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Viernes 06 de noviembre

A las seis de la mañana se encontraban los tres en la estación de autobuses de Osca, donde les esperaba un taxi para llevarles, como dijo la directora del colegio, hasta la capital. Cuando llegaron el taxista ya se encontraba allí. Cogió las maletas que portaban y las introdujo en el maletero del coche.

—Buenos días chavales. ¿Sois los del viaje a Ávila? —preguntó mientras le daba vueltas a un palillo que tenía en la boca.

—Sí, somos nosotros —respondió Andrés sacando del bolsillo de su chaqueta los billetes del avión.

—No, a mí no me los tienes que dar —manifestó el taxista que ya había acabado de meter los paquetes en el coche—. Los billetes os los pedirán en el avión. Tranquilos que aún queda una hora hasta llegar al aeropuerto —dijo al ver a los chicos algo inquietos.

En poco más de una hora se presentaron en el aeropuerto. Tomaron un refresco en el bar y se dirigieron hasta el embarque, no sin antes facturar el equipaje. Alberto portaba un permiso del colegio que les autorizaba a viajar solos, ya que al ser menores no podían hacerlo a no ser que les acompañara un adulto, pero la carta firmada del colegio era autorización suficiente.

Durante los cincuenta minutos que estuvieron en el avión apenas hablaron. Juan aceptó un zumo de naranja de una guapa azafata y Andrés hizo lo mismo con un batido de chocolate. Alberto estaba demasiado nervioso para tomar nada.

Llegaron al aeropuerto de Madrid, puntuales. Allí les esperaba otro taxi, que los llevó hasta Ávila. Una hora más de trayecto. El taxista apenas hablaba, sólo escuchaba una emisora de flamenco durante todo el recorrido.

A las once de la mañana estaban los tres amigos en la Plaza de Santa Teresa de Ávila. Se bajaron del taxi y vieron como el coche se marchaba por una de las callejuelas. Esperaron sentados en un banco de piedra de la plaza. Cansados pero contentos. Mientras hacían tiempo a que alguien del colegio de Ávila viniera a buscarlos, sacaron unos bocadillos de sus mochilas y se dispusieron a comer.

No habían pasado ni diez minutos cuando un señor de unos cuarenta años, moreno, delgado, bien vestido; con traje y corbata, con un peinado impecable y bastante atractivo, se acercó hasta donde estaban sentados.

—Buenos días. ¿Sois los chicos de Osca? —preguntó mientras hacía un gesto señalando las maletas de los chicos.

—Sí, —respondió Alberto— ¿Es usted el profesor del colegio Santa Ágata de Ávila?

—Así es, me podéis llamar Pedro —respondió mientras les indicaba con la mano para que recogieran el equipaje y le siguieran.

Metieron las maletas en un coche que tenía aparcado, el tal Pedro, en la misma plaza. Se subieron en él. El profesor del colegio Santa Ágata de Ávila parecía buena persona. Era un hombre educado y que transmitía buenas vibraciones. Les pidió por favor que le tutearan, les dijo que el trato de «usted» le hacía más mayor de lo que era, y no le gustaba nada.

Durante el trayecto hasta la escuela, donde pasarían las noches que se quedarían allí, Pedro se esforzaba por hacer que los chicos se sintieran cómodos. Estuvieron charlando sobre la exposición que se iba a celebrar en esa monumental ciudad; aunque lo que realmente les preocupaba a ellos era encontrar la rana con alas de bronce, así que no tardaron en enfocar la conversación hacia el tema que realmente les interesaba.

—¿Hay por aquí un pueblo que se llama La Hermana de Dios? —preguntó Alberto con un tono distraído, como si no tuviera un gran interés en la respuesta.

—Sí, no está muy lejos de aquí —respondió Pedro mientras conducía y sin dejar de mirar la carretera— ¿Por qué?

—Por curiosidad —dijo Alberto— había oído hablar de él y me chocó el nombre del pueblo.

—Sí, es muy curioso —relató Pedro—. La villa original no se llamaba así, estaba construida más arriba, donde está la ermita, pero trasladaron el pueblo al lado de la carretera, donde estaba la antigua posada. Allí, el mesonero era conocido como «Dios», y su hermana «La Hermana de Dios», por ese motivo, cuando se estableció el pueblo nuevo, se le llamó de esa forma. No tiene muchos habitantes, pero es una comarca muy bonita, si queréis, un día que no tengáis nada que hacer, os acerco un momento y lo visitáis. ¿Qué os parece?

—Nos parece estupendo Pedro —exclamaron los tres a la vez.

—¡Ya estamos en el colegio! —señaló mientras hacía la maniobra de aparcamiento para entrar el coche en un garaje—. Ya os ayudo a descargar vuestras maletas. Dejadlas en la habitación y cuando hayáis comido os pasaré a buscar para enseñaros un poco la ciudad. ¿Es la primera vez que venís a Ávila?

Asintieron los tres con la cabeza mientras descargaban el equipaje y se encaminaban hacia la entrada de la escuela. Al bajar del coche Alberto se fijó en el reloj de Pedro, era muy curioso, le había dado la sensación de que tenía veinticuatro horas, en vez de las doce habituales. Le pareció original y extravagante.

La habitación de la escuela era preciosa, con toques antiguos y decorada de forma sencilla, pero práctica. Había tres camas individuales, tres armarios y tres escritorios. El cuarto de baño era también enorme y disponía de bañera, toallas y jabón. Se parecía más a la habitación de un hotel que a la de un colegio.

Los chicos estaban ansiosos por comer y recorrer la ciudad de la mano de Pedro, pero lo que más querían era llegar a La Hermana de Dios y encontrar la rana con alas; objetivo oficioso de este viaje, el oficial era la exposición cultural.

El comedor estaba lleno de alumnos venidos de todas partes del territorio nacional. Estaban sentados por grupos y eran de diversas edades. El murmullo era ensordecedor, todos hablaban en voz alta. La comida era muy buena, tipo bufé. Una ingente cantidad de platos fríos y calientes para que los comensales escogieran lo que quisieran.

Cuando casi habían acabado de comer, se personó Pedro en la mesa donde estaban ellos, vestido con un traje más informal que con el que les había venido a buscar a la Plaza Santa Teresa, pero igual de elegante.

—¿Habéis comido bien? —preguntó, mientras se colocaba bien el nudo de la corbata a rayas, dejando ver su flamante y reluciente reloj de veinticuatro horas.

—Sí —respondieron los tres a la vez—. La comida es muy buena —afirmó Alberto sin dejar de mirar el extraño reloj que portaba el guía.

—¿Te gusta el reloj, eh? —preguntó Pedro, al darse cuenta de que el chico no dejaba de fijarse en él.

—Sí —asintió—. Es muy curioso, nunca había visto uno igual.

—Es ruso —admitió Pedro mientras se remangaba la camisa para mostrarlo—. Es un Paketa, una rareza única. Está fabricado en Ucrania, tiene bisel interior giratorio con nombres de ciudades de Rusia y otros países para ver la diferencia horaria y mecanismo antichoque con movimiento de carga manual. La esfera es ligeramente más grande que un reloj convencional, para que quepan las veinticuatro rayas de las horas.

—Nunca había visto uno igual —manifestó Juan mirando asombrado el extraño reloj de pulsera—, siempre he visto los típicos de doce horas. No sabía ni que existiera uno como el tuyo.

—Este es una pieza única, como ya os he dicho —explicó Pedro sin dejar de tocar la esfera del increíble reloj—. Me lo trajo un buen amigo desde Rusia, de la ciudad de Novosibirsk. Lo conservo como una reliquia, a pesar de no ser muy puntual y tener que estar dándole cuerda diariamente.

Pedro les llevó por la tarde a visitar la monumental Ávila. Subieron a la muralla, en excelente estado de conservación. Entraron en los conventos de Santa Teresa, las Carmelitas descalzas y el monasterio de Santo Tomás, entre otros. Visitaron las Casas de Diego de Bracamonte, de Juan de Henao y del Conde de Polentinos.

Pedro les explicó la historia del Rey niño de Ávila.

—Cuenta que estando casados Alfonso I de Aragón con Doña Urraca de Castilla, el mal trato que recibieron ella y su hijo, hizo que esta abandonara a su marido y se refugiara en su tierra natal. El monarca aragonés, deseoso del título de rey Castellano, aspiraba a que el niño desapareciera, por eso los persiguió y acosó para quedarse con el príncipe. Llegado hasta Ávila el rumor de que se escondían cerca de la ciudad, el alcalde de la localidad mandó emisarios en busca de Doña Urraca y su hijo para que los escoltasen hasta la villa amurallada y así protegerlos del Rey de Aragón, lo cual se logró. Al tiempo, llegó hasta ella el Rey con un fuerte ejército, solicitando que le fuera entregado el niño. Tras las negativas de los defensores, los aragoneses difundieron el bulo de que los que tenían al heredero lo querían matar para que reinara otro en su lugar. La mentira no llegó a creerse y el asedio continuó. Pasaba el tiempo y Alfonso I no conseguía su objetivo. Sus tropas, acampadas a las afueras de la ciudad, se impacientaban. El Rey acordó con los soldados de la fortificación que le enseñaran al niño desde lo alto de una de las torres para saber si seguía vivo. Para asegurar que cuando se aproximase a la muralla no fuese atacado, los de Ávila tendrían que dejar a sesenta de sus caballeros, todos hijos de los nobles, en calidad de rehenes, en su campamento. Los hidalgos accedieron. El Rey, vio al niño y pidió que se lo dieran. Al negárselo, mandó a sus hombres que hirvieran vivos a los sesenta caballeros retenidos. Desde entonces el lugar donde ocurrió la matanza es conocido como las hervencias.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Alberto atónito por la maravillosa historia que les acababa de contar el excepcional guía.

—Después de la traición —siguió la crónica Pedro—, levantaron el asedio y marcharon. Varios de los grandes de Ávila les siguieron, entre ellos Blasco Jimeno, hasta las proximidades de un pueblo llamado Fontiveros. Allí retaron al Rey por la cobardía cometida. Pero el monarca lejos de defender su honor los mandó matar también, por eso se levantó una cruz en memoria de la gesta de estos cuya cruz se denomina «del reto» que se encuentra entre los pueblos de Fontiveros y Cantiveros. Hoy en día el escudo de la ciudad representa el cimorro de la catedral con un niño Rey en lo alto y el título de Ávila del Rey.

—¿Qué es un cimorro? —preguntó Juan.

—Es la torre de la iglesia —respondió Pedro mirando el reloj y observando que se estaba haciendo tarde—. Mañana os llevaré hasta La Hermana de Dios, ¿ok?

Los tres asintieron con la cabeza. Estaban cansados de la caminata que se habían pegado, pero valió la pena ver una ciudad tan hermosa. Dos días después tendrían que hacer acto de presencia en la exposición cultural de Santa Ágata, así que la única posibilidad de conseguir la famosa rana con alas, la tenían en la visita que harían el sábado, acompañados de Pedro. El problema es que no sabían cómo harían para distraerlo y que no supiese lo de la rana de bronce.