—3—

¿Es cierta esta historia?

Esa tarde pasearon, y charlaron mientras tanto, todos juntos por el camino de la dehesa. Cansados de andar, se sentaron junto al río, donde estaban los patos y los cisnes. La alfombra de hojas conformaba un paisaje bucólico. Alberto y Juan le pidieron a su amigo Andrés, muy dado a contar historias, que les narrara una leyenda interesante para amenizar el atardecer antes de volver a casa. Andrés era único relatando cuentos y además facilitaba tantos detalles, que siempre que iniciaba alguna fábula sus amigos no podían dejar de escucharlo. Los cisnes solían acercarse hasta donde se encontraban ellos y Alberto llegó a pensar que entendían lo que Andrés narraba con tanta devoción, no omitiendo detalle alguno de las historias con las que los distraía en las tardes de la dehesa.

—Sabéis —empezó la historia, mientras hurgaba en el bolsillo de su chaqueta para sacar un trozo de regaliz— mi abuelo pudo morir mucho antes de que llegara su hora.

Alberto y Juan se apresuraron a acomodarse al lado de Andrés y desearon que nada ni nadie los interrumpiera para no cortar el hilo de la historia que iniciaba en esos momentos.

—Siendo aún joven y con pleno apogeo, físico y psíquico, cogió gangrena en un pie. Se la diagnosticaron justo después de volver de un ascenso al Himalaya. Allí subió con un reducido grupo de escaladores, amigos de él, y estuvieron perdidos varios días hasta que fueron rescatados en unas condiciones pésimas. Consiguieron su objetivo pero el frío les pasó factura a todos y pagaron caro el haberse enfrentado a la naturaleza en su propio terreno.

A Andrés le gustaba recrearse en las historias que narraba y se regocijaba sin ningún tipo de miramiento en los más nimios detalles, por insignificantes que fueran. Eso le daba más realce a sus palabras y la atención prestada por sus amigos era esclava de su dicción.

—Sufrió una severa congelación en los dedos de ambos pies. El izquierdo lograron salvarlo tras mucho esfuerzo, pero el derecho no quedaba más remedio que cortarlo antes de que la necrosis se le extendiera por la pierna y fuera demasiado tarde.

Alberto y Juan suspiraron.

—En aquella época solo existía una forma de parar el avance putrefacto de la gangrena…

Andrés se detuvo y miró a Juan invitándole a terminar la frase.

—Cortando el pie —dijo Juan sin tartamudear, pero dudando de su respuesta.

—Así es, pero mi abuelo se negó rotundamente y no quiso someterse a la operación aún a riesgo de perder la vida.

—Era testarudo —afirmó Juan.

—¡Qué fuerte! Pero si al final no murió de gangrena —exclamó Alberto.

Andrés le solicitó con la mirada a que se explicara.

—Mi padre me dijo en una ocasión que tu abuelo murió de muerte natural, es decir: de viejo.

—Sí, ya sabes que falleció años más tarde de muerte natural —objetó Andrés de forma coherente, mientras se llevaba a la boca un trozo delgado de regaliz.

—¿Entonces qué ocurrió? —replicaron Alberto y Juan al mismo tiempo.

—Dejadme que os cuente la historia ya. Impacientes —observó Andrés.

Andrés imprimía tal intriga en sus cuentos que se hacía difícil poder esperar al desenlace de los mismos.

—En aquella época mi abuelo estaba casado con su primera mujer: María del Mar. Y tenían dos hijos: Andrés, mi padre, y Sonia, mi tía. Los fines de semana acostumbraban ir al pantano de Belsité acompañados de amigos. Allí hay un embalse de principios de siglo, que por motivos que se desconocen no funciona como tal, es decir, que tuvieron que hacer otro más nuevo y este quedó como monumento y zona de interés paisajístico. Bueno, la verdad, es que creo que la obra original tenía fugas; el terreno es muy poroso, y no consiguieron retener el agua para el embalse, así que abandonaron la obra a medio hacer y empezaron otro pantano unos kilómetros más abajo.

—Es verdad, yo fui una vez con mis padres —dijo Juan reforzando la historia de Andrés, mientras se colocaba bien las gafas, arrastrándolas desde el puente de las mismas, hasta la base de la nariz.

—Sí, está en la zona alta de Osca, justo después de Guísar —corroboró Andrés, señalando hacia la dirección donde estaba el embalse.

—¡Sigue contando! ¿Qué pasa con ese pantano? —animó a que prosiguiera con la interesante historia, mientras abría una bolsa de pipas saladas.

—Bien, mi abuelo no les refirió nada a su mujer ni a sus hijos sobre la gangrena, más bien les dijo que ya estaba curado, que sólo había sido una congelación leve de los dedos del pie y que se pudo sanar con una medicación adecuada que le recetó el médico del pueblo. Se lio una media elástica bien apretada para que no se viera la putrefacción del pie y aguantó el dolor como pudo.

—¿No les quería preocupar? —preguntó Alberto.

—Igual pensó que no era gangrena y que solamente se trataba de una herida provocada por el frío —interrumpió Juan—, ya sabéis que el frío puede quemar y el calor puede helar llevado al extremo…

—Sssssssch —siseó Andrés para que callaran y le dejaran seguir con la historia—. Mi abuela se encargaba de preparar la comida. Se esmeraba en ello y dedicaba la noche anterior a elaborar los más suculentos manjares que hacían las delicias de todos los excursionistas. Lo metía todo en canastas de mimbre, junto con manteles, cubiertos y utensilios para pasar una jornada en el campo. Al día siguiente se desplazaban todos hasta allí en un viejo Citroën Pato…

—¿Citroën Pato? —preguntó Juan extrañado, anticipándose a Alberto, que justo iba a formular la misma pregunta.

—Sí, es un coche parecido al «dos caballos», pero más viejo y grande. Antiguo. Fue muy popular en los años treinta, también era conocido con el nombre de Stromberg.

—A mí siempre me han encantado los coches viejos —dijo Juan.

Alberto asintió con la cabeza.

—¿Viejo? —preguntó Andrés serio.

—Bueno, perdona —se disculpó al darse cuenta de la ofensa infringida—. Quise decir antiguo.

—Viejo, antiguo… ¡qué más da! —dijo Alberto— son sinónimos que vienen a decir lo mismo.

—Pues no señor —rebatió Andrés—, aunque creas que son palabras equivalentes, la verdad es que hay pequeñas diferencias.

—¿Explícate?

—Algo viejo es algo que tiene muchos años y que está deslucido, estropeado. Sinónimos de viejo podrían ser: ajado, decrépito, o incluso trasnochado. Pero antiguo es otra cosa amigo Alberto, antiguo encajaría más en tradicional, añejo, vetusto.

Andrés tenía un increíble dominio del lenguaje y conocía un amplio abanico de palabras que la mayoría de personas apenas utilizaban. Alguna vez había contado que una de sus lecturas preferidas era precisamente esa: el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

—Además —añadió—, los sinónimos no existen realmente.

—¿No? —preguntaron los dos al mismo tiempo.

—Pues no, porque los sinónimos deberían ser dos formas de nombrar la misma cosa y lo que hacen realmente es nombrar cosas parecidas.

—Pon un ejemplo Andrés que no te acabo de entender —le dijo Alberto.

Juan se encogió de hombros.

—Veamos —cogió aire para hablar—, la palabra camino y sendero podrían pasar por sinónimos, ¿es así?

Los dos amigos asintieron con la cabeza.

—Según el diccionario un camino es una vía de tierra por donde se transita habitualmente o la dirección que ha de seguirse para llegar a un lugar.

—Correcto —dijo Alberto.

—Y un sendero es, siempre según el diccionario, senda o camino pequeño y estrecho. ¿Veis la diferencia? ¿Se puede decir entonces que son sinónimos camino y sendero?

Ya conocían a Andrés desde hacía tiempo y sabían de su especial inclinación a confrontaciones dialécticas de difícil término. Hubiera sido de todo estéril el alargar más los ejemplos que a buen seguro les pondría acerca de las diferencias entre palabras que pasaban por sinónimos y que realmente no lo eran. Decidieron claudicar y darle la razón para que continuara con la historia de su abuelo. Empezaba a estar en un punto interesante.

—Bueno —siguió narrando—, una vez en las arboledas del pantano, mi abuelo aparcaba el coche, y mi abuela y mi tía Sonia, extendían el mantel y sacaban la comida de los cestos. Mi abuela era muy maniática con las hormigas y siempre buscaba un sitio libre de hormigueros y de piedras, bajo las cuales, según ella, siempre se escondían los escorpiones.

—¿Escorpiones en Belsité? —preguntó Juan.

—No, en esa región no hay escorpiones, pero el padre de mi abuela murió de una picadura de uno, y desde entonces les había cogido auténtico terror.

—Sigue —le animó Alberto.

—¿Por dónde iba?

—Decías que aparcaban el coche y extendían el mantel en una zona libre de hormigueros y de piedras…

—¡Ah! Ya recuerdo. Bueno pues se sentaban todos en circulo, alrededor de los manjares preparados por mi abuela. Comían, charlaban, reían y explicaban anécdotas e historias de cuando eran pequeños. Fábulas de fantasmas y de espíritus del más allá que volvían para atormentar a quienes les hicieron daño o bien para alegrar a aquellos que los quisieron cuando aún estaban en vida.

—Que buena forma de pasar un día de fiesta —dijo Juan.

—Sí, la verdad es que nuestros padres se divertían más que nosotros. El hecho de tener menos avances tecnológicos les hacía ser más felices y disfrutaban mejor de los ratos de ocio. Yo aún recuerdo como mi familia sacaba las sillas a la puerta de casa en verano y se juntaban con el resto de vecinos e iniciaban tertulias eternas hasta altas horas de la mañana mientras que nosotros jugábamos en la calle…

—Ahora eres tú el que interrumpes —recriminó Juan con razón.

—Es verdad, no me había dado cuenta. Sigue Andrés, por favor.

—Más tarde, si la temperatura lo permitía, se bañaban todos en las pozas de Belsité.

—¿Y el pie de tu abuelo? Los demás verían la gangrena.

—Mi abuelo procuraba que nada hiciera presagiar lo que le ocurría en el pie. Se bañaba el primero, zambullendo los pies en el agua nada más quitarse los calcetines y no salía hasta asegurarse de que nadie le veía. Además, aprovechaba el abundante barro de las pozas para cubrirse la herida y simular que era fango seco lo que adornaba sus tobillos.

—¿Tuvo que ser duro para él, verdad? —preguntó Alberto imaginando la situación por la que pasó el pobre abuelo de Andrés.

—Ya lo creo Alberto, pero la gente de antes era así de testaruda y no se les podía cambiar fácilmente —argumentó Andrés mientras cogía un puñado de pipas de la mano de Juan. Y es que le gustaba mezclar dulce y salado, a pesar de que le había dicho infinidad de veces de que no era una combinación muy sana. Igual que no era bueno combinar fruta y leche o carne y queso.

—Bueno, ¿cómo se curó? —preguntó Juan, con la frente empapada en sudor y sacando un pañuelo de tela del bolsillo trasero de su pantalón.

—¿Cómo sabes que se curó? —cuestionó Andrés, como si le extrañara la pregunta de Juan.

—Se supone que no murió por la gangrena… ¿verdad? Antes comentaste con Alberto que falleció de viejo —respondió Juan.

—Sí, sí, tienes razón, no me acordaba que os había dicho que murió años más tarde. Pues bien, estando allí en el pantano, después de comer y tomar café, las mujeres recogían los manteles, lavaban los platos y los cubiertos en una fuente de agua cristalina que había junto a la arboleda. Los niños, mi padre y mi tía se iban a jugar a pelota. Mi abuelo y sus amigos encendían sus pipas de madera y buscaban algún rincón tranquilo donde fumar y disfrutar del aroma del tabaco. Al lado de la alameda de Belsité pasa un río, o pasaba, bastante caudaloso. Estaba lleno de piedras y formaba una especie de poza o cenagal, donde se estancaba el agua que no corría y en el fondo de esos barrizales se formaban unas capas gruesas de lodo. Mi abuelo se sentó en una de las piedras grandes, blancas y limpias que había al lado de una de esas pozas. Fue allí, donde se encontraba descansando y supongo que meditando sobre la proximidad de su muerte o charlando con algún amigo, cuando y sin darse cuenta, resbaló, metiendo los dos pies en la charca, hasta casi la altura de la rodilla.

—Vaya faena, lo que le faltaba al pobre hombre —lamentó Alberto mientras se limpiaba las manos, sacudiéndolas, de los restos de las pipas.

—Sí, Alberto, con todo el problema de la putrefacción del pie, y el no querer contarlo a su familia. Bueno, se secó como pudo, pero al verlo resbalar y oírlo maldecir en voz alta, todos se acercaron a donde se encontraba él, por lo que no pudo quitarse la media que le cubría el pie, para poderla secar y evitar que el dolor le desfigurara el rostro.

—¿Y qué dijo? —preguntó interesado Juan, mientras se enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo.

—Pues nada, se excusó con que casi no se había mojado y que ya se secaría convenientemente en casa. Cogió su pipa de dentro de la ciénaga. La puso sobre la piedra blanca, donde había estado sentado, para que se secara al sol.

—¡Qué valiente! —exclamó Alberto.

Los dos oyentes tenían en cuenta que la historia que contaba Andrés era referente a su abuelo, a su propia familia, lo que le daba una especial credibilidad y suponían que agradecería cualquier comentario agradable referente a la valía de su abuelo y la entereza y dignidad con la que soportó la terrible gangrena, que sin saberlo le estaba devorando el pie.

—Cuando al fin regresaron a casa, mi abuelo se encerró en el cuarto de baño y se dispuso a ver como seguía la herida del pie, para lo que tuvo que retirar la enmohecida media elástica. La despegó con sumo cuidado. No le dolía y pensó que se había entumecido de tal forma la herida que hasta los nervios se le habían atrofiado. Y cual fue su sorpresa al observar, mientras retiraba la venda que cubría la herida, que la gangrena había desaparecido completamente. Su pie se encontraba mejor que antes de la congelación. No se lo podía creer, por un momento pensó que estaba soñando. Limpió el barro que cubría sus tobillos. Pasó la mano varias veces hasta cerciorarse de que el pie estaba limpio. Y allí donde la sangre no circulaba y los tejidos de la carne se le iban destruyendo incansablemente, allí fue donde vio con asombro como su piel se había tornado rosada. Primero pensó que se había confundido de pie, que la memoria le jugaba una mala pasada y que estaba mirando la extremidad equivocada. No era posible que una necrosis de tal calado se hubiera desvanecido de esa forma, como si nunca hubiera existido.

—¡Ostras, que pasada! —exclamó Juan—. ¡Es una historia increíble!

—Ya lo sé, pero os puedo decir que es verdad, ese suceso me lo contó mi abuelo y él nunca mentía.

—¿Se lo contó a alguien más? —preguntó Juan.

—Bueno, mi abuelo no regresó al médico y mucho menos dijo nada a nadie sobre lo sucedido. Desde entonces hizo vida normal y como no era conocida su gangrena tampoco tenía que ser conocida su cura milagrosa.

—Pero a ti te lo contó, ¿no? —preguntó Alberto.

—Así es. Fue poco antes de morir que decidió contarme la maravillosa historia del lodo mágico. Supongo que necesitaba que alguien le creyese, que alguien supiera lo que el portentoso barro hizo por él y como lo rescató de las garras de la muerte.

—¿Volvió a ir a Belsité? —preguntó Alberto, interesado por la aventura que acababa de oír y mientras sacaba un paquete de chicles de fresa sin azúcar del bolsillo de la americana.

—Sí —contestó Andrés—, quería sobre todo encontrar la pipa de madera que puso a secar cuando se cayó en la charca. No se acordó de recogerla y se la dejó encima de una piedra blanca. Era difícil que pudiera hallar la cachimba, teniendo en cuenta que era mucha la gente que iba a pasar el fin de semana allí. A pesar de ir al mismo lugar donde estaba y buscarla por todas partes, nunca la encontró. De todas formas no se aproximó a la poza mágica, donde había caído aquel día.

—¿Por qué? —cuestionó Juan tartamudeando ligeramente.

—Tenía miedo, no quería que se supiera lo que le había ocurrido. Mi abuelo era muy reservado, pensaba que si la gente se percataba de lo que podía hacer esa charca, se convertiría en un lugar de culto, se explotaría y se enriquecerían unos cuantos. Así que prefirió callar y no decir nada a nadie, sólo me lo contó a mi antes de morir, supongo que no quería llevarse el secreto a la tumba.

Las reflexiones de Andrés eran más argumentaciones en favor de su abuelo que certezas. Alberto y Juan no creyeron que el abuelo de Andrés le hubiese dicho nunca los motivos por los que guardó semejante secreto, pero el caso es que quiso contarlo a alguien antes de morir.

—Sería fantástico poder ponerme un poco de barro en mi boca y hablar bien de una vez por todas —exclamó Juan con una enorme sonrisa dibujada en su cara.

—Amigo Juan, tú ya hablas perfectamente, el problema es nervioso, mira que bien lo haces ahora que estamos solos —replicó Andrés para darle ánimos.

—Sí, pero ese lodo envasado podría solucionar muchas enfermedades y podría ayudar a mucha gente —razonó en voz alta—. No creo que la naturaleza lo haya puesto ahí para que se pudra en el olvido.

—¿De quién Alberto? De cuatro ricos que serían aún más acaudalados con la explotación del barro reconstituyente. Esa fuente es natural, y como tal debe ser finita. Seguramente se llenarían unas cuantas botellas y luego desaparecería para siempre, dejaría a mucha gente sin curar y se empezarían a comercializar un sinfín de marcas de lodo que asegurarían ser el auténtico lodo mágico de las pozas de Belsité. Habría guerras por conseguir un poco de lodo extraordinario. Figuraros, si hay disputas por un poco de petróleo, que no cura nada, que habría por una pizca de lodo, que es capaz de sanar la más aberrante de las enfermedades.

—Tienes razón Andrés, pero de todas formas tampoco sabemos si es verdad —replicó Alberto, seguro de que iba a herir los sentimientos de su amigo.

—¿Cómo? Si mi abuelo me lo contó es que es cierto. Ya sabes que él nunca mentía —objetó enfadado Andrés y sin dejar de mordisquear un trozo pequeño de regaliz, cosa que hacía con más fuerza cuando más nervioso estaba.

—Oye, si que hay una forma de saberlo —gritó Alberto de repente, pensando en la magnífica idea que se le acababa de ocurrir.

Los dos, Andrés y Juan, lo miraron perplejos.

—¿Por qué no vamos a Belsité y localizamos la poza mágica? —dijo—. No creo que sea tan difícil de encontrar y más teniendo en cuenta la suerte de detalles acerca del lugar donde se cayó tu abuelo…

Andrés y Juan lo observaron entonces con ironía.

—¿Cómo sabremos cuál es? Hay una cantidad inmensa de charcas —impugnó Juan.

—Y de rocas blancas —reafirmó Andrés.

Los dos parecían dispuestos a hacerle desistir de su idea.

—Nos podríamos hacer un corte en una mano, por ejemplo, un rasguño en un dedo, e ir metiéndolo en todos los charcos de piedras grandes y blancas, piedras donde se pueda sentar la gente. Al encontrar la poza buena, la que sanó a tu abuelo, se nos curará la herida enseguida —manifestó Alberto, sin mucha seguridad en lo que decía.

Andrés sonrió y Juan percibió cierta inseguridad en las palabras de Alberto.

—Vale, vale, ha sido mala idea el contaros esa historia —lamentó Andrés, arrepentido por hacerlos participe del legado de su abuelo—. Pero en caso de encontrar la charca con el lodo mágico, ¿qué haremos? ¿Para qué queremos el lodo? Pensad que hay que tener bien claro los objetivos de tan descabellada idea. Mi abuelo, que era una persona increíblemente inteligente, desechó la idea de utilizar el lodo. Prefirió ocultar su existencia y el lugar donde lo encontró.

—No sé, lo primero sería acertar con el sitio, luego, ya veremos… —afirmó—. ¿No os devora la curiosidad por dentro de saber si existe el lodo y el poder experimentar sus propiedades mágicas?

—La curiosidad mató al gato —vaticinó Juan.

—Sí, pero sin la curiosidad, sin la inquietud, nunca se hubiera conseguido nada —argumentó Alberto—. Recordad que los grandes avances de la humanidad han sido siempre fruto de hombres y mujeres intranquilos, preocupados por algo y fue esa quemazón interior la que les empujó a seguir adelante y a buscar respuestas. El ser humano avanza porque busca respuestas a preguntas previamente formuladas.

—¿Y tenemos esas preguntas? —dudó Andrés.

—Claro que sí —rebatió Alberto—, lo primero es saber si realmente existe el lodo mágico, ¿o acaso no tienes la imperiosa necesidad de comprobar la veracidad de la historia de tu abuelo? —le dijo desafiándolo con la mirada.

—No hace falta, ya sé que es cierta —replicó Andrés.

—Sí, algo en tu interior te empuja irremisiblemente a creer lo que tu abuelo te contó, pero en el fondo de tu ser hay una duda, una duda inquietante y normal a la inteligencia humana y es creer algo que no hemos visto. El ser humano necesita ver para creer, por eso las religiones plantean tantas dudas.

—Para eso está la fe —avaló Juan.

—Es cierto —se desesperó Alberto, al comprobar que no los estaba convenciendo—. Pero la fe es útil para casos en los que es imposible averiguar la existencia por nuestros propios medios. No podemos ir a donde está Dios y ver si existe o no, tenemos que creerlo o no, siempre basándonos en la fe. Pero lo del lodo mágico es distinto, en ese caso si que podemos ir hasta Belsité y comprobar in situ la existencia de tan milagroso barro.

—¡Está bien! —exclamó Andrés visiblemente molesto—. El domingo que viene, si os parece bien a todos, acudiremos a Belsité y buscaremos el lodo mágico. Podíamos enfocarlo como una excursión de fin de semana. No creo que nos lleve más de un día ir y volver. En caso de encontrarlo…, bueno, ya veremos —dijo mirándolos a los dos—. Nos servirá como aventura de fin de semana. Así comprobaremos si la historia que me contó mi abuelo, es cierta y si realmente existe ese fango con poderes curativos.

Juan, más parco en palabras, asintió con la cabeza.

Alberto hizo lo mismo, aunque una mueca espontánea le delató y supuso que se dieron cuenta de que pondría las objeciones que fuesen necesarias para no ir a Belsité. Ellos sabían que él sabía que ellos no querían ir. Procurarían alargar el viaje todo lo posible. La aventura de las pozas era ciertamente atrayente, pero también suponía un peligro que ni la madre de Juan, ni los padres de Andrés, estarían dispuestos a correr.

Los tres amigos se marcharon esa tarde de la dehesa con la sensación de haber experimentado algo nuevo, algo que los haría salir del aburrimiento de las clases del colegio, del traquetear diario, de los paseos al lado del pantano. Ante sus ojos se abría una inconmensurable aventura llena de esperanzas acerca de la existencia de un tesoro. Un lodo milagroso capaz de sanar la enfermedad más incurable, más mortífera. Andrés era un chico listo, el más inteligente de los alumnos de Santa Ágata. Era cierto que toda esa aventura que se avecinaba la basaban en la historia de un abuelo, que seguramente no coordinaba sus ideas en los albores de su vida y que una mala tarde de sopor delante de una estufa de leña quiso sacar de la realidad a su nieto y le contó una historia, que seguramente ya le habían contado a él, pero haciéndose pasar por el protagonista de la misma. Es posible que incluso no fuese gangrena lo que el abuelo de Andrés cogió en la pierna, igual eran unas costras endurecidas de alguna herida anterior y que el hecho de tener los pies a remojo durante un buen rato, fue lo que hizo que aquellas cortezas de los pies le cayeran al agua y que el pobre hombre lo achacara al barro. Sea como fuere, lo cierto es que la impaciencia les embargaba. La sola idea de pensar en encontrar un lugar mágico, con potestad medicinal, con propiedades sobrenaturales, parecía de cuento de hadas. Los tres hacían, a su manera, planes mentales en caso de que tuviera éxito la salida del domingo. Sin dudarlo un momento Alberto se bañaría por completo en la poza y se impregnaría con el lodo, se embadurnaría todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. No le importaba que empezara a refrescar y que el lodo estuviera gélido. Esa enorme mancha de nacimiento que tenía en la barriga desaparecería por completo, y podría ponerse el bañador sin avergonzarse de ello. Andrés se echaría el fango por la cara, el acné es lo único que le afeaba. Y respecto a Juan, estaba claro, se pondría un poco en la garganta, su tartamudez desaparecería de inmediato y hablaría como lo hace cuando está a solas con sus amigos. También curarían al profesor de historia de esa enfermedad degenerativa que tiene en los huesos, una especie de artrosis de difícil diagnóstico, que le hace andar agachado y de la cual los médicos de la capital lo habían desahuciado. Que tormento tenía que ser vivir con un dolor intenso que te recubre todo el cuerpo. Sentir como crujen los huesos a cada paso que das. En realidad, don Luis sería el primero en sanar, era quien más se lo merecía. ¿Qué son unos insignificantes granos, una mancha en la piel o un tartamudeo nervioso, comparado con la enfermedad del profesor de historia? Él es quien de verdad tenía que restablecerse completamente. Luego ya se les ocurriría más gente a la que sanar. Pero de momento, lo importante, lo realmente importante era encontrar el lodo mágico, el lodo que todo lo cura.