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Sábado 14 de noviembre
El sueño venció finalmente a Alberto. Se despertó en la estación de ferrocarril de Murcia. Bajó del tren y se subió a otro que le llevó directamente hasta Caravaca de la Cruz. Llegó según lo planeado, a las nueve de la mañana. Lo primero que hizo fue dirigirse a la oficina de Información y Turismo e informarse de todos los restaurantes de la población. La chica que lo atendió lo miró extrañada y Alberto puso la excusa que solía poner siempre en casos parecidos: «Es para un trabajo del colegio», le dijo sonriendo.
Afortunadamente, las leyes de Murphy se equivocaron; aunque sólo fuese por una vez. Alberto pensó que se suponía debía encontrar la llave de oro en el último restaurante que visitara, pero no fue así. Tropezó con la llave en el primer restaurante que entró. Pidió un café con leche y un bollo para desayunar. Mientras el camarero se lo preparaba fue al retrete. Se subió en la taza del váter y, cual fue su sorpresa, cuando metió la mano dentro de la cisterna, allí estaba. La pudo tocar con las puntas de los dedos. La llave se encontraba en el fondo del depósito de agua. La sacó rápidamente. La limpió con un trozo de papel de váter y salió hasta el mostrados del bar, donde se tomó a gusto el café con leche y un despampanante bollo de chocolate.
Una vez en la calle llamó desde una cabina telefónica a casa de Andrés y le dijo que ya tenía la llave de oro en su poder, sobre todo para que él y Juan se tranquilizaran. Andrés se alegró mucho. Alberto le informó que volvería antes de lo previsto, porque salía de inmediato de Caravaca de la Cruz y que llegaría a Osca esa misma noche. Supuso que en la estación no le pondrían impedimentos para cambiar el billete de tren.
«Podéis esperar en la estación de ferrocarril con la caja», dijo. «La abriremos allí mismo y con un poco de suerte podremos inmovilizar esta misma noche al duende de la pipa».
Alberto le cuenta lo del acoso del Menuto durante el viaje en tren y la posibilidad de encontrárselo otra vez de regreso. Andrés le aconseja que no se enfrente al duende.
«Ni se te ocurra», le dijo. «Lo mejor es que lo ignores».
Andrés le comenta que don Luis está muy grave. Que esa misma mañana lo habían ingresado en el hospital Santa Rosa de Osca. El avance de su enfermedad era imparable. Los chicos convienen la necesidad de curarlo esa misma semana, lo más tardar. Y desean que no sea demasiado tarde.
Alberto cambia el billete. El tren no sale hasta las once de la mañana, es un directo que llegará a Osca a las diez de la noche.
«Perfecto», piensa.
Aprovecha el rato que tiene, hasta la hora de salida, para visitar el Castillo y enterarse de la historia de la Cruz, que le da nombre a la villa. La Cruz de Caravaca es un «lignum crucis», es decir, un fragmento de la verdadera cruz en la que Jesús fue crucificado. Se conserva en un relicario con forma de cruz de doble brazo horizontal. Tiene forma y tamaño de un pectoral grande. Según la tradición perteneció al patriarca Roberto de Jerusalén, primer obispo de la Ciudad Santa una vez conquistada a los musulmanes por la primera cruzada. Ciento treinta años más tarde, en la sexta cruzada, durante la estancia en Jerusalén del emperador Federico II, un obispo, sucesor de Roberto en el patriarcado, tenía posesión de la reliquia. Dos años después la cruz estaba milagrosamente en Caravaca.
La Santa Cruz apareció en el Castillo de Caravaca el año 1232. En aquel tiempo, reinaba Fernando III. El reino taifa de Murcia estaba regido por Ibn-Hud. Es, pues, en pleno territorio y dominación musulmana, cuando se narra el hecho.
Entre los cristianos prisioneros de los musulmanes estaba el sacerdote Ginés Pérez Chirinos. Ibn-Hud interrogó a los cautivos sobre sus respectivos oficios. El sacerdote contestó que el suyo era celebrar la misa, suscitando la curiosidad del musulmán, el cual dispuso lo necesario para presenciar dicho acto litúrgico en el salón principal del castillo. Al poco, el sacerdote se detuvo y dijo que no podía continuar por faltar en el altar el crucifijo. Y fue en ese momento cuando, por la ventana del salón, dos ángeles transportaron un «lignum crucis» que depositaron en el altar, y así se pudo continuar la Santa Misa. Ante la maravillosa aparición, Ibn-Hud y toda la corte se bautizaron. Después se comprobó que la cruz era del patriarca de Jerusalén. La orden militar de los Templarios fue la primera que custodió y defendió el castillo y la Cruz, después de unos años de posesión directa por las tropas castellanas.
Alberto estaba en la estación de ferrocarril de Caravaca de la Cruz a las once menos diez, custodiando la llave de oro como si fuera una reliquia. Antes de subir al talgo compró un bocadillo de jamón y una botella de agua de plástico en el bar de la terminal. La ventaja de viajar de día es que no vería al duende Menuto, eso pensó. Por lo poco que sabía de él, el duende no se aparecía de día.
Duerme prácticamente durante todo el viaje. Viaja sentado en un cómodo butacón con cinco pasajeros más. El paisaje es formidable. El traqueteo del vagón le ayuda a conciliar el sueño.
A las diez de la noche, según lo previsto, el tren llega a la estación de Osca. Alberto ve desde la ventana del vagón a sus dos amigos y al jefe de estación, que aunque parezca extraño, por la hora, también ha venido a recibirlo. Andrés lleva una mochila, donde ha metido el cofre de estaño.
—Buenas noches colegas —dijo Alberto mientras estrechaba las manos de sus amigos del alma—, y saludos también para usted don Pablo, me alegro mucho de verlo.
—A ver la llave —manifestó Juan nervioso y sin ni siquiera esperar, a que Alberto terminara de abrir la mochila.
—¡Mira! La traigo aquí —dijo mientras la sacaba de su macuto envuelta en un klínex—. No me ha costado nada encontrarla. Parece que por una vez hemos tenido suerte, estaba en el primer restaurante que entré.
—¡Andrés, saca la caja de estaño de tu mochila! Tenemos que probar si abre —le dijo Alberto mientras desenvolvía, impaciente, la llave de su envoltorio.
—¡Esperad! —gritó don Pablo—. Entraremos en mi oficina, allí estaremos más tranquilos.
Los tres chicos acceden a la sugerencia del jefe de estación, les parece lo más lógico, aún hay pasajeros andando por el apeadero y no saben qué puede ocurrir cuando abran el cofre.
—¿No tendrás problema por la hora? —le preguntó Alberto a Juan, sabiendo que su madre se preocupaba cuando tardaba en llegar a casa.
—No, descuida —respondió— ya sabes que los sábados me deja quedarme hasta más tarde.
Entraron en el interior de la estación y accedieron al despacho del jefe. La puerta todavía tenía una de esas llaves enormes, antiguas y pesadas. Don Pablo la extrajo de un arnés que pendía de su cinturón. Una vez en el interior observaron algo impresionante, lo que parecía desde el exterior como una mugrienta y sucia habitación, desde dentro era totalmente diferente. Se toparon con una biblioteca digna de un filósofo, la estancia estaba llena de estanterías de madera oscura, y estas a su vez saturadas de libros. Una extensa cantidad de ellos inundaban todos los rincones del cuarto. En el centro una mesa antigua con tres figuras de piedra encima, tres guerreros. Los chicos se quedaron alelados, mirando las figuras.
—¡Son preciosas! ¿Verdad? —afirmó el jefe de estación—. La de la izquierda —indicó mientras la señalaba—, es un soldado romano, representa a un pretoriano de la guardia de Trajano, primer emperador de origen hispano. Los soldados de la guardia del emperador eran los encargados de su custodia, algo así como su escolta personal. La del centro —dijo mientras le ponía el dedo encima—, es un soldado medieval, de la época del Cid Campeador, sobre el año 1100, aproximadamente, representa a un caballero, es decir, un guerrero a caballo, que servía al rey o a otro señor feudal como contrapartida habitual por la tenencia de una parcela de tierra, aunque también por dinero o como tropa mercenaria. El caballero era por lo general un hombre de noble cuna que, habiendo servido como paje y escudero, era luego ceremonialmente ascendido por sus superiores. Durante la ceremonia el aspirante solía prestar juramento de ser valiente, leal y cortés, así como proteger a los indefensos. Y por último —dijo poniendo el dedo encima—, mi preferida, un caballero templario del mil doscientos, más o menos. Sus orígenes son misteriosos y oscuros, pero lo que es cierto es que surgieron para custodiar o proteger algo.
—¿Qué? —preguntó Juan atraído por la magnífica charla de don Pablo y sin dejar de mirar las figuras de piedra.
—No se sabe con certeza —respondió don Pablo mientras colocaba bien las figuras, haciendo que estuvieran equidistantes unas de otra—. Pero una de las hipótesis establece que fue para proteger el Santo Grial.
—¡El Santo Grial! —exclamaron los tres, unánimemente.
—Sí —asintió el jefe de estación—, el legendario recipiente sagrado, también identificado como el cáliz de la Eucaristía o la patena del Cordero Pascual. Se dice que los caballeros templarios fueron los encargados de su guardia y conservación.
—¿Qué es una patena? —preguntó Alberto, ignorando el significado de la palabra.
—Es el platillo de metal, —explicó don Pablo— generalmente de oro o plata, donde se ponen las hostias consagradas de la Eucaristía durante la misa. De ahí, viene la famosa frase, que supongo habréis oído alguna vez «limpio como una patena», que significa que algo está muy aseado o muy pulcro.
—¿Qué es eso? —dijo Andrés, señalando un extraño escudo colgado en la pared que había enfrente de la puerta de entrada.
—Es una copia, de las doce que existen en el mundo, de un escudo llamado «ancila». Se dice que durante el reinado de Numa Pompilio, segundo rey de Roma que gobernó entre los años 700 y 600 antes de Cristo, cayó del cielo un extraño escudo de bronce, que los romanos tomaron por un regalo de los dioses. El obsequio interesó tanto al rey que, seguramente por temor a que alguien quisiera apoderarse de él, ordenó forjar once copias y además constituyó una sociedad secreta de doce sacerdotes, llamados Salios, para custodiarlos.
—Pero, esto es una reliquia, al igual que las figuras de piedra que hay sobre el escritorio —clamó Alberto como ferviente admirador de este tipo de antigüedades—. ¿No es inseguro que permanezcan aquí, en la taquilla de la estación de Osca? Alguien podría robarlos y venderlos a algún coleccionista sin escrúpulos.
—Para que ocurra eso, amigo Alberto —aseveró don Pablo mientras quitaba un rastro de polvo de la parte de abajo del escudo—, es necesario que los supuestos ladrones supiesen de la existencia de estas joyas y que las mismas están aquí. Nadie, excepto vosotros, conoce el paradero de estas piezas históricas. Y espero que así siga siendo, es decir, que guardéis el secreto.
Los tres asintieron con la cabeza.
El jefe de estación despejó parte de la mesa donde se encontraban las tres figuras de piedra, haciendo sitio para colocar el cofre de estaño conteniendo la rana alada de bronce. Con enorme miramiento apartó una a una las figuras, arrinconándolas hasta la parte trasera del escritorio. Andrés extrajo la caja de su mochila con mucho cuidado y la depositó sobre un mantel de tela que previamente había puesto don Pablo.
—¡Bien muchachos, apretad los puños! —dijo mientras miraba a través de la ventana para cerciorarse de que nadie los estaba espiando—, y espero que dentro del arcón haya lo que tiene que haber.
El jefe de estación cogió la llave de oro de la mano de Alberto y lentamente la introdujo en el candado del cofre. Intentó girar la llave, pero no pudo. El cerrojo rotaba al mismo tiempo que la llave.
—Tranquilos —dijo abriendo uno de los tres cajones del escritorio—. Hace mucho tiempo que no se abre y es posible que necesite un poco de grasa de armas.
Del cajón sacó un bote de aceite y roció abundantemente el cerrojo. Introdujo la llave de nuevo y volvió a probar con la mano derecha, mientras que con la mano izquierda sujetaba fuertemente el candado para evitar que girara en el mismo sentido de la llave. Los tres chicos permanecían inmóviles, estupefactos, pendientes de cada movimiento de don Pablo. De repente la llave empezó a girar hasta completar una vuelta completa. El jefe de estación dio un pequeño golpe con la mano y la argolla del cierre se desplazó hacia arriba, quedando la caja abierta. Don Pablo puso tres dedos dentro y sacó del cofre una figura, del tamaño de un puño, de una preciosa rana alada de bronce. La dejó sobre la mesa, al lado de los guerreros de piedra.
Todos se quedaron durante unos segundos callados, atónitos y perplejos. No dijeron nada, sólo miraban al batracio que tanto había costado rescatar de su celda de estaño.
—¡Bien! Esta noche podríamos probar a quitarle la pipa de madera de brezo a ese duende. ¿No os parece? —anunció don Pablo mientras pasaba un paño húmedo por la cabeza de la rana.
—Me parece bien —declaró Andrés, mirando a sus dos amigos—. ¿Por qué esperar? Si podemos hacerlo hoy, ¿no, Juan? —dijo esperando una respuesta.
—Aguantaré la bronca por llegar tarde, pero esto no me lo pierdo por nada del mundo —respondió Juan mientras señalaba la rana con alas.
—¡Esperad aquí! Voy a buscar un poco de comida para los cuatro —dijo el jefe de estación—. A las doce en punto viene un tren mercancías de la capital y hará una parada de dos minutos, pero no subirá ni bajará nadie. El Menuto hará acto de presencia.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Juan tartamudeando.
—Porque siempre que ha venido ese tren especial —respondió don Pablo sin dejar de mirar la estación por la ventana de su despacho—, he visto la figura del duende en el andén. No me preguntéis porqué, pero os puedo asegurar que es así. A las doce, cuando llegue el tren, saldremos a esperar al Menuto, y no es recomendable hacerlo con el estómago vacío.
Don Pablo salió del despacho y subió por unas escaleras del interior de la sala de espera. Arriba había una vivienda que pertenecía a los ferrocarriles y que utilizaban los empleados de la estación.
En unos minutos, que los tres chicos permanecieron abstraídos mirando la rana, volvió don Pablo con varios bocadillos y unas latas de refrescos. Los cuatro se sentaron a comer alrededor de las figuras de piedra y repusieron fuerzas para la noche. Todos presentían que no iba a ser nada fácil quitarle la pipa al duende.
—¿Quién le quitará la pipa? —preguntó bastante asustado Juan y limpiándose una gota de sudor que le resbalaba por la cara.
—Habrá que echarlo a suertes —manifestó Andrés hurgando en su bolsillo en busca de una moneda.
—Tranquilizaros —aconsejó don Pablo—. Habrá trabajo para todos. Yo no estoy en condiciones de correr, así que en poco os ayudaré, pero debo aconsejaros sobre la manera de obrar esta noche. Para que el duende quede petrificado tiene que estar en contacto con la rana alada. Ha de ser de forma directa, es decir, en algún momento debe rozar alguna parte de su cuerpo.
—¿Cuál es el sortilegio? —preguntó Andrés—. Siempre hay que decir algunas palabras para que estas cosas hagan efecto.
—Eso sólo ocurre en las películas y en los cuentos —respondió el jefe de estación.
Don Pablo sacó una cuerda del bolsillo de su chaqueta.
—El efecto deseado lo conseguiréis tocando con la figura de la rana alguna parte del cuerpo del duende, pero… ¡ojo! No tiene que ser ropa ni atuendos, sólo partes físicas del Menuto.
—¿La cara? —interrogó Juan visiblemente aterrorizado y sin dejar de tartamudear.
—Sí, por ejemplo —respondió don Pablo mientras hacía un nudo corredero en la cuerda—. O las manos, quizá sería más fácil. Los Menutos son unos duendes muy caprichosos, de hecho la pipa del abuelo de Andrés la cogió por gusto. Son, por así decirlo, unos cleptómanos. Envolveré la figura en un papel de regalo y ataré una cuerda para darle más efectividad. Lo dejaré sobre el andén, para que crea que ha sido un descuido de algún pasajero. Los Menutos no son muy listos, en eso se parecen a los ogros.
Los tres chicos se miraron, pensando que don Pablo les tomaba el pelo. Estaban empezando a creer que quizá el jefe de estación era un pobre loco y que todo el asunto del duende fueron alucinaciones. De todas formas, había que probarlo.
—Cuando coja el supuesto regalo —siguió explicando don Pablo—, y quite el papel, tocará con sus manos la rana y se quedará petrificado.
—Parece un plan sencillo —manifestó Andrés.
Los chicos miraron a don Pablo mientras empapelaba la figura.
—Bueno, tiene algún pequeño problema —dijo con cara enojada y sin dejar de envolver el cofre.
—¿Cómo cuánto de pequeño es ese problema? —preguntó Alberto, oliéndose que no era tan fácil lo que intentaba hacer.
—Pues que la inmovilidad del duende Menuto tan sólo dura siete segundos —respondió don Pablo, con la caja de estaño completamente enrollada y acordonada.
—¡Siete segundos! —exclamaron los tres a la vez—, pero es prácticamente imposible quitarle la pipa de las manos en tan poco tiempo —objetó Juan.
—Hay que tener en cuenta —dijo Andrés— que si la tiene agarrada, al petrificarse será más difícil arrebatársela. Sus enormes manos se convertirán durante ese tiempo en unas zarpas rígidas de las que no podremos arrancar la pipa.
—¡No desanimaros! —replicó don Pablo—, las apariciones del Menuto siempre son en el margen del andén y afortunadamente el que tiene la estación de Osca no es muy grande, por lo que debéis distribuiros de manera que abarquéis todo el trozo de una punta a otra. En cuanto abra el regalo trampa, corréis en su dirección. El primero que llegue, que le despoje de la pipa y huya en sentido a la estación, al interior de la misma, donde está la sala de espera.
—Pero, cuando hayan pasado los siete segundos, se precipitará tras nosotros colérico, y nos dijeron una vez que los Menutos pueden llegar a ser muy malos si están enfurecidos —afirmó Juan, amedrentado como nunca lo había visto.
—No entrará en la sala de espera de la estación —afirmó don Pablo, seguro de sí mismo.
—¿Y por qué no lo hará? —preguntó Alberto incrédulo.
—Porque dentro de la estación, donde se venden los billetes, hay otro Menuto. Y por normas de cortesía entre ellos, no puede haber dos en la misma sala —respondió don Pablo para acabar de atemorizar más a los chicos.
Ahora si que estaban listos. No sabía si don Pablo les contaba eso para tranquilizarlos o para meterles más miedo encima. El caso es que debían fiarse de él y creer en la versión que les había relatado. Si llevaba treinta años de jefe de estación y decía que en el interior de la misma había otro duende, sería porque era verdad. De todas formas, el plan que les contó el jefe de estación, era el único viable para conseguir desposeer al duende de la pipa de madera de brezo.
Sonó un teléfono. Andrés y Alberto miraron a Juan, que sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta.
—¡Sí mama! —respondió no sin cierta incomodidad—. ¡Ya lo sé! Pero es que estoy con Andrés y Alberto en el parque de Osca. No te preocupes, hay mucha gente y está bien iluminado. ¡Vale! Enseguida iré para casa. ¡Un beso!
Colgó y guardó el móvil otra vez, no sin antes apagarlo.
—En cuanto tengamos la pipa me voy a casa —dijo comprobando que había desconectado correctamente el teléfono.
Don Pablo era una persona realmente extraña. Su aspecto, el de un abuelo huraño y solitario, no tenía nada que ver con su verdadera personalidad: un hombre culto y amante de lo antiguo. Después de haber visto su despacho, los chicos comprendieron quién era realmente. Viudo desde hacía años, dedicó sus largos ratos libres ha instruirse. Sólo había que oírlo hablar para darse cuenta de su nivel cultural. Mientras esperaban en el apeadero la aparición del duende Menuto, narró, con enorme maestría, leyendas y tradiciones sobre seres increíbles, no sabían si eran ciertas, pero a los chicos les gustó escucharlas. Les habló de los Rudimes, los seres con menos evolución que hay en toda la escala astral. Escaseaban de inteligencia y conciencia. Trabajaban en grupos abundantes y se movían constantemente, logrando con su movimiento aumentar la frecuencia vibratoria de los vegetales. Cuando vemos moverse hojas de un árbol, sin apenas sentir el viento, son los Rudimes quien lo hacen, les dijo. Les contó cosas sobre los Elfos, estos trabajan alejados del hombre, generalmente en los claros de bosques o montañas. Modelan sus propios cuerpos de acuerdo al poder adquirido, y es un orgullo para ellos los grados de hermosura que van logrando, ya que esto es producto de su trabajo. En el tiempo que transcurren en el plano astral se transforman en Hadas, que ya pertenecen al plano mental. También les detalló aspectos de los Unites, Menutos, Gnomos y Duendes. La espera se hizo más amena, disfrutaron como nunca con las historias del jefe de estación y su peculiar manera de contarlas.
A las doce de la noche en punto llegó el tren mercancías de la capital. Sentados en un banco de madera de la estación, con los ojos bien abiertos, no perdieron detalle alguno de lo que ocurría en el andén. El tren se detuvo dos minutos, soltando una enorme humareda que empañó los cristales de la estación. Pasado ese tiempo retomó la marcha hacia el siguiente pueblo.
Pasaron unos veinte minutos desde que el tren mercancías abandonó la estación de Osca, pero a los chicos les pareció dos horas. En medio del apeadero estaba el paquete que dejó don Pablo.
Andrés se había posicionado al principio de la estación, donde estaban las escaleras de acceso.
Juan, el más lento de los tres, estaba en la otra esquina, donde la máquina de refrescos. Sudaba una barbaridad, a pesar del frío intenso que hacía a esas horas.
Alberto se situó en medio, justo al lado de la puerta de acceso a la sala de espera, entre los dos Menutos, el que estaba en el andén y el que se encontraba dentro.
De las vías del tren surgió una sombra alargada, que se iba arrastrando, lentamente, hasta el regalo trampa. Alberto pudo oír desde su posición el castañeo de los dientes de Juan. Bruxismo, el habito persistente de frotamiento dental, le ocurría cuando pasaba por situaciones de estrés, como en la época de exámenes.
El duende empezó a materializarse justo al lado del cofre. Lo hacía como en las películas de ciencia ficción, desde el suelo hacia arriba. Primero se formó la sombra, que se iba alargando y luego se rellenaba con la silueta del Menuto. Finalmente se personificó su figura por completo. Era un espectáculo aterrador.
«Que no me fallen los músculos, que no me fallen los músculos», repitió Alberto para sus adentros varias veces.
Como predijo don Pablo, el duende se agachó y recogió la caja del suelo. Lo hizo pausadamente, sin prisa. La pierna derecha de Alberto le temblaba como si estuviera bailando ella sola. A pesar del frío intenso que hacía, le resbalaba una gota de sudor por la mejilla izquierda, corría hasta el cuello donde logró detenerla con el dorso de su mano. El Menuto empezaba a destapar el paquete, estaba quitando la cuerda que lo rodeaba. Alberto miró a Juan y también a Andrés, aunque no distinguía sus rostros, veía las sombras dentro de los huecos de la pared. Se dio cuenta de que él era el que estaba más próximo al Menuto. Si el duende abría el paquete tendría que correr, cogerlo y meterse, lo más veloz que pudiera, dentro de la sala de espera de la estación. Y aunque era presa de un miedo espantoso, lo tenía que conseguir. Debía creer a don Pablo y pensar que el duende no le seguiría hasta dentro de la estación.
El Menuto ya había desecho el sencillo nudo del cordel y estaba empezando a arrancar el papel de periódico que lo envolvía. Ya estaba. Después tocó la rana. La cogió con las manos y ¡ostras! ¡Se había quedado petrificado! Era como si se hubiese convertido en una enorme y alargada estatua de piedra. Su rostro quedó resquebrajado en lineas onduladas. Asemejaba una figura de mármol. Alberto se precipitó hasta llegar delante de él. No quería mirarlo directamente a la cara. Sin tiempo que perder le arrancó la pipa de la mano y entró, lo más raudo que era capaz, dentro de la estación. Siguió corriendo hasta la taquilla. Se escondió en el rincón donde estaba el cartel anunciando las idas y venidas de los trenes. No se movió. Y esperó…
Pasaron unos segundos. El calor dentro del local era insoportable, le costaba respirar. Estaba agachado en uno de los rincones y notó los pantalones vaqueros pegados a las piernas. La sombra prolongada del duende inundaba toda la sala, se había oscurecido de repente, casi no entraba luz del andén. ¡No pasará! Pensó mientras miraba en el interior de la sala de espera esperando ver aparecer al otro Menuto. El duende del andén empezó a entrar. Había puesto un pie en la primera baldosa agrietada, donde estaba la báscula antigua de pesar, crujió con un ruido característico. Don Pablo no estaba en lo cierto, el otro Menuto no hacía acto de presencia. El terror le embargó. Gritó. ¡Andrés, Juan! ¡Socorro! El duende seguía avanzando hacia su posición. Alberto no quería mirarlo, no debía mirarlo. Sólo veía sus enormes botas. Se oyó el ruido de unas campanillas. El Menuto se quedó parado, retrocedió. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están Juan, Andrés y don Pablo? Seguía oyendo el tintineo. El duende se había vuelto transparente, parecía como si se difuminara. Estaba desapareciendo por momentos. Su aureola se marchó por la puerta de entrada. La sala se iluminó un instante con una luz azulada, para desaparecer seguidamente.
—Se ha desvanecido, ya no está —dijo el jefe de estación desde la entrada a la sala de espera.
—Pero… ¿Dónde estabais todos? ¡Ese monstruo casi me come! —gritó Alberto desde el rincón de la sala, sin apenas poder moverse por el miedo.
El chico tenía la camisa impregnada en sudor.
—Os mentí respecto al segundo Menuto, no existe —declaró don Pablo—. Lo hice para que no os echarais atrás. La mejor forma que se me ocurrió para detenerlo fue usando las campanillas. Al igual que el diablo, no pueden soportar su sonsonete, les irrita.
—Me lo podía haber dicho —le dijo Alberto mientras miraba la pipa de madera de brezo que sostenía en su temblorosa mano—. Lo hubiéramos hecho todo igual, pero con la tranquilidad de saber que estaba controlada la ira del duende.
—Es posible, pero si te hubiera dicho que corrieras hasta el interior de la estación y que te esperaras hasta que agitara unas campanillas, para que el Menuto huyera despavorido ¿Me hubieras hecho caso? —preguntó don Pablo.
—No lo sé. De cualquier forma tenemos lo que queríamos —dijo Alberto mientras miraba a Juan y Andrés, que seguían con los rostros desencajados en la entrada de la taquilla.
Lo importante era que por fin habían conseguido la pipa de madera de Benjamín, el abuelo de Andrés. Los chicos se fueron a casa excitados por todo lo ocurrido. Ese fin de semana descansarían y planificarían la salida a Belsité, para coger el lodo. Si todo iba bien el sábado siguiente subirían hasta el pantano y el domingo tendrían el barro para poder sanar a don Luis, el profesor de historia.
Planearon, que en caso de recoger el lodo con éxito, lo almacenarían en una nevera en casa de Andrés. Este tenía una cámara frigorífica enorme en el garaje de su casa, donde sus padres guardaban la carne.
Durante toda la semana los chicos no pensaron en otra cosa. Cada día, cuando entraban al colegio hablaban del asunto. Por las tardes, después de las clases, se iban al parque y el tema, siempre era el mismo: el lodo mágico. Se había convertido en una obsesión, pero estaban muy cerca de conseguirlo, sólo les faltaba el barro de las charcas de Belsité.