POL
SUEÑO
Cuando las brumas se querían abrir, siempre había algo que lo evitaba, ya fuera la negrura, el dolor, un mareo, alguna contracción de mi estómago o la fiebre. Tenía miedo de no volver a soñar, pues no había diferencia entre el sueño ingrato y la dolorosa vigilia.
Me esforzaba en ordenar a la niebla que se disipara para poder ver algo, un atisbo. Rogué a los dioses. Sólo quería una imagen. Saber de mi amigo, verle vivo. Tan sólo eso. Pero el sueño me era negado.
Hasta que una corriente de calor pareció rodear mi cuerpo en oleadas, y una extraña energía fluyó hacia mí, haciéndome sentir un poco mejor. Cuando al fin me quedé dormido, la niebla pareció abrirse.
Y lo vi.
¡Ya podía morir!
No necesitaba más imágenes. Sólo quería retener una: la de mi amigo con su pequeño fuego en la mano, iluminando la cueva, con expresión extática. Mis lágrimas de felicidad nublaron el resto del sueño. No quería más sueños. Quería salir o morir. No tendría más fuerzas que las de aquel día. Lo sentía. O conseguía salir o moriría allí antes de esa misma noche. Cerré los ojos en mi alma, indiferente a cualquier otro sueño. Ya tenía lo que quería.
No soñé más, pues el dolor regresó. Pero era feliz. Mi amigo tenía un futuro. Aunque no sabía si le habían acompañado. No había visto a la mujer que le daría hijos, ni sabía a ciencia cierta si su padre había muerto, aunque todo parecía indicar que así había sido. Le había visto perder tanta sangre y estaba blanco como la leche…
Las lágrimas se mezclaron con el dolor y el frío. Grité mi pena y los ecos me devolvieron un millar de alaridos de las almas de los que habían sido abandonados antes, lo que me hizo girar sobre mí mismo, aterrado de miedo.
Durante unos momentos pensé que los fantasmas de los ancianos me perseguían. Mi razón me abandonó y creí ver demonios que se lanzaban sobre mí. Vi a mi mujer acercarse con un cuchillo clavado, seguida por mi hijo, y los ancianos; todos me señalaban y se reían de mí.
Comprendí. Iba a morir. Habían vencido.
Me dispuse a aceptar mi muerte con dignidad. Que al menos me recibiera en mis cabales, no loco. Curiosamente, eso me tranquilizó y me hizo sentir un poco mejor.
VIGILIA
Me desperté entre un intenso dolor, si a eso se le podía llamar estar despierto. Intenté incorporarme y me sorprendió la fuerza con la que me moví. Lo lamenté por mi amigo. Debía de estar medio muerto, aunque… recordé el sueño: mi amigo vivía. De hecho, había encontrado la cueva, que inspeccionaba con una pequeña luz que parecía surgir de sus dedos, sonreí.
Y la sonrisa dio paso a una carcajada franca, que, aunque me dolió en cada músculo de mi cuerpo que se agitó conmigo, lo celebré como lo mejor que me había ocurrido en la vida. Mi amigo tendría mucho, mucho tiempo para recuperar fuerzas.
Pero tenía algo que hacer, para honrar el esfuerzo que hacía por mí. Recordé sus instrucciones y eché mano a la pared…
¡Y no estaba! ¡Dios santo!
Agité mis brazos en torno a mí. No había nada. ¡Nada!
Me entró el pánico. Parecía como si aquellos espectros que me habían atacado me hubiesen cambiado de sitio y me hubiesen llevado de nuevo al fondo de la cueva, tal vez cientos de codos más abajo. Lloré de impotencia y rabia. Pero no podía ser. Y recordé que, de algún modo, mi amigo velaba por mí y me daba fuerzas. Eso era innegable. Ese pensamiento me dio fuerzas.
Intenté recordar el sueño y las instrucciones, que repasé en mi mente. Pero lo más importante era recordar la posición que tanto se había empeñado mi amigo que guardase. Pero la había perdido.
Me levanté, intentando encontrar la posición en que mi amigo me había situado para poder comenzar. Tanteé a mi alrededor con calma. No debía volver a perder los estribos. Si me equivocaba, podría entrar otra vez en el laberinto y volverme a perder, y no tendría fuerzas para nada más, por mucho que mi amigo me volviera a señalar la salida… si es que había otra noche. ¿Era hacia este lado? ¡Por todos los dioses!
Intenté serenarme. No podía ofuscarme así. Reflexioné. Mi brazo izquierdo tocaba la pared, así que intenté recordar las sensaciones tocando ambas paredes con la mano izquierda.
Me costó muchas horas. Pero lo hice. Al principio no supe distinguir las señales. Pero al fin comencé a recordar. Y tampoco podía pasarme la poca vida que me quedaba decidiendo por dónde ir. Me situé con fuerza, palpando la pared con mi mano sin piel, y comencé a avanzar, con el corazón en un puño.
Era hora de ponerme en camino. Al menos lo intentaría. Llegué al primer pasillo. Pasé de largo. Me costó una hora llegar al segundo. Volví a pasar de largo. El corazón me martilleaba en el pecho con fuerza. Llegué a pensar que me iba a dar un ataque y de hecho me desmayé, pero me esforcé al máximo en recordar mi posición y hacia dónde debía ir, por si acaso despertaba. Y desperté.
Había perdido por completo la noción del tiempo. No sabía cuántas horas o minutos había pasado sin sentido, si me había movido o no. Palpé a mi alrededor… Y suspiré con tal alivio que sentí ganas de llorar.
Comencé de nuevo a moverme. Había perdido por completo las fuerzas que mi amigo me enviaba y estaba exhausto del todo y de vez en cuando sentía el ritmo de mi corazón agitarse y debía sentarme a descansar intentando contenerlo.
Eso me hizo perder muchas horas, o al menos así me lo pareció. Poco a poco y más lentamente, empecé de nuevo a moverme, a gatas como los niños, pues temía desmayarme y caer fatalmente. Un paso detrás de otro. Y otro detrás del anterior. Llegué al tercer pasillo. Busqué la vía hacia arriba. Anduve unos pasos hacia todos los lados. ¡Todo el terreno era condenadamente plano! ¡Por los dioses! Levanté los brazos hacia arriba.
Me costó un buen rato, y me estiré cuán largo era, con mucho miedo de perder el sentido… Pero lo encontré. Y comprendí por qué mi amigo me había regalado tanta fuerza. Había, en efecto, un tubo en la misma bóveda, pero debería alzarme hacia él y reptar por él hacia arriba. ¡Imposible! ¡Por todos los miserables dioses oscuros! Me dejé caer entre lágrimas.
Intenté recuperar la cordura. Mi amigo no me habría puesto en ese trance si no me creyera capaz. Había una manera. Pensé cómo podría izarme, al menos medio metro. Tendría que alzarme sobre algo… Pero ¿qué?
—¡Qué bestia soy! —pensé—. A ver: ¿qué sobra aquí? Piedras.
Me quité todos los restos de ropa que me quedaban y los dejé para señalar el lugar exacto, y me moví, recordando el número de pasos, buscando piedras tan grandes como fuera posible. Al principio me desesperé. Con la salida tan cerca, y yo buscando piedras que no encontraba.
La conciencia de la cercanía me dio algunas fuerzas, que empleé sin prisa pero sin pausa.
Al fin fueron apareciendo. Primero una pequeña. Luego una más grande. Al fin, una mucho más grande que tuve que hacer rodar con cuidado de no perder el número de pasos y perder la dirección. Con los pelos de punta, amontoné las rocas y, con mucho cuidado, trepé por el inestable montón. Palpé los bordes del tubo, buscando agarraderos para las manos, hasta que encontré algunos huecos que valieran.
No sabía si podría hacerlo. Aquello requería una fuerza que no tenía. Incluso en una situación normal, izarme a pulso por los brazos me llevaría de toda mi fuerza bruta. Respiré hondo durante varias veces. Tomé aire y salté. Intenté subir lo suficiente para poder hacer palanca con mis codos hasta sujetarme con mis piernas… Pero no fue suficiente.
Caí sobre el montón de rocas, con un dolor lacerante en un costado. Sangraba. Lamí tanta sangre como pude y apreté mis ropas contra la herida.
Esperé hasta recuperarme un poco, aunque dudaba que hubiese una próxima vez. Me serené, respirando hondo. No podía fallarle a mi amigo. Le suponía viéndome expectante a través del sueño, intentando darme fuerzas. Como yo, hasta la noche anterior, no podría vivir sin saber que todo había ido bien. Busqué más piedras. Así pasé horas, diciéndome que, cuanta más paciencia tuviera, más posibilidades tendría de lograrlo. Al fin, y con un nuevo montón formado, suspiré y trepé. Esta vez sí podría, al menos, asirme.
Pero no sabía a qué altura estaba la salida. Guardé una piedra con punta entre mis ropas y busqué de nuevo asideros. Y me elevé. Durante un instante pensé que no lo iba a lograr, pero me sostuve el tiempo justo para alzar mis piernas, lo que me dolió en el abdomen hasta las entrañas. Conseguí meter una pierna, e hice fuerza entre ella y mi espalda. Hasta que coloqué la otra.
Quedé sin respiración con las piernas apoyadas en un lado del tubo y mi espalda contra el otro. Pero estaba arriba. Con los brazos a media altura, moví un ápice la espalda hacia arriba apenas unos dedos y, una vez afianzada de nuevo, elevé los pies. Repetí la operación una y otra vez. Con calma pero sin detenerme. Si lo hacía y las fuerzas me abandonaban, no habría una segunda oportunidad.
Oleadas de sueño me recorrían. Casi cerré los ojos más de una vez, pero el pánico me hizo reaccionar. Imaginaba la mirada severa de mi amigo, y movía la espalda otro par de dedos. Y los pies. Los pies eran fáciles de mover, pero la espalda se me estaba despellejando contra la roca. Poco a poco. Contaba las veces que me iba elevando.
Otra. Y otra. Sólo una más. Sólo una más. Sólo una más.
No sabía si estaba despierto o soñando cuando toqué algo duro con mi cabeza.
Levanté una mano. Piedra. O roca. No lo sabía. Busqué entre mis ropas, rezando porque la piedra no hubiera caído por uno de sus agujeros. La hallé y la sujeté entre mis manos como si fuera un tesoro. Y comencé a rascar. Era duro. Si era piedra, estaba perdido. El pánico me dominó. Mi amigo no podía haber visto si era piedra o roca. Entre lágrimas, continué rascando, pues no hacía otra cosa.
Y rasqué, y rasqué… Estaba a punto de dormirme, cuando tropecé con algo. Tal vez una grieta entre la piedra. Me apliqué allí, intentando abrirla, para hacer palanca.
Poco a poco…, un poco más…, no debo dejar de rascar… Otra vez. Y otra vez. Sólo una más…
Y algo cayó sobre mi estómago. A punto estuve de dejarme caer de la sorpresa. Tanteé con los dedos. Tierra. La llevé a mis labios. Quería degustarla… ¡Estaba húmeda!
Rasqué frenéticamente, por mucho que me dijera a mí mismo que no debía apresurarme pues corría el riesgo de perder las fuerzas escasas que me quedaban, o de dar un paso en falso y caer.
Pero el hueco en la piedra se fue haciendo más grande y la tierra era fácil de rascar. Volví a mover la espalda y los pies hacia arriba, tan pegado al techo que me dolía el cuello. Y continué rascando entre oleadas de peligrosa inconsciencia. Con toda mi fuerza, durante una eternidad, hasta que mi mano se movió hacia arriba. Aquello me volvió a sobresaltar, y reconocí entre jadeos de pánico que había estado a punto de dormirme.
Tanteé con la mano. La tierra era muy blanda. Golpeé con la piedra, abriendo el hueco, con ánimos renovados, hasta que cayó sin necesidad de rascarla. Podía moverla con la mano desnuda. Aparté tanta como pude, y al fin mi mano se abrió camino entre algo que no era tierra. Cerré mi mano, la bajé y la llevé a mi boca. ¡Era hierba!
Aquello me volvió loco. Perdí toda precaución, abriendo el agujero con manos y hasta con la cabeza, hasta que pude sacar las dos manos y sentí el aire de la noche enfriar el sudor entre ellas.
Respiré hondo, tomando fuerzas para un último gran esfuerzo y, con un rugido de dolor, saqué los dos brazos y la cabeza, haciendo fuerza para sostenerme y sacar las piernas, rezando para que el terreno donde me agarraba fuera estable y no me hiciese caer de nuevo.
Creí que los miembros me iban a estallar, pero, sin saber cómo, me encontré fuera. Me agarré como pude, clavando mi mano a un lado, y rodé varias veces hacia un lado, evitando el agujero y pudiendo al fin descansar.
Sólo entonces me permití abrir los ojos. Era de noche cerrada, pero me pareció que la luz de la luna llena me bañaba. Vi el maravilloso paisaje del cielo abierto y las estrellas, y lloré de alegría, mientras bebía de la hierba y me llevaba trozos de tierra a la boca.
Pero la alegría se amargó en mi boca cuando recordé a mi amigo y lo que había tratado de hacerle comprender desesperadamente. ¡Tres no eran nada! ¡Y yo soy uno solo! ¿Y qué iba a ser de mí ahora? No podía volver con los míos y no sabía si alguien más había sobrevivido. ¿Acaso mi estirpe iba a desaparecer? ¿De qué servía que hubiese escapado de la cueva? ¡Había matado a mi propio hijo! Tenía un cielo azul… pero no tenía futuro.
PETER
SUEÑO
Cuando la bruma se abrió y, antes de vernos por completo, sonreímos de oreja a oreja, corriendo uno hacia el otro o fundiéndonos en un abrazo largo y cálido. Pero, al separarme, me asusté. Vi a mi amigo frente a mí, desnudo. Estaba flaco como un perro sarnoso. No habría mejor símil para describirlo. Había perdido todo el vello en torno a su cuerpo y su piel parecía la de un enfermo de soriasis. ¡Era más amplia la extensión de su cuerpo sin piel que con ella! ¡Y no sentía dolor, salvo el de su alma!
Daba tanta pena por su estado físico como por sus ojos, su mirada y su expresión cabizbaja. Pero… ¡no era lógico! Había sobrevivido y, sin embargo, parecía haber perdido las ganas de vivir.
Comprendí. Se sentía solo. Sin mujer ni hijo. Ni su pueblo…
En un gesto instintivo, alargué mi brazo para tomar el suyo. No habría forma de consolarle, pero al menos podría abrazarle, aunque temía hacerle daño, pues tenía el brazo casi por entero en carne viva…
Entonces la vi. Inconfundible. Inequívoca.
Abrí los ojos como platos y quedé sin aliento, hasta que la misma reacción de mi amigo me sacó de la sorpresa. Reí a carcajadas de felicidad. Mi amigo me miraba como si estuviese loco. Sonreí.
Tomé su brazo sin importarme hacerle daño, firmemente. Le di la vuelta para mostrarle la cara interna de su antebrazo izquierdo: le mostré la marca.
¡La marca de familia!
Le mostré mi propio brazo. Comprendió. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, tras muchos segundos en los que asimilaba el mensaje, rio con ganas, hasta que nuestras carcajadas se fundieron.
No estaría solo. De algún modo, volvería a conocer a una mujer y procrearía de nuevo. Yo era la prueba viva. Éramos familia, sin duda alguna. Su estirpe no iba a terminar con él. Si yo era su futuro, él sobreviviría. Tenía que hacerlo pues, si no, yo no existiría.
Las lágrimas de alegría nos llevaron un largo tiempo antes de poder mirarnos de nuevo a los ojos…
Y hacia el cielo. El cielo azul.
VIGILIA
Aquella mañana, algo cambió. Por primera vez desperté feliz. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor y encontrar a Andrea a mi lado. Me la comí a besos. Ella despertó sonriente y me vio feliz y también sonriente. No tenía apenas fuerzas, pero algo se despertó en nuestros cuerpos. Nos arrancamos la ropa e hicimos el amor tiernamente.
Duró lo que dura un suspiro, pero fui feliz y Andrea no dejó de besarme.
—Dime la buena noticia.
—Mi amigo ha sobrevivido. Con mi fuerza y su coraje, ha logrado salir del pozo.
Andrea se alegró mucho. Yo me levanté y busqué algo de comer. Apenas podía moverme.
—Pero hay algo más. Estaba como deprimido, sin ganas de vivir.
—Se sentía solo.
Admiré su inteligencia y sensibilidad.
—Sí, pero descubrí algo que le hizo cambiar de idea.
Se lo conté, intercalando besos entre cada frase.
Sonreí a los primeros jacetanos mientras iban entrando, también sonrientes y esperanzados, aunque no eufóricos como yo. Cuando entró Manuel, corrí hacia él.
—¿Cómo está?
—Vivo.
El alivio hizo que casi me desmayase.
—Cuéntame. ¿Ha despertado?
—Sí. Y con una mala leche…
Yo reí de placer.
Hablamos durante horas, planeando los traslados de los enfermos y todo cuanto pudiéramos traer. Manuel me preguntó:
—¿No quedaremos encerrados cuando se tapone esta estrecha grieta?
Yo sonreí.
—Si en algo conozco a los antiguos reyes de Aragón, seguro que tienen galerías abiertas hasta el monasterio, y entre este y otros puntos de la montaña. Además, encontraremos la manera de agrandarla para que, si no un coche, al menos quepan los aparatos y cosas que necesitemos.
Agotado, me senté dentro de la cueva. Ya casi habían entrado todos los que venían en la primera expedición, y estaban desmontando los enseres y comenzando a inspeccionar las primeras galerías. Andrea se sentó junto a mí. La besé y la miré, totalmente feliz.
—Mi padre ha sobrevivido.
—Lo sé. Lo veo en tu cara.
—Ahora podré descansar. Recuperaré mis fuerzas, sin la obligación de compartirlas.
—¿Cuánto tiempo durará esto?
—¿Qué más da? Nuestros hijos tal vez tengan un futuro. Eso es lo importante. Nosotros no somos más que pequeñas gotas de cera en una vela…
—… que sigue encendida. —No me dejó acabar.
—Sí. Pero piensa que, si no nosotros, al menos ellos tendrán un cielo azul.