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Don Luis

Lunes 02 de noviembre

A la mañana siguiente iniciaron los tres amigos la semana escolar. Y como de costumbre, la primera clase del lunes siempre era de matemáticas. La impartía la señorita Trinidad. Ninguno de los tres amigos prestaron mucha atención a la lección de ese día. La profesora no les dijo nada, por otro lado normal, había que tener en cuenta que era lunes y los maestros solían ser más permisivos respecto a la distracción de los alumnos.

A la hora del recreo se dirigieron los tres al despacho de don Luis, querían hablar con él sobre el tema de Belsité y el pozo de barro mágico. El profesor de historia era una persona muy culta e inteligente y buen conocedor de toda la comarca de Osca. Él, indudablemente, sabría orientarles acerca de lo ocurrido. Los tres recordaban como en alguna de sus clases había utilizado leyendas populares para explicar algún tipo de acontecimiento histórico. Por supuesto no le mencionarían, ni por asomo, que el objetivo principal de conseguir el tan ansiado fango milagroso, era para reponerle a él de su mortífera enfermedad. Pensaron, lógicamente, que no lo aprobaría.

—¿Se puede? —preguntó Andrés mientras abría la puerta lentamente.

—Adelante —se oyó una voz débil desde el interior de la estancia.

Los tres amigos entraron en el interior de un enorme despacho. Era realmente impresionante ver la cantidad de libros que adornaban las grandiosas estanterías de madera. En el centro, y como presidiendo la estancia, había una enorme mesa de caoba, con un confortable sillón tipo Luis XV. En un rincón de la sala se encontraba un sofá de piel, alumbrado por una lámpara de bronce con una cantidad importante de decorados en el pie de la misma. Por toda la pared pendían multitud de títulos y distinciones, todos con el nombre del profesor don Luis en letra negrita. El maestro estaba sentado en el sofá y tenía recogida, en una coleta, su enorme melena blanca, que normalmente llevaba suelta. Los miró a través de sus gafas pequeñas y cuadradas, fumando una enorme pipa blanca, de espuma de mar, y dejó sobre sus rodillas un libro abierto, que estaba leyendo justo al entrar ellos.

—¿Qué os trae por aquí muchachos? —dijo mientras se acariciaba la poblada barba gris.

—Hola don Luis —saludaron todos a la vez—, queríamos hablar con usted…, si fuese posible, sobre un hecho que nos ha ocurrido y, posiblemente, usted sepa de que se trata.

Andrés hablaba como los indios, con frases entrecortadas. Nervioso.

—Vamos a ver, chaval, no me estoy enterando de nada —don Luis se expresaba con una claridad característica, era imposible no entenderlo cuando vocalizaba de forma tan limpia. Pronunciaba despacio, sin prisas, siendo improbable no asimilar sus explicaciones—. Acomodaos en el sofá e ilustradme despacio y de forma entendible lo que tanto os preocupa.

Los chicos se sentaron en el tresillo que había al lado de la mesa del despacho. Lo hicieron igual que las visitas incómodas: en la punta del sofá y con las rodillas juntas.

—Andrés habla tú, que te explicarás mejor que nosotros dos —le dijo Alberto, mientras hacía el ademán de que su amigo recitara todo lo que les había ocurrido el fin de semana.

—Bueno, pues, mi abuelo padeció gangrena en un pie —Andrés hablaba de forma muy nerviosa, tartamudeando— y me contó, que hace años, estando de excursión en Belsité, encontró por casualidad…

—Una poza llena de lodo mágico —interrumpió don Luis sin dejarle acabar la frase—. Sí, ya conozco ese suceso, hace mucho tiempo que tengo conocimiento de él. Acordaos de que nací en Osca y me he relacionado con la mayoría de habitantes de aquí. Tu abuelo y yo éramos muy buenos amigos.

—No lo sabía, nunca me dijo nada —exclamó Andrés asombrado, desconocedor de la amistad que tenían su abuelo y don Luis—. Pensaba que sólo eran conocidos del pueblo, pero no íntimos.

—No, la verdad, es que nunca tuve oportunidad de charlar contigo sobre esto.

Don Luis se expresaba ahora con un tono melancólico. Mientras hablaba aporreaba la pipa en el cenicero de cristal para vaciar la carbonilla y con cuidado de no romperla.

—El día que cayó en las pozas de Belsité yo estaba con él. Nos hallábamos los dos juntos, sentados, saboreando nuestras pipas de madera. Era invierno, creo que debía ser el mes de noviembre o diciembre, no lo recuerdo exactamente.

Los tres se miraron con una mezcla de incredulidad y asombro. Entonces era don Luis la persona que acompañaba al abuelo de Andrés cuando se cayó en la poza, pensaron al mismo tiempo.

—La tarde duraba poco tiempo, la noche cubría el cielo rápidamente. Benjamín y yo, estábamos sentados en una de esas enormes piedras blancas, admirando una lluvia incesante de meteoritos, estrellas fugaces, que desde Belsité se ven perfectamente. Tu abuelo resbaló y sé desplomó dentro de la balsa. No era muy profunda, así que no había peligro de hundimiento. Le alargué mi mano para que se cogiera y estiré con todas mis fuerzas hasta que él salió fuera. Mi pipa, gritaba como enloquecido. No te preocupes Benjamín, ya la rescato yo, le dije para tranquilizarlo, mientras extendía mi mano en el interior del agua buscando la preciosa pipa de madera de brezo de tu abuelo. Al final la encontré. La dejé encima de una roca blanca, justo al lado de donde estábamos nosotros, pensando en recogerla cuando se secara.

—¡Caray! Entonces es verdad la historia de tu abuelo —dijo asombrado Alberto y mirando con aire de disculpa a Andrés.

—¡Claro! Acaso dudaste de ello. Ya te dije que mi abuelo nunca mentía y menos en una narración de ese estilo —comentó Andrés, mientras animaba al profesor a terminar la crónica.

—Entonces, don Luis… ¿es cierto lo del lodo mágico que cura cualquier afección? —preguntó interesado Alberto mientras se incorporaba en su asiento.

—Puede que sí y puede que no —respondió de forma evasiva don Luis mientras introducía tabaco en la cazoleta de la pipa—. Podéis apreciar el estado en que me encuentro. Una terrible enfermedad degenerativa se ha cebado en mí, cada vez estoy más postergado, casi no puedo caminar y el dolor es insufrible. Me queda poco de estar entre vosotros. ¿Creéis que sí realmente existiera ese lodo mágico no lo hubiera buscado con todas mis fuerzas?

—Pero profesor, usted estuvo allí, —intentó convencerlo Alberto a toda costa— pudo ver lo que el lodo mágico hizo con el pie del abuelo de Andrés. Quién mejor que usted para corroborar la capacidad sanadora del lodo de Belsité.

—¿Habéis estado allí? —preguntó el profesor.

—Sí, de eso es de lo que queríamos hablarle, —contestó Andrés.

—¿Y bien?

Don Luis encendió una cerilla y la dirigió hacia el hornillo de su pipa de espuma de mar, dando unas fuertes caladas.

—El domingo salimos hacia Guísar. Subimos nuestras bicicletas al último tren de la noche y viajamos hasta la última estación. Queríamos llegar a Belsité a primera hora de la mañana.

—¿El domingo? —preguntó el profesor de historia, mientras daba una pipada a su cachimba.

—Sí —confirmó Andrés—. No le quiero entretener con las anécdotas del viaje, pero llegamos hasta las pozas, estuvimos donde las casas abandonadas y Juan se despeñó por una de las pendientes que hay justo al lado del río. Se rompió una pierna a causa del accidente.

—¿Cómo sabes que estaba fracturada? —dudó don Luis, mientras volvía a encender la pipa que se le había apagado.

—Por los síntomas que presentaba —replicó Andrés, seguro de lo que decía.

—¿Y cuales eran esos signos tan evidentes de que la pierna se había roto? —desconfió don Luis mientras apretaba el tabaco con el dedo pulgar—. Para saber que la pierna de vuestro amigo Juan se había curado, primero había que establecer si realmente estaba partida… ¿no es así?

—Presentaba los cuatro indicios —corroboró Andrés—. Dolor, síntoma capital, suele localizarse sobre el punto de fractura. Aumenta de forma apreciable al menor intento de movilizar la pierna y al ejercer presión, aunque sea leve, sobre ella. Deformidad, tenía una desfiguración característica. Hematoma, se produce por la lesión de los vasos que irrigan el hueso. Y por último, fiebre…

Andrés había recitado las cuatro propiedades de una pierna fracturada, como si las estuviera leyendo en una enciclopedia de la salud.

—Vale, vale, es un hecho que la pierna de Juan llegó a fracturarse —asintió don Luis—. Pero… ¿cómo se curó? Ahora parece que la tiene completamente restablecida —dijo posando sus ojos sobre la pierna de Juan.

Don Luis hablaba sin quitarse la pipa de la boca. La movía de un lado para otro con una habilidad característica de los buenos fumadores.

—Nos refugiamos en una de las casas abandonadas —explicó Andrés—. La que nos pareció más entera. Cuando llegó la noche, apareció un vagabundo que…

—¿Apareció? —volvió a interrumpir don Luis.

—Sí, Andrés, —le recomendó Alberto— habla más despacio. No hay prisa, cuenta los hechos de forma cronológica.

Juan los miraba a todos emocionado, esperando que llegara su turno para poder explicar como se curó su pierna.

—Bueno, sigo —dijo Andrés—. Estábamos dentro de la casa, en lo que debió ser el salón. Acabábamos de encender una fogata para calentarnos y también para tener iluminación. De repente, sin esperarlo, una sombra se manifestó en la única puerta de entrada a la habitación. Era un hombre alto, corpulento, con barba desarreglada de varios días y con un sombrero vaquero lleno de manchas, como las que dejan los regueros de agua.

—¿Fumaba en pipa? —interrumpió el profesor de historia.

—Sí —continuó Andrés—, en el momento de entrar tenía la pipa colgando de la boca. Era una de esas de madera de brezo, como la que tenía mi abuelo.

—Si la historia que cuentas es cierta, posiblemente no sea como la que tenía tu abuelo, sino que…, era la de tu abuelo —afirmó tajante don Luis.

—¿La del abuelo de Andrés? —exclamaron a la vez Juan y Alberto, sin salir de su asombro.

—Exacto —apuntó un impresionado don Luis—, eso es lo que no os había dicho aún. El poder de curar enfermedades no está en la charca o en el lodo. La capacidad milagrosa se encuentra en la pipa del abuelo de Andrés. Esta se cayó en la ciénaga el día que estuvimos allí arriba, eso es lo que hizo que el fango adquiriera momentáneamente la posibilidad de sanar. Lo que realmente tiene magia es la pipa de madera de brezo. Pero no lo hace de forma independiente, por algún extraño sortilegio, que ni el abuelo de Andrés, ni yo, llegamos nunca a comprender, lo que cura las enfermedades es la combinación del barro de Belsité, con la pipa de madera. Además tiene que ser en una fecha determinada, recuerdo que tu abuelo se cayó en la charca de lodo el mes de noviembre —reflexionó don Luis—, por lo que intuyo que sólo hace efecto durante ese período del año. Pero todo eso son teorías, en estas cosas es imposible acertar de forma científica.

—La pipa del abuelo Benjamín —siguió narrando don Luis, mientras los chicos enmudecieron perplejos—, era de madera de brezo, el mismo material con que se hace el carboncillo para dibujar y las mejores cachimbas que existen. A este se la compró su padre, es decir, el bisabuelo de Andrés, recién terminado el servicio militar. La fue a buscar de propio a una fábrica que había en la provincia de Girona, en La puebla de Cabreros. Era una pipa especial, no es posible que haya otra igual en todo el mundo. Lo que la hace única es las marcas en la boquilla de cuerno de alce con un nombre tallado en ella: MENUTO.

—¿Menuto? Eso es exactamente lo que ponía la pipa que llevaba Silverio —vociferó Juan incorporándose en el tresillo.

—¿Silverio? —preguntó atónito el profesor de historia.

—Sí, ese era el nombre del vagabundo —replicó Alberto, intentando interrumpir lo más mínimo la interesante historia de don Luis.

—Pues posiblemente os engañó —aseveró el profesor mientras sostenía la pipa en la boca y sujetándola con la mano—. Su nombre real es Menuto. Dijo que se llamaba Silverio, porque es un nombre que proviene del latín y significaba «bosque selvático». Los menutos se sienten muy identificados con la espesura del monte.

—¿Los menutos? ¿Qué significa Menuto? —preguntó Alberto, fascinado por la crónica de don Luis, mientras le hacía un gesto a Andrés para que le diera un trozo de regaliz.

—Los menutos son unos duendes de la zona donde vivimos, muy conocidos entre vuestros abuelos —explicó el profesor de historia muy ilustrado en todos estos temas—. Ahora ya no aparecen como antiguamente y no interfieren en los quehaceres diarios, pero antes de la expansión de la ciudad de Osca, pululaban a sus anchas por los campos y montañas de toda la comarca. Son magos y tienen propiedades curativas. El que es amable con ellos tiene un fiel aliado. El padre de Benjamín, el bisabuelo de Andrés, tuvo relación con uno de esos duendes.

—¿Relación? —dijo Andrés, con la cara totalmente desencajada—. Don Luis, se lo ruego, relate los detalles de la amistad entre mi bisabuelo y el duende Menuto. Son aspectos de mi familia que desconozco por completo.

—Os vais a perder la clase de lengua española que viene a continuación del recreo —afirmó el profesor de forma contundente—. Y ya debéis saber que lo primero son los estudios. Los cuentos los podemos dejar para después de las clases.

—Esto es más importante para nosotros. Debemos saber todo lo ocurrido para poder encajar algunas piezas —organizó Juan.

—Está bien —asintió el profesor de historia—. Avisaré a la profesora de lengua de que estáis aquí. Ya me inventaré cualquier excusa. Esperad sentados a que vuelva y procurad que no os vea nadie.

Don Luis salió del despacho, no sin dificultad, andando muy despacio y ayudándose con un bastón recio de madera. Los chicos cerraron la puerta y se quedaron en silencio, mirándose con cara de incredulidad. Primero el lodo mágico y ahora la pipa de brezo con cuerno de alce de un duende. Tenían la sensación de estar viviendo un cuento de hadas.

—¿Creéis que Silverio era un duende? —preguntó Juan mientras ojeaba los innumerables libros del despacho de don Luis. Las estanterías llegaban hasta el techo y hasta en los espacios más pequeños había encajado algún tomo.

—No lo sé —respondió Andrés, haciendo el ademán de negar con la cabeza—. Pero lo que está claro es que don Luis sabe más que nosotros de todo este tema. Estoy deseando que nos cuente más cosas sobre el duende y la relación que tenía con mi bisabuelo.

—El truco, por lo visto —puntualizó Alberto, mientras observaba una replica preciosa de La Gioconda de Leonardo Da Vinci, que estaba en la pared que había enfrente de la puerta de entrada—, reside en la pipa, y no en el barro, como pensamos en un principio.

Don Luis regresó de hablar con la profesora de lengua. Abrió la puerta muy despacio y se esperó, disimuladamente, a que pasara por delante una alumna rezagada de la clase de al lado. El profesor entró en su despacho, con bastantes apuros. Sin querer que le ayudara nadie, se sentó en su butacón, donde aún permanecía humeante la pipa de espuma de mar y que dejó antes de salir, sobre la mesita.

—¿Dónde estaba chicos? —preguntó mientras cogía la cachimba y se la llevaba a sus enrojecidos labios—. Sí, bueno, la historia es, que el padre de Benjamín volvía en tren del largo viaje que había hecho para comprar la pipa a su hijo, el abuelo de Andrés, y en una de las paradas se bajó para comer algo. Era un apeadero sencillo, con la cabina del jefe de estación y un pequeño kiosco donde comprar la prensa y algún bocadillo que vendía una mujer mayor, que atendía de forma malhumorada. La parada del ferrocarril duró más de media hora, tiempo suficiente para dar un pequeño paseo por el lugar. Para que no le robaran su equipaje, el bisabuelo de Andrés se bajó con el macuto y se sentó encima, mientras comía un bocadillo de embutido.

Los tres amigos estaban completamente embobados oyendo el relato de don Luis. Era magnífico narrando. Vocalizaba perfectamente y su forma de reseñar los hechos ocurridos hacía que los chicos se transportaran a esa estación de tren, como si realmente estuvieran allí.

—Había terminado el bocadillo hacía rato —siguió explicando don Luis, mientras inhalaba enormes pipadas—. Bebió agua de su cantimplora metálica y para hacer tiempo se dispuso a ojear un libro que llevaba en su zurrón. Cuando abrió el macuto, no podía salir de su estupor, la boquilla de la pipa que compró para su hijo, se había fracturado. Posiblemente cuando se sentó encima de la mochila. No se debió dar cuenta, pero la boquilla estaba partida por la mitad. Que desastre, no podía regresar a casa sin el preciado regalo de su vástago. Pensó en volver al pueblo donde había comprado la cachimba y encargar otra, pero el viaje le llevaría mucho tiempo y su mujer le esperaba en casa. En esa época, supongo ya lo sabréis —puntualizó—, no había teléfonos móviles y las cabinas telefónicas de las estaciones muchas veces no funcionaban. Así que un viajero que estaba de pie en el arcén, viendo lo que había ocurrido, se ofreció para ayudar al pobre Benjamín.

—¿Por qué era tan importante la pipa?

—Buena pregunta Alberto —contestó amable don Luis—. El abuelo de Andrés, es decir, Benjamín, estuvo dos años en la guerra y cuando volvió su padre le prometió la pipa que había ido a buscar a la provincia de Girona. No podía defraudar un juramento tan importante hecho a un moribundo.

—¿Moribundo? —preguntaron los tres incrédulos.

—Vaya, no os lo había dicho aún. El abuelo de Andrés ya estuvo a punto de morir en la guerra civil. Le hirieron gravemente. Una bala perdida le atravesó un pulmón y los médicos le desahuciaron y lo mandaron a casa para que estuviera con los suyos los últimos días de su vida. Al final se recuperó de tal forma que se restableció completamente y no le quedó ninguna secuela de aquella herida. Tu abuelo —dijo mientras miraba a Andrés—, era un hombre muy fuerte y con mucha suerte.

—¿El viajero? ¿Cómo lo ayudó? —preguntaron inquietos por la excitante historia.

—Se trataba de un vendedor ambulante, de esos que van por los pueblos ofreciendo productos extraños traídos del África. Extrajo un cuerno de animal de su morral. Con una navaja afilada lo talló. Le pidió la pipa a tu bisabuelo, para poder tomar las medidas. Cinceló el asta y comprobó el resultado con la cachimba de madera. Finalmente encajó a la perfección la nueva boquilla. La embutió dentro de la pipa y pudo contemplar como le daba un aspecto majestuoso. ¿Qué le debo por esto? —preguntó Benjamín al desconocido—. Este le dijo que no había sido nada y que estaban en paz. ¿Dígame su nombre por lo menos? —volvió a preguntarle—. Está grabado en la boquilla —le contestó mientras se perdía por el bosque que rodeaba a la estación.

—El nombre es Menuto, claro —afirmó Andrés ante la evidencia.

—Así es, de esta forma —seguía relatando don Luis—, fue como el abuelo de Andrés recibió la pipa con boquilla de cuerno de alce, tallada por un duende y que posiblemente tenga poderes mágicos. Eso es lo que sana y no el barro, como pensáis vosotros. Toda mi vida la he sacrificado en buscar la pipa de brezo y mi esfuerzo ha sido infructuoso. Siempre he pensado que si pudiera inhalar una bocanada de humo de esa joya de los duendes, mi mortal enfermedad sanaría al instante. Pero las posibilidades de cura desaparecieron el día que tu abuelo resbaló en aquella charca de Belsité, para mi desgracia.

—Disculpe profesor —interrumpió Andrés— hay una cosa que no entiendo. ¿Si ya conocía usted los poderes de la pipa de mi abuelo, por qué no fumó en ella antes de que se perdiese y así poder curarse?

—¡Ay, querido jovenzuelo! La capacidad de la cachimba no es ilimitada, tienen que confluir, como ya os dije antes, dos cosas: primero, sólo funciona durante el mes de noviembre; es posible que tenga relación con el día uno, conmemoración de todos los Santos. Segundo, no lo hace directamente, sólo actúa a través del lodo que hay en el pantano de Belsité; por causas que no llego a comprender, tienen una extraña relación el barro y la boquilla de cuerno de alce.

Los chicos pensaron que en las dos versiones de la historia que conocían, la del abuelo de Andrés y la que experimentaron en las pozas, coincidían esas condiciones: mes de noviembre, barro de Belsité y pipa de madera de brezo.

—¿Y no puede ser que el responsable de curar sea el barro de las pozas, sin la ayuda de la cachimba del duende? —preguntó Juan razonablemente.

—No, si así fuera —respondió don Luis sin dejar de acariciar su barba—, se hubiera curado la pierna de Juan con el lodo que trajisteis desde la charca.

—¡Es verdad! —asintieron los tres.

—De la misma forma —argumentó el profesor de historia—, si el poder de sanar residiera exclusivamente en la pipa, me hubiera curado de mi enfermedad, una vez que llegué a fumar con ella, para comprobar si realmente era milagrosa. Es por eso —siguió con su tesis don Luis—, que he desarrollado la teoría de la confluencia del lodo y la pipa, en una fecha determinada, como puede ser el mes de noviembre, para que produzca el efecto milagroso.

—¿Y el tiempo? —preguntó Alberto, para romper unos segundos de silencio incómodo que se habían producido después de la última explicación del profesor.

—¿Qué tiempo? —replicó ignorante don Luis y dejando la pipa en un cenicero de cristal que había delante del sillón donde estaba sentado.

—Cuando subimos a Belsité, —aclaró— lo hicimos el domingo treinta y uno de octubre, estuvimos un día entero allí arriba y cuando regresamos a nuestras casas, aquí no ha pasado el tiempo. Es decir, hemos regresado el mismo día que nos fuimos, a pesar de estar veinticuatro horas ausentes.

—La aparición del Menuto paraliza el transcurso de los intervalos temporales —mientras hablaba don Luis cogió una petaca con tabaco y se dispuso a cargar la pipa—. Seguramente se os pasó el frío el mismo momento que hizo acto de presencia el duende. De la misma forma, si estuviera lloviendo, se hubiese detenido al instante el goteo del agua. Su sola presencia, cuando se produce en la montaña, es capaz de originar cambios climáticos. Es una de las facultades de los Menutos. Pero no la única, tiene así mismo la cualidad de detener el transcurso del tiempo, pero solo por lapsos muy cortos. Es decir, no es posible que lo haga durante un año, por ejemplo.

—Pero…, el duende —afirmó Andrés— sólo estuvo con nosotros unos instantes, el tiempo se debería detener ese intervalo y no durante un día completo.

—Eso pensáis…, pero posiblemente estuvo detrás de vosotros durante todo el viaje y sólo se manifestó cuando a él le convino. Eso —argumentó don Luis— puede ser la explicación de la detención del tiempo durante ese día que permanecisteis en las pozas de Belsité. Fue el período que el duende se encontró junto a vosotros; aunque no lo supierais. Por eso no paso el tiempo desde que subisteis al tren de Osca hasta que volvisteis a bajar en él. De todas formas, la paralización del tiempo por parte de los Menutos es deliberada, no se produce con su sola presencia, de forma espontánea; tiene que ser que ellos quieran que se produzca.

Los chicos salieron del despacho alucinados. La leyenda que les acababa de contar don Luis y su propia experiencia en el pantano, les hizo pensar mucho.

—Esta tarde quedaremos en el parque —comentó Andrés—. Tenemos que hablar de todo esto. Hay que trazar un plan de actuación.

—¿Un plan? —preguntó Juan visiblemente asustado.

—Sí, eso he dicho, —contestó Andrés— debemos encontrar al duende y arrebatarle la pipa. No os habéis dado cuenta —exclamó—, tenemos que curar a don Luis durante este mes de noviembre, lo más tardar. Está muy cascado, no creo que resista mucho tiempo con su enfermedad.

—¿Por qué don Luis? ¿Por qué no podemos sanar a otros? —alegó Alberto en defensa de tanta gente enferma que había en el mundo.

—Porque él nos ha explicado cómo hacerlo —insistió Andrés—. Nosotros somos su única posibilidad. Es un hombre bueno y se lo debo por ser amigo de mi abuelo. Perdió su oportunidad el día que extravió la pipa en la ciénaga. Pensad en todas las cosas que ha hecho por todos nosotros, por nuestros padres, a los que también dio clase en el colegio Santa Ágata. ¿No os dais cuenta? Tenemos que subir a Belsité durante este mes de noviembre, coger lodo de las pozas y rescatar la cachimba de las manos del duende Menuto.

—¡Pues pides poco! —comentó Alberto—. Volver a subir hasta allí, encontrar las casas abandonadas, coger agua… Eso más o menos es factible. Pero…, que se aparezca el gigantesco duende y encima quitarle de sus enormes manos la pipa de madera…, eso, querido amigo, es harina de otro costal.

—El duende no hay que buscarlo en el pantano, —siguió explicando Andrés—. Se nos apareció allí para curar la pierna rota de Juan, pero seguramente nos siguió durante todo el viaje, desde la estación de Guísar, como ha sugerido don Luis. Os habéis fijado en las coincidencias respecto a las estaciones de ferrocarril. Los espectros sólo pueden estar en lugares cerrados, como casas, chozas, edificios, estaciones. Silverio nos estuvo siguiendo desde el andén de Osca, es allí donde vive. Debió acompañar a mi bisabuelo desde que le talló la boquilla de cuerno de alce y se ha establecido aquí, en la estación de tren.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó dubitativo Juan y secándose el sudor de la frente.

—Porque me acabo de dar cuenta que cuando subimos al tren aquel domingo, él estaba allí, le vi en el apeadero de la estación —afirmó de forma tajante Andrés, mientras se le iluminaban los ojos—. Sólo fue durante un instante, creí que era una alucinación, pero me he dado cuenta de que realmente estaba allí ¡Vi al Menuto!

A las seis de la tarde se encontraron los tres amigos en la dehesa, como de costumbre. Se vieron en la roca que había en la entrada, junto al letrero de «coto privado de pesca». Trajeron bocadillos y unas latas de naranjada, la tarde se preveía larga y convenía dotarse de provisiones suficientes.

—Bien —empezó a hablar Andrés, que para eso era el nieto de Benjamín, la primera persona que se había curado con el lodo—, la cosa está clara, ¿no? El duende, o lo que sea, habita en la vieja estación de tren de Osca. Pienso que si volvemos a viajar hasta Guísar, él nos seguirá como hizo la otra vez. Ese debe de ser el primer paso.

—Bueno, no es que quiera desanimarte —dijo Alberto, un poco escéptico con el plan trazado por Andrés—, pero has pensado que el Menuto quizá sólo nos siguiera por ser víspera del día de los difuntos, es posible que otro día diferente no haga nada.

—Es posible, pero eso no lo podemos saber si no lo intentamos —replicó Andrés contundente—, por eso propongo probar, aunque sólo sea una semana, a ir cada día a la estación de tren y hacerlo con los ojos bien abiertos, para comprobar si podemos percibir la presencia del duende en el arcén. ¿Qué os parece?

—A mí, bien —contestó Juan animado—, el único problema que veo es convencer a nuestros padres de que nos dejen pasar tantas noches fuera de casa. Hemos de pensar que regresaremos cerca de las doce. Y eso es muy tarde.

—Yo propongo aprovechar la justificación de los exámenes y usarla como excusa para decir que estamos en casa de uno de nosotros —afirmó Alberto, seguro de ser un buen plan—. El mes que viene empiezan los exámenes parciales, estos serán nuestra coartada.

Se quedaron un minuto en silencio. Cabizbajos. Pensativos.

Al final llegaron a un acuerdo entre los tres. Trazaron un plan. Escogerían el martes como primer día para empezar la labor de buscar al duende Menuto. Pactaron lo que le dirían a sus padres mientras durara la búsqueda. Cada uno de ellos diría que estaba en casa de otro, estudiando para los exámenes parciales de diciembre. Las posibilidades de que alguno de sus padres se enterara era remota. Pero dada la misión que habían planeado, bien valía la pena arriesgarse. Juan, como de costumbre, dudó de que fuera un buen plan. «Mi madre no me creerá», dijo. Andrés y Alberto le convencieron para que se lo dijera a su madre sin dudar, sin tartamudear y sin pasarse el pañuelo por la frente para quitarse el sudor. Andrés le explicó que era cuestión de auto convencimiento, de creerse lo que iba a decir y así no se le notaría que mentía. Alberto, por su parte, le hizo ver que mentir para una causa noble no era mentir.