—7—

Silverio

Estaban tan tranquilos, reposando la comida mientras se miraban entre ellos, sonriendo por la situación tan extravagante que estaban viviendo, cuando de repente, una sombra irrumpió en la maltrecha morada.

—Buenas noches —dijo una voz áspera, cavernosa, proveniente de una figura alta, que prácticamente taponaba toda la puerta.

Los tres se quedaron atónitos, casi sin poder hablar. Andrés se puso en pie y retrocedió varios pasos hacia atrás, hasta tocar la descascarillada pared del fondo. Lo último que esperaban era encontrar alguien allí, en Belsité, y menos a esas horas intempestivas.

—No asustaros chicos, soy gente de paz —dijo la figura de la entrada mientras empezaba a caminar hacia el interior del habitáculo.

Los tres se horrorizaron. Era la primera persona que veían en veinticuatro horas. Apareció de repente, sin avisar, cuando menos se lo esperaban. No sabían si fue por la oscuridad, por el miedo, o por las dos cosas a la vez, que les pareció un sujeto espeluznante. Medía casi dos metros de altura. Corpulento. De aspecto desaliñado, barba desarreglada de varios días sin afeitar y un gorro vaquero, manchado con surcos de agua. Pero lo peor era la voz, resonaba en toda la estancia como un aullido de ultratumba.

—Bueno —dijo finalmente el extraño, intentando ser amable—, ¿puedo pasar y compartir la velada con vosotros?

Los chicos hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza, temblorosos. Andrés despegó su mojada espalda de la pared del fondo y se aproximó al fuego que se estaba desvaneciendo en el interior de la sala. Juan no le quitaba los ojos de encima al forastero.

—Me llamo Silverio —dijo, mientras se acercaba a donde estaban ellos. En el suelo dejó un enorme macuto de aspecto militar— ¿Qué os trae por aquí? —preguntó frotándose las enormes manos.

—Hemos venido a pasar un día en la montaña, de excursión, —contestó Andrés con cierto nerviosismo, que seguramente percibió el extraño visitante.

—¡Ya! —dijo Silverio sin creerlo del todo—. Y por eso habéis estado toda la tarde recogiendo barro de la ciénaga y echándolo sobre la pierna rota de vuestro amigo.

Ahora sí que tenían miedo. Un sudor frío le recorrió toda la espalda a Alberto. El hombre que estaba dentro del improvisado refugio había estado espiándoles toda la tarde, vio lo que hicieron y en ningún momento se digno ofrecerse para ayudarles, pensó Alberto. Le parecía estremecedor que una persona con sangre en las venas, fuese capaz de permanecer impasible ante lo que les ocurrió durante esa tarde. «¿Qué podíamos hacer tres críos de quince años contra un gigante de casi dos metros? ¿De dónde había salido ese extraño personaje, ataviado con ropas fuera de nuestra época y con un sombrero de las películas del oeste?».

Silverio se dio cuenta del recelo de los chicos. Los miraba a los tres sonriente, como el asesino antes de destrozar a sus víctimas, pensaron los tres a la vez. No querían ponerse paranoicos, pero habían visto muchas películas y leído muchos libros sobre estos temas. Un homicida en serie que mata por el puro placer de hacerlo. Ya podían ver los titulares de la prensa al día siguiente: «Tres chicos aparecen degollados en la montaña de Belsité». No querían ni pensarlo. Andrés, el más fuerte, era también el que estaba más lejos de la entrada, él debía enfrentarse a Silverio, mientras Alberto le apoyaba desde la retaguardia. Juan, el pobre, no podía hacer mucho con la pierna dislocada.

—Estáis asustados, ¿eh? —habló en tono tranquilo y conciliador el gigante del gorro vaquero—. No preocuparos que no os voy a hacer nada, más bien os pienso ayudar.

Lo que confirmaba la macabra teoría que se fraguó en le mente de los tres amigos. Los asesinos en serie siempre se presentaban como personas afables y cordiales. Alberto volvió a imaginar los titulares: «Tres chicos aparecen descuartizados en las pozas de Belsité. Se sospecha conocían a su asesino, porque no ofrecieron resistencia».

El gigantesco visitante extrajo una botella de plástico de su enorme zurrón. No se podía ver el interior de la misma porque estaba liada con una cinta de color marrón, de las que se utilizan para embalar cajas. Se acercó a Juan, que yacía en el suelo asustado, mirando para todas partes. Quitó la chaqueta que cubría su pierna fracturada y con la mano que le quedaba libre, esparció parte del líquido oscuro, que había en la botella de plástico, por encima de la pierna de Juan. Tenía aspecto de ser barro. Andrés y Alberto se miraron y pensaron que posiblemente fuese el lodo mágico.

Juan seguía tumbado en el suelo. Su cara de miedo se había transformado ahora en cara de incredulidad. Examinó asustado todo lo que acontecía a su alrededor.

—Chicos —dijo Juan cuando apenas había pasado un minuto y mientras los miraba— parece que no me duele la pierna.

Al mismo tiempo que hablaba con voz temblorosa y animado por el desconocido se puso en pie. Lo hizo de forma torpe e inepta. Buscó apoyo en la pared de la habitación, pero esta se encontraba demasiado lejos. Andrés y Alberto reaccionaron de inmediato y se ofrecieron a ayudarlo para que se pudiera incorporar. Sin perder de vista al extraño acompañante.

—Juan… ¿Estás bien? —le preguntó Alberto mientras alargaba la mano para cogerlo— ¿Puedes sostenerte en pie?

—El efecto del lodo aún tardará un rato, no es inmediato, —dijo la voz ronca de Silverio.

El gigante guardó la botella en su zurrón y encendió una pipa de madera que sostenía en su boca.

—¿Lodo? —preguntaron los tres al unísono.

—Sí —respondió—. Se trata del lodo mágico que habéis venido a buscar. Os he observado durante toda la tarde, viendo vuestros intentos infructuosos de encontrar el preciado bien. Hubiera preferido que os hubierais marchado sin comprobar sus poderes curativos, pero la fractura en la pierna de vuestro amigo ha cambiado mi decisión.

—Pero… ¿de dónde sale ese lodo? —preguntó Juan incorporándose, no sin dificultad.

Justo terminó de hacer la pregunta, cuando…

—¡Dónde está el vagabundo! —exclamó Andrés gritando, de pie en medio de la sala.

—Estaba aquí ahora mismo, no ha podido salir por la puerta, lo hubiera visto, —dijo Juan, mirando el único paso hacia el exterior que había en la casa.

—Tampoco está su mochila —observó Alberto—. No ha tenido tiempo de recogerla y largarse de aquí tan pronto. ¡No puede ser!

Los tres se asomaron fuera de la casa, no se veía nada en el exterior. La noche cubría por completo la ladera del río. Regresaron a la casa para guarecerse dentro, haciéndose un sinfín de preguntas sin respuesta. Comentando entre ellos la experiencia vivida durante toda la jornada y maravillándose de la pronta cura de la pierna de Juan, que daba vueltas por toda la estancia doblando y estirando la pierna. Acababan de tener delante lo que vinieron a buscar y no sabían cómo se había ido aquel gigante, sin ni siquiera decirles de dónde había sacado el lodo, cómo encontrarlo o dónde conseguirlo. Quizá la historia del abuelo de Andrés estaba retocada y realmente fue así, que vino un extraño y le roció el pie con barro. Nunca podrían saber la verdad de toda esa leyenda, pensaron los tres a la vez.

Estuvieron hablando largo rato, recordando una y otra vez la situación. Como entró Silverio en la estancia, dónde se colocó mientras hablaba y que estaban haciendo ellos cuando desapareció delante de sus narices. Dialogaron hasta que les venció el sueño. De vez en cuando Alberto se despertaba sobresaltado. Miraba a Juan y Andrés mientras dormían apaciblemente. Volvía a cerrar los ojos. Volvía a dormirse.

A la mañana siguiente se levantaron, recogieron sus cosas e iniciaron la marcha, río abajo, en busca del lugar donde dejaron aparcadas las bicicletas. Sobre las ocho de la mañana afrontaron el regreso hacia Guísar, llegando antes de las diez. Se subieron al tren y regresaron a casa al mediodía. En la Estación de Osca se despidieron y cada uno se fue a su casa. Durante el viaje apenas hablaron; había tantas cosas que decir que lo mejor era no decir nada.

Alberto no quería ni imaginarse la bronca que le esperaba, podía ser impresionante. De camino a su domicilio iba pensando cual sería la mejor excusa que contar a sus padres. Tampoco quedaron de acuerdo con Juan y Andrés sobre las coartadas que podían construir. Pensó que lo mejor sería aguantar el chaparrón como pudiera y que sus padres se olvidaran pronto del asunto, esperaba que ellos, sus amigos, hicieran lo mismo.

De lo que vieron en Belsité ni una palabra, ese era el trato. Aparte de que nadie les creería, evidentemente, era mejor no comentar nada de las pozas, de las casas abandonadas, del tren fantasma que subía hasta Guísar y mucho menos de Silverio, que posiblemente sería un espectro o un espíritu de las montañas. No estaba seguro de ello, pero la forma en que apareció en la casa abandonada y el modo de marcharse de la misma, indicaba que había algo extraño en ese personaje. Además poseía el barro mágico, la prueba irrefutable de ello era la cura milagrosa que hizo de la pierna de Juan. Por lo que, después de todo, pudieron comprobar la existencia del lodo y saber que era cierta la historia que le contó el abuelo de Andrés a su nieto y que este a su vez le relató a Juan y Alberto.

Era la una del mediodía cuando Alberto llegaba a casa. Sus padres le esperaban en el comedor. Sentados los dos, uno frente al otro, como suelen hacer cuando están de malhumor. Alberto entró abriendo con su llave y cerró la puerta saludándolos de inmediato, igual que hacía siempre.

—Hola, buenas tardes —dijo esperando la peor de las reprimendas.

—Buenas tardes Alberto —contestaron a la vez sus padres en tono indulgente. El padre sostenía un libro en las manos.

—¿Cómo ha ido el día en el río? —le preguntó su madre, como si no hubiera ocurrido nada anormal—. Has venido más pronto de lo previsto, no te esperábamos para comer. Nosotros ya lo hemos hecho. Esta tarde tenemos que ir al médico.

—Pues, ha ido bien, como siempre —respondió Alberto confuso, mientras se descalzaba y se ponía las zapatillas de estar por casa.

A su madre no le gustaba que anduvieran por el piso con los zapatos de la calle, según ella tenían muchas bacterias y podían transportar enfermedades que luego contagiaban a todos.

—Bueno hijo, esta tarde nos vamos tu padre y yo al médico. Ahora me encuentro bien, pero he tenido una fuerte crisis asmática —dijo la madre, mientras cogía la chaqueta de la percha que había en la entrada—. Tengo que visitar al doctor Gervasio y como tiene la consulta en su casa, no le ha importado visitarme en domingo. No creo que volvamos tarde, pero si ves que se hace de noche y no estamos aquí, cierra las cortinas y la ventana del balcón. Caliéntate algo de comer en el horno. En el congelador tienes una gran variedad de preparados, ya sabes como hacerlos.

A Alberto no le gustó un pelo la forma que tuvieron sus padres de llevar ese asunto, el de su noche fuera de casa. Debía ser una nueva estrategia. Hablaban con él como si no hubiera ocurrido nada, igual que si acabara de llegar del río y después de marcharse esa mañana.

—Gracias mamá —respondió siguiéndole la corriente. Pensó que ya le dirían luego, si querían, en que acababa esa nueva forma de castigar su retraso.

Sus padres querían hacerle ver que no había pasado nada o quizá no había pasado nada de verdad, pensó Alberto. Todo apuntaba a que era domingo, y sus dos amigos y él salieron en domingo, si los cálculos no fallaban, en teoría debería ser lunes, ya que estuvieron un día completo en Belsité.

Cuando el chico se quedó solo en casa, llamó por teléfono a Juan y Andrés para que vinieran a pasar la tarde con él. Hablarían del asunto del lodo mágico y de por qué sus padres hacían como si no hubiera pasado nada esos dos días.

—Andrés —le dijo en tono tajante—, puedes venir esta tarde a mi casa, tenemos que hablar. Ha ocurrido algo que es mejor que te comente en persona.

—Sí, ya lo sé, supongo que a todos nos ha pasado lo mismo. Dentro de quince minutos estaré ahí —respondió Andrés, como si a él le hubiera ocurrido exactamente lo que le había sucedido a Alberto.

—Te encargas tú de llamar a Juan, —le pidió, desembrollando el cable del teléfono— mi padre controla el gasto telefónico y no quiero hacer muchas llamadas cuando no están ellos.

—Sí, descuida, ya le avisaré yo —respondió Andrés antes de colgar.

A las siete de la tarde se presentaron los dos en casa de Alberto. Venían con la misma cara de incredulidad que tenían cuando se desvaneció Silverio delante de ellos.

—Sentaos en el sofá —les dijo Alberto—. ¿Qué queréis beber? —les preguntó mientras se dirigía hacia la cocina en busca de algo para picar.

Allí observó la cantimplora que trajo de Belsité. Aún había restos de barro en el tapón. Miró su interior y, efectivamente, el gigante no terminó de vaciarla sobre la pierna de Juan y todavía contenía el supuesto lodo mágico. Como no tenía tiempo de limpiarla y sus amigos esperaban los refrescos, la guardó en un armario de la cocina y pensó enjuagarla más tarde, cuando se hubiesen ido Juan y Andrés.

—Una naranjada, —pidió Andrés mientras se sentaba en el butacón del padre de Alberto y agarraba el mando a distancia del televisor.

—Yo igual —dijo Juan, mientras asentía con la cabeza y se secaba una gota de sudor que le asomaba por la frente y dejaba sus gafas encima de la mesa del centro del comedor.

—Vaya historia… ¿no? —comentó Andrés—. He llegado a casa y parece como si no hubiera ocurrido nada. Todo está igual que el sábado por la noche antes de salir hacia Guísar. Es como si sólo hubieran pasado unas horas desde nuestra partida. Mis padres no han comentado nada sobre el asunto, lo único que me han preguntado es cómo me ha ido el día de pesca.

—Es curioso, se supone que nuestros padres piensan que hemos estado pescando en el río grande de Guísar, durante toda la mañana del domingo y realmente no ha sido así, ¿dónde hemos estado verdaderamente el lunes, que es mañana?

—Una paradoja —exclamó Andrés—. Se ha producido un absurdo, un salto hacia atrás en el tiempo. Toda nuestra estancia en Belsité ha sido durante unas escasas horas. Posiblemente nos debimos quedar dormidos, por el cansancio de la subida, y al despertar pensamos que habíamos estado más tiempo del que realmente estuvimos. Todo lo que ocurrió fue un sueño.

—Ya —recriminó Juan—, y todos soñamos lo mismo, ¿verdad? Eso es más increíble que la teoría de la paradoja de Andrés.

—Sí, eso está bien… ¿y el vagabundo? —preguntó Juan— ¿Qué pasa con él?

—A lo mejor lo soñamos —argumentó Andrés, defendiendo la teoría de la alucinación colectiva—. Posiblemente nunca estuvo allí.

—¿Y la pierna de Juan? —preguntó Alberto a Andrés, que parecía tener respuesta para todo—, ¿cómo es que se curó tan rápido?

—¿Creéis que realmente estuvo rota? —aseveró seguro de sí mismo— posiblemente ni siquiera estuvimos en Belsité. Hablamos de ir allí y la noche pasada soñamos con eso. Era tanta la emoción contenida por la aventura de encontrar el lodo que es aceptable la hipótesis de la ilusión.

—¿Los tres hemos tenido la misma ofuscación? —interpeló Alberto extrañado por las explicaciones de Andrés, que aunque lógicas y coherentes, no dejaban de ser absurdas por el hecho de que era casi imposible que tres personas tuvieran el mismo sueño al mismo tiempo—. ¿Cómo es posible que Juan, tú y yo, hayamos fantaseado en nuestros sueños con la misma historia? Todos visteis el río que sube a las casas abandonadas. Todos pudisteis ver la pierna rota de Juan, el vagabundo, el túnel de la Limonera. Nunca había estado allí y sin embargo, seguro que soy capaz de describirlo. Eso significa, sin lugar a dudas, que lo ocurrido este fin de semana es verídico. Si los tres vimos las mismas cosas… ¿cómo es posible que fuera una alucinación?

—Mira, Alberto, no tengo explicación para tantos elementos divergentes, —se excusó Andrés—, pero te puedo decir que respecto a la subida hasta Belsité, se puede maquillar y pensar que fue una alucinación colectiva. Pero lo de que hoy es domingo, eso es un hecho contrastado, es decir: medible y verificable. Lo cual invalida la otra explicación, de que esto es un montaje de nuestros padres para desorientarnos.

—Sí —interrumpió de nuevo Alberto, echando un poco más de naranjada en los vasos vacíos de sus amigos—, parece un poco absurdo que nuestros padres, suponiendo que supieran lo que hemos hecho, optaran por ponerse de acuerdo con el único objetivo de darnos una lección.

—A mí me parece demasiado rebuscado —apostilló Juan—, conozco bien a mi familia, sobre todo a mi madre, y no creo que hubiera aceptado todo este engaño solo para desconcertarme. Creo que ella es incapaz de engañar, ni tan siquiera para darme una lección. Si piensa que me he pasado toda la mañana en el parque de Osca, junto al río, hablando con mis amigos, como siempre suelo hacer, es que realmente creen que ha ocurrido eso.

—De todas formas, mañana, durante el recreo, iremos al despacho de don Luis —anunció Andrés mientras sorbía un trago de zumo—. Él no nos mentirá. No le diremos lo que pensamos que ocurrió, pero sí le preguntaremos cosas sobre los hechos acontecidos este fin de semana. El profesor de historia es un hombre culto y muy comprensivo, él sabrá orientarnos. Seguro.

—Lo mejor será decirle la verdad de todo, creo que es la única persona que nos puede aclarar algo de lo sucedido —afirmó Juan, más exaltado que nunca.

Los tres bebieron un buen trago de zumo de naranja. Y sonrieron…