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El cofre de estaño
Miércoles 04 de noviembre
A la mañana siguiente, los tres amigos, fueron al colegio Santa Ágata. Esta vez un poco más tristes que otros días. Cuando Alberto pasó por delante del despacho de la directora del colegio, la señorita Luisa, ella le hizo un ademán con la mano para que entrara.
—Buenos días Alberto —le dijo en tono efusivo— ¿Pareces cansado?
—Sí señorita, no he dormido muy bien esta noche —contestó el chico sin mucha emotividad.
—Quería hablar contigo sobre un asunto escolar importante —expuso la directora mientras ordenaba unos papeles que había sobre su escritorio.
Alberto esperó unos segundos a que ella terminara de adecentar la mesa.
—Estamos pensando en enviar una representación de nuestra escuela a Ávila. Se trata de una exposición cultural sobre Santos, y este colegio baraja la posibilidad de comisionar alumnos que simbolicen a Santa Ágata, nuestra patrona. Para ello, el taller de plástica crearía unas campanillas de plata que serían donadas al certamen. ¿Qué te parece?
La señorita Luisa era la directora del colegio. Era una mujer extraordinariamente atractiva. Tenía cuarenta años cumplidos hacía poco. Soltera empedernida y el pelo castaño, siempre suelto. Usaba gafas, pero no se las ponía casi nunca, lo que denotaba coquetería por su parte. A pesar de estar un poco gruesa, se mantenía en buena forma física ya que hacía mucho deporte.
Mientras la directora hablaba, Alberto pensó en las paradojas del destino. Querían ir a Ávila y ahora se les ofrecía la magnífica posibilidad de hacerlo y encima sin levantar sospechas entre sus padres, al ser un asunto escolar. Tenía que ingeniárselas para poder ir hasta allí con Andrés y Juan y luego desplazarse hasta La Hermana de Dios para encontrar la rana con alas. Oportunidades como esta no se presentaban todos los días.
—Me parece una idea estupenda señorita Luisa —dijo con un tono que sonó a cursi—. ¿Cuántos alumnos vamos?
—La junta aún no lo ha decidido —contestó la directora mientras ojeaba otro montón de papeles—, pero calculo que serán entre tres y cuatro.
—Tres estaría bien —aseveró Alberto—. Es el número ideal para una delegación escolar.
La directora sonrió.
—Bueno, vete a tu clase Alberto —respondió sin levantar la vista de la hoja que tenía en sus manos— y ya te diré algo más cuando la junta lo haya decidido.
A Alberto le invadía por completo la impaciencia, deseaba explicar a Juan y Andrés lo que la directora del colegio le había dicho. Sería espléndido viajar los tres juntos hasta Ávila. La providencia se había aliado con una buena causa y podrían viajar hasta la Hermana de Dios sin necesidad de mentir a sus padres.
Durante las clases de la mañana Alberto estuvo ausente totalmente. No escuchaba prácticamente nada. Sólo pensaba en el viaje. En que este se produjera y que fueran los tres juntos. En hallar el cofre de estaño conteniendo la rana alada. ¿Cómo sería? ¿Qué sentiría al cogerla en las manos? ¿Tendría la caja un veneno que se esparciría por el aire al abrirla? Se acordaba de la tumba de Tutankamón, de su maldición, de las personas que murieron al poco de entrar en ella. ¿No estarían jugando con las fuerzas ocultas de este mundo? Eran unos jóvenes inquietos que empezaban a desperezarse en la sociedad de los adultos. Comenzaban su andadura por los entresijos de la vida y ante sus ojos se abría la posibilidad de salvar la vida a una persona enferma que sólo esperaba taciturno la llegada de la muerte. Alberto se sorprendió a si mismo imaginando como se revitalizaría don Luis, como dejaría de tartamudear Juan, como se curaría el asma de su madre, como… ¡Despierta! Le dijo la voz de la racionalidad. Eso no puede ser, lo sabes de sobra. La magia no existe, no existen los duendes, ni las hadas, ni los elfos, ni la inmortalidad, no existe nada. La lógica y el empirismo empujaban a Alberto a buscar esa caja de estaño y probar la rana alada con el Menuto y saber si realmente existía la magia, si venía el ratoncito Pérez a dejar regalos en el cabecero de los niños. Si se adentraba Papá Noel, Santa Claus o el Viejito Pascuero por las chimeneas de las casas. Si trepaban por las fachadas de los edificios los Reyes Magos con sacos cargados de regalos, si se cumplían los sueños…, Alberto necesitaba creer.
A la hora del recreo Alberto no quiso decirle nada aún a Juan y Andrés. Decidió que lo mejor sería esperar a estar seguro de que el viaje a Ávila se iba a llevar a cabo, entonces se lo contaría a sus amigos. Nada más salir de clase se plantó en la puerta de la directora del colegio. No paró de pasear por delante del despacho haciéndose ver para que esta le dijese algo del viaje. Pasaba constantemente por delante de su puerta de un lado hacia otro. Tosía para hacer ruido. Se agachaba para abrocharse los cordones del zapato. Fingía esperar a alguien.
Desde la otra esquina del despacho, sus dos amigos lo miraban con estupor.
—¿Qué le pasa a Alberto? —le preguntó Juan a Andrés.
—No sé. Lo cierto es que está muy raro. Estará preocupado por lo del lodo mágico.
Pero ninguno de los dos le dijo nada.
Finalmente acabaron las clases y Alberto no pudo esperar más y entró en el despacho de la directora resuelto a saber algo sobre el viaje.
—¿Te noto inquieto Alberto? ¿Ocurre algo? —le preguntó la directora saliendo de su despacho y cerrándolo con llave.
—Pues…, mire…, quería saber… —intentó explicarse sin éxito.
—Claro, entiendo, ¿es por el viaje a Ávila? —afirmó mientras se guardaba la llave de la oficina en su enorme bolso de piel—. Bien, la junta ya ha tomado una decisión.
Si al chico le hubieran pinchado en ese momento seguramente no hubieran sacado ni una gota de sangre. La directora apenas paró unos segundos de hablar, pensativa, pero a él se le hicieron siglos.
—Iréis tú y tus dos amigos: Juan y Andrés. ¿Es eso lo que querías saber?
—¡Sí, sí! Gracias señorita Luisa —gritó exaltado—. No sabe cuanta ilusión tenemos todos en hacer ese viaje.
Le dio un beso en la mejilla y se quedó parado al darse cuenta de lo inadecuado de su acción. No sabía el porqué la besó, pero de repente le pareció una mujer fascinante, llena de encanto. La vio bellísima y dedujo que estaría al corriente de toda la aventura, del Menuto, de las pozas de lodo mágico, de la enfermedad de don Luis. La imaginó como una hada buena empeñada en ayudarles. Su aventura no podía salir mal, de ninguna manera.
—Ya veo que te hace mucha ilusión —manifestó la directora mientras se marchaba por el pasillo dirección a la puerta de salida—. Mañana a primera hora tenéis que pasar por mi despacho, Andrés, Juan y tú. Ya te encargarás de decírselo a ellos…
¿Qué si me encargaré? No creo que hablemos de otra cosa esta tarde. Nos veremos en el río, como siempre, y planificaremos el viaje. Era proverbial la forma en que había surgido la expedición hasta Ávila. Alberto pensó que por una vez tenían suerte.
Quedaron como siempre, en la dehesa. Estuvieron toda la tarde hablando del tema. Juan y Andrés comprendieron al fin por qué Alberto estaba tan nervioso esa mañana y por qué no paró de dar vueltas delante del despacho de la directora. No pararon de componer cábalas y conjeturas sobre cómo encontrar la rana con alas. Sobre la fascinante odisea que les esperaba. Tuvieron que hablar de pie pues los nervios les impedían sentarse. Juan sudaba como nunca y apenas podían entender lo que decía. Andrés no paraba de masticar regaliz y se comieron cinco bolsas entre los tres. Esa noche ninguno pudo dormir de los nervios.
Les parecía increíble la forma tan proverbial que tuvieron de poder ir a Ávila, eso teniendo en cuenta que había cerca de setenta mil poblaciones en todo el territorio nacional. Estadísticamente eran ínfimas las posibilidades de que les tocara un viaje a una ciudad en la que estaban interesados. Tenían la sensación de que en todo eso que les ocurría últimamente, había una mano amiga que interfería por ellos. El hecho de que la directora del colegio les ofreciera la posibilidad de viajar a Ávila, justamente cuando querían ir allí a buscar la rana con alas, les parecía demasiada casualidad para que solamente hubiese intervenido el azar. Alguien les estaba ayudando.