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A modo de prólogo

Siempre se relataron, con mayor o menor acierto, con mayor o menor entusiasmo, historias acerca de prodigios que se creyeron mágicos. Pasajes de un pasado próximo, al que la lógica y la ausencia de imaginación los borró de la memoria colectiva y los desvaneció de la mente infantil. Los vaporizó de la quimera más ancestral, de la cuna de los miedos, de los fantasmas que pueblan los sueños en las frías y solitarias noches de los inviernos gélidos. Y no es que esos hechos fuesen mágicos en sus inicios o cuando ocurrieron, sino que se les dotó de esa magia en el transcurrir del tiempo y a medida que fueron cuajando como acontecimientos inexplicables. Historias acontecidas en pueblos. En ciudades pequeñas. Historias que con el trascurrir de los años se transformaron en leyendas y donde cada uno de sus improvisados trovadores las dotó de una pizca de misterio, de un residuo de sus propias creencias y procuraron llenar cada uno de esos huecos, de la narración, con sus propias aportaciones.

Con el paso del tiempo esos cuentos perdieron fuelle y empezaron a creerse inventados, inconcebibles. Pensaron que nunca ocurrieron, que era del todo imposible que fuesen ciertos. Los desproveyeron de su magia…