Santo Domingo
Don Diego, mi hijo, o cualquier otro que heredare el mayorazgo, después de haber heredado y estar en posesión de ello, firme de mi firma, la cual ahora acostumbro, que es una X con una S encima y una M con una A romana con una S encima, con sus rayas y vírgulas, como yo agora fago…
CRISTÓBAL COLÓN, acta de constitución
de su testamento, 22 de febrero de 1498
El embajador español en la República Dominicana ofreció asiento en la sala de reuniones de la embajada a todos los asistentes. Se trataba de un asunto de clara competencia dominicana, si bien era evidente que el robo de unos restos en el columbario del forjador del Imperio español era cuando menos de interés para el Estado.
En la reunión estaban presentes el director nacional de la policía dominicana, varios ayudantes de imponente aspecto militar, elegantemente vestidos con sus rígidos uniformes, así como la secretaria de Estado de Cultura, Altagracia Bellido, y el propio Edwin Tavares, en representación de la policía científica.
Aunque el calor era realmente insoportable en la calle, la embajada estaba confortablemente dotada de aire acondicionado. El edificio, situado en un área céntrica de la capital dominicana, constituía uno de los mejores inmuebles de la avenida de la Independencia, no muy lejos de la zona colonial.
El embajador comenzó agradeciendo a todos los asistentes su presencia en la embajada dos días después de producirse el robo en la tumba de Colón. El hecho había conmocionado a la opinión pública tanto dentro como fuera del país. Los diarios nacionales y extranjeros se habían hecho eco de la noticia, y habían reabierto el debate y la controversia sobre la posible localización de los auténticos restos del hombre que unió dos mundos.
—Quiero anunciarles que el Ministerio de Cultura español está realmente preocupado por lo sucedido en el Faro esta semana. Como ustedes saben, todo lo relacionado con el Almirante es objeto de gran interés para el Estado español.
—Sabe usted, señor embajador, que cuenta con nuestra ayuda en todo lo que pueda necesitar y quiera saber relacionado con el incidente que se ha producido —expuso Altagracia, dirigiendo su mirada hacia todos los presentes.
—Por lo que respecta al Estado español, la postura oficial en relación a los auténticos restos de Cristóbal Colón es que éstos son los de la tumba de la catedral de Sevilla. Lo hemos demostrado incluso con pruebas de ADN. Para nosotros, los datos obtenidos con estas técnicas no ofrecen ningún género de dudas —expresó el embajador utilizando el tono más serio que tenía en su repertorio—. No obstante, la desaparición de los huesos conservados en este país, es decir, los restos que ustedes llevan más de cien años proclamando como los auténticos, es un hecho significativo para resolver el enigma de la localización auténtica, y por tanto, nos interesa.
—En cualquier caso, desde la policía queremos decir que el incidente es competencia exclusivamente nuestra y que por el momento no podemos exponer los detalles del robo, por encontrarse aún abierta la investigación —musitó el director nacional de policía, elevando progresivamente la voz.
—Quizá cuando le cuente nuestro especial interés en este tema cambie usted de opinión —aseveró el embajador, moviendo con inquietud unos papeles que se encontraban sobre la mesa.
El director nacional de la policía dominicana se removió violentamente en su sillón, en la impresionante sala de reuniones de la embajada española. Justo cuando acababa de encontrar un nuevo acomodo en su butaca, se abrió la puerta y entró un hombre alto, vestido con un elegante traje gris.
—Les ruego me permitan presentarles al señor Andrés Oliver, investigador de la policía científica de España —expuso el embajador.
Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia el apuesto investigador tratando de imaginar qué hacía allí un policía español, en algo que realmente no incumbía a nadie más que a la República Dominicana.
La leve sonrisa del español delataba que había pasado en su vida por muchas situaciones como ésa, y que no le preocupaba la presencia de la alta cúpula policial dominicana en la reunión.
Oliver saludó a todos los asistentes y desplegó una pantalla al fondo de la sala de reuniones, lo que hizo que se apagaran automáticamente las luces. De inmediato, surgió una imagen en la pantalla con unos signos que reconocieron todos los presentes[2]:
La firma del primer Almirante del Mar Océano, Cristóbal Colón, apareció sobre la pantalla con unos trazos claros y nítidos, que coincidían exactamente con la pintada del mausoleo, realizada por los ladrones tras el robo dos días antes.
—Como ustedes saben, esta firma original del Almirante coincide con la que hay ahora en la fachada del Faro —expuso Andrés Oliver.
Un intenso murmullo se produjo entre todos los presentes, por lo que el embajador solicitó silencio para atender a las explicaciones del investigador español.
—La firma del Almirante ha sido tradicionalmente uno de los mayores misterios que han rodeado el descubrimiento del Nuevo Mundo —continuó—. No obstante, no es el único enigma que existe en torno a la vida de nuestro insigne marino, e incluso tras su muerte, otras muchas incógnitas quedaron sin resolver.
—No estamos aquí para recibir una clase de historia —recordó el director nacional de la policía dominicana, visiblemente alterado.
—No, pero pensamos que la información que nosotros tenemos sobre algunos hechos puede ayudar a resolver el problema que ustedes tienen ahora.
—Prosiga —solicitó el embajador.
Oliver expuso que la extraña firma del Almirante, en forma de triángulo, había sido objeto de diversas interpretaciones entre los investigadores e historiadores desde hace cientos de años. Hasta ese momento, no se había llegado a una interpretación que pudiera confirmar el significado de los signos contenidos en la firma. En particular, esta forma exacta de su rúbrica era la que había empleado Colón en las cartas dirigidas a su hijo Diego.
Los presentes podían observar que la firma original del Almirante contenía tres «eses» que formaban un triángulo, y en el centro de éste aparecía una «a». Justo debajo, había una «equis» seguida de una «eme» y luego una «i griega». Todas estas letras, en mayúsculas, aparecían misteriosamente rodeadas de una serie de puntos y signos que nunca se habían logrado descifrar.
No obstante, continuaba exponiendo el investigador, lo más significativo aparecía en la base del triángulo: «: Xpo FERENS./»
—Si prescindimos de los signos, la firma de Colón puede leerse como sigue:
S
S A S
X M Y
Xpo FERENS
—En nuestro país también hemos estudiado la firma del Almirante durante años, si bien no hemos llegado a ninguna conclusión sobre su significado —explicó la secretaria de Estado tratando de imaginar adonde quería llegar Oliver.
—Esta firma es lo que podríamos denominar un logogrifo, dispuesto probablemente a modo de jeroglífico —explicó el investigador español—. Es decir, constituye un enigma no resuelto que alguien ha querido utilizar para dejar constancia del robo, por alguna razón que desconocemos.
—Algunas teorías recientes apuntan a que puede tratarse de una fórmula religiosa, relacionada con la posible procedencia judía de Colón, o bien de un refrendo de su catolicismo. En cualquier caso, todo un misterio —sentenció el embajador.
—Es importante reseñar que Colón concedía una relevancia significativa a su firma, que incluso mandó copiar a sus herederos al establecer el mayorazgo. Frente a algunos historiadores que piensan que esta firma triangular no es más que fruto de una simbología caprichosa creada por el Almirante, otros muchos piensan que Colón quiso dejar a sus herederos un mensaje, al mandar en su testamento firmar de igual modo a todos sus sucesores —expuso el investigador.
—Y ¿usted qué piensa? —preguntó Altagracia.
—Que muy probablemente Colón quiso dejar un mensaje oculto a sus herederos, de manera que su firma, al ser reproducida por las futuras generaciones, dejaría patente algún tipo de información relevante… —dijo pensativo Andrés Oliver.
El embajador se puso en pie y con gesto serio propuso:
—Nuestra idea es trabajar abiertamente con ustedes de forma que entre todos seamos capaces de saber lo que ha ocurrido en el mausoleo dominicano, y por qué alguien ha querido hacerse con unos huesos en lugar de robar alguno de los múltiples tesoros históricos que encierra el Faro.
—Todo esto me parece muy chévere[3], señores —gritó el director nacional de la policía dominicana elevando la voz—, pero ¿qué tiene esto que ver con el robo de unos huesos en nuestro mausoleo? Y sobre todo, señor Oliver, ¿qué interés tienen usted y la policía española en el robo de unos huesos en nuestro país?
—A nosotros también nos han robado nuestros restos de Colón, y ahora, en la fachada de la catedral de Sevilla, también luce la firma del Almirante, como les ha pasado a ustedes.
Oliver cerró la pantalla, y se produjo un fuerte murmullo entre los asistentes.