—4—
El colegio
Viernes 30 de octubre
El viernes llegaron los tres amigos al colegio. Se guiñaron el ojo al entrar en clase, un cuqueo de complicidad. Algo había cambiado desde el día anterior. Estaban inmersos en un cuento donde la trama principal era encontrar un tesoro. Un cuento similar al de Robert L. Stevenson donde había que encontrar la Isla del tesoro y donde deambulaban viejos piratas de pata de palo, cocineros, barriles de manzanas, doblones y la canción del ron.
—Andrés —le dijo Alberto, queriendo comentarle algo sobre el tema de las pozas de Belsité, mientras le ponía la mano encima de su fornido hombro.
—Luego Alberto, luego. Ya hablaremos a la hora del recreo —recusó mientras examinaba un puñado de libros que portaba en la mano.
El pasillo no era el lugar más apropiado para hablar de las pozas de Belsité. Juan le hizo callar con la mirada. De su interior surgía, agitado, aquel niño de ocho años que no podía evitar hablar del regalo de los Reyes Magos. Tenía una indispensable necesidad de gritar a los cuatro vientos que ellos sabían de la existencia del lodo mágico. De un barro con propiedades milagrosas capaz de curar la enfermedad más mortífera. Capaz de rescatar de los brazos de la muerte a quien se empapara de aquel lodo. Se sentía importante, singular, único. Le sabía mal que aquellos alumnos le rodearan y pasaran por su lado sin percatarse de que él conocía un sitio donde la magia era posible. Un mago Merlín moderno. Porque estaba bien claro que las aventuras de Merlín, de la isla del tesoro, las hadas…, todo eso era cierto, sólo había que buscarlos. Se paseaba Alberto por los pasillos de las aulas soñando, sonriendo, deseando la llegada del domingo para salir de dudas, para hallar el lugar donde se bañó el abuelo de Andrés y comprobar la veracidad de su historia. Pero en el fondo de su ego había un miedo oculto a que la proeza de llegar hasta Belsité no pudiese realizarse. Y no por su culpa, si no porque veía a sus amigos reticentes a realizar el viaje. Él también tenía miedo, sería un insensato en caso contrario, pero el afán por encontrar el lodo superaba con creces la aprensión de sufrir algún tipo de percance en el pantano.
Andrés venía caminando raudo hacia él, por el pasillo. Agachó los ojos para eludir su mirada. Sabía que Alberto era muy nervioso y que le estaba costando horrores evitar que se le notara que algo tenían entre manos.
—¿Quedamos los tres en el río esta tarde? —perseveró mirándole fijamente a los ojos.
Los demás alumnos pasaban por al lado ajenos a la conversación.
—Vale, a las seis, cuando acaben las clases —asintió Andrés con la cabeza.
—Ok. Ya se lo comento a Juan, espero que su madre le deje venir, ya sabes las pegas que pone a que venga con nosotros a la dehesa.
—Últimamente su madre no dice nada. Creo que se ha dado cuenta de que nosotros tratamos a su hijo con respeto y que nuestra amistad le proporciona más beneficio que otra cosa.
Alberto bajó el tono de voz para asegurarse de que nadie escuchaba la conversación.
—Ok —prorrumpió Andrés— esta tarde hablamos largo y tendido del tema del domingo y lo planificaremos metódicamente.
Alberto lo vio convencido y convincente. Asintió con la cabeza y cada uno se dirigió a su aula.
La primera hora del viernes siempre tocaba matemáticas. Esa asignatura la impartía la señorita Trinidad. Ya de por si la asignatura era pesada, pero dada por esa profesora lo era doblemente. La maestra de matemáticas rondaba los cuarenta años. Achaparrada, entrada en kilos, gafas de miope; que le hacían los ojos muy pequeños, con un peinado de los que salían en las películas de los años cincuenta y una voz de pito que se clavaba en el cerebro una cosa mala. Le faltaba el dedo anular de la mano izquierda y nunca dijo como lo perdió, pero el padre de Alberto le contó que siempre la había conocido faltándole ese dedo.
Mientras apuntaba números en la pizarra, Alberto pensó si el barro mágico serviría para que recuperara ese dedo. «¿Cómo sería?». Sumergiendo la mano en el lodo y al sacarla ver que tenía el dedo completamente restaurado. «¿De verdad se puede hacer eso?». La espera de que llegara el domingo le producía un desasosiego tal a Alberto que no lo dejaba tranquilo un momento. La impaciencia le invadía por completo y las horas no pasaban y la clase se hacía insufrible. Miró por la ventana y pensó en las cosas que se podrían hacer con ese lodo. Se imaginó a él mismo deambulando por una enorme playa. Dos espigones la limitaban, y tumbada en la arena había multitud de personas de todas las edades: ancianos, niños, chicas jóvenes, señoras maduras. El sol era abrasador y una señora mayor se acercaba hasta él mostrándole unas manchas en la piel de la cara. Eccemas del tamaño de una galleta le cubrían el rostro. La señora le pidió ayuda y Alberto extrajo una cantimplora llena de lodo. Le untó la piel con sumo cuidado. Esparció el barro por su semblante. Lo extendió por la nariz, los párpados, la barbilla. La mujer sonreía. Poco a poco la piel se iba estirando. Se transformaba. Y ante su asombro se convertía en una jovencita de belleza sublime. Sus ojos se avivaban. Su pelo se alisaba y se tornaba rubio, resplandeciente…
—¡Alberto, ya estás distraído otra vez! ¿Qué estás mirando? —gritó la profesora de matemáticas, con un chirrido puntiagudo que le tachonó la cabeza.
—Señorita Trinidad, le estoy prestando atención —contestó deseando que no le preguntara nada más.
—¿De verdad? Pues entonces sal a la pizarra y completa la operación que estaba haciendo antes de que tuviese que interrumpir la clase por tu culpa.
Justo cuando Alberto se levantaba del pupitre para dirigirse al entarimado, Andrés le sopló: 1528.
Retuvo el número en la cabeza. Lo repitió incesante. Los demás alumnos cuchicheaban a su paso. Llegó hasta la pizarra. Se detuvo delante de ella. Un montón de cifras salpicaban todo el encerado con el signo igual al final de ellas. «Ahí es donde debo poner el resultado», se dijo Alberto «a continuación del signo igual».
Se acordaba del número que le dijo Andrés. Supuso que sería ese. Y lo escribió sin dudar, rápido. 1528.
—¿Estás seguro Alberto de que ese es el resultado a la operación? —clamó con un chillido la señorita Trinidad, levantando la mano y dejando ver el hueco del dedo anular.
—Sí, profesora, creo que sí —replicó tratando de ser convincente, mientras imploraba para que realmente ese fuera el número correcto.
—¡Muy rápido lo has resuelto! —dijo— ¡borra la pizarra que te voy a poner otro! —ordenó la profesora de matemáticas, mientras lo miraba por encima de la montura de sus gafas.
Afortunadamente, y por segunda vez en esa semana, el sonido del timbre del colegio fue el fiel aliado de Alberto y le salvó de hacer el ridículo más espantoso.
El bullicio de los alumnos levantándose de sus sillas y corriendo hacia el pasillo impidió una reprimenda por parte de la señorita Trinidad. «Salvado por la campana», se dijo a sí mismo en voz baja.
Una vez en el pasillo Andrés le dijo:
—Alberto, por lo que más quieras, por qué no te aplicas más y te ahorras esos sustos.
—Ya me aplico, el problema es que no me entero de nada y me distraigo pensando en otras cosas —le respondió—. Ya sabes que lo mío son las artes. En matemáticas estoy pegado del todo.
—¿Las artes? —dudó—. Lo que te pasa es que tienes que aterrizar de una vez por todas. Soñador —cuchicheó entre dientes—. Pues yo no voy a estar siempre para ayudarte… ¿y si nos separan de clase? —declaró mientras comprobaba que llevaba todos los libros bajo su brazo.
Era un gesto habitual en Andrés: comprobar que llevaba todas sus pertenencias encima. Lo hacía de forma compulsiva, casi maniática. Nunca se dejó un libro, ni un lápiz, ni siquiera una lectura o una tarea que tuviese que llevarse a casa. El orden personificado, ese era Andrés.
—Yo, si me pongo soy buen estudiante, lo que pasa es que no me he puesto nunca —comentó Alberto intentando hacer un chiste.
Andrés le reprochaba esas salidas airosas cuando estaban entablando una conversación seria. Le decía que era una forma de huir de los problemas.
—Tú y tus gracias —le dijo— tienes que empezar a olvidarte de esa manía de responder a conversaciones serias con chistes inadecuados.
—Tienes razón, perdona —asintió—. Respecto a lo de Belsité…
—Respecto a lo de Belsité —le interrumpió— ya quedaremos a las seis en el parque, como habíamos dicho esta mañana, junto al río. Allí hablaremos.
—Estoy impaciente.
—Lo sé amigo mío, lo sé, pero es mejor no hablar nada de esto en el colegio. El resto de alumnos no entenderían muchas cosas…
Andrés se calló un momento cuando la señorita Trinidad pasó por al lado de los dos.
—Hasta luego chicos.
—Hasta luego señorita —respondieron a la vez.
—Luego hablamos —le guiñó el ojo Andrés. Y se fue pasillo abajo silbando.
Ya era mediodía y Alberto llegó a casa para comer. Su madre, una excelente mujer, tenía la comida de todos preparada. La preparaba el día anterior. Siempre conseguía hacer platos económicos y que no afectaran a la maltrecha economía familiar. La pobre mujer estaba aquejada, desde hacía tiempo, por el asma. Le costaba respirar y a veces también hablar. Alberto siempre oía esos silbidos en el pecho que le obligaban a usar inhaladores de cortisona para respirar mejor y que actuaban dilatando los bronquios, pues se fatigaba con facilidad; aún así hacía de tripas corazón y llevaba la casa, su marido y dos hijos, con una fuerza envidiable, casi inhumana. Alberto imaginó lo que el lodo mágico sería capaz de hacer con ella. Como untado con esmero en su pecho haría que se le abrieran los pulmones. Le pondría un buen pegote en la cara y rejuvenecería su rostro hasta hacerla parecer una mujer de treinta años. Los demás los verían con envidia. Tendría que hacer lo mismo con su padre, para que no se notara la diferencia de edad. Serían dos padres jóvenes y guapos. Los cuatro, sus padres y los dos hijos saldrían a pasear por la calle como si fuesen amigos o hermanos. La gente les guardaría rencor por albergar la poción de la eterna juventud. Cada vez que los rostros de sus padres se tornaran viejos y arrugados, un poco de lodo se encargaría de volverlos tersos y adolescentes. Se tendrían que cambiar de ciudad, de población y tal vez de país. Sería imposible ocultar por mucho tiempo a los vecinos la inmovilidad del tiempo en los rostros de su familia.
Desechó el sueño. No le estaba gustando e incluso le pareció grotesco…
Mientras estaba sentado en el comedor, haciendo zapping con el mando de la televisión, intentó iniciar su fantasía acerca de la utilidad del barro de Belsité. Miró de reojo a su madre y pensó como actuaría con ella el lodo mágico. Bastaría con ponerle un poco sobre el pecho y sus pulmones volverían a funcionar como siempre. Sería fantástico. Una mujer tan llena de vitalidad, tan buena con ellos, se merecía tener una salud de hierro. A pesar de haber cumplido los cincuenta, aún conservaba un rostro juvenil. Era guapa, de eso no había duda. Ojos azules, recia y unos enormes labios rojos, que le llenaban la cara por completo cuando reía. De repente pensó en que no le pondría el lodo en el rostro. No lo necesita. A pesar de esas arrugas de la edad seguía siendo una mujer guapa.
Su padre aún no había llegado a casa. Trabajaba en la serrería del pueblo, la única que había. Le faltaban dos dedos de la mano derecha y uno de la izquierda. Más que a la señorita Trinidad, a la que su padre conocía. Cuando entraba en el pequeño comedor del piso, lo primero que hacía era darles un beso a todos. La primera la madre, luego Rosa y por último Alberto. Su hermana ya estaba en la cocina ayudando. Cuando llegaba a casa el padre no se entretenía viendo la televisión sino que entraba directamente a donde estaba la madre y se ponía a cooperar con las tareas domésticas. Sus padres nunca le inculcaron a los hijos que las mujeres son las que hacen las tareas del hogar, pero Alberto, no sabía porqué, parecía que lo entendía así. «Eres un vago», le llegaron a decir en más de una ocasión. Él se ofendía, pero en el fondo sabía que algo de razón había en esas palabras. Era consciente de que tenía que corresponder en los quehaceres de la casa y contribuir de forma activa a ayudar a sus padres. Los pobres ya tenían suficiente con trabajar todo el día para darles estudios y alimentos a su hermana y a él. Su hermana Rosa, en ese sentido era perfecta. Tenía tres años más que Alberto y llevaba de culo a todos los chicos de la ciudad. Había que reconocer, aunque a su hermano no le gustara hacerlo, que era muy guapa. Rematadamente guapa. No muy alta, pero delgada, cabello rubio teñido; en realidad lo tenía de color castaño. Ojos azules, como la madre. Nariz respingona y la boca muy pequeña, lo que le confería un aspecto de muñeca de porcelana. Ese año ya no iba al colegio y empezó a trabajar como secretaria en una empresa de Osca, en una filial de una compañía con sede principal en la capital de la provincia. Estaba tonteando con un chico del pueblo, Joaquín, un año mayor que ella. Se veían a escondidas porque el padre no aprobaba la relación, decía que ese chico era un bala perdida. Todos sabían que cuando era pequeño tuvo problemas con la policía local, pero todo el mundo tiene derecho a enmendar los errores que pudiera haber cometido en el pasado. Alberto no lo conocía demasiado, pero lo consideraba un buen chico.
Se sentaron alrededor de la mesa y comieron en silencio. El padre no aprueba que se hable con la boca llena. La televisión encendida para envolver el mutismo. Alberto no habla tampoco, su mente ya está en Belsité, con el lodo mágico.
A las seis de la tarde los tres amigos se juntaron en el parque, a la orilla del río. Alberto, Andrés y Juan se citaron en la parte sur, donde casi nunca había nadie. Era la zona donde quedaban las parejas para besarse, así que los tres se apartaron un poco para no molestar y para que no les molestaran. Andrés siempre decía, socarronamente, que algún día quedaría allí con Sara; o eso es lo que le gustaría a él. Sus amigos desconocían la afición que le cogió con esa chica, para Alberto no era de las más guapas del colegio; siempre pensó que su hermana Rosa era la más guapa. Pero como dice el refrán: «el amor es ciego». Ciertamente la belleza está en los ojos del que mira y Andrés veía a Sara como si fuese una princesa. La chica era pequeña de estatura; no debía medir más de un metro cincuenta. La cara llena de granos por el acné. El pelo siempre lo llevaba pintado de colores; nadie sabía cual era su tonalidad natural. La nariz la tenía muy extraña, como si tuviese el tabique nasal desviado.
—Hola —dijo Andrés a todos, mientras se sentaba en una de las piedras que había al lado del pantano de la dehesa—. Debemos planear la salida del domingo de forma concienzuda —avanzó.
Alberto empezó a emocionarse. El plan trazado estaba tomando forma.
—Sí, lo primero —interrumpió Juan sudando como era habitual en él y colocándose bien las gafas—, es saber cómo puedo convencer a mi madre para que me deje ir con vosotros hasta Belsité (tragó saliva). He pensado en todo esto y es difícil, por no decir improbable, que ella me permita subir hasta el pantano. Ya sabéis que es muy reacia a dejarme ir hasta la zona del río grande, por el tema de las tormentas.
—Pues, mira —afirmó Alberto convencido—, creo que lo mejor es que no le digas precisamente eso: que vas con nosotros tan lejos. Lo que debes sostener es que te vas a pasar el día al río grande. Coge la caña de pescar y la caja con todos tus enseres, para que no sospeche, y sal de casa como si fueses a un día de pesca normal, yo por mi parte haré exactamente lo mismo, y si me preguntan diré que estoy con vosotros dos…, pescando. Tu madre —le dijo a Juan—, no dirá nada porque en esta época del año nunca hay tormentas.
—Me parece buena idea —ratificó Andrés—. De hecho es lo que deberíamos hacer, decir a nuestras familias que estamos juntos, otra cosa es… ¿cómo subiremos hasta Belsité? Está lejos y tardaremos tiempo en llegar. No es un viaje sencillo y mucho menos fácil.
Andrés planteaba las preguntas y las respuestas al mismo tiempo, por lo que dejaba poco margen de actuación a los otros dos.
—Previamente tenemos que acercarnos hasta el pantano de Guísar —explicó Alberto—. Hasta allí no hay problema, podemos hacerlo en tren. Hay un tren de cercanías que nos deja bastante próximos a la presa. Luego, desde allí, no hay demasiada distancia hasta las pozas.
—¿Nos dejarán montar las bicicletas en el tren? —preguntó Juan, mientras se colocaba bien las gafas que le resbalan a causa de la transpiración.
—¿Por qué? —replicó Andrés, sacando una bolsa llena de regalices y ofreciendo con la mano tendida.
—Porque si pudiéramos ir con ellas hasta allí arriba, luego desde el pantano de Guísar hasta los barrizales de Belsité está chupado —afirmó Juan—. A esa hora empiezan a bajar las temperaturas.
—Sí, eso está hecho, pero… ¿sabes lo que dices? Son casi quince kilómetros de montaña empinada —alegó Andrés, dudando de que Juan y Alberto pudieran hacerlo.
Para Andrés era sencillo, él era un gran deportista. De aspecto fornido y con espaldas anchas siempre destacó en gimnasia y en cualquier deporte que se propusiera. En su casa disponía de un pequeño local donde tenía aparatos de pesas para entrenar, bancos de abdominales, sacos de boxeo… Andrés era lo que se suele decir, un cachas.
—¿Y qué es eso comparado con el lodo mágico? —sostuvo Alberto seguro de querer conseguir el barro costase lo que costase—. ¿Cuántas veces hemos hecho excursiones por el mero placer de hacerlas, por pasar un día al aire libre?
—También tienes razón —asintió Andrés—. Tendríamos que partir pronto y el primer tren de cercanías no sale hasta las ocho de la mañana, es muy justo para llegar y subir en bicicleta hasta la ciénaga.
—¿Y cuándo sale el último? —preguntó Juan.
—Lo dices para poder volver pronto, ¿verdad? —dijo Alberto, conocedor de las relaciones de su amigo con su posesiva madre.
—No exactamente, es más bien para salir con el último tren el día anterior —replicó Juan, que se había quitado las gafas para limpiarlas.
Su propuesta les pareció increíble.
—Pues creo que a las diez de la noche —mencionó Alberto sin estar muy seguro de ello.
—Si cogiéramos ese tren llegaríamos al pantano a las dos de la mañana. Sería genial. A las seis podríamos estar en la charca milagrosa —comentó Andrés ahora más ilusionado—. Los quince kilómetros que separan el río grande de Guísar y las pozas de Belsité, lo podríamos hacer en un par de horas. Hay mucha pendiente, pero también tenemos que tener en cuenta que hacemos el trayecto en bicicleta.
—¿Y qué les diremos a nuestros padres? —interrogó Juan preocupado como siempre por la relación con su madre—. Si ya es dificultoso que mis padres me dejen subir hasta Guísar, no quiero ni pensar si les digo de salir la noche anterior.
—Si eres tú quien ha preguntado a qué hora salía el último tren —afirmó extrañado Alberto por el comportamiento de Juan—. Pensaba que lo decías para salir la noche anterior…
—Y así es —reafirmó—, el que tenga problemas de independencia con mis padres, no implica que aporte ideas para solucionar contratiempos. Entonces lo de salir la noche antes ha quedado claro, ¿verdad? Lo que pregunto ahora es: ¿Qué les diremos a nuestros padres?
—Otra vez con lo mismo —protestó Andrés—. Pues les diremos que vamos a pasar un día de pesca y que salimos la noche anterior para aprovechar toda la jornada. Si todo sale bien, el domingo por la tarde estaremos de vuelta en casa. Así que debéis acordaos de coger las cañas de pescar y la caja con todos los utensilios. No os olvidéis de poner anzuelos y sedales, sobre todo.
—Bien —dijo Alberto para romper unos segundos de silencio después de la explicación de Andrés— supongo que no nos va a quedar más remedio que hacerlo así, si realmente queremos subir hasta las pozas. Juan sólo debe pedir la aprobación de sus padres —aconsejó mientras le miraba buscando su beneplácito—. Nosotros, por nuestra parte, apoyaremos la coartada del día de pesca. En caso de que me pregunte tu madre donde has estado el domingo, Juan, no te preocupes, le diré que lo has pasado conmigo, pescando en el río grande de Guísar. Pero… ¿qué hay de los demás chicos?
—¿Los compañeros del colegio? Ni palabra. Sólo faltaría que lo supiera el tonto de Tomás y lo echara todo a perder —aseveró Andrés mirándolos a los dos, mientras ellos asentían con la cabeza—. ¿Os imagináis qué pasaría si se enterara? Es mejor no fiarse de nadie, el tema del lodo hay que tomarlo como algo muy serio.
Sea como fuese parecía que la reunión de ese día había servido para dejar una cosa clara: que finalmente subirían los tres a Belsité a buscar el lodo mágico.