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La estación del tren

Domingo 01 de noviembre

Ya eran las dos en punto de la madrugada cuando el tren fantasma se detuvo en la estación de Guísar. Al igual que la de Osca, se hallaba vacía. No había nadie: ni el jefe de estación, ni pasajeros, ni siquiera vagabundos.

Bajaron las bicicletas del tren y los macutos. Se pusieron las chaquetas, debía haber un par de grados menos de temperatura que en Osca. Se colocaron las mochilas a la espalda y encendieron las linternas de las bicicletas.

Sin tiempo que perder iniciaron la marcha hacia Belsité, apenas había unos quince kilómetros. Pero de noche, con el frío y el canguelo que tenían, llegaron a creer que había más. Optaron circular por la carretera comarcal, a esas horas no había coches, de hecho, no había nada. No había nadie.

Avanzaron rápidamente. Concentrados en la carretera. No miraron atrás. En un par de horas llegarían a Belsité. El miedo pone alas al que huye, dice un refrán popular. Estaban tan asustados que pedaleaban por encima de sus fuerzas.

—¿Ahora qué? —preguntó Alberto a Andrés, parados delante de un enorme túnel, sin iluminación, con un camino de tierra a la derecha.

—Es el subterráneo de la Limonera. Mi abuelo me contó que no se debe entrar en él, hay que tomar el camino de tierra —respondió mientras oteaba el horizonte.

—¿Qué hay que tomar el camino o que no? No te oigo bien —dijo Alberto.

—El camino —repitió Andrés.

—¿La pista de tierra?

—Sí, es esa —contestó con voz segura.

—Menos mal —comentó Juan mientras bebía agua de la cantimplora—. Me da miedo pensar en cruzar esa cueva. No me hace ni pizca de gracia eso de que no se vea lo que hay dentro y que no se vea el final del agujero.

—No es una cueva, ni nada por el estilo, —aclaró Andrés— es un túnel para coches. Se construyó a principios de siglo y conduce a un puente que pasa por encima de la autopista.

—Ahora si que te has lucido Andrés —replicó Alberto asombrado—. Escucha lo que has dicho: un túnel construido a principios de siglo que conduce a un puente que pasa por encima de la autopista. Pero… ¡si a principios de siglo no existían las autopistas!

—Bueno, no sé, el caso es que eso es lo que hay, ¿lo cruzamos y así salimos de dudas?

—Oye —objetó Juan— por qué no vamos a buscar el barro y nos dejamos de lecciones de historia sobre puentes y demás. Si queréis pasar el túnel —amenazó—, yo os espero aquí.

—Tienes razón. Sigamos por la pista y busquemos el lodo mágico, no debemos desorientarnos del objetivo de esta misión —dijo finalmente Alberto, mientras bebía un trago de agua de la cantimplora.

—¿Misión? —sonrió Andrés masticando un trozo de regaliz.

Los tres siguieron pedaleando por la pista de tierra. Bajaron por una pendiente muy pronunciada. Atravesaron una zona de picnic repleta de mesas y sillas de piedra que le conferían al lugar un aspecto más civilizado.

Alberto pensó que al día siguiente, cuando regresaran de la expedición, encontrarían infinidad de domingueros comiendo en ese lugar.

Atravesaron un pasillo largo y lleno de árboles con ramas que se entremezclaban. Con la oscuridad de la noche y el reflejo de las lámparas, parecía que los árboles se movían hacia ellos. «Mejor seguir pedaleando sin mirar hacia los lados y sin mirar hacia atrás», se dijo Alberto entre resoplidos.

Llegaron hasta un riachuelo. Lo podían cruzar sin tener que desmontar de las bicicletas. Se separaron para evitar que el agua salpicara sobre ellos. Andrés iba delante, seguido de Juan. Alberto el último. No hablaban, la marcha les impedía poder resollar ya que llevaban una velocidad promedio bastante alta. Alberto miró el reloj, las cuatro de la mañana. Aún faltaba un rato para que despuntara el alba, el cielo seguía negro.

—¡La zona de las charcas! —gritó Andrés de repente y señalando el lugar con su brazo derecho.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó Alberto entusiasmado.

—Creo que sí, tenemos que encontrar un camino a través del río —replicó Andrés sin detenerse.

—¿Un camino a través del río? —preguntó Juan incrédulo.

Alberto se fijó en que Juan llevaba atada una cinta a las patillas de las gafas para que no se le cayeran con el pedaleo. Pensó que era muy ingenioso.

—Sí, hay que subir el río durante unos metros, pasar una zona de rocas blancas, lisas, y después es donde están las pozas.

Andrés hablaba jadeando, el cansancio y el ritmo de la marcha le impedían expresarse con claridad.

No podían subir con las bicicletas, el sendero era excesivamente abrupto. Así que las dejaron apoyadas en un grupo de árboles, al lado de una laguna. Las taparon, para esconderlas, con unas ramas húmedas que recogieron del suelo. E iniciaron el ascenso por el riachuelo, rastreando el fangal. La claridad empezaba a imperar sobre la noche.

—Según mi abuelo lo que buscamos debe ser algo así como un lodazal —dijo Andrés mientras miraba a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó Juan anticipándose a Alberto que también iba a preguntar lo mismo.

—Pues…, es un sitio lleno de lodo —respondió Andrés mientras sacaba de su mochila una bolsa de plástico llena de trozos de regaliz.

—¿Un charco? —volvió a preguntar Juan en un intento de especificar mejor lo que tenían que encontrar.

—Más o menos —respondió Andrés—. Supongo que estará en la parte exterior del riachuelo, donde no pasa tanta agua. Allí se irá estancando el barro hasta formal el lodazal. Por lo tanto, tenéis que ir mirando la orilla del río y buscar un depósito donde prácticamente no corra el agua.

Comenzaron a remontar por el río, sorteando unas grandiosas piedras de color blanco. No bajaba mucha agua, pero si la suficiente como para calarse completamente el calzado deportivo. El frío se les iba pasando poco a poco, la claridad del día comenzaba a ser mayor. Ahora veían todo mejor. El paraje ya no era tan desolador, ni tan misterioso.

Llegó un momento que era prácticamente imposible seguir, se desviaron por un sendero que había a mano izquierda. A Alberto no le hacía nada de gracia esos caminos llenos de hierbas y maleza, porque según decían en el colegio estaban abarrotados de víboras, unas serpientes venenosas que se escondían generalmente debajo de las piedras. Él, por si acaso, procuraba no levantar ninguna de esas piedras, no fuese a ser que le mordiera una víbora y… «¿dónde me curaría?», se dijo a sí mismo. Debían estar a veinte kilómetros de la civilización y todo lo que les rodeaba era montaña.

Y por fin llegaron al final del sendero que habían seguido hasta entonces.

—¡Chicos! —gritó Andrés desde la cabeza del grupo— tenemos que meternos otra vez en el río.

Alberto giró la cabeza y observó a Juan. Venía detrás de él, a corta distancia; aunque parecía como si se fuera alejando poco a poco.

—¡Juan, acelera un poco hombre! Que te estás quedando rezagado —le increpó.

—Ya voy —dijo— es que… ¿no os dan miedo las serpientes?

—Claro que me espantan —respondió Alberto mientras miraba al suelo, entre la maleza—. ¿Acaso has visto alguna?

—De momento no. Pero no dejo de mirar el terreno, por si las moscas —dijo Juan sin levantar la mirada y tartamudeando ligeramente—. Es por eso que voy tan lento.

—¿Cómo distingues las serpientes venenosas de las que no lo son? —le preguntó sabiendo que era conocedor de todos estos temas.

—Las venenosas tienen la cabeza en forma de corazón, sus ojos tienen la pupila vertical y los colmillos son afilados y sobresalen cuando abre la boca —respondió instruido, ya que Juan era un buen aficionado de todo lo que tuviese que ver con la naturaleza—. Y por lo general son muy pequeñas.

Volvieron a entrar en la zona seca del riachuelo y siguieron subiendo. Ya era totalmente de día, el olor a tierra y hierba mojada los envolvía por doquier. Eran las ocho de la mañana y estaban más cerca que nunca de las pozas de Belsité. De hecho ya habían llegado, lo único que les quedaba era encontrar la que curó el pie del abuelo de Andrés.

—¿Falta mucho? —preguntó Alberto en voz alta.

—Tenemos que pasar el pueblo abandonado —contestó Andrés sin parar de andar.

—¿Pueblo? —replicó escéptico— no nos habías hablado de ningún pueblo.

—Sí, es uno que tenemos que cruzar —dijo—. Está abandonado, es decir, derruido. No vive nadie desde hace años —comentó Andrés como si ya hubiera estado allí alguna vez y conociera la orografía del lugar.

—Andrés… ¿has venido alguna vez a este sitio? —preguntó Alberto extenuado.

—No, pero mi abuelo me dio unas explicaciones tan exactas que me conozco este lugar como la palma de mi mano —respondió sin girar la vista hacia atrás.

Siguieron escalando por la corriente de agua, hasta que…

—¡Mirad! —dijo Juan desde la cola del grupo— ¡mirad, allí está el pueblo!

Alberto y Andrés alzaron la mirada y vieron un grupo de seis o siete casas, derruidas. Eran de piedra. Parecían torres de un castillo, estrechas y altas. A todas les faltaba la cúpula y no tenían techo. Estaban en la ladera de la montaña, a unos metros del río. Unos hierbajos enormes envolvían sus cimientos y unas abundantes enredaderas las recubrían casi por completo, como si quisieran ocultarlas de la vista de los caminantes.

—¿Están habitadas? —preguntó Juan, con voz temblorosa y secándose una enorme gota de sudor que le manaba de la frente y casi le llegaba a la barbilla.

—¡Qué cosas tienes! —replicó Alberto, sin entender como Juan podía ser tan versado en temas de la naturaleza y al mismo tiempo tan miedoso—. Ya se ve que hace tiempo no vive nadie aquí —dijo— ¿Y ahora por dónde?

—Ya falta poco —aseguró Andrés—. Creo que después de pasar las casas deshabitadas tenemos que encontrar un sendero. Justo detrás es posible que esté la charca.

—¿Y? —interrumpió Juan visiblemente enojado, algo poco habitual en él—. Si llego a saber que tenemos que hacer tanto recorrido para llegar a ese remanso de brujería, seguramente no hubiese venido. Será mediodía y ni siquiera habremos llegado al sitio. ¿A qué hora se supone que volveremos a casa?

—Mira Juan —respondió Andrés en su defensa— yo no sé donde está la dichosa charca milagrosa, no he venido nunca aquí y sólo conozco lo que me contó mi abuelo. Yo creo lo que me dijo, de hecho pienso que es verdad todo el tema de la poza mágica. Si queréis lo dejamos aquí y volvemos a casa. Regresando ahora mismo, aún podemos subir al tren de las cuatro de la tarde y estar en Osca a las seis. No pretendo obligaros a estar más tiempo en este lugar si no queréis.

—Yo pienso —dijo Alberto intentando excitar los ánimos que parecían un poco bajos—, que una vez hemos llegado hasta aquí, vale la pena intentar encontrar lo que hemos venido a buscar, ¿no? No volveremos a tener otra oportunidad como esta. Os habéis parado a pensar lo que significaría para nuestras familias y la gente que conocemos el tener en nuestro poder un barro mágico capaz de sanar las más mortíferas enfermedades. Las posibilidades de que… ¡Juan cuidado!

Mientras hablaba Juan estaba inspeccionado los alrededores de las casas abandonadas y cayó por un terraplén que había detrás de una de ellas.

—¡Juan, Juan! ¿Estás bien? ¿Responde? —gritaron Alberto y Andrés mientras intentaban bajar hasta la posición donde se encontraba él.

Juan había caído por una pendiente de más de seis metros y desde donde estaban ellos lo podían ver a duras penas. No se movía.

—¡Rápido! Bajaremos por el otro lado, al subir he visto que había un acceso —dijo Andrés tan resolutivo como era acostumbrado en él.

Mientras descendieron pudieron oír los lloros de Juan. Realmente se había tenido que hacer daño, pues los dos sabían que nunca fue quejica. Alberto recordó una ocasión en que se cayó con la bicicleta en la cuesta de los Obispos, y no derramó ni una sola lágrima a pesar de haberse descarnado la rodilla.

—¿Cómo estás? —le preguntaron a la vez, mientras intentaron valorar la situación.

—Jodido. Creo que me he roto la pierna —respondió con voz afligida, casi lloriqueando.

—Vamos hombre…, no creo que sea para tanto, déjame ver —le dijo Alberto como si entendiera algo de medicina y buscando tranquilizarlo.

—Hay que buscar ayuda —comentó juicioso Andrés.

—Sí, —le dijo Alberto en un alarde de pesimismo— desde ayer por la noche hasta ahora, no hemos visto ni un alma. ¿Qué nos hace suponer que encontremos alguien ahora?

—Bueno, yo creo que los de Protección Civil deben de tener algún destacamento por la zona, o pasará algún helicóptero, o…

—Deja de hablar y ayúdame a incorporar a Juan. Es importante que esté cómodo.

Se quedaron casi media hora callados, mirando las casas vacías y lúgubres, oyendo el río, pensativos y ensimismados. Cada uno de ellos estaba concentrado en sus propios asuntos. Juan se lamentaba de haberles hecho caso al subir allí, con la vida tan ordenada y tranquila que tenía y va y se junta con ellos dos, pensó. «De esta seguro que mis padres no me dejan salir más», se dijo a sí mismo.

—Sólo se me ocurre una solución —rompió el silencio Andrés—, el desánimo no tiene que poder con nosotros.

—¿Y bien? —le increpó Alberto enojado, como si él tuviese la culpa de todo— ¿Cuál es esa salvación milagrosa que te ha sobrevenido?

—Encontrar el lodo mágico. ¿Acaso no es lo que hemos venido a buscar? Qué mejor forma de probar sus virtudes que con la pierna de Juan… ¿no?

—Eso —replicó Juan irónicamente—, me dejáis solo mientras os vais a buscar el lodo.

—No Juan, estamos prácticamente al lado, creo que debe estar en las pozas de allí, —indicó Andrés mientras señalaba unas charcas que había justo al lado del río.

—¿Y cuál es el plan? Si es que hay uno, claro —interrogó Juan con gesto compungido.

—No estás ayudando mucho Juan —replicó Andrés—. El propósito es ir hasta el lodazal, coger, con una de nuestras cantimploras, pequeñas porciones de barro, venir con ellas hasta aquí y rociarte la pierna con el fango. Así hasta que se cure —explicó Andrés, no demasiado convencido de lo que decía.

Y miró a Alberto esperando que aprobara su propósito.

Entonces Juan y Alberto se observaron con la misma cara que ponen los actores en las películas de humor surrealista, cuando le echan una ojeada a la cámara con semblante irónico. Pero también tenían claro que tenían que probarlo. Era su última posibilidad.

Hicieron un descanso para comer. De sus mochilas sacaron algunos sándwiches fríos. Se sentaron alrededor de Juan. Apenas hablaron durante un rato. Masticaron y bebieron agua. Utilizaron la cantimplora de Andrés y la de Alberto, las querían vaciar del todo, para emplearlas en traer el lodo e intentar curar la pierna rota de su amigo. El agua de Juan la reservaron para poder beber.

Desde el lodazal hasta la posición que ocupaba Juan, no debía de haber más de veinte metros. Andrés y Alberto hacían viajes, cargados con sus cantimploras. Cuando llegaban rociaban la pierna de su compañero embadurnándola entera. Era de suma importancia que no se limpiara ya que desconocían el tiempo que tardaría en hacer efecto el lodo mágico.

—¿Notas alguna mejora? —le preguntaba de vez en cuando Andrés a Juan, que yacía tumbado y quejicoso.

—No. Lo único que siento es que me estáis poniendo hecho un guarro con tanto barro —respondía mientras miraba su pierna fracturada y sosteniendo sus gafas con dos dedos para no mancharlas.

—Tranquilo, ya verás cuando bajes por la cuesta de Guísar corriendo como un ciclista profesional —decía Andrés en un intento de animarlo, por cierto, sin mucho éxito.

Normalmente los dos, Andrés y Alberto, no coincidían en los viajes hacia las charcas. Procuraban no dejar solo a Juan ni un instante. Se cruzaban a mitad de trayecto, mientras uno de ellos iba a buscar barro, el otro venía de echárselo a Juan por encima. En la confluencia, ni siquiera se paraban a hablar, sólo cruzaban sus miradas y en alguna ocasión se guiñaban el ojo.

En una de las veces, sin darse cuenta, se quedaron los dos solos: Andrés y Alberto, llenando las cantimploras y aprovecharon para hablar.

—Andrés, tenemos que hacer algo —le dijo viendo que la situación se estaba volviendo crítica.

—¿Por qué? —contestó, mientras oteaba en busca de un charco del que no hubieran cogido barro—. ¿Lo dices por la pierna rota de Juan?

—Dentro de poco anochecerá. No podemos dejarlo solo, así que nos tenemos que quedar, y no hemos venido preparados para eso ya que no tenemos tienda de campaña, ni provisiones para aguantar muchos días. Hay que hacer algo.

Alberto sabía que Andrés hablaba de forma desesperada, pero la situación realmente lo era.

—De momento seguiremos intentado lo del lodo, creo que vale la pena agotar todas las posibilidades. Si no lo encontramos hoy, no volveremos a subir nunca más —afirmó tajante Andrés, mientras continuaba llenando su cantimplora de barro.

—Eso desde luego, yo no vengo más por aquí ni de casualidad —afirmó Alberto seguro de lo que decía y bastante crispado—. Pero el problema no es ese, el inconveniente más bien es… ¿qué hacemos ahora? ¿Hoy?

—Cuando caiga la noche nos meteremos en una de esas casas abandonadas, por lo menos no creo que pasemos frío, y mañana a primera hora pasaremos al plan «B».

—¿Y cuál es? —preguntó interesado—. No sabía que tuviéramos un plan «B». Ni siquiera sabía que había un plan «A».

—Siempre hay uno. El nuestro es bajar uno de nosotros hasta Guísar y pedir ayuda al puesto de la Guardia Civil más cercano —replicó convencido de ser la única opción válida y dada las circunstancias.

—Sí —dijo Alberto en tono irónico— o esperar a que llegue mañana y ya nos buscará la Guardia Civil, cuando nuestros padres hayan dado la señal de alarma, al no ver que llegamos esta noche a casa.

La última frase la dijo casi gritando.

—No hace falta esperar tanto —manifestó Andrés—, ahora mismo puedo coger la bicicleta e ir hasta Guísar a buscar ayuda. El problema es que, desde aquí hasta las bicicletas hay un buen trozo, y luego bajar hasta el río grande a esa hora, siendo de noche, no es muy recomendable.

Los chicos no podían utilizar los teléfonos móviles para llamar a la Guardia Civil ni a Protección Civil, ni a nadie. La cobertura en Belsité era nula. No había ninguna zona de allí hasta el túnel de la Limonera, donde fuese posible llamar.

Y a las nueve de la noche dejaron de traer barro. Alberto ni siquiera terminó de vaciar su cantimplora de légamo sobre la pierna rota de Juan. El agotamiento hizo presa en todos ellos. Auparon a Juan y se refugiaron en una de las casas de piedra abandonadas. La casa tendría una superficie de veinte metros cuadrados aproximadamente. Las paredes eran altas, como si en tiempos hubiese tenido dos plantas; aunque no se observaban marcas de tabiques en la estructura. El interior estaba minado de hierbajos, no demasiado altos para el tiempo que se supone llevaba deshabitada la casa. Una ventana rota es todo lo que se podía contemplar en la desconchada pared. No había muebles, ni cuarto de baño, ni nada.

Alberto calculó que se quedarían allí toda la noche. Pensó que sobre las once, más o menos, sus padres se pondrían en contacto entre ellos. Acto seguido llamarían a la policía y estos a su vez a la Guardia Civil. Sobre las doce de la noche empezarían a buscarlos en el río grande, en Guísar. Ellos allí, en Belsité, como tres tontos, buscando un barro milagroso, con la intención de curar de su enfermedad a un profesor de historia.

—Será un refugio de montaña, —comentó Andrés mirando hacia el techo descubierto y dejando su mochila en el suelo, al lado de la pared.

—Sí, pero los albergues de este tipo, no son tan altos y están dotados de pavimentos de piedra —indicó Juan mientras se quitaba las gafas para limpiarlas—. Si observáis este no tiene ni siquiera empedrado.

—Bueno, —puntualizó Alberto— a lo mejor en su día sí que lo tenía, y otro rellano más, y también habría muebles. Pero… ¿Cuánto tiempo deben de llevar abandonadas estas casas?

—Por lo menos cien años —contestó Andrés—, además aquí no llega la corriente eléctrica, ni el agua y el gas. Por lo que no las pueden utilizar de refugio de montañeros.

—Sí —afirmó Juan—, aquí no llega nadie, ni la gente. Y para usarla de refugio tiene que tener techo… ¿no?

Encendieron un pequeño fuego, dentro de la casa, con un mechero que tenía Andrés. Utilizaron ramas secas que cogieron al lado del río. «Ojalá hubiéramos traído las cañas de pescar, por lo menos tendríamos truchas para cenar», pensó Alberto, mientras ojeaba la improvisada guarida que se habían encontrado.

La pierna de Juan seguía igual que antes, rota. La vendaron usando las mangas de sus camisas y atándola con los cordones de uno de los zapatos de Juan. Se le había hinchado tanto el pie que no podía ponérselo.

Sacaron un par de bocadillos de sus mochilas y se dispusieron a repartirlos entre los tres, para cenar delante de la hoguera, a la luz de la luna.

—Mejor estaría aquí con Sara, la más bella del colegio, que con vosotros —suspiró Andrés, mientras mordisqueaba un trozo de bocadillo de jamón—. Seguro aprovecharía mejor el tiempo.

—A mí me gustaría estar con Rosa, la hermana de Alberto. Seguramente haría mejor de enfermera que su hermano —consideró Juan, mientras comía un bocadillo de pan de molde, relleno de salami.

El comentario les hizo reír a los tres. Juan había dicho muchas veces que la hermana de Alberto era muy guapa. La diferencia de edad hacía imposible una relación entre ellos dos ya que Rosa tenía dieciocho años y Juan sólo quince; aunque estaba a punto de cumplir los dieciséis. A esa edad hay mucha desigualdad, pero sabían que conforme se hiciesen mayores se iría acortando, es decir, de quince a dieciocho hay más que de veinticuatro a veintisiete, por ejemplo.

—Espero que no llueva, —comentó Andrés mientras bebía un trago de agua—, en esta época del año son más frecuentes las heladas que las tormentas, pero nunca se sabe.

—¡Sólo nos faltaría eso! ¡No seas gafe! —protestó Alberto, mientras miraba las paredes de la improvisada vivienda, observando lo peculiar de la construcción.

Permanecieron plácidos, sentados y descansando. Juan parecía más sereno, el dolor de la pierna no le estaba fastidiando lo suficiente como para no dejarle comer. Andrés ya había terminado el bocadillo y comía un puñado de regaliz como postre. Alberto extrajo un manojo de plátanos. Peló uno y lo ofreció al resto de sus amigos, Juan cogió uno.