POL
VIGILIA
Pasé varios días recuperándome. Gracias a Dios, había guardado víveres y ropas para escapar junto a mi mujer y mi hijo, así que no tuve que usar mis menguadas fuerzas en labores primarias como cazar, pescar o recolectar comida, y también tenía pieles para abrigarme y cubrir mis heridas.
Comí cuanto pude, descansé durante varios días y, junto con la felicidad de un nuevo comienzo, se obró en mí un milagro. Había tenido miedo de no superar los problemas de mi corazón, pero no volvieron a aparecer, y los achaqué a la situación de cansancio y nerviosismo extremos.
Por las noches lo celebraba con mi amigo. Él se sentaba a mi lado y ambos mirábamos el cielo, aunque él ya no lo miraba con envidia, pues confiaba en que un día, al abandonar la cueva, el cielo sería exactamente como este.
Yo podía, una vez recuperado, inspeccionar el mundo fuera de su cueva, como él había hecho conmigo, como un ave, volando y viendo cada rincón y cada hueco de la montaña a voluntad, reconociendo los indicios que acercaban un cataclismo, con lo que podía señalarle qué días eran propicios para salir sin peligro, para que pudieran volver al pueblo en busca de comida y todo cuanto necesitasen. No era una ciencia exacta, pero era lo más que podía hacer.
Cuando estuve al fin recuperado, me alegré de alejarme de aquella malhadada cueva y sus perdidos habitantes, y me encaminé hacia el sur, aunque me despedí de la cueva con lágrimas en los ojos, más por la pena de la sinrazón que por mi propia tristeza de abandonar a un grupo que no me quería.
Mi amigo veía como yo en su sueño, en mi mundo con vista de águila, y seguro que me encaminaría cuando reconociera indicios de otros supervivientes. Porque los había, y yo los iba a encontrar.
Tenía una nueva meta. Engendrar a un hijo al que contar estos sueños, educarlo en el respeto a la naturaleza y rezar por él para que también pueda comunicarse con otro niño, si Dios quiere que sobreviva.
Y ser feliz.
PETER
VIGILIA
Cuando mi padre entró por la apertura, que ya habíamos agrandado, celebramos una pequeña fiesta pues, con él, prácticamente habíamos concluido todo cuanto podíamos transportar, y sólo quedaba cultivar cuanto pudiéramos en la puerta misma de la cueva, hasta el día del gran cataclismo.
Abracé a mi padre y Andrea le besó con cariño.
—¡Qué ganas tenía de llegar!
—No podíamos dar esto por inaugurado sin ti. Al fin y al cabo, esta cueva lleva tu nombre.
Manuel se acercó.
—Y también te necesitamos, pues tu hijo me ha hablado mucho de ti, y hemos pensado que tu experiencia como policía nos va a ser muy útil aquí, pues vas a ser… Mi padre se envaró.
—¡Yo no quiero ser jefe ni superior de nadie! El poder no debe estar en manos de una sola persona.
Manuel rio.
—Yo no he dicho tanto. Pero sí puedes encargarte de la seguridad, un trabajo no muy diferente del que realizabas hace tiempo. No pienses que te vamos a dejar hacer lo que te dé la gana.
Mi padre me miró con preocupación.
—¿Crees que sobreviviremos?
Yo le sonreí.
—No lo sé. Pero, como tú dices siempre, duermo feliz y con la conciencia muy tranquila. En todo caso, no creo que el mismo Dios que nos ha traído hasta aquí, después de esforzarse tanto por comunicarme con mi amigo y superar tantas barreras, nos vaya a abandonar ahora. O tal vez sí. ¿Quién sabe? No podemos hacer mucho más, salvo seguir mereciendo su confianza a través del respeto al mundo que nos ha tocado vivir, con la esperanza de encontrarnos un cielo azul que cuidar a nuestra salida si sobrevivimos a lo que venga…, e intentar ser felices mientras tanto.