Sevilla
Las cosas suplicadas que Vuestras Altezas dan y otorgan a Cristóbal Colón en alguna satisfacción de lo que ha descubierto en los Mares Océanos y del viaje que agora, con la ayuda de Dios, ha de facer por ellas en servicio de Vuestras Altezas son las que siguen…
Capitulaciones de Santa Fe,
17 de abril de 1492
El sofocante calor que recibió a los tres investigadores a la llegada al aeropuerto de Sevilla le pareció a Edwin incluso más asfixiante que el de la capital dominicana. Recogieron sus maletas, y en el trayecto en taxi hasta el hotel, el tema de conversación fue íntegramente el calor seco que les ofrecía ese día soleado y su comparación con la humedad de Santo Domingo. Los dominicanos encontraron una ciudad moderna en lugar de la antigua urbe que habían imaginado.
Oliver había organizado una reunión esa misma tarde con la policía, y había solicitado una visita a la catedral y a la tumba expoliada. A las cinco en punto, les recogería en la entrada del hotel un coche oficial que les llevaría al templo hispalense. Apareció un elegante BMW conducido por un inspector de policía, amigo de Oliver desde su incorporación al cuerpo nacional.
—Bienvenidos, señores —dijo efusivamente el inspector abrazando a su compañero.
—Inspector Bravo, ¡qué bien te conservas! —contestó Oliver—. Esperaba encontrar un viejo cuarentón con barriga y canas.
—Vamos, Andrés, siempre te has cuidado más que yo, pero eso no quiere decir que el tiempo te tenga que tratar a ti mejor que a mí —reflexionó el sevillano palpando el estómago de su amigo y comparándolo con el suyo, mucho más abultado.
—Ya. Pero no olvides que tu tranquila vida en el sur no es tan ajetreada como mi complicada existencia en la corte madrileña, desde donde no paro de viajar y adonde llegan la mayoría de los casos complicados del país.
—Bueno, ya hablaremos de eso. Aquí llevamos unas semanas muy movidas con esto del robo en la catedral. Si os parece, subid al coche y me presentas a tus amigos en el trayecto.
—Vaya si pagan bien en la policía española —susurró Edwin en el oído de Altagracia mientras subían al coche.
El conjunto arquitectónico de la Giralda y la catedral impresionó a los dominicanos. Al llegar a la puerta, la mujer sintió una extraña sensación al ver la firma del mismísimo Almirante en la fachada del templo. Siguió con detalle el dibujo, observando que había sido pintada con el mismo trazo, con la misma pintura quizás y con las mismas dimensiones que la firma del Faro. Sólo el entorno, y sobre todo, el calor seco, le recordaban que no estaba en Santo Domingo. Presintió que no era lo único similar a lo acontecido en su país que le quedaba por ver.
Una vez dentro, se dirigieron hacia el brazo derecho del crucero del templo, donde habían quedado con varios responsables de mantenimiento con autorización para mostrar los restos del robo y los daños producidos en el sarcófago del Descubridor de América.
En el transcurso del viaje hacia el interior del templo, la dominicana observó con agrado las generosas dimensiones de la catedral hispalense. Las pinturas, los retablos y el resto de elementos que fue viendo en su recorrido en ese enorme edificio la dejaron impresionada.
El inspector Antonio Bravo tomó la palabra para indicar que las primeras autoridades del lugar iniciaron la construcción de ese templo con la idea de hacer una iglesia de tal dimensión que los que la vieran labrada los tuviesen por locos. Así tradujo el pueblo lo que habían decidido en sus reuniones los canónigos de Sevilla en 1401. Estaban dando a luz, sin ser conscientes de ello, a la maravilla que contemplaban los dos policías y la secretaria de Estado. Piedra tras piedra, el pueblo de Sevilla fue viendo crecer esa impresionante montaña hueca que, bajo la imponente mirada de la Giralda, se convirtió en una de las mayores catedrales de occidente, siguió explicando el inspector Bravo. Para él, el remanso del Patio de los Naranjos y los archivos y bibliotecas que guardaba la catedral y sus alrededores formaban un singular sanctasanctórum de los legados colombinos que ningún otro entorno parecido podía aportar en toda la humanidad. Si había un sitio en el mundo que podía algún día desvelar los secretos del Almirante del Mar Océano, el hombre que consiguió globalizar nuestro mundo ese sitio era, sin duda, el que estaban visitando, sentenció el inspector Bravo.
Altagracia calló, mientras su corazón le pedía guerra.
Cuando llegaron a la tumba, la mujer observó que esta parte de la catedral rivalizaba con el monumento del Faro de Colón en Santo Domingo. Le pareció que esta sepultura estaba a la altura de la hazaña del Descubridor.
En Sevilla, Cristóbal Colón fue enterrado en un sarcófago que se encontraba elevado en el aire, sostenido por cuatro estatuas de heraldos que representaban los reinos de España: Castilla, León, Navarra y Aragón.
Oliver, en consonancia con los pensamientos de la mujer, pensó que la tumba española del Almirante rivalizaba en solemnidad con la dominicana. Sin embargo, el recinto era radicalmente más hermoso y fastuoso en el caso de Sevilla. No podía compararse el espacio que estaban visitando con la mole de piedra que había sido diseñada para el Faro en Santo Domingo, pensaba el español mientras daba vueltas alrededor de la tumba. La excelente arquitectura y el esplendor de la catedral hispalense constituían un marco digno para el sepulcro del hombre que dio forma definitiva al mundo. No había duda.
Edwin, al margen de los pensamientos de sus colaboradores, lanzó una pregunta al inspector Bravo: ¿cómo había sido posible que Colón acabase en Sevilla? Según él, si el Gobierno español decidió traer los supuestos restos desde el Caribe, ¿por qué a este sitio y no a Madrid, o a otro lugar, como Valladolid, donde realmente falleció?
Bravo comenzó diciendo que hubo una institución que, motivada por la celebración del IV Centenario del Descubrimiento, en 1892, quiso subrayar sus vínculos con el Almirante: esta institución no era otra que el Ayuntamiento de Sevilla. Los ciudadanos eran conscientes de que su ciudad tenía que agradecer buena parte de su riqueza histórica, su universalidad monumental y el florecimiento de las bellas artes en el Siglo de Oro a los viajes de Colón al Nuevo Mundo y al comercio con las Indias.
—Sin el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón, Sevilla probablemente no habría llegado nunca a ser el centro económico que fue, sede del Consejo de Indias, y nunca habría alcanzado la alta posición que tuvo en la historia —explicó el sevillano.
»Por ello, existió un enorme interés por recuperar los restos mortales del Almirante. En el año 1899, se cumplió el deseo de la ciudad: el Almirante volvía a la urbe que una vez ya tuvo sus restos, aunque hubiese sido por poco tiempo —concluyó el inspector Bravo ligeramente emocionado.
—Señor Bravo, quiero recordarle que nuestro país, la gloriosa República Dominicana, considera que los restos auténticos del Almirante reposaban en nuestro Faro, hasta que alguien nos los arrebató —matizó Altagracia tratando de sacar al inspector español de su exaltado estado.
Mientras Bravo negaba con la cabeza, y Edwin miraba hacia el techo con aire desapegado, Oliver anotaba en su agenda de mano la inscripción del monumento:
CUANDO LA ISLA DE CUBA SE EMANCIPÓ
DE LA MADRE ESPAÑA, SEVILLA OBTUVO
EL DEPÓSITO DE LOS RESTOS DE COLÓN
Y SU AYUNTAMIENTO ERIGIÓ ESTE PEDESTAL
Continuó observando el monumento al Descubridor, sin perder de vista a los cuatro heraldos con sus solemnes vestimentas, que sostenían sobre sus hombros el sarcófago de bronce donde habían reposado durante más de un siglo los restos del Almirante. Figuraban en el monumento funerario el nombre de los cuatro reinos que bajo las órdenes de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, habían constituido el reino de España, y que con la ayuda del Descubridor del Nuevo Mundo, don Cristóbal Colón, forjaron uno de los mayores imperios de la historia de la humanidad.
—Esta tumba fue originalmente diseñada para su instalación en La Habana —dijo Bravo para atraer la atención de Oliver.
—Sí, lo sé. Pero debido a la Guerra de Independencia, el monumento permaneció en España —explicó su compañero.
La mujer atrajo la atención de todos los presentes. Había descubierto otra inscripción justo debajo del sarcófago:
AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE CRISTÓBAL COLÓN.
DESDE 1796 LOS GUARDÓ LA HABANA
Y ESTE SEPULCRO
POR R.D.TO DE 26 DE FEBRERO DE 1891
Este texto circunscribía el escudo del reino de España, en la parte inferior del sarcófago.
—Esta parte de la historia de nuestros países es conocida —continuó Oliver—. Tras la salida de los restos de La Habana, el Gobierno español concedió la petición realizada por el ayuntamiento de Sevilla para que los restos estuviesen aquí.
Todos los presentes comenzaron a caminar alrededor del monumento funerario de Colón, dando un gran número de vueltas, como si de algún rito o ceremonia se tratara. Tras unos minutos de rotación alrededor de la tumba, quizá muchos, Edwin logró articular una frase coherente:
—Tengo una teoría que podría explicar por qué han robado los restos del Almirante.
*
La sugestiva frase lanzada por Edwin Tavares sorprendió al resto de los investigadores. Para aclararlo, decidieron ir al despacho del inspector Bravo. Situadas en una céntrica calle sevillana, la calidad de las oficinas de su colega español hizo pensar a Edwin de nuevo que la policía española trataba mejor a sus miembros.
El inspector sevillano hizo partícipes a sus colegas de todos los datos que tenían sobre el robo, que no eran muchos. En realidad, la investigación española se encontraba en un punto muerto que no agradaba a las autoridades, deseosas de recuperar los restos.
Cuando el inspector español terminó de exponer su frustración por la falta de indicios, llegó el momento de que el dominicano explicase su teoría.
—Ha llegado la hora de que compartas tus sospechas —pidió Altagracia, acomodándose en la confortable silla del despacho del inspector.
—Bueno, creo que los ladrones buscan algo más que huesos. Pienso que las lápidas y los monumentos relacionados con el Descubridor encierran algún mensaje secreto que los ladrones tratan de descifrar.
—Muy interesante tu teoría. Imagino que tendrás una base para desarrollarla. ¿En qué te apoyas? —preguntó Oliver al tiempo que cogía unos folios para realizar anotaciones sobre esta reunión.
—Si os acordáis, los papeles encontrados por la policía dominicana mostraban una serie de cabalas que utilizaban como base las inscripciones en las lápidas, placas y cofres de los restos y monumentos relacionados con el Almirante —dijo mientras tomaba uno de los folios y escribía aceleradamente alguna de las frases que habían visto en los papeles mostrados por su superior.
—Sí. Nuestro director nacional de policía aseguró que se trataba de anotaciones para intentar vender la mercancía robada en algún caso, o para analizar nuevos objetos pendientes de robar, en otros, con el fin de subastarlos en Internet y venderlos al mejor postor —expuso la mujer.
—Yo también había reflexionado sobre el extraño interés de los ladrones por anotar las inscripciones de las lápidas. Es una pena que tu jefe no quiera dejarnos una copia de esos papeles —razonó Oliver—. ¿Crees que aún hay posibilidad de que nos envíe un correo electrónico o un fax con esa información?
—No lo veo fácil. Ya sabes, hay mucho celo en la investigación —dijo el dominicano, justificando a sus superiores.
—Bien. Tu teoría me gusta. A mí también me pareció extraña toda esa combinación de frases y anotaciones que vimos en Santo Domingo. No obstante, todos nos tragamos lo que tu jefe dijo —apuntó Oliver.
—Y ¿qué te ha hecho pensar ahora esto? —preguntó expectante Altagracia—. ¿Por qué has llegado a esta conclusión hoy en la tumba de Sevilla?
—Las frases que hemos visto en la catedral estaban escritas en los papeles de los ladrones allí, tal y como las hemos leído y visto aquí —sentenció con tono misterioso Edwin.
Todos se miraron sorprendidos, aprobando la genial asociación de ideas del dominicano, que había conseguido una de las pistas más sólidas obtenidas hasta el momento.
*
Altagracia había decidido dar un paseo para conocer la ciudad. Necesitaba tiempo para pensar en la teoría que había elaborado su compatriota, la cual tenía sin duda cierta base, pero carecía de lógica. Al menos por el momento.
Oliver y Edwin decidieron acompañarla por el centro, ofreciéndose el español a mostrarles la parte de la ciudad que él conocía. Al caer la noche, la temperatura bajó e hizo el paseo más agradable para el equipo investigador. Incluso apetecía sentarse en una de las muchas terrazas que habían visto. Por tanto, tras realizar algunas compras y visitar algunos lugares de interés, decidieron buscar un sitio para tomar una cerveza en el barrio de Santa Cruz.
Oliver explicó que el barrio donde se encontraban era el más popular y concurrido de Sevilla, donde destacaban sus típicas y estrechas calles, sus caserones señoriales, sus patios llenos de flores, el murmullo de muchas fuentes y, sobre todo, el aroma de azahar en primavera.
—Y también el encanto y leyendas que lo rodean —añadió Altagracia—. Tengo entendido que en la plaza de los Venerables podría haber nacido donjuán Tenorio, según las habladurías, claro…
—No lo sabía. Lo cierto es que merece la pena tomarse con tranquilidad los paseos por estas calles y disfrutar de sus espacios —añadió Oliver.
—Y tú ¿qué dices, Edwin? —interrogó Altagracia.
—En cierta forma me recuerda a la zona colonial de nuestra ciudad. Estas casas con muchos años, estas calles con estos ladrillos de piedra, las rejas y los balcones, sobre todo, me parecen de cierta similitud. Me gusta. Me siento como en casa —terminó de exponer el dominicano, aspirando aire y dejándose llevar por el momento.
—Señores, propongo tomar nuestra primera cerveza española aquí mismo —sugirió Oliver.
Desde el sitio que habían elegido para sentarse, la vista de la catedral y la Giralda iluminadas les ofrecía una estampa inmejorable.
Edwin quedó fascinado por la imagen de Altagracia, con su cabello peinado esa noche de una forma muy particular. El pelo largo y liso de la mujer, normalmente suelto sobre los hombros, se encontraba ahora recogido sobre la nuca, dejando más al descubierto que nunca su bello rostro. Desde su posición, el dominicano veía a la mujer iluminada por la tenue luz de las farolas del barrio, con la silueta de la Giralda tras ella.
Un escenario perfecto para contemplarla, pensó. Sin duda le atraía esa mujer.
—Edwin, ¿qué piensas?
La pregunta de Altagracia le sacó de sus ensoñaciones y le ruborizó, hasta el punto de hacerle sentir incómodo.
—Estaba pensando en el caso —mintió.
—Bueno, hoy has dado un paso importante —le ayudó Oliver al ver a su colega algo turbado—. Debemos seguir pensando en esta teoría tuya, aunque no sé en qué dirección podemos continuar. La policía de Sevilla no tiene más información sobre lo ocurrido en la catedral. No han aparecido sospechosos, y no hay más rastro que la firma en la fachada. ¿Qué camino podríamos tomar ahora?
—Yo también estoy algo perdida.
Pagaron las cervezas y caminaron hacia la plaza del Triunfo, en silencio, ocupados en sus pensamientos. Era difícil no quedar absorto por aquel entorno, aunque a su manera, todos trataban de dilucidar cuál podría ser el siguiente paso.
Cuando se dieron cuenta, estaban justo en la puerta del conocido Archivo de Indias. Se miraron con sorpresa.
—Puede ser una señal —dijo Oliver—. Mañana deberíamos investigar aquí.
*
Oliver había pedido de nuevo la ayuda de su amigo el inspector Bravo, con objeto de organizar una reunión con alguna persona del Archivo de Indias que pudiera serles de utilidad en la investigación.
El edificio les pareció de día muy diferente al que recordaban de la noche anterior.
—Es probable que sea el efecto de la iluminación de todo el entorno —dijo el dominicano—. Hay que reconocer que durante la noche es realmente fascinante la vista del conjunto.
—Sí, creo que te ha fascinado «todo» el conjunto —respondió irónicamente Oliver.
Les recibió la señora Soler, que ya había atendido en otras ocasiones diversas peticiones de la policía en casos relacionados con robos, desapariciones, e incluso hallazgos recientes de documentos que de una forma u otra podían tener alguna unión con los legajos conservados allí.
A modo de introducción, la señora Soler les indicó que el Archivo General de Indias había sido creado en 1785 por deseo del rey Carlos III. El objetivo era reunir en un espacio común los documentos relativos a las Indias que estaban dispersos entre Simancas, Cádiz y Sevilla. Ese espléndido edificio en el que se hallaban reunidos, prosiguió la experta, era la Casa Lonja de Sevilla, que fue construida en tiempos de Felipe II sobre planos de Juan de Herrera, y que servía como sede del Archivo.
—Espero que les haya gustado el edificio —dijo la señora Soler.
—Nuestro colega Edwin tiene preferencia por el conjunto monumental en el que nos encontramos —respondió Oliver, ruborizando de nuevo al dominicano.
—En 1785 —prosiguió la experta—, llegan a la Casa Lonja los primeros documentos procedentes del Archivo de Simancas. A partir de ahí, y en distintas remesas, se van incorporando los fondos de las principales instituciones indianas: el Consejo de Indias, la Casa de la Contratación, los Consulados de Sevilla y Cádiz, etcétera, hasta convertir el Archivo en el principal depósito documental para el estudio e investigación de la gestión española en el Nuevo Mundo.
»Bien, señores, hoy los documentos que conservamos en el archivo en más de nueve kilómetros lineales de estantería y en 43 175 legajos proceden principalmente de las fuentes que les he enunciado y de múltiples aportaciones posteriores. ¿En qué les puedo ayudar? El inspector Bravo me dijo que estaban ustedes interesados en la época colombina, dado que están investigando el terrible robo de los restos de Cristóbal Colón en la catedral. ¿Es así?
—Exacto —comenzó Oliver—. Quizá la primera pregunta sea evidente. ¿Tiene usted alguna pista?
—¡Vaya! —dijo riendo la experta—. Esto parece un interrogatorio típico de las películas policíacas.
—Usted está muy relacionada con los documentos colombinos de este archivo y, además, nos ha comentado el inspector Bravo que obtuvo un doctorado por la Universidad de Sevilla con una tesis sobre Colón —afirmó Altagracia tratando de implicar a la mujer.
—Sí, es cierto. Me apasiona la vida del Almirante y todos sus misterios. He escrito varios libros con ocasión del Quinto Centenario y continúo investigando alguna faceta de nuestro extraño Descubridor.
—Y ¿qué faceta de sus misterios ha investigado con más profundidad? —preguntó Edwin.
—Me interesa especialmente su origen, pero me siento también atraída por el enigma de su tumba, es decir, el pleito que tenemos los españoles con ustedes a cuenta de los restos. Ya ven, me gusta el principio y el final —concluyó entre risas.
—Y con respecto a su origen, ¿cuál es su teoría? —preguntó Oliver.
—Hasta que se demuestre lo contrario, soy partidaria del Colón genovés. No obstante, he investigado las razones por las cuales nuestro Almirante ocultó con tanto ahínco su origen. No olviden que nunca lo mencionó a sus hijos ni a sus más allegados.
Sus investigaciones conducían a que Colón ocultó su origen por uno de dos motivos: su condición de procedencia humilde o su ascendencia judía. Ambas hipótesis eran iguales de verosímiles, bajo su punto de vista.
La primera tendría sentido, siguió explicando, dado que Colón era un joven ambicioso que se casó con una señora cercana a la nobleza en Portugal. ¿Cómo iba un plebeyo a proponer al rey portugués una hazaña tan importante como la de descubrir una nueva ruta hacia las Indias y exigir una enorme recompensa a cambio? Sólo un caballero de alta estirpe podía proponer semejante contrato primero al mismísimo rey de Portugal, y posteriormente, a los reyes de España.
—¿Han leído alguna vez el contrato de Colón con los Reyes Católicos? Menudo documento. Recuérdenme que les cuente algo sobre las Capitulaciones de Santa Fe más tarde.
»La segunda hipótesis —continuó la señora Soler—, la de su procedencia judía, podría ser también válida. En un tiempo en el que los judíos estaban en horas bajas, ¿cómo podía un judío proponer a los Reyes Católicos un proyecto de tal envergadura? De hecho, el papel de la Iglesia católica fue fundamental a la hora de la aceptación de las reglas del juego propuestas por Colón, y firmadas en las Capitulaciones de Santa Fe.
»No olviden que Colón partió hacia el Nuevo Mundo el 3 de agosto desde el puerto de Palos, justo un día después de la expulsión de los judíos —concluyó la señora Soler.
—Y ¿cuál es su opinión sobre los otros orígenes propuestos para el Almirante? Catalán, gallego, mallorquín, etcétera.
—También tienen su base, aunque estas teorías no están documentadas del todo. La verdad es que el largo pleito que inició la familia Colón tras la muerte del Almirante, reivindicando sus derechos, duró muchos años y se manipuló y desapareció gran cantidad de documentos. Una pena.
—¿No apuesta usted por tanto por otra procedencia distinta de la genovesa? —interrogó el español.
—Pienso que la existencia en la actualidad del apellido Colom en Cataluña y, sobre todo, las palabras en catalán que el Almirante utilizó en algún que otro manuscrito, podrían revelar algún día que el marino nació allí. Por tanto, quizá la teoría del Colón catalán sea la más plausible.
—¿Ve usted alguna relación entre los robos de los restos y el misterio del origen de Colón? —preguntó Edwin.
—¡Vaya pregunta! Entiendo que el robo tiene más probabilidad de estar relacionado con su muerte. En el fondo estamos hablando de tumbas, lápidas y estas cosas.
—Sí, claro.
—¿Qué decía usted sobre las Capitulaciones de Santa Fe? —preguntó Altagracia.
—Bajo mi punto de vista, es uno de los mayores misterios escritos relacionados con el Almirante.
—¿Se refiere a la famosa frase «lo que ha descubierto», aparecida en el texto de las Capitulaciones? —preguntó Oliver.
—Exacto. Las Capitulaciones de Santa Fe, firmadas en 1492, antes del descubrimiento, son el documento contractual que permite a Colón obtener grandes beneficios en su empresa. En él se cita textualmente: «Las cosas que Vuestras Altezas otorgan a Cristóbal Colón en satisfacción de lo que ha descubierto en los Mares Océanos y del viaje que agora ha de facer». Colón, antes de partir, manifiesta y firma en un documento de vital importancia que ya ha descubierto nuevas tierras. ¿No les parece increíble?
—¿Qué beneficios obtiene Colón en este documento? —preguntó Edwin.
—Muchos. Nadie entiende cómo los Reyes Católicos concedieron tantos privilegios a Colón: primero, le otorgan el título de Almirante del Mar Océano; segundo, le nombran Virrey y Gobernador General de todas las tierras; tercero, de lo encontrado en todas las tierras descubiertas, ya sea oro, plata, joyas, perlas, etcétera, Colón recibiría el diez por ciento. Y lo que es mejor, todo esto es hereditario para los primogénitos.
—Y es tanto lo que obtiene Colón del descubrimiento que constituye un Mayorazgo para delimitar su hacienda y fijar las condiciones de sucesión a favor de sus herederos —continuó Oliver.
—Efectivamente. Y lo hace aquí mismo, en Sevilla, el 22 de febrero de 1498, tras cumplir su palabra y mostrar la ruta hacia nuevas tierras que, según él, «ya había descubierto con anterioridad».
—Muy interesante —comentó Altagracia.
—Más interesante es el hecho de la sucesión de la herencia, que en este documento establece el Descubridor —explicó la señora Soler—. En primer lugar, el heredero es su hijo Diego y todos los que le sucedan. También figuran en línea de sucesión sus hermanos Bartolomé y Diego. No obstante, cualquier descendiente que herede el Mayorazgo debe firmar con su firma, que ustedes conocen bien porque figura ahora en la puerta del Faro en Santo Domingo y en la entrada de la catedral de Sevilla. Esta imposición la dice bien clara el Almirante en este documento, y para ello, describe la firma a la que se refiere, y que sus herederos deben usar. Les leo textualmente:
una .X. con una .S. ençima y una .M. con una .A. romana encima, y encima d’ella una .S. y después una .Y. greca con una .S. encima con sus rayas y bírgulas como agora hago y se parecerá por mis firmas, de las cuales se hallarán y por ésta parecerá.
—Pues alguien ha hecho caso a Colón y sigue usando su firma —concluyó Edwin.
Los tres pensaron lo mismo: esto era una línea de investigación en toda regla.
*
El día había comenzado bien. Altagracia sonreía a la salida de la reunión con la experta del Archivo de Indias. También parecían felices sus dos colaboradores en el caso. Las distintas líneas de investigación que habían abierto en los últimos dos días ofrecían un aspecto muy prometedor.
—¿Os parece que comamos algo en un sitio tranquilo donde podamos hablar? —propuso Oliver. La respuesta fue unánime.
El famoso restaurante Casa Robles presentaba un lleno completo, algo habitual en uno de los locales más conocidos del entorno catedralicio. Políticos, empresarios y gente variada constituían el público habitual de ese establecimiento. Consiguieron un reservado, que sin duda era el lugar apropiado para ordenar las ideas y plantear nuevas acciones.
Cuando se dirigían hacia la mesa, Oliver encontró en la barra a alguien a quien nunca hubiera imaginado ver allí. De pronto, el buen momento que estaba viviendo, los avances que había conseguido en los últimos días se le tornaron amargos cuando vio al hombre apoyado en la barra. De alguna forma, el mundo se le vino abajo.
Frenó en seco el ritmo de la marcha y le dio la mano sin hacer ningún tipo de gesto. Como pudo, tragó saliva mientras el estómago le daba un vuelco de forma instintiva. Sus colegas notaron la reacción de su compañero al ver al sujeto apoyado en la barra del restaurante y el rancio saludo que le había dado. Una vez sentados, Oliver se vio forzado a dar explicaciones.
—Se trata de Richard Ronald, un conocido cazatesoros estadounidense, que siempre aparece en sitios complicados, en el peor momento. Tiene un olfato especial para sacar partido en todas las situaciones revueltas. La última vez que nos vimos casi acabamos mal los dos. Me pregunto qué hace en Sevilla…
—Puede que esté aquí por otro asunto. ¿Qué cosas persigue este sujeto? —preguntó Edwin.
—Ronald es un personaje peligroso. Normalmente trabaja por encargo. Alguien le pide una mercancía determinada y él la consigue. Hablamos de antigüedades generalmente. Otras veces actúa por instinto y aparece en los momentos más complicados para sacar tajada de la partida. ¿Conocéis el refrán español «a río revuelto, ganancia de pescadores»? Pues ésta es la forma de trabajar del sujeto.
Oliver parecía inquieto.
Altagracia se preguntó en qué tipo de circunstancias se habrían visto envueltos estos dos hombres. Para recomponer la situación, llamó al camarero para iniciar el almuerzo cuanto antes.
—Hablemos de nuestro caso —propuso Altagracia—. Tenemos varias líneas de investigación. Vamos a resumirlas si os parece. La primera, los ladrones roban los huesos porque buscan algún tipo de inscripción o información en las lápidas, tumbas y otros monumentos colombinos. La segunda, los ladrones dejan la firma de Colón en los monumentos que roban porque quieren decir algo con ello. La tercera, Colón exigió a sus herederos que utilicen su rúbrica, que nadie sabe lo que significa, para firmar cuando él muera. ¿Alguna hipótesis de trabajo más?
—Lo has resumido muy bien —musitó Edwin, que ya había comenzado a comer el pan, acostumbrado a realizar el almuerzo bastante más temprano en su país.
—Sí, lo has resumido bien, pero son líneas de investigación aún muy vagas —expresó Oliver—. Con respecto a la primera, no sabemos qué tipo de información buscan los ladrones en las inscripciones de las lápidas. En la segunda, no sabemos qué objetivos tienen al dejar la firma impresa en el lugar del delito. Y la tercera sí que es una línea de investigación complicada, porque durante quinientos años ha habido muchos investigadores de gran nivel que han intentado descifrar el logogrifo de la firma del Almirante, sin conseguirlo. Entiendo vuestro optimismo, si bien quiero alertar de que no tenemos nada en concreto por el momento.
—Perdona mi ignorancia. ¿Qué es un logogrifo? —preguntó el dominicano con extrañeza.
—Es un enigma que consiste en hacer diversas combinaciones con las letras de una palabra o conjunto de palabras, de modo que resulten otras cuyo significado, además del de la voz principal, proponga otras cosas con alguna oscuridad —respondió Altagracia impresionando a su compatriota, que tomaba buena nota de la definición.
—En el caso de Colón, además, el logogrifo tiene tintes de jeroglífico, dado que en su firma se representan también signos o símbolos. Recordad las «s» con esos puntitos a los lados y, sobre todo, la forma triangular del conjunto de la rúbrica —concluyó el español.
—Hemos olvidado preguntar a la señora Soler si ha investigado personalmente el significado de la firma o conoce alguna información relevante que nos ayude —propuso Edwin—. Me ha causado buena impresión esa señora y pienso que puede ayudarnos.
—Me parece buena idea —tomó el mando Altagracia—. Si os parece, esta tarde nos podemos dividir. Tú, Andrés, vas a hablar con la señora Soler. Edwin, deberías volver a visitar la tumba de la catedral y analizar si ha quedado alguna prueba del robo que la policía sevillana no haya encontrado. Yo me encargaré de visitar la Biblioteca Colombina y ver si saco algo en claro de los muchos libros y textos sobre el Almirante.
Cuando terminaron de comer, el camarero les indicó que un americano vestido con traje y corbata, muy bronceado, les había pagado la comida y se había marchado.
El español miró a sus compañeros, que volvieron a ver en su cara un gesto de seriedad y preocupación no visto en él hasta entonces.
*
Richard Ronald puso en marcha el motor del coche que había alquilado unos días antes. La caja de cambios sonó con un enorme estruendo al manipular la palanca sin actuar correctamente sobre el embrague.
—¡Estos coches europeos son una…! —gritó el americano, acostumbrado al cambio automático.
Una vez metido en el tráfico de la ciudad descolgó su teléfono móvil y marcó un número local. La voz de una mujer sonó al otro lado:
—Imagino que ya has tomado contacto —dijo.
—Sí. Esta vez no se lo vamos a poner tan fácil. En esta ocasión tenemos más información que él.