Madrid
Habíanle llegado (a Colón) hasta allí un tanto estrecho los años que había estado en la Corte, que, según se dijo, algunos días se sustentó con la industria de su buen ingenio y trabajo de sus manos, haciendo o pintando cartas de marear, las cuales sabía hacer muy bien, vendiéndola a los mareantes…
BARTOLOMÉ DE LAS CASAS,
Diario de A bordo
El tren de alta velocidad había salido de Sevilla hacía ya un buen rato. El silencio se había apoderado del habitáculo de la clase club que habían elegido para poder estar juntos en el interior del tren y así trabajar durante el viaje. Afortunadamente, no se ocupó el cuarto asiento, que quedó libre. Cada uno de ellos, presos de sus negros pensamientos, se compadecía de la pérdida de los documentos.
La mujer observaba cómo el tren se acercaba rápidamente a una pequeña montaña coronada por un desmoronado caserón de paredes blancas cuyo techo se confundía en la distancia con el color rojizo de la tierra que le circundaba. Multitud de olivos se elevaban por la colina sin llegar a alcanzar el intenso cielo azul que completaba el paisaje.
Edwin Tavares lucía un enorme vendaje en la cabeza, que le permitía realizar las funciones básicas de ver, oír, oler y sólo a duras penas, comer.
—No debimos dejarte solo —se reprochó Oliver.
—La culpa fue mía. No debí abrir la puerta. Jamás en mi vida he cometido un error más tonto. La verdad es que estaba encantado analizando aquellos mapas.
—Parece mentira que dos curtidos policías digan estas cosas —interrumpió Altagracia tratando de cerrar la fase de reproches—. Seamos sensatos y utilicemos nuestras energías en resolver el caso, porque hemos llegado muy lejos.
—Si cojo a ese tipo… —dijo con ira el dominicano—. ¿Piensas que con la descripción que les di a tus compañeros podrán encontrarle?
—No lo sé. La descripción que diste es un poco vaga, pero haremos todo lo que podamos. No te quepa la menor duda, porque nosotros también hemos perdido mucho con este nuevo robo.
La mujer propuso que cada uno anotase en hojas de papel independientes todas las cosas que hubiesen podido retener de lo visto en los legajos encontrados en la Cartuja. La propuesta les pareció interesante y se pusieron manos a la obra.
Edwin pintó parte de los mapas que había visto, de alguno de los cuales recordaba significativamente la silueta de la isla La Española, es decir, de su país, la República Dominicana, y Haití. Otros mapas antiguos representaban unas tierras desconocidas para Edwin, aunque pudo reconocer parte de América Central en la costa del mar Caribe. Dibujó todo esto como pudo.
Altagracia anotó una gran cantidad de palabras en su hoja. De vez en cuando, paraba para observar el bello paisaje que veía desde el interior del tren, en ese caluroso día de verano. Exhausta por el esfuerzo mental que suponía recordar todo ese texto en unas circunstancias tan difíciles, completó la última palabra y observó detenidamente a sus colegas en espera del fin de su parte del trabajo.
El último en terminar fue Oliver. Recordaba detalles significativos del contenido original, si bien no llegó a conectar varios párrafos que podían haber aportado coherencia a lo que estaba escribiendo. Pensó que era una lástima no poder completar el texto.
Los tres pusieron en común lo escrito.
El dominicano era el único que había analizado los planos, porque había tenido más tiempo que los demás. Explicó a sus compañeros de aventura lo anotado.
—Sin lugar a dudas, uno de los mapas corresponde a nuestro país. He podido reconocer la parte nororiental, con la bahía de Samaná perfectamente dibujada, así como otros detalles en el este, como la isla Saona. No obstante, lo que me ha convencido finalmente ha sido ver en ese plano un río que salía de una ciudad que me ha recordado de forma importante a nuestro río Ozama, que divide Santo Domingo.
—Bueno, es un punto de partida interesante —afirmó Oliver.
—Sin duda que es un punto significativo, porque de ahí salía una línea hasta el resto de los mapas. Era algo así como el origen de los demás documentos.
—Curioso —añadió la mujer—. ¿Y el resto de los planos?
—Yo juraría que se trata de alguna zona entre la costa de Nicaragua, Costa Rica, Panamá y la parte caribeña de Colombia. No pude confirmarlo, pero creo que todas las flechas, distancias y anotaciones en los mapas apuntaban hacia esa zona. La he dibujado como la recuerdo, pero no podemos fiarnos al cien por cien.
—Está bien. Y tú, ¿Altagracia? —preguntó Oliver.
—El texto que yo he recordado hablaba de unas personas en un contexto difícil, complicado, donde quien narra explica detalladamente el motivo de la toma de una decisión que parece justificada por lo extremo de la situación que estaban viviendo. Leo lo que he escrito:
Nuestro destino era Jamaica. Desde Dominica hallamos una gran tormenta que nos persiguió durante muchos días después. Parecía que la tormenta tenía vida, representada por un enorme animal salvaje, y que nosotros éramos su presa. Cuando por fin escapamos, nuestras velas maltrechas debieron ser reparadas en el único sitio posible: Santo Domingo. Pero no nos dejaron atracar en ese puerto. Mientras negociábamos, nuestro comandante pidió ayuda ante otra gran tormenta que se avecinaba. El gobernador de la isla no autorizó…
Nuestras naves permanecieron ancladas ante el puerto y sufrieron el temporal perdiendo más velas. Algunas de nuestras naves rompieron amarras y fueron llevadas mar adentro, lejos de la costa. Nuestras naves lograron reunirse días después. Muchas naves de ellos que habían partido de puerto hacia Castilla se hundieron… Nuestro comandante les había avisado.
—Vaya, es una historia que da pena —dijo Oliver—. Fijaos en lo que he escrito yo. Es todavía más dramático:
Durante la travesía, las tormentas nos acompañaron casi todos los días. No sabíamos lo que buscábamos. Los hombres estaban exhaustos y los motines se sucedían a menudo, por no decir todas las noches. El hambre debido a la comida agusanada, las enfermedades y el peligro de nuestras maltrechas naves hacían que nuestros hombres pensaran en cada momento en volver y salvar las vidas. Nuestro comandante sólo pensaba en el oro. Nosotros sólo pensábamos en la comida. Cuando nos acercábamos a tierra y nos encontrábamos con tribus de indios, él trataba de cambiar baratijas por oro, y nosotros las cambiábamos por comida. Debido a ello, el comandante nos prohibió bajar a tierra sin su permiso. Conseguimos al poco tiempo convencerle de la necesidad de matar el hambre para sobrevivir. Cuando íbamos a atracar para traer comida, fondeando en un sitio de gran belleza, aguas limpias y muchos árboles con sabrosas frutas, unos indios muy hostiles hirieron a varios de nuestros hombres y tuvimos que salir a la mar navegando con mucha prisa. Las tempestades nos acompañaron otra vez, durante muchos días, y allí sin comida, con las naos maltrechas tomamos una decisión. Por eso lo hicimos.
Los tres se quedaron pensando en estas palabras y trataron de imaginar la situación que tuvieron que pasar esos marinos. Edwin, por fin, comenzó a hablar:
—Vaya. Ahora sí que estamos perdidos. ¿Qué quiere decir todo esto?
—No lo sé, pero en Madrid vamos a recibir ayuda, y de la grande. Ya veréis —explicó el español, convencido de que tenía a la persona adecuada para ayudarles.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de partir hacia Génova? —preguntó la dominicana—. Debo comprar algunas cosas. No tenía previsto un viaje tan largo, y ya sabéis cómo somos las mujeres. Tenemos más necesidades que vosotros, los hombres.
—En principio pienso que dos días estará bien. He previsto que nos quedemos en mi casa y desde allí haremos las gestiones. ¿Os parece bien?
La amabilidad del español al ofrecer su casa contribuyó a crear una atmósfera de entendimiento, que debía de fortalecer el ánimo de los tres investigadores tras los acontecimientos del día anterior.
En consecuencia, los dos asintieron aceptando la propuesta.
*
En la clase preferente, dos hombres observaban los movimientos de los tres investigadores, a través de la puerta de cristal que comunicaba los distintos compartimentos. Habían subido al tren casi pegados a ellos, y tenían la clara intención de no dejarles solos ni un minuto, pasara lo que pasase durante el viaje y en la llegada.
—Espero que no sea complicado seguirles en una ciudad tan grande como ésta —dijo uno de ellos—. Yo no conozco bien Madrid y podemos perdernos. Me preocupa esta misión.
—Allí vamos a contar con algo de ayuda —dijo su compañero—. De todas formas, tenemos algunas referencias a las que podemos acudir.
—¿A qué te refieres?
—Hemos conseguido la dirección personal del tal Andrés Oliver, así como la de su trabajo. Seguro que va por alguno de estos sitios.
—Sin duda. Es una buena garantía para hacer bien nuestro trabajo. No podemos fallar bajo ningún concepto.
*
La vivienda del español sorprendió a Edwin por su amplitud y decoración. No había duda de que allí se acomodarían de forma confortable.
—¡Vaya! Veo que también a los policías de Madrid les pagan bien —dijo el dominicano, sorprendido por el espacioso apartamento de su colega.
La mujer observaba la acertada decoración, que conseguía crear un ambiente placentero a la vez que elegante. Un tanto minimalista y masculino, pensaba la dominicana en el momento en que Oliver atrajo su atención.
—Esta casa era de mis padres. Yo la he rehabilitado porque está en una zona muy buena y además porque es un ático, que siempre es más desahogado. Mirad qué vistas.
Salieron a una terraza enorme. Altagracia dejó escapar una expresión claramente dominicana:
—¡Vaya sitio! —exclamó.
—Éste es el Parque del Retiro, muy típico de mi ciudad. ¿Os gusta la vista? A mí me relaja mucho tomar una cerveza al terminar el día, mientras veo todos esos árboles.
—Yo me quedo aquí a vivir —afirmó Edwin.
—Estás en tu casa —confirmó su colega.
La amplitud del ático permitió a cada uno de los invitados ocupar una habitación independiente. Una vez asentados, el anfitrión les anunció que debían partir hacia la cita por la cual habían decidido ir a esa ciudad. Bajaron al garaje a coger el coche de Oliver. El departamento de análisis de la policía científica les esperaba.
Las calles madrileñas presentaban un aspecto concurrido a esa hora, en un típico día laborable. Los dominicanos tenían puesta su atención en todo lo que iban viendo. Modernos edificios de oficinas y suntuosos inmuebles residenciales se alternaban con rapidez cuando, al pasar por la plaza de Colón, Edwin no pudo dejar de señalar el monumento al Descubridor en la capital de España.
—También tenéis aquí un monumento al Descubridor —dijo, señalando hacia el sitio donde había encontrado un nuevo vestigio del personaje que venía ocupando su vida de forma tan intensa en los últimos días.
—Claro. Quizá deberíamos visitarlo. Por si acaso.
Llegaron a un inmenso inmueble situado en una céntrica calle madrileña. El español explicó que el edificio pertenecía a la policía científica y, aunque no era el lugar donde tenía ubicado su propio despacho, solía venir por aquí de forma frecuente. La oficina que buscaba Oliver se encontraba en la última planta del edificio, al fondo del pasillo más largo que los dominicanos habían visto en su vida. Tras una larga caminata, en la cual pasaron por delante de una infinidad de puertas de despachos cerrados, llegaron al último rincón posible de un increíble laberinto. Oliver tocó suavemente con sus nudillos en la puerta y abrió despacio.
Les recibió desde la mesa de su despacho un señor mayor, de pelo gris y gafas caídas sobre la punta de la nariz. El aspecto de científico despistado hacía presumir que estaban ante alguien con años de experiencia y conocimientos suficientes para ayudarles en el caso, como había prometido Oliver. El habitáculo estaba repleto de papeles en un desorden absoluto. Múltiples fotografías y diplomas llenaban las paredes de forma que prácticamente no se veía el color de éstas. Se podía afirmar, sin lugar a dudas, que la habitación constituía el mayor caos que los dominicanos habían visto en sus vidas, concentrado en un lugar tan pequeño como ése.
Andrés Oliver y Tomás Oliver se fundieron en un largo abrazo.
—Os presento a mi tío Tomás, uno de los mejores investigadores de la policía española y uno de los grandes expertos en análisis de materias relacionadas con el patrimonio histórico iberoamericano de este país.
—¡Vaya! Qué chicos más guapos. ¿De dónde sois? —preguntó el experto.
—Dominicanos —respondió Edwin—. Veo que tiene usted un despacho muy peculiar.
—Es un desorden organizado —aseveró con seguridad Tomás Oliver—. Cualquier cosa que necesite la puedo encontrar rápido. Creedme, ¿para qué perder el tiempo ordenando cuando lo importante es la eficacia?
—Claro, claro —respondió la mujer—. Veo que tiene usted una foto con nuestro presidente de la República Dominicana.
—Sí. Me consultan de vez en cuando desde su país. Entre otros asuntos, asesoré al ex presidente Balaguer con ocasión del quinto centenario del descubrimiento en relación con el traslado de los supuestos restos de Colón desde la Catedral Primada hasta el Faro. ¡Menudo bodrio de edificio hicieron allí! Yo aconsejé dejar los restos en la catedral de Santo Domingo, pero no me hicieron caso. Creo que ustedes han salido perdiendo con el cambio. No me cabe ninguna duda.
—Bueno, ahora da igual —respondió Altagracia—. Ya sabe usted que no tenemos ni un solo hueso tras el robo.
—Sí, lo sé. Andrés me ha llamado desde entonces en veinte ocasiones. Estoy al tanto de todo.
Los dominicanos miraron a Oliver, que encogió los hombros.
—Bien, sentémonos para hablar del asunto. ¿Por dónde empezamos? —preguntó Tomás.
Hablaron durante horas de los detalles relativos a lo encontrado en Santo Domingo y en Sevilla. Trataron de narrar los hechos de la forma más ordenada posible, poniendo énfasis en los legajos encontrados y en los detalles relevantes que habían encontrado en las dos ciudades. Terminaron la explicación dando a conocer el sorprendente hallazgo al que habían tenido acceso sobre el robo sucedido en Génova cien años atrás.
—Yo no tenía conocimiento de que el monumento de Colón en la Piazza Acquaverde en Génova había sido expoliado hace un siglo, hasta que Andrés me lo contó. Aquí no tenemos ni un solo informe relativo a este hecho. Pero he investigado, y he llegado a la conclusión de que se desconoce si tenía algo en el interior. Lo que sí se sabe es que los ladrones dejaron la firma en el exterior. La prensa italiana a la que yo he tenido acceso dijo entonces que habían sido unos gamberros, que rompieron una lápida. Sin embargo, no entiendo cómo esta noticia había pasado desapercibida en nuestros archivos. Me pregunto qué podría contener el monumento expoliado.
—Podría haber contenido papeles similares a los que encontramos nosotros —reflexionó Oliver en voz alta.
—¿Qué antigüedad podían tener esos papeles que os han robado en Sevilla? —inquirió Tomás, que procedía de forma sistemática a anotar todo lo hablado en distintas hojas de papel al mismo tiempo.
La mujer se preguntó para qué querría el investigador anotar estas cosas, cuando tenía el despacho sometido a un intenso desbarajuste. Con toda seguridad, iba a perder las hojas en las que estaba anotando el contenido de la conversación en cuanto salieran de allí. Pensó que alguien así, con esa tendencia al desorden, debería tratar de esquematizar sus ideas antes que anotarlas en muchos papeles al mismo tiempo, porque tantas hojas contribuirían a incrementar la anarquía de la habitación.
—No hemos podido analizar la antigüedad de los legajos, si bien hemos conseguido recordar una parte de los textos y de los mapas —dijo Edwin sacando un dossier de su maleta.
La mujer pensó por un momento en avisar a su compatriota para que no sacase más papeles dentro de ese despacho, por si acaso.
Tomás Oliver apartó de un manotazo una gruesa columna de documentos situada sobre la mesa de reuniones de su despacho. Los folios cayeron al suelo provocando un enorme revuelo y levantando una gran polvareda. Cuando la nube de polvo se asentó, el investigador comenzó a leer de forma pausada en voz alta. De vez en cuando paraba para reflexionar sobre el contenido, dejando escapar gestos de sorpresa.
Nada más terminar de leer el texto recuperado por los investigadores, el experto sentenció:
—Se trata de un episodio conocido del descubrimiento: el cuarto viaje de Colón.
Los tres se miraron sorprendidos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó extrañado el dominicano.
—Es fácil. Estas escenas del cuarto viaje son relativamente conocidas. Lo que no es normal es que estuviesen descritas por alguien que estuvo allí y que esto estuviese dentro de un monumento a Colón durante no sabemos cuánto tiempo.
—¿Cómo lo relacionas con el cuarto viaje? —le preguntó su sobrino.
Tomás comenzó a contar de forma ceremoniosa esta parte del descubrimiento. Parecía que, narrando la historia, éste era otro hombre muy diferente al que habían conocido hacía unos minutos. Se tomó su tiempo, y comenzó indicando que en 1502, contando ya con cincuenta años y la salud quebrantada, al mando de cuatro pequeñas naves denominadas La Capitana, Santiago de Palos, La Vizcaína y La Gallega, Cristóbal Colón zarpó rumbo a la más arriesgada de sus expediciones. Junto a él, también habían embarcado en esta aventura su hermano Bartolomé y su hijo Hernando.
—Este último personaje fue quien luego fundaría la biblioteca colombina en donde ha estado usted, señorita —dijo el experto—. Quizá fuese en ese cuarto viaje cuando Hernando Colón quedó maravillado por los libros que tenía su padre. A partir de ahí, puede quizás explicarse el fuerte aprecio que les daba a esos textos y la razón por la que decidió reunir una colección única en Europa en aquel entonces. Pero sigamos con la historia.
»Años antes —siguió exponiendo—, los Reyes Católicos habían nombrado a Nicolás de Ovando gobernador y juez supremo de las Indias. Entre otros personajes significativos de esta parte de la historia, el padre Bartolomé de Las Casas acompañó a Ovando en ese viaje, y gracias a él se ha conservado una gran cantidad de documentos del Almirante. Debido a los acontecimientos del tercer viaje, donde Colón llegó a ser apresado, los Reyes prohibieron a Colón atracar en Santo Domingo, salvo a la vuelta y sólo para repostar víveres.
»El objetivo de Colón —prosiguió— era ir directamente a Jamaica. No obstante, una fuerte tormenta dañó la nave Santiago de Palos, y por eso decidió sustituirla en el único y mayor puerto disponible en ese momento: Santo Domingo. El Almirante ancló las naves frente a la ciudad y solicitó el cambio. Nicolás de Ovando negó cualquier aproximación al puerto.
»Y aquí tenemos otro de los grandes enigmas de este personaje al que nunca acabaremos de conocer —dijo Tomás, alisando su barba con gesto serio y retrepándose en su sillón para indicar que necesitaba relajarse para narrar lo que seguía.
—¿A qué se refiere? —preguntó el dominicano.
—Cristóbal Colón adivina que se acerca un huracán, aunque entonces no se conocía este fenómeno, y nota signos inequívocos del desastre que se avecina. Avisa a Ovando del peligro y pide permiso para atracar con sus naves en el estuario del río Ozama, dentro de la ciudad de Santo Domingo, a modo de refugio. El gobernador le niega esta petición y Colón se ve obligado a ver pasar un huracán sobre su cabeza mientras permanece anclado en la costa. ¿Os imagináis un ciclón tropical sobre barcos de madera?
—Había olvidado esta historia, que ahora veo reflejada en los legajos que encontramos —dijo Oliver pensativo.
—Pero aquí no acabó la cosa —prosiguió su tío—. Colón, seguro de la tragedia que se avecinaba, advirtió al gobernador Ovando de que no dejase partir una numerosa flota de veinte barcos y más de quinientos hombres que volvía a España. El gobernador ignoró completamente el aviso de Colón, y el huracán arrasó con todos los barcos, hundiéndolos, en uno de los episodios más nefastos de los primeros viajes a América.
—Y las naves de Colón sortean el huracán y se salvan —añadió Oliver.
—Sí. Y como dice el documento que habéis encontrado, sólo la nave del Almirante consiguió mantenerse anclada en la costa. Las otras naves rompieron amarras y se adentraron en el mar Caribe, pero lograron volver a los pocos días ya pasado el huracán.
—Y ¿qué piensa de la otra parte del texto que le hemos traído? —preguntó Altagracia.
—También está relacionada con el cuarto viaje, el más peligroso y complicado de todos. Colón pasa de las islas centrales del Caribe a América Central, es decir, a tierra firme, descubriendo en este viaje muchas zonas de las que hoy ocupan países como Honduras, Nicaragua, Costa Rica o Panamá. El objetivo de este viaje era encontrar por fin las tierras del Gran Khan y Cipango, es decir, Japón.
Los tres investigadores miraban absortos al anciano, imaginando la escena que narraba de forma tan intensa.
—El objetivo de nuestro Almirante era llegar a las Indias, que para entonces era una zona muy amplia del Oriente y que abarcaba desde la India hasta China y más allá. De allí venían las especias que condimentaban las carnes putrefactas que comían los europeos de la época. ¡Imaginaos lo que era entonces comer carne de animales sin especias! Por eso era tan importante encontrar nuevas rutas hacia las zonas productoras de especias —concluyó Tomás.
—Y ¿qué referencias utilizó Colón para este viaje? ¿Qué ruta siguió? —preguntó Edwin.
—Buena pregunta —apuntó Tomás—. El Almirante perseguía el extremo más oriental de la actual China, es decir, el más meridional de la provincia de Ciamba, la larga península que constituía el límite oriental de Asia. Por lo tanto, cuando Colón va siguiendo la costa de los actuales territorios de Nicaragua, Costa Rica y Panamá, las cuatro naves de nuestro marino barloventean dirección este.
—Y ¿qué buscaba? —volvió a preguntar el dominicano.
—Pues encontrar al Gran Khan y sus minas de oro. Este viaje fue el más difícil del Descubridor. Las tormentas le acompañaron prácticamente todo el tiempo. Las descripciones que hace Colón de este viaje son escalofriantes. Fuertes vientos, mar espumado, imposibilidad de seguir una ruta determinada, etcétera. En una de las muchas escalas, los indios le hablaron de la rica tierra de Veragua y más específicamente de Ciguare, más allá de unas cadenas montañosas. Colón interpretó que Ciguare y Ciamba era lo mismo, y que por tanto había llegado a donde la península era más estrecha. Supuso, en consecuencia, que no lejos de allí estaría el mar Índico.
Tomás Oliver se levantó y volvió a derribar de un manotazo una alta y desorganizada columna de papeles para coger un mapa de la zona. Cuando el improvisado torbellino de polvo se asentó, les mostró en el mapa lo que quería indicar.
—Nuestro marino navegaba entre tormentas, vientos, y con la tripulación realmente maltrecha. Navegando como podía, la península se hacía más larga de lo que él creía y desmentía los mapas asiáticos que él conocía. La tierra torcía al sudeste y al este en lugar de hacerlo al sudoeste y oeste como él esperaba. ¡Qué tremenda decepción debieron de sentir los marinos!
—Y además nuestro Almirante sufrió terribles enfermedades durante el viaje —apostilló la mujer—. ¿Es así?
—Efectivamente. Colón pasó la mayor parte del viaje postrado en un camastro que a veces situaban en cubierta. En alguna ocasión, como él mismo narra, creyó caer al mar.
Los cuatro callaron durante unos minutos imaginando la dureza de lo que Tomás estaba diciendo.
—Es una verdadera pena que os hayan robado los mapas —aseguró el experto—. Si pensamos que Colón vivió durante una buena parte de su vida de los mapas de marear que pintaba, cualquiera podría imaginar que nos ha dejado un legado importante de planos con descripciones de sus descubrimientos. Pero la realidad nos dice que no hay ni uno solo, salvo algún pequeño dibujo garabateado en su cuaderno de a bordo.
—Yo no sé si los mapas que vimos —tomó la palabra Edwin— eran del mismísimo Almirante. Lo que sí puedo afirmar es que en uno de ellos se dibujaba La Española y el otro hacía referencia a algún sitio de América Central. Además, había marcas hechas en distintos puntos de la costa de toda esta zona.
—Y no podéis deducir de qué se trataba… —apostilló Tomás Oliver, observándolos a todos, esperando obtener alguna pista adicional, aunque a sabiendas de que habían agotado en esa reunión todos sus conocimientos relacionados con la investigación.
—No tenemos ni idea —concluyó Altagracia, elevando la vista hacia el techo, imaginando lo que podrían contener los legajos perdidos.
—Bien, creo que debéis leer la carta que escribió Cristóbal Colón a los Reyes Católicos desde Jamaica, a la vuelta de este viaje, el 7 de julio de 1503, justo antes de regresar a España. Este escrito narra muy gráficamente todas las experiencias que hemos contado y, en especial, la dureza del viaje. Quizá de ahí saquéis conclusiones. Por lo pronto, no creo que yo pueda ayudaros más.