—2—
Jueves 29 de octubre
El graznido de una manada de patos logró, por unos instantes, distraer a Alberto de la ilustrativa asignatura del profesor don Luis. Era justo lo que el chico necesitaba: un inicio de lapsus para divagar su atención fuera de la clase de historia.
A Alberto siempre le ocurría igual. Unas veces empezaba con los patos, que asolaban los ventanales de la escuela con sus estridentes graznidos. En otras ocasiones eran las moscas, las que forzaban su mirada en localizarlas revoloteando por encima de los pupitres. En alguna ocasión fueron las arañas del polvo las que buscaron su atención. Y hasta el jardinero, rastrillando las hojas caídas de los árboles del patio, desplazaron los ojos de Alberto a través de los grandes ventanales.
Y finalmente…
—¡Alberto! —gritó don Luis— ¿Qué es lo último que he dicho?
Ya hacía un buen rato que el profesor más emblemático del colegio Santa Ágata de Osca se había percatado de la ausencia cerebral de Alberto. Enérgico, clavó sus ojos en el niño mirándole por encima de sus gafas cuadradas y de cristales oscurecidos.
—Pues… —dudó un instante Alberto— Mire don Luis, estaba usted diciendo que…
De nuevo lo había vuelto a pillar despistado. Por enésima vez en esa mañana otoñal. El niño agotó las increíbles excusas de ocasiones anteriores, así que optó por no decir nada. Miró con complicidad a Andrés, el compañero que se sentaba justo a su lado. Lo observó escrutándole para ver si mostraba alguna señal que le permitiera averiguar de qué trataba la clase de historia. Por lo menos antes de que el maestro se enfadara y soltara una, de sus ya conocidas reprimendas, por la constante falta de atención en la asignatura. Buscó en los ojos de su compañero alguna pista, algún vestigio. Algo que le indicara cual era el tema de hoy.
Pero Andrés no dijo nada. No podía, ni siquiera, musitar palabra alguna sin que el profesor se diese cuenta. Su compañero no quiso implicarse y optó por el silencio.
—¡Lo imaginaba! —clamó don Luis, elevando el tono de voz y visiblemente irritado—. Siempre pensando en las musarañas, eternamente divagando, ausente de forma perpetua…
El resto de compañeros sonrieron al principio y luego soltaron una estruendosa carcajada.
—Haz el favor de aterrizar inmediatamente y sentarte en tu silla Alberto —abroncó don Luis, mientras andaba de un lado hacia otro de la tarima con las manos cruzadas detrás de la espalda y refunfuñando palabras incomprensibles.
Pero su mirada se pausó y su rostro no pudo evitar tornarse afable. Todos los alumnos lo conocían. Sabían que don Luis estaba ejercitando el papel de profesor duro, pero que en el fondo era un buenazo. Siempre lo había sido. Alberto escuchó de fondo las risas de los compañeros de aula: diez chicos y ocho chicas. No se ofendió. Era obligado reconocer que don Luis tenía razón, él era un despistado y necesitaba bien poco para distraerse con cualquier cosa. Es la aflicción que tenían que soportar los soñadores. Un sinfín de pesadumbres y penalidades, aderezadas con una pizca de mala conciencia, por no ser como los demás, por no seguir el ritmo marcado por el entorno. Incluso entonces, metido en medio de una amonestación del profesor, era incapaz de mantener la atención. Se abstrajo. Y solamente el creciente bullicio, provocado por la algarabía de sus compañeros de clase, fue lo que le hizo retornar al pupitre y percibir los ojos abiertos, hasta casi salirse de sus cuencas, del maestro de historia.
El profesor don Luis era muy querido en Osca. De hecho, como casi todos los alumnos, nació en esa ciudad y conocía a todos los padres desde que estos eran unos niños. No era excesivamente viejo, a pesar de aparentar más edad de la que realmente tenía. Una larga enfermedad degenerativa le obligaba a plasmar su vigoroso temperamento con los escolares, cuando estos no atendían en clase. Aunque todos sabían que era por el bien de ellos, que su mal carácter era fingido y que el buen profesor se esforzaba en parecer un ogro de ojos hinchados para provocar un miedo que nunca tendrían sus estudiantes. No podía evitar deslizar una sonrisa por debajo de su boca, ni bajar el tono de voz cuando advertía que algún alumno se atemorizaba con sus reprimendas y se daba cuenta de que se había, quizá, extralimitado con el rapapolvo. Don Luis siempre les estaba diciendo que lo único que quería era hacer de ellos es que fuesen hombres de provecho, de prepararles para afrontar la vida que les esperaba ahí afuera.
Mientras Alberto se distraía de nuevo, vio a don Luis haciendo aspavientos con los brazos y paseando de un lado a otro de la tarima, golpeando la pizarra con los nudillos de la mano. Pero el chico no lo escuchaba. Sus oídos permanecían cerrados como una concha marina ante las inclemencias del mar. Era como si viera al profesor en una película de cine mudo.
Y finalmente, el estridente y retumbante sonido de la sirena anunciando el final de la clase fue su salvación. Como siempre.
Ordenadamente salieron todos los alumnos al pasillo. El profesor se entretuvo en meter sus cosas en una carpeta de piel marrón.
—Vaya bronca te ha metido Alberto —le dijo, riéndose, su compañero Andrés, mientras arrancaba con los dientes trozos de una estirada tira de regaliz.
—También me podías haber echado una mano y soplarme acerca de lo que hablaba don Luis —le censuró.
Alberto reconoció que era un reproche injusto hacia su compañero de pupitre pues sabía que Andrés le ayudaba siempre que le era posible y en más de una ocasión le había sacado de los devaneos de su soñadora mente.
—Yo tampoco prestaba demasiada atención… ¿sabes? —respondió Andrés con un tono de voz que sonó a disculpa.
—¡Serás! Tú no necesitas estar pendiente de nada Andrés —le dijo—. Con un poco que escuches es suficiente.
Andrés era un alumno ejemplar, casi modélico. Era un entendido en todo lo referente a la electrónica, informática, técnica y cualquier tipo de ciencia. Siempre estaba construyendo aparatos con bobinas, cables o imanes. Le apasionaba inventar. En una ocasión llegó a armar un radio transistor y todos los de la clase estuvieron escuchando una emisora árabe. Se quedaron perplejos cuando de aquella caja de zapatos, atada con cuerdas y unos cuantos trozos de esparadrapo, surgieron, por unas improvisadas ranuras laterales, voces inteligibles y cánticos islamitas. En otra ocasión trajo a clase de ciencias unas gafas a las que había equipado con unos limpiaparabrisas en miniatura. En la base de una de las varillas incrustó, quemando el plástico, una pila alcalina de voltio y medio, con la que alimentaba las pequeñas escobillas que limpiaban los cristales de las gotas de lluvia. El profesor casi se muere de risa y algunos de sus amigos enmudecieron al observar la capacidad de inventiva de Andrés. Sin ninguna duda era de los alumnos más aventajados de clase, su capacidad de estudio era única y su inventiva imprevisible e infinita. Le bastaba echar una ojeada a cualquier libro de la asignatura que fuera, para quedarse con todo. Era incluso capaz de memorizar párrafos enteros en muy poco tiempo, llegando incluso a recitar diez hojas seguidas de la vida de Felipe II, sin apenas entretenerse en tragar saliva.
A pesar de todo, Andrés no era el típico empollón sabelotodo, que se jactaba de su facilidad para los estudios y se apartaba del resto de compañeros de clase como un anacoreta, meditabundo y aislado del mundo que lo rodea. Nada de eso. Andrés era un buen amigo tanto dentro del colegio, como fuera de él. Además, para envidia del resto de estudiantes, era un excelente deportista. Una paradoja de la naturaleza que mezclaba la inteligencia mental y la fuerza física, algo que la sabiduría popular desechaba por imposible y que tiraba por tierra a los acérrimos defensores de que un chico listo no puede ser atleta y de que un gimnasta no puede ser inteligente. En Andrés se aunaban ambas cualidades y se repartían equitativamente conformando la perfección tanto interior como exterior. Su apariencia física tenía enamoradas a la práctica totalidad de alumnas del colegio. Era alto, medía un metro ochenta; que para un chico de quince años es mucho. Delgado y fornido. Ojos azules y cabello rubio ondulado. Una barbilla americana, con forma cuadrada y marcando los huesos de la mandíbula. Nariz alargada, tipo griego.
—¡Ja! Menos mal que no me preguntó a mí —dijo Andrés, mientras soltaba una enorme risotada, dejando ver su enorme boca de dientes perfectamente alineados.
Y es que a Andrés le gustaba hacerse el mártir y aparentar que también lo hubieran podido pillar desprevenido en clase. Siempre lo decía, pero la verdad, nunca le habían hecho una pregunta que no hubiese sido capaz de responder. Cualquier profesor, de cualquier asignatura, lo utilizaba como baza a la hora de solventar los problemas que pudieran surgir en una rueda de preguntas. Pero a él le gustaba sentirse humano y errar como los demás.
—Hubiéramos repartido el rapapolvo —le comentó Alberto, mientras que él no paraba de carcajear, mostrando la lengua negra por el exceso de regaliz.
Andrés y Alberto eran amigos desde niños. Sus padres se conocían, también, desde hacía muchos años. Antes de nacer Andrés y Alberto ya habían trabajado juntos en la vendimia francesa y habían quedado en varias ocasiones para ir al cine o para comer. Los chicos solían estudiar y jugar juntos. Los domingos por la mañana iban al parque de Osca a pescar ranas en el río, andar por las arboledas o pasear por el pantano. También daban largas caminatas por la dehesa. Y por las tardes frecuentaban el único cine del pueblo, y si la película que pasaban era interesante, entraban a verla. En caso contrario, volvían al parque, donde caminaban y charlaban hasta que los atrapaba la noche. En cualquier caso, con Andrés nunca faltaban los temas de conversación y ambos se enfrascaban en largas e interminables charlas sobre cualquier tema, por embrollado o enmarañado que fuese.
Pero lo que más les gustaba a los chicos era soñar. Y con quince años, recién cumplidos, imaginaban no hacerse mayores para no separarse nunca. Les gustaría ser como Peter Pan y perpetuarse para siempre en el País de Nunca Jamás. Quedarse allí, en Osca, al lado del pantano y observar como pasaba el tiempo ante sus ojos. Ver como las aves migratorias venían cada año y se posaban en los frondosos árboles del parque. O como la estación esperaba paciente la llegada de los trenes.
Un día, Andrés le dijo a Alberto:
—Cuando tengamos novias dejaremos de vernos tanto.
Era una visión catastrofista del mundo de los adultos, pero posiblemente se ajustaba más a la realidad que otras perspectivas más idílicas. Por su parte Alberto le replicó que no tenía porqué ser necesariamente así, que aunque cada uno tenga su vida, podían quedar de vez en cuando para charlar, hacer deporte o ir al cine; incluso salir juntos con sus respectivas parejas.
—Sí, pero para eso se tienen que llevar bien las novias entre sí.
—¿Y por qué no?
—No sé, lo malo es que tengamos que discutir por las chicas.
Ciertamente estaban hartos de ver películas donde la trayectoria de la vida del protagonista se desviaba por culpa de alguna mujer. El criminal que había conseguido el botín de su vida y que se encontraba en la frontera con Nuevo México, a punto de cruzar a la salvación, de repente detenía el coche y viraba ciento ochenta grados para regresar a buscar a la chica. Lo que no sabía es que en esa casa de madera, siempre al lado de las vías del tren, siempre con las paredes desconchadas, le esperaban un puñado de coches de la policía estatal, y el ingenuo y enamorado fugitivo terminaba sus días en la cárcel del condado. Eso sí, contento de haber hecho lo correcto e intentar fugarse con la chica; aunque esta le hubiera traicionado. ¡Ay, el amor! Lamentaban los dos amigos, con vergüenza ajena. Lucharían por llevarse a la más guapa, aunque Alberto sospechaba que la más guapa siempre sería para Andrés.
Alberto, el soñador, media un metro setenta y tres, tenía los ojos de color marrón, el cabello negro y liso, delgado y fuerte, barbilla redonda y boca fina y pequeña. Cuando paseaban los dos juntos: Andrés y Alberto, las chicas de su misma edad los miraban e incluso a veces les echaban algún piropo, cosa que hacía que Andrés se sonrojara sobremanera. Esa previsión le hacía ruborizarse incluso antes de llegar a pasar delante de las chicas. Era algo similar a lo que ocurría con el experimento del perro al que cada vez que le llevaba comida su cuidador, el animal salivaba. Llegando a crear tal relación entre la entrada del cuidador con la comida y el pobre perro, que con sólo abrir la puerta para acceder a la perrera, el animal babeaba y la boca se le hacía agua. Así que Andrés se sonrojaba incluso cuando paseaba por el parque y veía a lo lejos dos chicas del colegio, sentadas en algún banco y hablando de sus cosas. No era, ni siquiera, necesario que lo miraran, solo con que él las viera era suficiente para activar su rubor.
—¿Vamos a casa de Juan para ver que está haciendo? —le preguntó Andrés.
—Ok —replicó Alberto, sin pensárselo dos veces.
Juan era un amigo común de los dos. Eran buenos compañeros, pese a que él no iba a la misma clase que Andrés y Alberto. Aunque buen zagal y de buenas maneras, no congeniaba tanto como lo hacían ellos dos. Daba la sensación de que estaba apartado del resto de alumnos del colegio, a pesar de que ellos se deshacían en intentos de entronizarlo y hacerlo partícipe de la amistad del grupo. Los demás chicos del colegio se reían de él de forma abusiva e indiscriminada por un defecto que tenía en el habla: era tartamudo. Él se daba cuenta de que eso suponía un problema a la hora de relacionarse, y aunque tenían una edad en que la crueldad de los niños se difumina y la empatía crece, lo cierto es que Juan se sentía cohibido delante de según que chicos. Y respecto a las chicas la cosa era peor, ya que su tartamudez aumentaba y era del todo imposible que pudiera entablar una conversación, mínimamente coherente, con alguna mujer. Sus padres lo llevaron a varios médicos de la capital que probaron un sinfín de terapias para curarlo, pero fueron del todo inútiles. Cada vez que se ponía nervioso se acentuaba su tartajeo y eso hacía que los ineptos de clase, como era el caso de un chico llamado Tomás, se rieran más de él, lo que creaba un círculo vicioso que le producía más atranque al hablar.
Ese chico, Tomás, era un repelente. Extremadamente delgado, pelirrojo y pecoso, ojos verdes y pelo corto; prácticamente rapado, lo que acentuaba su aspecto de malo. Su familia era muy conocida, ya que su abuelo fue un magnate de la harina. La mayor empresa de almidones de Osca era de ellos y el que tiene el dinero tiene el poder, llegando incluso a especular que Tomás aprobaba los exámenes sin necesidad de estudiar, por el aporte económico que su padre hacía al colegio. Su padre era el dueño de una de las gestorías más importantes de la ciudad y llevaba el papeleo de muchas empresas. Así que la familia de Tomás pertenecía a la élite de los caciques, ejerciendo influencia en múltiples ámbitos, incluida la escuela.
—¿Cómo se explica, sino, que un inútil como ese pueda pasar los cursos sin apenas estudiar? —se llegaron a preguntar sus compañeros de clase.
Pero esa costumbre, importada de los americanos, de que los deportistas, por el hecho de serlo, ya aprueban los exámenes aunque no se presenten a ellos, ha derivado en un vicio que se ha enquistado entre pequeñas poblaciones y se aprueba a los hijos de los pudientes y de los caciques; aunque no sean merecedores de ello. Los profesores, presionados por el director del colegio, no quieren llevarse mal con los que en algún momento les pueden ser de utilidad. Lo que origina un círculo de favores del que difícilmente se puede salir.
Alberto, Andrés y Juan salían juntos, cuando la preocupada madre de Juan lo dejaba ir con ellos. Su madre no se fiaba demasiado de la influencia que pudieran ejercer sus amigos sobre su hijo. Su desmedido afán proteccionista no hacía más que acentuar su retraimiento, ya de por sí aparatoso. A los tres les gustaba pasar las tardes en la dehesa, junto al río, donde tiraban piedras, comían pipas, masticaban chicle, consumían regaliz y hablaban, hablaban y hablaban. Esa era la mejor terapia para combatir el tartamudeo, ya que se dieron sobrada cuenta Alberto y Andrés de que cuando Juan estaba con ellos no tartamudeaba. Alguna vez que había venido a compartir los momentos en el parque otro chico del colegio, el comportamiento de Juan ya no era el mismo: se le trababa la lengua una cosa mala. Lo que era irrebatible es que se trataba más de un problema psicológico que físico. Juan era retraído con los demás, pero cuando estaba con Alberto y Andrés se soltaba y parecía otra persona.
No ayudaba a su timidez el aspecto físico que ofrecía: bajo, medía un metro sesenta. Grueso, aunque sin llegar a estar gordo. Fuerte, también le gustaba hacer deporte. Ojos pardos. Gafas. Tez blanca. Cabello pelirrojo y rizado. Cara redonda. Nariz gruesa y boca enorme, con los dientes separados. Alberto pensaba que se avergonzaba de juntarse con Andrés y con él, por el contraste de su apariencia física en relación a ellos; aunque nunca hizo ningún comentario al respecto y, por supuesto, nunca ninguno de ellos se había referido a él como el patito feo, ni resaltó la carencia de atributos físicos agradables, después de todo, Andrés y Alberto eran buenos chicos.