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El destino

Domingo 22 de noviembre

Ese año era muy importante para los chicos. De pasar ese curso, el año siguiente podrían hacer el bachillerato. Alberto estaba interesado en estudiar Artes, era lo que más le gustaba y en lo que estaba más versado. A Juan le deleitaba cultivarse en humanidades y ciencias sociales, estaba seguro de que valía para ello. Y Andrés, sin dudarlo un momento, se matricularía en ciencias y tecnología, era lo suyo.

Convenía apretar en los estudios pues dentro de dos años irían a la universidad y las experiencias albergadas, durante ese año, les marcaría, pero no menos que las vividas durante otros años. La escuela era una parte muy importante de ellos mismos, pero también lo eran la familia, los amigos, los profesores. Don Luis fue la mejor persona que nunca conocieron. Los chicos no podían dejar de pensar en él. Postrado en la habitación del hospital, solo y dolorido. Soportando una terrible enfermedad que lo había reducido a una silla de ruedas. Sin posibilidad de recuperación, desahuciado por los médicos. Era injusto, pensaron. No debería sufrir tanto, ni él ni nadie.

El hospital Santa Rosa estaba situado en las afueras de Osca. Era convenientemente grande ya que tenía que dar servicio a toda la provincia. Los rescates de alta montaña se traían directamente allí, por ser el único que tenía helipuerto.

Don Luis estaba en la habitación ciento doce, en la primera planta. Cuando los chicos entraron en el hospital los saludó el vigilante de seguridad. Habían venido tantas veces a ver al profesor de historia, que eran de sobra conocidos por él.

—¡Buenas tardes chicos! —dijo el vigilante, con aire cordial—. ¡A ver al profesor! ¿Verdad? Es una pena que tenga que estar así, un hombre tan vital —se lamentó el guardia de seguridad.

—¡Buenos tardes! —dijeron los tres a la vez y sin entretenerse mucho en hablar.

El vigilante de seguridad, del hospital Santa Rosa, se llamaba Fermín. Debía tener unos treinta años. Alto, delgado, pelo muy rizado, negro y largo; lo que hacía que sobresaliera por los lados de la gorra, proporcionándole un aspecto gracioso.

—¿Qué lleváis en esa mochila? —preguntó mientras señalaba el macuto que portaba Andrés en la mano y sin soltar el cigarro que pendía de sus labios.

—¡Nada! —respondió rápidamente Juan, sin saber que esa era la peor contestación que podía dar. Un buen celador siempre debe desconfiar de ese tipo de respuestas. «Nada» significaba, precisamente, que había algo que ocultar.

—Me puedes abrir la bolsa —le dijo a Andrés mientras adoptaba una posición defensiva—. Tengo que comprobar cualquier paquete que entra en el hospital —afirmó.

Si lo hubiera pasado por el detector de metales, hubiera visto que los chicos no portaban una bomba ni nada por el estilo, sólo una inofensiva cantimplora. Sin embargo, la confianza, hizo que se saltara ese tipo de control y ahora el vigilante quería mirar la bolsa personalmente.

Andrés se descolgó la mochila de su espalda y la dejó sobre la mesa del mostrador, mirando a sus amigos con cara de asustado. El receloso guardia acechó el zurrón de Andrés, mientras Juan y Alberto permanecieron callados y expectantes. Al abrirlo, observó la cantimplora metálica. Le hizo un gesto a Andrés para que la destapara.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras señalaba el contenido de la cantimplora.

—¡Barro! —respondió Alberto. Pensó que lo más sencillo era decir la verdad. Mentir ahora podía echarlo todo a perder—. Sólo es barro —repitió, ligeramente nervioso.

—¿Barro? —insistió el vigilante dudoso de haberlo entendido bien.

—Sí —repitió Andrés—. Es barro. Lo hemos traído a petición del profesor de historia. Quiere oler un poco de tierra mojada antes de morir.

—Es el deseo de un buen hombre —afirmó Alberto mientras tapaba la cantimplora con el tapón y agitaba el barro, para que viera el vigilante que no había nada extraño en su interior.

El celador asintió con la cabeza al mismo tiempo que les hizo una señal indicando que podían pasar. La versión aportada por Andrés le convenció.

Los chicos subieron por la escalera. Como era la primera planta no hacía falta coger el ascensor. Llegaron hasta el rellano y se dirigieron a la habitación 112. En el pasillo se cruzaron con una enfermera que apenas reparó en ellos. Por fin llegaron hasta la puerta donde estaba don Luis. La hallaron entreabierta. La empujaron un poco y accedieron al interior.

Lo encontraron acostado. Reposaba en una cama típica de hospital, con un montón de hierros debajo y palancas a los lados, con los que modificar la posición del lecho para acomodar mejor al paciente. Al lado derecho un gotero para administrar los medicamentos por vía intravenosa. Completaban el panorama un gran ventanal orientado a la carretera que venía de Guísar y un pequeño revistero lleno de libros de lectura. Al profesor ni siquiera le quedaban fuerzas para leer, su gran afición.

«Que duro debe ser no poder hacer lo que te gusta», pensó Alberto, mientras miraba al que un día fue un hombre fuerte y lleno de energía.

—Don Luis —le llamó mientras Andrés subía un poco la persiana de la habitación para que entrara la claridad del día—. Don Luis. ¿Cómo está?

—Parece que se encuentra profundamente dormido —dijo Juan.

—¡Escuchad! —dijo Andrés— ¿Y si venimos más tarde? Por lo visto el profesor está muy cansado.

—Hola chicos —gimió el profesor al despertar de su letargo—. ¡Habéis venido a verme!

—Hola profesor, no se incorpore, parece muy agotado —dijo Andrés mientras acercaba un vaso con agua hasta la mesita—. Tenga, por si quiere beber un poco —propuso enseñándole el recipiente.

—Gracias muchacho, agradezco mucho vuestra visita, pero hoy me encuentro muy mal.

Don Luis hablaba con dificultad. No solamente tenía un aspecto realmente cansado, sino que también su voz parecía que no quisiese surgir de los pulmones.

—Tranquilo profesor —le dijo Juan—. Hemos venido a ayudarle. Todo está solucionado, tenemos la pipa de madera de brezo de Benjamín, el abuelo de Andrés. ¿Se acuerda?

—Sí, recuerdo a mi querido amigo, pronto me reuniré con él —gimoteó mientras intentaba incorporarse para sentarse en la cama.

—¡No se levante! —le recriminó Juan—. Siga acostado que estará más a gusto.

—¡Echadme una mano! Me quiero incorporar. Deseo veros bien a los tres, por última vez —suspiró mientras hizo un intento fallido de erguirse.

—Pero… ¿qué dice? —amonestó Andrés—. Si a usted le queda mucho tiempo de estar entre nosotros, precisamente de eso venimos a hablarle.

—Sí —continuó hablando Alberto—. Tenemos el barro de las pozas de Belsité, lo hemos traído en una cantimplora.

—También tenemos la pipa de brezo de mi abuelo, con la boquilla de cuerno de alce —siguió hablando Andrés—. Se la hemos quitado al duende Menuto en la estación de ferrocarril de Osca.

—Y aún estamos en el mes de noviembre —acabó de hablar Juan—. Se acuerda de lo que nos dijo, para que el conjuro funcione tienen que coincidir tres cosas, y hoy están aquí. Deje que le pongamos el barro por encima de su cuerpo. Antes de hacerlo sumergiremos la boquilla de la pipa en la cantimplora. En un instante estará usted tan sano como antes de que le hiciera presa esa horrible enfermedad.

Mientras hablaban, don Luis consiguió sentarse en la cama. Los miraba a los tres con aspecto cansado y sin perder su sonrisa bondadosa. Examinó el recipiente con barro, que Andrés había colocado encima de la mesa.

—¿Sabéis cuántos años tengo? —preguntó mientras se miraba las palmas de las dos manos.

Los tres se quedaron callados y sólo Juan hizo un gesto encogiendo los hombros, indicando que no conocía la respuesta.

—¡Tengo sesenta años! —respondió él mismo a su pregunta sin dejar de mirarse las manos—. Sesenta largos años en los que he hecho de todo. Me casé, fundé una familia. Mi mujer y mi hija murieron en un accidente de tráfico, hace ya algún tiempo. He dedicado mi vida al colegio Santa Ágata, a la educación, a vuestros padres, a vosotros. He sido un hombre muy feliz, sobre todo por haberos conocido, creo que sois unos chicos excepcionales. Lo que queréis hacer por mí, así lo demuestra. Cuando os expliqué los prodigios del lodo no pensé que quisierais usarlo conmigo, lo hice más como una fantasía de juventud. Os vi tan ilusionados. Pero me satisface enormemente saber que lo habéis intentado. Yo ya he vivido todo lo que tenía que vivir. No se puede contravenir los designios del destino.

—Pero… ¿Qué hacemos con el lodo mágico? —preguntó Juan confundido por la decisión de don Luis—. Ese barro existe para hacer el bien. No se puede desperdiciar de esta forma.

—El lodo por si solo no hace nada. Es la combinación de tres cosas lo que consigue su utilidad —explicó don Luis recostado—. Ya sirvió un día para curarte la pierna Juan. También hace tiempo sanó a un buen hombre, el abuelo de Andrés —afirmó mientras miraba con ojos perdidos—. Pero nadie buscó conseguir esos efectos milagrosos, fue el destino y la casualidad quien lo hizo. No he querido desanimaros, pero recuerdo que el día que se curó la gangrena del pie de Benjamín, era uno de noviembre, Festividad de Todos los Santos. El mismo día que se recuperó por completo la pierna de Juan. He reflexionado mucho sobre todo esto, y he llegado a la conclusión de que, el lodo sólo funciona si es recogido el uno de noviembre, ese es el día mágico. Y otra cosa —don Luis se detuvo un instante para coger aire—, cuando mi amigo Benjamín se cayó en las charcas de Belsité, estábamos disfrutando de una lluvia de estrellas, y según creo recordar, en la historia que me contasteis vosotros, también había una estrella fugaz. Así que es más que probable que haya una estrecha relación entre esos cuatro ingredientes: uno de noviembre, boquilla de cuerno de alce, barro de Belsité y una señal del cielo que autorice el hechizo. Sólo hay dos de ellos. Lo siento chicos, necesito dormir, estoy muy cansado. Las cosas son como son y no hay que darle más vueltas.

—Pero escuche profesor… —Alberto intentó agotar los últimos cartuchos buscando convencerle— no sabemos si son necesarios los cuatro componentes, igual funciona sólo con dos.

—Es posible —argumentó el profesor con la voz cada vez más tenue—. Pero yo tengo que tomar la última decisión, como ser libre. Ya ha llegado la hora de reunirme con mi esposa y mi hija. Sólo os pido que no expliquéis lo del lodo a nadie, ni la existencia de la pipa con cuerno de alce fabricada por un Menuto. No sería bueno que Belsité se llenara de lunáticos buscando las pozas, ni que la gente dejara de usar los trenes por miedo a los duendes. La desconfianza hace a los hombres vulnerables y una persona frágil puede ser presa fácil del demonio. Es importante que nadie sepa nuestro secreto. Deshaceros del lodo, guardad la pipa y quedaros con los recuerdos de vuestra lucha por conseguir algo y la amistad perdurable que habéis forjado en vuestro empeño.

Los tres amigos permanecieron un buen rato en silencio, mirando al viejo profesor en su lecho de muerte, en la modesta habitación de un hospital. Don Luis se había quedado dormido y quizá no volvería a despertar.

Salieron los tres de la sala llorando, incluso Andrés, con lo rudo que era, soltó una enorme lágrima, que le resbaló por su mejilla hasta llegar a la comisura de su boca.

Bajaron por las escaleras hasta el rellano principal. No les apetecía contestar las incómodas preguntas del vigilante de seguridad sobre la salud del viejo profesor, así que para evitarlo, se dispusieron a salir por la sala de urgencias.

Había mucho trajín, los médicos y enfermeros no paraban de corretear por el largo pasillo. Los chicos esperaron en la entrada a que se calmara el incesante traqueteo y así no molestar al personal sanitario.

Una madre lloraba desconsolada en la sala de espera. Varios médicos intentaban, sin éxito, tranquilizarla. ¡Que venga un psicólogo! —gritaba una enfermera—. ¡Señora no se ponga nerviosa! —vociferaba un facultativo.

Permanecieron allí un rato, quietos para no perturbar el incesante movimiento de gente. Alberto aprovechó para reflexionar sobre las palabras del profesor de historia, acerca del destino. Don Luis había dado todo por sus semejantes, fue un hombre bondadoso. Enseño a los chicos a entender el mundo que les rodea. Pero el destino no se portó de igual forma con él, le quitó la esposa y la hija en un accidente de tráfico. Le postró en una silla de ruedas. Y dejó que sus días finales fuesen un auténtico calvario en la solitaria habitación de un hospital. El precio que pagó por ser bueno no había sido equitativo.

El ruido incesante de la sala de urgencias sacó a Alberto de su introspección.

En la sala debía haber como diez habitaciones pequeñas. Cuartos tapados con cortinas, que contenían los útiles médicos necesarios para una cura de primera urgencia. El trajín era incesante. El personal no paraba de correr de un lado para otro. Había unas quince personas ataviadas con batas de color blanco y cuatro que vestían de color verde.

—Un accidente —comentó Juan susurrando—. Ha tenido que ser muy fuerte por el escándalo que están montando.

—Ya lo creo —dijo Alberto—. Están entrando muchos heridos.

—Sí —verificó Andrés—. Por la cantidad que hay tiene que haber sido por lo menos un autocar.

El vigilante irrumpió en el rincón donde se habían parado y al verlos se acercó a preguntarles.

—¿Qué hacéis aquí?

Con sus grandes manos apartó el fino visillo que apenas ocultaba a los chicos.

—Hemos venido a ayudar —se anticipó Andrés, con su agilidad mental característica.

—La mejor manera que tenéis de hacerlo… ¿sabéis cuál es? —preguntó con rostro serio, mientras observaba el movimiento incesante de camillas—. ¡No molestando! Aquí lo único que hacéis es distraer a los médicos que están haciendo su trabajo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juan.

—Un autobús de línea que venía de la capital —respondió amable el guardia de seguridad—, se ha salido de la calzada en una curva, posiblemente debido al mal tiempo. Llueve mucho a estas horas en la carretera de Guísar. Todos los pasajeros han sufrido heridas de diferente consideración, la peor aquella niña de allá —mencionó, mientras señalaba uno de los cuartos donde más médicos había.

—¿Qué le sucede? —preguntaron Juan y Alberto al mismo tiempo y sin dejar de mirar hacia el pasillo donde estaban los enfermeros.

—Está prácticamente destrozada por dentro, no se puede hacer nada por ella. Sufre múltiples fracturas, no creo que sobreviva —afirmó el vigilante mientras ponía la mano en la espalda de Andrés invitando a los chicos a salir de la sala de urgencias—. La mujer que llora desconsolada es su madre.

—Pobre mujer —afirmó Juan quitándose las gafas para limpiarse el sudor de la frente con un pañuelo.

—No tiene suerte —manifestó el vigilante de seguridad—. La conozco bien desde hace tiempo, es del pueblo. El año pasado se mató su marido en una obra cuando estaba trabajando. Ella se quedó sola a cargo de su pequeña, ahora tiene tres años, es lo único que le queda en esta vida.

A la pena que sentían los chicos por el profesor, se sumó la enorme pesadumbre del destino de esa niña y de su madre.

Los tres se miraron con aire de complicidad. No hacía falta decir nada, sobraban las palabras. Ya sabían lo que tenían que hacer.

—No funcionará —dijo Andrés.

—Claro que sí. Tenemos tres de los cuatro ingredientes —dijo Alberto mientras sonreía.

—No te salen las cuentas —replicó Juan ante la atónita mirada del vigilante que no entendía nada de lo que estaban hablando.

—Sí. Cuando llené la cantimplora, aún quedaba mucho barro de la última vez, y esta fue el uno de noviembre. ¿Os acordáis? Lo que significa que el lodo que contiene ahora, es mayoritariamente de ese día. Así que se cumple la tercera condición. ¡Hay que probarlo!

Andrés y Juan asintieron con la cabeza.

—Fermín —dijo Andrés mirando fijamente al vigilante—. ¿Confías en nosotros?

—¿Qué tramáis? —dijo mientras los miraba con cara de turbación—. ¡No me vayáis a meter en ningún lío! ¿Eh? No sé de que habláis, pero no quiero cosas raras en el hospital.

—No te preocupes —le dijo Alberto mientras le ponía la mano en su fornido hombro—. Debes fiarte de nosotros. Tienes que dejar que nos acerquemos a la niña. No preguntes por qué, sólo ten confianza en nosotros tres.

—Estáis locos ¿Qué pretendéis? Que me echen del trabajo. ¿Para qué demonios queréis llegar hasta la niña?

Fermín gritó realmente enfurecido. Cualquier intento de aclaración, por parte de los chicos, sería del todo infructuosa. No lo entendería.

—No te lo podemos explicar —dijo Juan mientras se descolgaba la mochila de la espalda y preparándose para sacar la cantimplora con el lodo—. Sólo te pedimos que nos hagas caso. No es nada malo. Te lo aseguro.

—Ya me lo supongo, pero quiero saber de que se trata —afirmó rotundo—. Estoy en mi derecho, la seguridad de este centro depende de mí.

—Es que si te lo contamos no nos creerás —aseveró Andrés para acabar de complicar las cosas.

Casi hubiera sido mejor decirle que se lo explicarían más tarde, eso les hubiera hecho ganar tiempo para ayudar a la niña.

—Pues entonces no tiene que ser nada bueno, os tengo que pedir que abandonéis la sala de urgencias y también el hospital —aseguró el vigilante mientras les ponía la mano en la espalda, para acompañarlos por el pasillo hasta llegar a la salida principal—. Esto no es un juego y vosotros ya no sois tan críos para estas tonterías.

Los tres salieron del centro, apesadumbrados. Tenía que haber alguna forma de salvar a esa chica antes de que muriera. No podía ser, ahora que tenían la oportunidad de utilizar con justicia el lodo mágico, que por culpa de un vigilante incrédulo, no pudieran curar a la chiquilla.

—Daremos la vuelta al edificio y entraremos por urgencias —afirmó resuelto Andrés—. Desde allí queda más lejos el cuarto de la niña, pero cuando se den cuenta los médicos ya estaremos dentro.

—¿Y el vigilante? —preguntó Juan—. Si nos ve nos muele a palos.

—Mira —dijo Alberto finalmente— lo importante es salvar a la niña. Si después de eso nos echan, nos golpean o llaman a nuestros padres, ¡qué más da! Como si viene la Guardia Civil y nos encierra en el calabozo del cuartel.

—¡Tienes razón! —afirmaron Andrés y Juan al mismo tiempo.

—Lo mejor es planificarlo para que no falle nada —argumentó Andrés, siempre previsor—. Uno de nosotros tiene que distraer al vigilante de seguridad y los otros dos se han de acercar hasta el cuarto y rociar a la niña con barro todo su cuerpo. Las fracturas son muy graves, por lo que conviene empaparla totalmente de lodo.

—¡Me parece bien! —defendió el plan Juan—. ¿Quién distrae a Fermín?

—Yo creo que el más fuerte —dijo Alberto mientras miraba a Andrés.

—¡Vaya! ¿Me ha tocado? —lamentó Andrés metiéndose la camisa por dentro del pantalón y abrochándose un agujero más del cinturón.

Los tres cruzaron las manos, una encima de otra y gritaron: «Todos para uno y uno para todos». Andrés se dirigió hacia la puerta principal de la clínica, donde estaba el vigilante. Juan y Alberto dieron la vuelta por la parte de atrás del hospital, hasta la sala de urgencias, donde todavía seguían llegando multitud de ambulancias desde el lugar del siniestro. Había dos coches de la policía nacional en la puerta de acceso.

—¿Y ahora qué? Nos detendrán antes de llegar a la sala de urgencias —dijo Juan inundado de sudor y mientras señalaba los vehículos de la policía.

—No necesariamente —replicó Alberto—. Uno de los policías es amigo de mi familia, conoce a mi padre. Intentaré hablar con él para que nos deje entrar.

—¿Y qué le dirás? —comentó Juan, escéptico por la idea que acababa de tener.

—Lo más sencillo, que uno de nuestros amigos está ahí dentro y que queremos verlo —afirmó Alberto, pensando que era lo mejor que podían hacer—. Es un buen hombre y no creo que ponga pegas para dejarnos pasar. Tu ven detrás de mí y no digas nada —le indicó a Juan.

—Hola Carlos —saludó Alberto al policía nacional, que estaba fumando un cigarro al lado de uno de los coches patrulla.

Carlos era amigo de los padres de Alberto desde antes de nacer él. Era el típico policía carroza ya que debía estar a punto de jubilarse. Exageradamente gordo y bien afeitado, lo que dejaba al descubierto una enorme papada, solía venir mucho a casa de la familia de Alberto a tomar café y su padre le hacía muchas preguntas sobre Joaquín, el novio de Rosa; aunque por celo profesional, el policía omitía responderlas.

—Hola Alberto ¡chico! ¿No te había visto? —respondió de forma muy efusiva—. ¿Qué hacéis aquí? —preguntó mientras miraba a Juan.

—Hemos venido a ver un amigo, que viajaba en el autocar siniestrado —respondió haciéndole el gesto a Juan de que se acercara hasta donde estaban ellos.

—¡Vaya por Dios! Menudo accidente. Hacía tiempo que no se producía uno tan grande en Osca —comentó mientras le propinaba una fuerte calada al cigarro que sostenía en la mano—. Pues nada, nada…, pasad dentro…, y no molestéis a los médicos. Saludad a vuestro amigo y salid enseguida, hay mucho trabajo en urgencias.

—No te preocupes Carlos, sólo queremos comprobar que nuestro compañero se encuentra bien y nos marcharemos inmediatamente —le dijo Alberto para tranquilizarlo.

—¡Ok Alberto! Ya le digo a los otros agentes que os dejen pasar —replicó, haciendo un gesto de aprobación a tres policías nacionales que había en la entrada de la puerta de urgencias.

Alberto y Juan accedieron al interior del Centro. Parecía que se había calmado el trajín de personal correteando de un lado para otro. Aún así seguían habiendo muchos camilleros y enfermeros deambulando por el largo pasillo. Desde esa entrada les pillaba más lejos la niña, que desde la puerta principal, estaba en la última habitación de la sala de urgencias. Los dos caminaron por el pasillo despacio, sin fijarse en nadie y rezando para que ningún personal clínico les preguntara a donde iban. Alberto llevaba a su espalda la mochila con la cantimplora. Tenían que ir rápido; no sabían cuánto tiempo podía entretener Andrés al vigilante de seguridad.

Un policía pasó al lado de ellos, por la emisora oyeron que pedían refuerzos desde la entrada principal, al parecer había un joven que estaba peleándose con el vigilante de la puerta.

Juan y Alberto aceleraron el paso.

Llegaron hasta el cuarto de la niña, en el interior había una enfermera comprobando las constantes vitales. Una malla de tubos recorrían todo su cuerpo y una máquina ruidosa no dejaba de comprobar el latido de su corazón. Esperaron a que la enfermera saliera fuera de la estancia.

—¡Juan! —gritó Alberto, mientras sacaba la cantimplora—. ¡Sujeta la mochila mientras rocío a la niña!

Levantaron la bata que le habían puesto los médicos a la chica y dispersaron el fango por su amoratado cuerpo. Ella no se daba cuenta de nada, permanecía ajena a todo lo que estaba ocurriendo.

Volvió a entrar en el cuarto la enfermera que acababa de salir.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó mientras no le quitaba la vista de encima a la pobre niña, que yacía recubierta de barro por todo su cuerpo. ¡Seguridad! ¡Aquí!

Salieron huyendo del cuarto dirección a la puerta principal de la sala de urgencias, por donde habían entrado. «Los policías y el vigilante estarán entretenidos con Andrés», pensaron sin dejar de correr.

Alberto y Juan corrieron hacia la carretera, era la manera más rápida de desaparecer sin ser vistos del hospital. Ya era de noche y callejearon hasta cruzar las vías del tren y llegar al pueblo.

—¿Y Andrés? —preguntó Juan mientras agonizaba por la carrera que se estaban dando.

—¡Vamos a buscarlo! —le respondió Alberto, sin dejar de correr—. No le podemos dejar sólo.

Volvieron a la puerta principal del hospital. Antes de llegar pudieron observar un tumulto de gente, entre ellos Andrés deshaciéndose en explicaciones con varios policías y Fermín, el vigilante.

—¿Conoces a este chico? —le preguntó Carlos, el policía amigo de su familia.

—Sí, es un compañero del colegio. ¿Qué ocurre? —preguntó Alberto, como si no supiera nada.

—Pues no lo sabemos aún, pero parece que se ha vuelto loco —manifestó Carlos—. Hemos tenido que emplearnos a fondo para reducirlo. ¿Sabes que le sucede?

—¡Sí claro! Es por el amigo del que te hable —le dijo Alberto sin que se le ocurriera una excusa mejor—. Está muy afectado y por eso se habrá puesto tan nervioso. Lo mejor es que nos lo llevemos de aquí e intentemos tranquilizarlo.

—Creo que será lo mejor —afirmó el policía—. Sacadlo del hospital y procurad que se aplaque un poco. Ya hablaré yo con el vigilante para evitar que interponga una denuncia.

Alberto y Juan cogieron del brazo a Andrés y se largaron del hospital Santa Rosa a toda prisa, sin mirar hacia atrás. Pasearon durante un buen rato. No hablaron y cuando era casi medianoche se fueron cada uno a su casa.

Alberto se dio una buena ducha y se acostó, sus padres ni siquiera le preguntaron nada al verlo tan alborotado. El chico no podía dejar de pensar, la cabeza le daba vueltas. Don Luis, la niña, el Menuto, don Pablo, Pedro, el lodo mágico, Belsité, La Hermana de Dios, la rana con alas, Caravaca de la Cruz. Le habían ocurrido tantas cosas esos últimos veinte días. Todas increíbles. Necesitaba tiempo para asimilar lo acontecido. Encendió la radio y se puso los auriculares. Escuchó las noticias locales antes de quedarse completamente dormido.