieves mostraban imágenes de la historia colombina: Colón en el Consejo de Salamanca, Colón levantando una cruz en las tierras recién descubiertas, Colón en la recepción de los Reyes Católicos en Barcelona tras el primer viaje, y Colón tras el tercer viaje, encadenado, volviendo a España.

—Deberíamos anotar las inscripciones —pronunció por fin Edwin, mientras los otros permanecían en silencio.

Leyendo el panel frontal, Edwin anotó:

A CRISTOFORO COLOMBO, LA PATRIA

En el lado derecho:

MDCCCLXII DEDICATO IL MONUMENTO

En el lado izquierdo:

MDCCCXLVI POSTE LE FUNDAMENTA

—Veamos ahora la inscripción trasera —propuso Edwin, que observaba que sus amigos seguían sin pronunciar palabra.

DIVINATO UN MONDO, LO AVVINSE

DI PERENNI BENEFIZI ALL’ANTICO

—¿Alguien entiende algo? —preguntó el dominicano.

—Si quieres te lo aclaro —dijo apáticamente el español, que tradujo sin interés—: «A Cristóbal Colón, la Patria. Este monumento fue dedicado en 1862. La base se puso en 1846. Habiendo adivinado un mundo, él lo encontró para el perenne beneficio del mundo anterior».

Edwin asintió y se encaramó en la sólida base del monumento, tratando de ver qué parte de éste había sido objeto del saqueo un siglo antes. Asumió tras unos instantes que el largo periodo transcurrido habría borrado todos los indicios del expolio. Finalmente desistieron de encontrar pistas reveladoras y fueron al hotel.

*

Cuando la Interpol en Italia recibió la petición de la policía española para averiguar lo ocurrido un siglo atrás en el monumento de la Piazza Acquaverde, el agente de turno no podía creer la extraña solicitud de sus colegas españoles.

Oliver y el agente Bruno Verdi se encontraron en el hall del hotel a la hora acordada. El inspector italiano vestía un traje muy claro con formas un poco ajustadas que dejaban entrever una buena forma física. Su pelo rubio cortado sobre los hombros confería al policía un aspecto que al español le recordó a algún personaje de una serie de televisión americana. Bajo el brazo, portaba un grueso dossier en una carpeta de cartón cargada de hojas amarillentas y polvorientas, que por su envoltura aparentaban tener decenas de años.

—¡Vaya misterioso caso el que ustedes quieren ver! —dijo, mientras inspeccionaba de arriba abajo a su colega español.

—Estamos investigando la desaparición de los restos de Colón en la República Dominicana y en España —explicó Oliver—. Cualquier idea que pueda tener usted sobre los hechos ocurridos en la Piazza Acquaverde hace cien años nos puede ser de utilidad.

—No entiendo por qué. ¿Cuáles son los indicios que les traen hasta Génova? —preguntó el italiano, mientras seguía analizando a Oliver, esperando que su aspecto delatara con quién estaba tratando.

—Los ladrones en Santo Domingo y en Sevilla dejaron una pintada de la firma original del Almirante en las tumbas. Hemos visto en recortes de prensa italianos que el monumento Acquaverde, tras ser expoliado, también fue objeto de una pintada como las nuestras.

El italiano comenzó a sacar papeles del abultado expediente. Oliver observó que la mayoría de los documentos eran informes escritos hacía muchos años, sobre un papel claramente envejecido por el tiempo. En unos instantes, el inspector había encontrado unos dibujos relativos al expolio.

—Aquí tiene usted unos dibujos que unos vecinos de la zona hicieron entonces. Hágase a la idea de que en esa época las cámaras fotográficas no proliferaban —explicó Verdi.

El español observó que se trataba más bien de un esquema en el cual se veía que los ladrones habían levantado la placa trasera, precisamente la que tenía el texto algo más complejo, pensó.

Divinato un mondo, lo avvinse di perenni benefizi all’antico —dijo en su propio idioma Verdi—. Ésta es la placa que rompieron para acceder al interior. Nadie sabía que había un hueco tan grande dentro.

—Y ¿hay información sobre lo que contenía esa cavidad?

—Sí, al menos tres testigos vieron a los ladrones correr. Llevaban una serie de legajos en sus manos, pero no tenemos constancia de lo que esos textos decían.

—¿Cómo sabe que se trataba de textos, y no de dibujos o cosas parecidas? —preguntó intrigado Oliver.

—Bueno, no sé —acertó a decir el italiano.

Algo contrariado, cambió de posición en su sillón y encendió un cigarrillo que inundó de humo el espacio entre ellos.

—Le ruego que si sabe algo más nos lo indique —dijo en tono serio el español—. Este caso es muy importante para mi Gobierno. Si tengo que hacerlo, hablaré con el embajador español.

—Bien. Tenemos al menos una hoja original rescatada de aquel suceso, que lograron coger los testigos cuando los ladrones huían.

—¿Puedo verla? —preguntó el español.

—Sí, pero nos gustaría que antes nos contase lo que ustedes han descubierto en sus investigaciones —pidió Verdi.

Oliver adivinó que el italiano no iba a dar ese documento así como así. Sintió curiosidad por saber por qué tenía tanto interés en el caso. ¿Qué podría decir ese documento encontrado años atrás?

Sin entrar en muchos detalles, narró la historia del robo en la catedral de Sevilla y su similitud con el robo en el Faro de Santo Domingo. De forma consciente, evitó hablar de los documentos encontrados en el monumento Pickman en la Cartuja de Sevilla y su posterior robo.

—O sea, que no tienen ustedes ni idea de por qué han robado los huesos del Descubridor, nuestro compatriota Cristoforo Colombo —dijo en tono interrogativo el inspector Verdi.

—Así es, pero estamos en ello. Pruebas como la que usted me va a mostrar nos ayudarán a resolver el caso.

Pensándolo dos veces, el italiano sacó una fotocopia de un texto escrito en español.

Oliver leyó con interés, en voz alta:

Donde él está, nosotros estamos. Muchos años han pasado y aquí estamos. Nuestra misión debe seguir, porque algún día conseguiremos nuestro objetivo. Dios nos ayuda.

Nuestro tesoro está allí, en algún sitio del mismo mar que nos tragó durante muchos meses. Ese mar que nos llevaba a donde quería, sin ninguna posibilidad por nuestra parte de enderezar el rumbo. El viento, la lluvia y las corrientes que nos acompañaron son los únicos testigos que quedan de aquellos terribles días.

Los navíos estaban todos comidos de broma y no se sostenían sobre el agua. A finales del año, nos metimos en un río que nos dio cobijo por un tiempo y pudimos reponer fuerzas y coger frutas, carnes y otros alimentos que conseguimos mediante trueques con los indios.

En enero, el río cerró su boca y nos quedamos dentro. Para sacarlos, tuvimos que vaciarlos con gran pena para todos nosotros. Pero llevábamos nuestro tesoro.

Unas barcas volvieron dentro por sal y agua. Luego, una vez fuera, la mar se puso otra vez alta y fea. Todo volvió a comenzar.

—Esto es todo —dijo Bruno Verdi.

—Pero usted dijo que se había encontrado al menos una hoja. ¿Puede decirme si hay alguna más?

—Le dije que al menos una hoja de los legajos se había encontrado. Ésta es. Hubo otras que también se rescataron días más tarde, pero se han perdido. No tenemos constancia de que exista ni siquiera una copia en nuestros archivos. Sinceramente, no puedo decirle nada más —dijo el italiano con rotundidad.

—¿Puedo quedarme con una copia de este texto? —pidió Oliver.

—No.

Oliver miró a su compañero de profesión con cara de sorpresa.

—Como usted comprenderá, señor Oliver, en este texto se habla de un tesoro. Cualquier cosa que venga de la mano de Cristoforo Colombo es muy importante para nosotros. Queremos participar en la investigación. Si ustedes acceden, nosotros les daremos una copia de este texto.

—Me parece irregular y fuera de todo convenio internacional en la materia. Lo siento, pero informaré a nuestro embajador de su petición —dijo Oliver visiblemente enojado.

—Le ruego que nos entienda. Esto es importante para nosotros. Se trata de un genovés… y de un tesoro.

—Es mucho más importante para nosotros. Nos han robado los restos de la persona que labró el Imperio español —pronunció Oliver mientras se despedía del policía italiano.

*

Más tarde pudo narrar con todo detalle la reunión con el inspector italiano a los dominicanos. Trató de recomponer el texto, tal y como lo había leído. El sentido de las frases, el tipo de letra y hasta el contexto le parecieron muy similares a los documentos que habían encontrado en Sevilla. La palabra «tesoro» sonó con fuerza en los oídos de sus compañeros tan pronto la pronunció.

—¿Quieres decir que el texto hablaba de un tesoro? ¿Así, tal cual? —preguntó Edwin.

—Sí. A mí también me ha sorprendido. Nunca imaginé que nuestro caso y la desaparición de los restos estuviesen relacionados con algo así —expresó.

Altagracia permanecía en silencio. Por su cabeza pasaban muchas cosas. La más importante era que su compañero de aventura, Andrés Oliver, nunca había tenido en cuenta la opinión de sus amigos, los intelectuales dominicanos, y ahora, se estaba demostrando precisamente la teoría que ellos habían esgrimido desde el principio.

—Quiero recordar que doña Mercedes, don Rafael y don Gabriel nos manifestaron en la reunión que tuvimos con ellos que el móvil del robo era de tipo económico —dijo Altagracia con cierto resquemor—. Nunca les tuvimos en consideración.

Tras terminar de pronunciar la frase, fue capaz de mirar a Oliver directamente a los ojos por primera vez en muchos días. El hombre trató de recomponer su opinión sobre el caso en función de lo que acababa de decir la dominicana, que sin duda estaba cargada de razón a tenor de lo que había visto en el documento de Génova esa misma tarde. Él siempre había sido una persona fiel a sus principios y a sus creencias en el análisis de los distintos casos que había afrontado y que había resuelto en su vida profesional. Quizás esta vez simplemente había cometido un error y había desconfiado de los amigos de Altagracia.

—Quiero pedirte disculpas. Me he equivocado y todo parece apuntar a que tus amigos tienen razón —explicó con dificultad el español—. Creo que también deberíamos apuntar ideas que confluyan en la hipótesis de que los ladrones lo que buscan es un tesoro, es decir, dinero.

—Siempre me habían dicho que los españoles erais muy orgullosos, pero me costaba trabajo saber por qué —dijo Edwin con cierta ironía—. Ahora lo entiendo.

—Le estoy pidiendo disculpas —expresó de nuevo Oliver, mirando al hombre—. Quizás es ella la orgullosa.

—Bueno —tomó la palabra de nuevo el dominicano—, chico pide disculpas a chica. Quizá la chica debería perdonar al chico. ¿No es así?

La mujer levantó la mirada hacia Oliver y le brindó una leve sonrisa.

—En mi país solemos resolver estos dilemas y estas vainas con un beso. ¿No es así, Altagracia? Pues adelante.

El español y la dominicana se pusieron de pie y sellaron sus disputas con un ligero beso en la mejilla. Edwin pensó que era un bocazas. No le gustó nada el abrazo que se dieron después del beso. Vaya si le disgustó.

*

La veraniega noche genovesa prometía una velada agradable. El tenso ambiente que les había acompañado desde Madrid parecía estar cambiando. La terraza en la que se encontraban, en pleno centro de la ciudad, les ofrecía un espacio propicio para el reencuentro de cara a alcanzar una situación similar a la que habían vivido en los primeros días en Santo Domingo. Las cervezas que habían pedido y el buen momento por el que pasaba el caso les hacían mostrar sus mejores caras. Dado que a la mañana siguiente tendrían una reunión para resumir la situación del estado de las cosas y preparar los siguientes pasos, esa noche habían acordado divertirse.

—¿Cómo sigue la recuperación de tu cabeza, Edwin? —preguntó Oliver.

—Bien, ya casi no siento dolor. Mañana debo visitar a un médico para que me retire los puntos.

—Me alegro —dijo Oliver con alivio—, ya sabes que siento haberte dejado solo. Nunca me lo perdonaré.

—No sigas con eso. Lo importante es que encontremos más pistas en este extraño caso.

—¿Conocíais Génova? —preguntó el español.

—No —respondió Altagracia—. Estuve estudiando en París varios años, y desde allí me movía por casi toda Francia, Alemania e Italia, pero nunca llegué hasta aquí.

—No sabía que habías estudiado en Francia —dijo Oliver.

—Sí. Primero terminé la carrera en Santo Domingo, y luego hice un doctorado en París, en la Sorbona.

—Y tú, ¿conocías la ciudad? —preguntó Oliver a Edwin.

—No. Me temo que Altagracia y yo venimos de familias muy distintas. Yo prácticamente nunca había salido de mi país antes de esta excursión que estamos haciendo. Ésta es mi primera estadía en Italia y nunca he estado en Francia.

—Bueno, Italia es un gran país, con una gran riqueza histórica. Los italianos y los españoles, y por añadidura, todos los pueblos de Latinoamérica, tenemos muchos elementos en común. Además, la lengua, las costumbres e incluso la música son muy parecidas. Quiero daros una sorpresa. Levantaos y venid conmigo.

*

Doña Mercedes y sus compañeros acababan de llegar al aeropuerto Cristoforo Colombo de Génova. El viaje desde Madrid había sido un poco movido, y como no le gustaban mucho las alturas, le había parecido un trayecto extraordinariamente largo. El desasosiego y la fragilidad por el miedo que había mostrado durante el vuelo le preocupaban. No solía exteriorizar sus emociones con facilidad. Como pudo, sacó fuerzas de su interior y trató de ofrecer la misma compostura que le caracterizaba. Una mujer como ella no podía flaquear en momentos tan importantes como ése. Proveniente de una familia muy antigua con profundas raíces en su tierra, podía dar fe de que los primeros asentamientos en el Nuevo Mundo ya contaban con ascendientes suyos. La sangre que corría por sus venas correspondía a una raza que no se amilanaba de cualquier manera.

Al salir, respiró el aire genovés, más fresco que el de Madrid, y pensó que le reconfortaba el legado tan peculiar que cualquier viajero adquiere con el paso del tiempo. Ver por segunda vez esta ciudad, que tantos recuerdos le traía, le hizo intentar capturar las sensaciones que aún perduraban en su memoria.

Tuvieron mucho cuidado de no hospedarse en el mismo hotel que el trío investigador. Eligieron uno pequeño situado junto al aeropuerto, en el extremo opuesto de la ciudad. A pesar de ser un típico establecimiento de paso, ofrecía un aspecto razonable para descansar del difícil viaje que habían tenido. Una vez asentados, la primera llamada fue para el inspector Bruno Verdi.

—Tenemos que vernos —pidió doña Mercedes.

—Sí, inmediatamente —respondió el italiano—. Mañana a primera hora les daré todos los detalles del encuentro.

—Espero que la información que se le ha dado sea la precisa —exigió la mujer—. Lo nuestro no debe peligrar en ningún caso.

—Así ha sido —respondió el hombre—. Es evidente que pueden confiar en mí, llevo mucho tiempo trabajando con ustedes en esto.

*

Llegaron a un local de copas llamado Azúcar. La fachada del establecimiento, decorada con motivos caribeños, hacía pensar que se trataba de algún sitio en el que se podían bailar ritmos centroamericanos. Un merengue dominicano sonaba con estruendo en el interior, y podía escucharse incluso desde el exterior del establecimiento sin necesidad de entrar. Altagracia acogió la idea de Oliver con ilusión y expectación. Nunca hubiera imaginado que iba a bailar en esa ciudad. En realidad, el negocio respondía al concepto de un restaurante con música en directo, donde los propietarios, una familia cubana, ofrecían todos los estilos latinos, incluyendo salsa y otros ritmos caribeños. Escogieron una mesa cercana al escenario. El restaurante servía un tipo de comida adaptada al gusto italiano, donde la pasta no faltaba en todas sus variedades.

—Vaya, ¡esto no se parece a nuestra comida! —soltó Edwin—. No veo que tengan chicharrón de pollo ni tostones.

—Pero seguro que tienen ron de tu tierra —dijo riendo Oliver—. Verás cómo acabas convencido. ¿Por qué no bailáis?

Salieron a la pista. Aunque otras parejas movían sus cuerpos al ritmo del merengue que sonaba, nadie pudo resistir dirigir su mirada hacia los dominicanos. La pareja seguía de una forma precisa la música, componiendo una imagen que nadie podía evitar seguir. El español los miraba sonriendo, disfrutando de la compañía de sus colegas, que estaban siendo reverenciados por toda la sala.

Al terminar, todo el restaurante les aplaudió. Edwin hizo un ademán de responder a la ovación, mientras que Altagracia buscó con urgencia la mesa en la que se encontraban, a modo de refugio. Una vez sentados, Oliver no pudo evitar decir lo que pensaba:

—Nunca he visto nada igual. Hacéis una gran pareja.

—Sí, de baile —dijo la mujer.

—Y ¿tú no te animas? —preguntó el otro policía.

—Ni muerto —respondió—. Me gustaría bailar como vosotros, pero primero debería recibir clases de vuelo.

Mientras sus colegas reían, alguien les preguntó si deseaban otra canción para seguir bailando. Edwin pidió encarecidamente una antigua bachata, muy conocida en su país. Comenzó a sonar una música con ritmo más lento, con contenido romántico, que hizo al dominicano solicitar a su compatriota volver a la pista de baile. El español comprendió la estrategia de su compañero. Este tipo de música, mucho más lenta y sensual que el merengue, exigía bailar algo pegados. ¡Menudo estratega!, pensaba Oliver, cuando le sonó el teléfono móvil. Tuvo que salir del establecimiento para poder oír algo, debido al fuerte volumen de la música.

La llamada era de Richard Ronald. Les proponía una reunión en Miami cuanto antes.

Sin saber por qué, notó que el corazón le palpitaba de forma descontrolada.