POL
SUEÑO
Las nieblas iban y venían, como si volase a través de una nube espesa que me agotara. Pero me encontraba algo mejor. Cuando soñaba, parecía que los dolores menguaban y el ánimo se fortalecía, así que me alegré mucho cuando vi que la niebla se disipaba y las imágenes comenzaban a formarse con la nitidez habitual. Necesitaba aquellos sueños y quería saber qué le había ocurrido a mi amigo y a su padre.
Vi el terremoto. Me asusté tanto que sentía que era yo mismo el que caía por la pendiente que se iba pronunciando conforme un pedazo de colina del tamaño de mi cueva se desprendía del pueblo, y los arrastraba. Suspiré de puro alivio cuando saltaron, agarrándose a las benditas raíces de los árboles, y volví a llorar de pena al verles caer en el segundo terremoto, que parecía una acción de ira profunda de algún dios caprichoso, al ver que la primera vez no había conseguido su propósito.
Pero sobrevivieron, y amplié mi visión para asistir a una auténtica masacre; cuerpos aplastados; sangre por doquier; gritos desgarradores; casas, que parecían inviolables, que cayeron encima de sus moradores como si fueran de paja… Fue muy esperanzador ver cómo todos los hombres y mujeres se pusieron a trabajar como uno solo, para salvar los cuerpos atrapados y asistir a los heridos durante todo el resto del día. Cada uno parecía saber lo que tenía que hacer. Me alegré mucho de ver que, a pesar de sus ideas tan dispares, eran capaces de unirse en una causa común.
Al caer la noche, se reunieron para comer y descansar un poco, y las palabras comenzaron a brotar con la misma intolerancia que el terremoto horas antes. Asistí a la discusión. Parecía una repetición de aquellos sueños febriles, pero esta vez eran nítidos y reales. El padre de mi amigo se adelantó y pareció poner a la gente en contra de la chica, que se volvió loca de ira, y curiosamente lo que logró fue el efecto contrario: volver a la gente en contra de ella, lo que hizo explotar su sinrazón.
La que había sido mujer de mi amigo tomó un artilugio, brillante como una joya, que escupió un estampido hiriente, incluso para mí. No supe qué había ocurrido hasta que no vi la tez blanca del padre de mi amigo y la sangre en sus ropas.
No sabía qué había causado aquello, pero ya comenzaba a estar un poquito de acuerdo con los ancianos en algo: el desprecio por su magia. No sabía si el padre de mi amigo había muerto, aunque lo sentí como si fuera mi propia pena, con tal intensidad que no pude sino enorgullecerme de la actuación de los hombres y mujeres que se echaron encima de la mujer. Incluso a pesar de aquello que portaba, que escupía muerte y que me asustó como nada en mi vida antes. En mi comunidad se hubieran agazapado como conejos al primer grito.
No pude sino respetar el valor de esos hombres y mujeres que aplicaron su justicia inapelable, como respeté la fortaleza de mi amigo que se guardó sus sentimientos al igual que yo, cuando vagaba por la cueva, para asistir a su padre.
Se lo llevaron y vi que trasteaban dentro de su cuerpo sobre una mesa brillante, envuelto en limpísimas telas durante horas, y que mi amigo y su nueva mujer esperaron con paciencia y fe, hasta que el que parecía su chamán salió con una honda pena en los ojos. Se veía que se sentía responsable de lo ocurrido, por no haber sabido leer en aquella mujer.
Sentía que debía hablar con mi amigo, pues no tenía mucho tiempo. Pero aquella noche no pude comunicarme con él. Tal vez su dolor me lo impidió. Sólo pude sentarme y aceptar aquella energía que iba a necesitar.
VIGILIA
Dos días más y mis sentidos comenzaban a embotarse. Tenía la tentación de salir corriendo y arrojarme por el primer agujero que encontrara. Pero continué.
Dormía con más frecuencia, acosado por las fiebres y sólo deseaba volver a tumbarme, aunque retrasaba el momento por temor a no despertar más. Temía el momento en que comenzara a confundir sueño y realidad y perderme o caer en un agujero. Pero, incluso a pesar de la energía que sentía me era enviada, mis miembros comenzaban a abotargarse y yo a vagar en una especie de duermevela.
No era ya consciente de qué dirección tomaba. Sólo me dirigía hacia arriba. No había otro camino. Escarbaba como loco con manos y piedras (ya no tenía uñas) con la rabia de la sinrazón cuando, al final de un agujero vertical, me encontraba con un final. Y eso ocurría tantas veces que empezaba a entrar en un círculo vicioso: no podía dejarme ir ya sin sentir porque me dormía de pie y no era ya consciente de un palmo más delante de mí, pudiendo caer en cualquier momento. Y por otro lado, si guardaba mis sentidos alerta, no podía dejar de pensar que iba a morir encerrado… Y mi locura crecía.
No tenía más razón de vivir y continuar que mi amigo. Quería saber que había sobrevivido, que había encontrado su cueva y se había escondido allí. Sólo entonces me dejaría caer y moriría en paz. Al fin y al cabo, aunque no parecían tener futuro, había una comunidad en aquella maldita cueva suya que podría subsistir y reproducirse durante generaciones y, si no perecían por la locura de los ancianos, alguien surgiría en su sano juicio que despertara las dudas de la tribu. Después de todo, seguirían utilizando a soldados que salieran de la cueva y, por muy ciegos que estuvieran en sus creencias, tarde o temprano encontrarían belleza en lo que hacían. No podía ser de otro modo, pues no había nada más hermoso y el fanatismo religioso de los ancianos junto con la ingenuidad de la tribu no podían tapar aquella belleza…
Aquel cielo azul. Así que su raza continuaría. De algún modo, él aún tenía un cierto futuro, o su pueblo lo tenía.
Pero el de su amigo…
PETER
SUEÑO
Las lágrimas de pesar por la suerte de mi padre que no me permitía en vigilia se mezclaban con la profunda pena que me causaba la visión de mi amigo a punto de rendirse.
Hice un esfuerzo por ordenar a mi cuerpo dar toda su fuerza a mi amigo. No importaba si yo quedaba exhausto. Había otros que podían hacer mi tarea pero nadie que pudiera ayudar a mi amigo. No podía permitir que muriera encerrado en aquel laberinto infernal.
Estaba agotado. Pensé en no inspeccionar la cueva, ordenando a mis ojos ver como si fuera un plano, pues ese ejercicio se llevaba todas mis fuerzas, pero, al fin y después de pensarlo, decidí que era importante. Las energías me abandonaban a toda prisa mientras observaba. Me llevé una sorpresa. Había avanzado mucho. De alguna manera, había encontrado un camino hacia arriba, entre aquella maraña de callejones sin salida. Era como si le hubiese tocado la lotería. Estaba cerca. Pero tan cansado y fuera de sí que no sabía si aguantaría un día más. Intensifiqué mis esfuerzos por darle vida. Y ordené a mi mente comunicarme con él. Sin éxito.
Apelé a todos los dioses pasados y presentes. Les pedí que me permitieran hablarle. Tenía claro, a esas alturas, que todo aquello no era el capricho de la casualidad. Un dios magnánimo velaba por nosotros y por la raza humana, y no podía permitir que cayéramos a las puertas, cuando había una posibilidad entre mil de que sobreviviera.
Por eso le pedí, por todo aquello que quería, pasado, presente y futuro. Le pedí con tal pasión que mi cabeza me dolió hasta reventar. Pedí dar mi fuerza vital completa. Cualquier precio era barato con tal de hablar con él.
Y me fue concedido.
La bruma se aclaró y mi amigo se apareció ante mí. No parecía reconocerme. Tuve que acercarme y cogerle la mano, hablándole, por mucho que no me comprendiera. Pero no sabía cuánto duraría el favor, así que le abofeteé con fuerza. Necesitaba su atención. Al fin reaccionó, mirándome con ojos como platos. Le obligué a levantarse. Le hice mirar a su alrededor. Le hice tocar las pareces de piedra con sus manos para fijar su posición y orientarse. Le hice gestos con la mano en la cabeza para que, cuando despertase, recordase su posición como un punto de partida para las instrucciones que iba a darle.
Cuando pareció comprender, se afianzó con las manos en la piedra y me sonrió.
Comprendía. Le hice un gesto señalando una dirección frente a él. Asintió. Hice un gesto con mi mano. Levanté tres dedos. Intenté hacerle comprender, acompañando mis instrucciones con gestos de mis manos indicando la dirección, creando círculos con mis brazos para que viese que expresaba túneles o pasadizos. Un pasaje a su izquierda. No. Otro pasaje a su derecha. No. Otro a la derecha. El tercero. Ese sí.
Tardó mucho en comprender. Yo me exasperaba, pero comprendía que sus sentidos estaban afectados por el cansancio. Tuve que repetirlo varias veces. Al fin, su cara se iluminó y me repitió los gestos para que yo lo confirmara.
Entonces señalé con un dedo y hacia arriba. Hice un gesto respirando como si el aire oliera a flores. Asintió de nuevo. Allí estaba la salida.
Le abracé con tanta fuerza que tuve que agarrarle para que no cayera, y su peso tiró de mí. Caímos los dos, para luego reírnos como niños. Me aseguré de que recordara la posición inicial cuando despertase. Si se movía en sueños y cambiaba de postura, era hombre muerto.
Antes de que la niebla me engullera de nuevo, tomé su cara entre mis manos y le besé en los labios con fuerza.
VIGILIA
Cuando desperté, con los ojos llenos de lágrimas, aún recordaba mi ruego silencioso a Dios, para que le diera parte de mis fuerzas. Y en verdad que se las dio. Me incorporé, y un mareo me volvió a tumbar. Andrea despertó y vio mi cara pálida y húmeda de tristeza. Se asustó.
—¿Estás bien?
—No. Me vas a tener que ayudar. No tengo fuerzas.
—¿Y eso?
La miré con cariño. Aún estaba emocionado por el sueño. Sin decir nada, la atraje hacia mí y la besé en los labios. Un beso casto y exento de pasión sexual, como el que había dado a mi amigo pero no por eso menos evidente. Mojé sus mejillas con mis lágrimas, pero no le importó. Me separé con la misma ternura. Ella supo que iba a decirle algo importante.
—No te he contado lo de mis sueños.
—No tienes que hacerlo. Te creo.
—Pues me vas a oír. Es hora de cerrar heridas. Me empeñaba en guardarte rencor por ocultarme todo, pero comprendo que no hay lugar ni tiempo para eso. Tal vez sea una última parte de aquel viejo yo tan diferente al de verdad, a lo que debería haber sido siempre. Vamos a tener mucho tiempo para hablar, en el mejor de los casos, así que basta de silencios. Así sabrás por qué estoy tan débil.
Y se lo conté todo mientras caminábamos, uno agarrado desesperadamente al otro. Nos pusimos en marcha a buscar la cueva, mientras en la comunidad lo preparaban todo, curando a los enfermos y haciendo enormes contenedores de alimentos, frutas y útiles, como el generador y la bicicleta que accionaba los aparatos eléctricos.
Me dijeron antes de ir, aquella mañana, que ya no había comunicación por internet. Me imaginé al alcalde como un loco, llamando para preguntar por su hija… Si es que había sobrevivido al cataclismo, que no lo creía ni por asomo. Así que, después de visitar a mi padre en el hospital, donde le vi tan blanco que no pude evitar las lágrimas, entubado e inmóvil, nos fuimos hacia el sur.
Andrea y yo íbamos por delante. Todos sabían por viejos mapas dónde se encontraba el monasterio y podían dirigirse hacia allí sin nuestra ayuda. En cuanto los heridos pudieran valerse un poco y mi padre despertara, si lo hacía, utilizarían el vehículo que me trajo, junto al que trajo a mi padre, para llevarlos y transportar en cuantos viajes pudieran todo lo que pudieran llevar consigo y a los más débiles.
De vez en cuando mirábamos al cielo. Los dos sabíamos por qué, sin hablar. Ese cielo gris oscuro, metálico, de tonos rojizos, lleno de la peor miseria humana.
Hablé durante horas mientras caminábamos. Cuando terminé de contarle todo, ella también lloró. Lo hizo en silencio, mientras la abrazaba tiernamente, dejando que se desahogara.
—No me extraña que estés extenuado. Eres fuerte y muy valiente. Y yo tengo una gran suerte de haberte conocido, y no sólo por el hecho de que eso haya supuesto mi salvación.
—Aún no nos hemos salvado.
—Lo haremos. Ya lo verás.
Dejamos atrás Jaca, de acuerdo con las instrucciones del mapa, esperando no habernos confundido, y nos adentramos en el valle que cruzaba la encrucijada de caminos hacia Navarra, la canal de Berdún, terreno llano, mucho más accesible que las cuestas sembradas de rocas atravesadas, o al menos así lo pensé, ya que, conforme avanzábamos, el acceso era más y más difícil, y desde allí, a unos catorce kilómetros de Jaca, torcimos hacia el sur, hacia la serranía.
El terreno volvió a elevarse y con las primeras cuestas vinieron los problemas. El ritmo se ralentizó y apenas teníamos la sensación de avanzar. Y eso que aún era terreno fácil.
Tras unas colinas bajas, llegamos a los restos de un pequeño pueblo. Apenas quedaban los límites del trazado de las casas, pero nos sirvió para reconocer el terreno y saber que íbamos por el buen camino. Yo rezaba en silencio para que no nos sorprendiera un terremoto en el transcurso de la marcha, pues nada valdría la pena en ese caso.
Cruzamos el pueblo y las cosas se comenzaron a poner más difíciles, si cabía, conforme el terreno se fue elevando, ya subiendo las laderas de la sierra de San Juan de la Peña. Mientras había rocas, todo iba bien, pues podíamos saltar de una a otra. Lo realmente complicado eran las morrenas de piedras, grava y arena, que eran traicioneras, pues un paso en falso y el pie se lo llevaba la arena, arrastrando toneladas de pequeños materiales.
Nos costó muchos intentos cruzarlas, pero poco a poco el terreno fue haciéndose más firme y, de vez en cuando, la promesa de un brote verde entre las piedras nos hacía sonreír. La sierra parecía retorcerse entre meandros, a través de los cuales nos movíamos con paciencia. Entre ellos, la vegetación se iba haciendo más notoria y con ello nuestra esperanza. Sabíamos dónde íbamos y a duras penas reteníamos la tentación de escudriñar en cada arbusto o detrás de cada roca, buscando la grieta.
Descansamos durante una hora y aprovechamos para comer algo. Yo miré a Andrea, que había permanecido callada la mayor parte del tiempo.
—No estás muy habladora.
—Ni tú.
Sonreí.
—Aún vas a echar de menos mi rollo peliculero.
Ella suspiró y sonrió con esa alegría contagiosa.
—He estado pensando.
—¿Sí?
—Prefiero la Riviera Maya. ¿Dónde va a parar?
Continuamos la marcha. El cansancio y mi malestar creciente fueron haciendo más penoso el camino, a pesar de que, según el plano y mis cálculos, estábamos muy cerca. No podíamos rendirnos, así que continuamos. Yo le contaba las aventuras de aquel primer rey de Aragón, y ella me regalaba sus sonrisas.
Al doblar uno de aquellos retorcidos meandros de roca, siempre internándonos en lo más profundo de la sierra, apareció. Los dos dejamos de movernos, atenazados por la impresión. Allí estaba.
La enorme roca que guardaba los restos del antiguo monasterio. Para nada sepultado por la roca, como aquel periódico decía. Sí que habían caído tremendos pedazos de ella, a los lados, pero, milagrosamente, el monasterio había resultado fuera de su alcance.
Los terremotos habían demolido muchas de sus paredes, y aun y así se sentía el olor a santidad de aquel mágico lugar. Comprendí perfectamente a aquel viejo rey y me sentí parte de aquello como debió de sentirse él mismo, hacía tanto tiempo. Caminamos emocionados entre los arbustos, pequeños bojes y algunos árboles.
No había tiempo que perder y, sin embargo, nos quedamos mirándolo, embobados, sin palabras. Ni siquiera pudimos resistirnos a la tentación de adentrarnos entre las viejas ruinas, que una vez cobijaron la reliquia santa por excelencia. El Santo Grial. Me pregunté si tal vez mis sueños eran obra del mismo Dios, y le recé en silencio.
Se conservaban los tres ábsides excavados en la roca; incluso se apreciaban restos de las antiquísimas pinturas que una vez los habían cubierto. Algo nos alertó. No era un sonido, sino la ausencia de él. Esa sensación de cosquilleo. Bajo la roca que tantos embates había soportado, nos sentíamos seguros, pero nos miramos preocupados por los que estaban en camino. Nuestros cuerpos se tensaron esperando el momento fatal.
Y llegó, aunque, y gracias a Dios, no fue tan grave como había temido, pero nunca se sabía, pues la acción variaba en cada punto y lo que nos había parecido un leve temblor en un sitio tan bien protegido podía haber resultado devastador entre la mermada caravana que venía.
Cuando acabó, ya no perdimos más tiempo. Nos situamos delante del monasterio, de cara al barranco, y descendimos como pudimos, alerta a cualquier detalle. Así pasamos una hora, conteniendo el aliento cada vez que nos agachábamos a inspeccionar el menor estímulo. Yo tuve que sentarme un par de veces, pues no tenía fuerzas para dar un paso más, cuando algo llamó mi atención.
Un grupo de piedras parecía dispuesto en cierta fila desordenada, probablemente por el movimiento. Rechinando los dientes de puro cansancio, me acerqué, unos metros por debajo. Estaba tan aletargado que casi me caí un par de veces, pero llegué donde las piedras. Señalaban por un lado al valle abierto. Por otro… a unos matorrales. Me adentré entre ellos, apartándolos con cuidado reverencial. Una sombra. Esperé a acostumbrarme a la escasa luz. Aquello me entristeció. Pronto la oscuridad sería completa… En el mejor de los casos.
Contuve la respiración mientras atravesaba una grieta por la que un hombre gordo apenas cabría. Ahí estaba. Una cavidad. Me llevé las manos al mono, recordando que por algún sitio tenía un mechero. Un viejo mechero de mi padre. Lo gradué para que su llama fuera potente y, con auténtico miedo, lo alcé sobre mi cabeza y lo encendí.
Un mundo se abrió ante mí. Era una cavidad que se iba abriendo. La seguí durante un centenar de metros, hasta desembocar en una sala muy amplia y alta, donde se abrían nuevos pasillos. Un reguero de un palmo de ancho de agua discurría entre agujeros en las rocas. Lo toqué. Estaba caliente. Me pareció tan bella como una catedral. Salí y llamé a Andrea.