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El tren fantasma

Martes 03 de noviembre

Eran las nueve de la noche y los tres amigos se encontraban en la estación de ferrocarril de Osca. Puntuales, como habían quedado. Hacía tanto frío que allí no estaba ni el mendigo que dormía debajo del reloj del apeadero. La taquilla de venta de billetes permanecía cerrada.

—Chicos, no sé vosotros —articuló Juan—, pero tengo tanto miedo que me cago encima. Os habéis fijado que no hay ni un alma en la estación. ¿Cómo es posible?

—Pues muy sencillo —respondió Andrés—, en esta época del año, y con las bajas temperaturas, lo normal es que nadie coja el tren que sale a estas horas. Esta línea sólo funciona bien a partir de Junio, con el calor empiezan a subir pescadores y bañistas hasta Guísar.

—Eso está bien —replicó Alberto—. Pero si no se utiliza… ¿Por qué sigue funcionando?

Era una pregunta retórica que ya se habían hecho la vez anterior.

—Hombre Alberto, la explicación es que quizá este tren deba dormir en Guísar, precisamente es el primero que sale de allí por la mañana —argumentó, razonablemente, Andrés—. Por eso sale de aquí a las diez de la noche, llega a las dos de la mañana y así, de esta forma, puede volver a Osca al día siguiente. ¿No te parece?

—Bueno, visto así tiene suficiente lógica —accedió Alberto, complacido por la explicación de Andrés.

—Todavía deben de estar nuestras cosas de pescar en el antiguo almacén de tabacos —exclamó Alberto al darse cuenta de que no recogieron las cañas al volver de Belsité.

—¡Es verdad! —afirmó Andrés mientras miraba a Juan—. Nos las llevaremos hoy, cuando volvamos a casa.

A las diez menos cinco el tren se aproximó lentamente a la estación. No se observaba al conductor, como la otra vez. El convoy frenó de forma escandalosa, chirriando las ruedas de acero y despidiendo destellos amarillos y azules, que se desvanecieron al impactar contra la vía.

Se detuvo justo delante de los chicos. Igual que hizo la vez anterior, como si alguien o algo le dijese al tren dónde debía pararse.

No se bajó nadie.

Pasaron unos segundos o quizá minutos… Silencio.

De repente, al fondo del andén se observó una sombra difusa. Una silueta que se confundía con la penumbra.

—¡Habéis visto! —gritó Andrés como si se lo llevara el demonio—. ¡Allí, mirad, la sombra que os dije la otra vez!

Efectivamente, al fondo del muelle de la estación se distinguía claramente una silueta humana. Parecía maltrecha, malparada y deforme. Se aproximaba hacia ellos lentamente; y aunque era más bajo que el duende que vieron en Belsité, infundía el mismo respeto.

Alberto le agarró el brazo a Juan y se puso delante de él. Andrés se pudo delante, era el más valiente de los tres y el más fuerte. Los dientes de Juan castañeteaban como una máquina de escribir antigua, con un ruido constante y molesto.

La figura seguía acercándose hacia ellos y se empezaba a distinguir su apariencia.

—¡No es el duende! —exclamó Andrés—. ¡Es el jefe de estación! ¡Es don Pablo!

Ahora lo podían ver los tres perfectamente, se trataba del siempre ausente jefe de estación. Lo conocían de haberlo visto en alguna ocasión durante el día.

Don Pablo era una persona afable, el típico abuelo entrañable. Extremadamente delgado, su cara parecía una calavera, no era demasiado alto y aparentaba ser más viejo de lo que en realidad era. Siempre lo habían visto bien afeitado y portando el característico gorro de jefe de estación, que le hacía parecer un gendarme francés.

—¡Don Pablo! —voceó Andrés— ¿Qué le trae a la estación a estas horas?

—Vosotros —respondió con voz cansada—. Sabía que estaríais aquí, me lo imaginé. He venido a contaros algo que creo debéis saber.

Se detuvo unos instantes para recuperar el resuello y enseguida dijo:

—¡No tenéis que fiaros del Menuto!

Los tres amigos se miraron entre ellos escépticos, desconfiados. Se estaba ampliando el abanico de personas que conocían la historia del lodo mágico y del Menuto. Primero fue don Luis, quien estaba al corriente de la existencia del duende y de las propiedades milagrosas de la pipa de madera de brezo. Ahora don Pablo, que les decía que no se fiaran del Menuto.

—¿Cómo sabe usted la historia del duende? —preguntó Alberto bastante incómodo y extrañado.

—Os estuve observando la última noche que pasasteis por aquí —aclaró—. No dije nada para no asustaros, pero escuché vuestra conversación y tengo que deciros que conozco a los Menutos desde hace tiempo, no en vano he sido jefe de estación los últimos treinta años.

—¿Por qué no tenemos que fiarnos de él? —preguntó Alberto bastante asustado después de la declaración de don Pablo—. ¿Qué nos puede hacer ese duende?

—Los menutos —siguió explicando el jefe de estación—, son buenos con los seres humanos, incluso de gran ayuda, pero si los azuzan o atosigan, pueden llegar a ser muy peligrosos.

—¿Peligrosos? —gritó Juan.

Las declaraciones de don Pablo estaba acongojando a los tres amigos.

—Sí —siguió diciendo—. Igual que pueden utilizar todos los medios a su alcance para sanar a personas o ayudar en sus problemas, pueden utilizar ese mismo poder para lo contrario, es decir…

—¿Maldiciones? —interceptó Andrés que se acababa de llevar un trozo de regaliz a la boca.

—¡Exacto! —replicó don Pablo— la maldición del Menuto es eterna y, que yo sepa, no hay manera de desprenderse de ella.

—Entonces no tenemos forma de conseguir arrebatarle la pipa de madera —planteó de forma congruente Andrés.

—No he dicho eso exactamente —replicó el jefe de estación—. Una cosa es acosar al duende y otra, bien distinta, es quitarle la cachimba de brezo de sus manos sin que él se moleste y sin que os maldiga de por vida.

—Podría ser más claro —le interpeló Alberto, sabedor de que el jefe de estación estaba intentando contarles algo.

—Bien, la única forma que hay de quitarle de las manos algo al duende Menuto, es petrificándolo —explicó.

En la cara de don Pablo se dibujó una mueca de dolor, quizá por la posición erguida en la cual llevaba bastante rato, o por el frío que hacía en la estación de Osca.

—¿Petrificándolo? —preguntaron los tres al mismo tiempo y sin dejar de observar al anciano jefe de estación.

—Sí, se trata de un hechizo que le dejará inmóvil el tiempo suficiente como para poder arrebatarle la pipa —aclaró—. Es la mejor manera que hay de conseguir quitarle algo al duende sin desatar su enemistad. Cuando pase el efecto de la inamovilidad, ni siquiera se dará cuenta de que le falta la pipa. El Menuto solamente recuerda objetos que son de su propiedad desde siempre y la cachimba de madera es adquirida, por lo que no la encontrará a faltar.

—¿Qué debemos hacer para petrificar al duende? —preguntó Andrés, entusiasmado por la idea, mientras rebuscaba en el bolsillo de su camisa otro trozo de regaliz.

—Un momento —replicó Juan—. ¿Quién ha dicho que vamos a enfrentarnos al duende?

¡Vamos chicos! —interrumpió Alberto— no hemos llegado hasta aquí para echarnos atrás ahora… ¿verdad? Dejad que don Pablo explique como conseguir la pipa de madera.

—Si os interesa saberlo —continuó hablando el jefe de estación—, para el encantamiento del Menuto necesitareis una rana con alas.

—¿Una rana con alas? —preguntaron los tres mientras se miraban confusos.

—Sí —aseveró don Pablo riendo—. Es un extraño y difícil batracio, casi imposible de conseguir. No me mofo de vosotros, no, lo que ocurre es que no es una rana de verdad. Es una figura de bronce, de la que sólo hay unas pocas en el mundo. Se construyó con una aleación de cobre y estaño, en la ciudad de Segovia. Data de finales del siglo quince y sólo sé del paradero de una.

—¿Por qué se hicieron? —preguntó Alberto.

—Pues no sé el motivo —respondió don Pablo, mientras se sentaba, visiblemente agotado, en uno de los bancos de madera de la estación—, pero seguramente fue para petrificar duendes, no conozco otra utilidad.

—¿Ha dicho que sabe dónde está una? —preguntó Juan, que hasta ahora había permanecido callado.

—Así es, se encuentra en un pueblo de la provincia de Ávila, se llama La Hermana de Dios…

—¿La Hermana de Dios? —consultó Andrés— ¿Un pueblo?

—Sí —respondió don Pablo—. Se encuentra cerca de Abelillo. En las afueras de ese municipio hay una ermita. Pasada la capilla por el camino de tierra que llega hasta ella hay un terraplén cubierto de hierbas. Siguiendo esa cuesta se llega hasta una piedra redonda de granito. Desplazando la roca hacia la derecha se observa un agujero. Excavando un metro aproximadamente se llega hasta una caja de estaño. En el interior de ella se halla la rana con alas. Es inocua totalmente para las personas, no puede haceros nada y tampoco os caerá ningún maleficio por cogerla. Desconozco quien la forjó y por qué la guardó en tan recóndito lugar. Lo que sí es cierto es que funciona con todo tipo de duendes y los petrifica al instante, no hay que esperar ningún intervalo de tiempo para conseguir el efecto paralizador, es instantáneo. Es la única forma que tenéis de poder inmovilizar al Menuto para arrebatarle la pipa de sus manos. No hay otra, o por lo menos no la conozco.

Ahora sí que había tocado fondo la aventura de los tres, pensó Alberto. Lo de ir a Belsité, pasando por Guísar, para encontrar una poza mágica, tenía un pase. Subir en tren toda la noche y estar a punto de no regresar a casa, también. Pero ir a Ávila, eso era otra cosa. Debían de desplazarse más de quinientos kilómetros, ese trayecto no se hacía en un día, ni en dos. Alberto pensó que la hazaña había concluido antes de empezar. Era una pena, pero no tenían forma de ir hasta La Hermana de Dios sin que sus padres no se enteraran.

Regresaron a sus casas. Apesadumbrados por el hecho de no conseguir el lodo mágico. Alberto, sobre todo, no pudo dormir en toda la noche, se despertaba constantemente en la estación de Osca, con mucho frío. Veía la cara del jefe de estación mientras contaba la historia de la rana con alas…