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POL

SUEÑO

Incluso en sueños me daba cuenta de que me sentía cada vez más débil, a pesar de aquella extraña energía que de vez en cuando parecía serme insuflada. Había visto a mi amigo arrodillarse ante mí y tender sus manos, que sentí llenas de calor, y la energía se transmitió con mucha más potencia y fluidez. Lo que agradecía de tal manera que la impotencia me hacía sufrir casi tanto como las laceraciones de mi piel.

Intentaba soñar con él y ver su paisaje, su cielo, pero cada tránsito entre las conocidas nieblas me dolía más. Y cada vez los sueños eran menos claros. Veía de nuevo a mi amigo discutir con la que había sido su mujer. Pareció encajar muy bien que yaciera en brazos de otro, supongo que tanto le daría que ese otro fuera el líder de la comunidad, lo que me parecía inaudito. Entre mi gente, eso se hubiera castigado muy severamente.

Mi gente. A pesar de todo lo que me habían hecho, mi mente se negaba a desarraigarse. Suponía que ese vínculo era una de las causas por la que los humanos habíamos sobrevivido al último cataclismo. Rezaba por que mi amigo lo sintiera de igual manera.

Mi amigo.

Les vi buscar la gruta entre las montañas más bajas aunque no menos escarpadas al sur del pueblo, casi en el límite con el desierto más árido e infernal. Me parecía una zona menos segura que las grandes montañas del norte, pero no sabía dónde estaba la cueva si existía, y tal podía ser en cualquier lugar, viendo la extensión de tubos de roca que yo mismo había recorrido. Me preguntaba si no había dado la vuelta al mundo entero por debajo.

Evitaba con todas mis fuerzas pensar en mi situación, para no pensar en mi muerte segura, lo que me agotaba. Intentaba hasta la extenuación poder volar y sumergirme entre las rocas en busca de la gruta, pero estaba demasiado débil incluso para moverme en sueños.

Sólo podía rezar y confiar en mi amigo, al que veía caminar, inspeccionando cada gruta, cada colina, roca, a veces solo, y las más, de la mano de su nueva amiga, que parecía haber tomado en serio su relato sobre mí.

Me sentí orgulloso de que hubiera más personas que me respetasen, sobre todo el padre de mi amigo, orgullo que sentía como si mi propio padre diera su aceptación y su bendición a mi manera de proceder, lo que me emocionaba.

Cuando podía, en sueños, seguía al padre casi tanto como al hijo, y me esforzaba en enviar la poca energía positiva que pudiera para intentar colaborar, deseando que no se perdiera, que su mirada cansada encontrara la cueva.

Tenía el presentimiento de que sería él quien la encontrara, pues los ojos de mi amigo estaban más centrados en la chica que en la búsqueda, y la verdad es que no podía reprochárselo, pero el padre buscaba como lo haría yo mismo, con una firmeza como había conocido en muy pocos hombres…

Lo que me hacía pensar de nuevo en mi padre. Si no fuera por las evidentes diferencias físicas, pensaría que me hallaba ante él, lo que hacía que mis ojos se humedecieran de emoción.

Pero los sueños volvían a aquella sucesión dolorosa de imágenes que ya había visto hacía días, que se repetían a toda velocidad entre pinchazos de dolor auténtico, y se alternaban con períodos de negrura, con otros de aquel aceite espeso en el que parecía flotar, hasta que el dolor se hizo más patente y reconocí la ingrata vigilia.

VIGILIA

Así pasé otro día más. Me iba debilitando poco a poco, así que me obligué a beber de mi propia orina para aportar algo más que agua. Mastiqué un poco de musgo, pero sólo sirvió para provocarme un dolor de tripas que me mermó aún más. Había que cocinarlo y tratarlo en una complicada receta antes de poder consumirlo y lo sabía, pero el hambre puede con todo.

Continué explorando con cautela. Muchas veces volví atrás, ante muros, agujeros, torrentes de agua e incluso rejas de estalactitas entre las que mi cuerpo no pasaba por muy flaco que estuviera.

Trepé por un millar de agujeros, tapizando las paredes con mi piel y mi misma sangre, de la que incluso bebí ávidamente cuando la herida resultaba ser algo más que un simple arañazo. Intentaba llevar conmigo siempre una piedra, pues en alguna ocasión golpeaba el muro ante el que me encontrara, y un par de veces se derrumbó, permitiéndome acceder a otra galería, lo que me pareció el más dulce de los triunfos, y me dio nuevas esperanzas. Pero, a las pocas horas de vagar, mi mente cerrada a cualquier cosa que no fuera «arriba» olvidaba cualquier experiencia pasada. Era mejor así.

Llegué a pensar que mi propio destino dependía del de mi amigo, así que no rezaba por mí, sino por él. Me sentía culpable de recibir su energía vital, que me insuflaba a través de sus manos. La curación por imposición de manos era algo normal, tan antiguo como el hombre, pero no esperaba que un hombre del futuro tuviera ese conocimiento. Y rezaba por su padre, y por el mío.

Había períodos en los que parecía encontrarme mejor y, con la ausencia de un dolor más notorio, el tiempo pasaba sin darme cuenta, pero, cuando la fiebre apretaba, pasaba de momentos de sudor en los que me consumía a temblores de un frío atroz que no conseguía vencer. Y con la fiebre vinieron los primeros desmayos, en los que me tumbaba intentando no caer de golpe para evitar que mi cuello o cabeza se dañasen, deseando con todas mis fuerzas encontrar a mi amigo más allá de la cortina espesa, pero no. La fiebre no me daba tal satisfacción, y sí más agotamiento.

Y eso me urgía más en mi propósito y, cuando me encontraba apenas un poco mejor, obligaba a mi cansado cuerpo a levantarse y continuar poniendo un pie detrás del otro con la misma cautela, pues, en el momento en que me confiase, caería a una sima sin fondo.

Sólo pensaba en dónde ponía mis manos y pies, y en mi amigo. Deseaba que al fin pudiera convencer a toda aquella tribu para acompañarle. En la cueva estarían bien. Eran un grupo cohesionado y firme, con ideales justos pero…

¿No habían sido así ellos mismos antes de entrar en su cueva? Se suponía que habían sido los escogidos por Dios para sobrevivir… ¡Y no habían sido capaces de convivir! Y los más viejos sólo aspiraban a fortalecer su poder sobre el resto de la comunidad, manteniéndolos oprimidos a su favor, con unas leyes estúpidas que perpetuaran su estatus, negándose a creer que el castigo había terminado y el paraíso, el premio a sus plegarias, se encontraba a sus pies.

Era espantoso. Se negaban a recoger aquel premio para no perder su poder individual. ¿En qué momento habían dejado de ser justos? ¿Qué había ocurrido durante el gran cataclismo que hizo que todos temieran a los ancianos de aquella manera? ¿O acaso simplemente se impusieron por la fuerza, dominando a un posible partido democrático?

Probablemente fuera eso. Un golpe de Estado en toda regla, de carácter militar y religioso, pues a través de la fuerza, los ancianos impusieron, no sólo sus órdenes, sino las creencias que les convenían, pasando por encima de los dioses de sus ancestros.

Y ahora estaban tan oprimidos o tan sumergidos en sus propias mentiras que eran incapaces de reaccionar, cuando aquellos viejos merecían la muerte.

¿Ocurriría algo así en la cueva de su amigo? Sacudí la cabeza. Ya era improbable que encontraran la cueva, más difícil aún que llegasen vivos a ella con los alimentos y los enseres, de nuevo más difícil que sobrevivieran al cataclismo dentro de ella y no les cayera encima y, por último, que no muriesen de hambre o de miedo.

Pero su amigo era una persona justa, y todos parecían haberlo aceptado en la tribu, y el chamán también parecía un buen hombre, así que debía confiar.

Era lo único que le quedaba.

PETER

SUEÑO

Me esforzaba en intentar aportarle una energía que se le acababa. Recordaba que a veces me había levantado con la sensación de estar agotado, como si no hubiera descansado, y otras con cierta euforia y un ánimo redoblado.

Nunca lo había pensado antes de la otra noche, pero la conexión era tan íntima que ya no tenía ninguna duda de que le insuflaba algo más que ánimos. Y sin duda él los necesitaba, con toda la energía que pudiera darle. Así que me ordené mentalmente darle toda la fuerza que pudiera pasarle, incluso aunque me mermara a mí. Y, de hecho, lo hacía.

El alma se me caía a los pies cuando le veía vagar como una máquina sin ninguna otra instrucción que seguir adelante. Siempre hacia arriba. Sin expresión.

Me seguía ordenando darle fuerza, pues sin él no había esperanza. Tenía miedo, aun si encontraba la cueva y salvaba a los jacetanos, de pasar la fría noche del largo cataclismo sin los sueños en que me reconfortaría y me enseñaría a pasar el trago y sobrevivir.

Un poco más de fuerza.

Toda la que hiciera falta.

Seguía inspeccionando el interior de la montaña y los recovecos de la cueva, pero aún se hallaba demasiado lejos de la superficie como para que pudiera darle alguna orientación que pudiera entender, y no podía volar como antes sobre el bosque y la cueva, porque me agotaba y mis fuerzas me llevaban de nuevo al sueño. De hecho, daba la impresión de que lo que vivía en ellos me debilitaba de algún modo, independientemente de la energía que donara a mi amigo con total conocimiento. Había visto a los ancianos en algunos de los sueños de mi amigo y un presentimiento funesto penetró en mí.

Me imaginé salvando a la comunidad en una cueva, tras el cataclismo, y continuando con aquellos sueños que me consumirían… ¿Y no sería como uno de aquellos ancianos? ¿Y mis sentidos no se embotarían? ¿Y no cambiaría de idea en términos de tolerancia? No en vano, había que poner sobre la mesa ciertas normas de comportamiento, unas reglas que tendríamos que cumplir y respetar, y la convivencia era difícil, como tan bien sabía.

¿Y cuando se pasaran los efectos del cataclismo? ¿Cuándo sería el momento de salir? ¿Cómo sabríamos que no habría más respuestas violentas de la tierra? Eso, en el improbable caso de que sobreviviéramos. Me daba mucho miedo llegar a ser como uno de ellos. Me sacudí la cabeza. Eran pensamientos negativos. Me pregunté si no eran los de mi amigo que se volcaban en mí, como si fuera una transferencia de software. Ya estaba divagando otra vez en plan archivo de Hollywood. No iba a aprender nunca.

Lo único en que debía concentrarme era en dar a mi amigo toda la fuerza que pudiera. Debía confiar en llegar, en salvar a mi padre, en llevar a todo el mundo a la cueva en buenas condiciones y en encontrar la cámara buena que los salvase.

VIGILIA

El segundo día apenas hablamos. Estaba preocupado por mi padre. A mediodía volvimos a Jaca. No habíamos encontrado nada; aunque sí había pequeñas grutas y oquedades entre la caliza, no serían consistentes en caso de terremoto y nos aplastarían, por no hablar de alojar a más personas.

Esperé casi todo el día antes de entrar en el pueblo, esperando a mi padre. No quería enfrentarme con Julia. Al caer el sol, al fin apareció. Estaba exhausto. Incluso parecía herido y caminaba con una evidente cojera, agarrándose la pierna, entre dolores.

Le abracé e hicimos gesto de ayudarle a entrar en el pueblo, pero nos apartó con una sonrisa triunfal. No dijimos nada. Asintió con la cabeza. Entre lágrimas. Estaba muy emocionado y, por primera vez en su vida, no encontraba palabras para explicarse. Pero no le hacían falta. La había encontrado.

Yo estallé en risas y nos abrazamos, saltando como niños que han ganado un partido de fútbol. Tuvo que parar cuando su pierna se rebeló, y caímos sobre la frágil hierba.

—Es perfecta —decía apresuradamente, entre jadeos—. Es maravillosa. Muy profunda. Y fuerte. Aguantará lo que sea. Y tiene agua. ¡Agua caliente! Es perfecta. Yo la he descubierto. ¡Llevará mi nombre! La cueva de Samuel.

Estaba tan emocionado que apenas podía hablar y entre lágrimas me decía:

—¡Dale las gracias a tu amigo! ¡Tenía razón! ¡Por Dios santo! ¡Tu amigo tenía razón! —Le costó mucho tiempo calmarse—. Tenías razón incluso en tu intuición, cuando hablaste del monasterio. Eres un genio. —No dejaba de abrazarme.

Un crujido nos sobresaltó. El ruido lo siguió en breve. Y una extraña tensión, como electricidad estática, que sentimos todos en la punta de los dedos. No tardó mucho. Ya todos lo intuimos, aunque no imaginábamos que tendría tal fuerza. Y nos sacudió como si fuéramos hojas en medio de una tormenta. Caímos desmadejados, sin poder hacer otra cosa que mirar, como si flotáramos en una balsa en medio del océano. Nos encontrábamos en un pequeño jardín a la entrada del pueblo. Y eso nos salvó.

Una parte del jardín se deslizó hacia el río tras desgajarse una inmensa porción de tierra, que nos incluía en su cima y tuvimos que correr como pudimos para no ser arrastrados por la enorme cantidad de tierra que se deshacía a nuestros pies como si fuera un río de agua.

Saltamos como pudimos hacia el espacio que ocupábamos hacía unos segundos. Tuvimos suerte, pues fuimos rápidos y pudimos agarrarnos a las raíces de los árboles del paseo que quedaron al aire peligrosamente, mientras veíamos la tierra caer hacia el cauce del río, que quedó anegado en apenas medio minuto.

Donde antes había un precioso paseo que miraba hacia el río, no había sino un profundo barranco con una pared vertical. Subimos como pudimos, temerosos de que los árboles no aguantaran, al no tener tierra sobre la que sustentarse. De hecho, alguno crujió lastimosamente y cayó con un gran estruendo.

Corrimos hacia el pueblo viejo. Se oyeron explosiones entre el ruido del terremoto, que te retumbaba en los huesos. Vimos casas caer, y yo di gracias a Dios en silencio por no oír los gritos de los que habían quedado dentro.

Imaginé el efecto del terremoto en las ciudades, si allí llegaba atenuado. No habría supervivientes.

Una nueva réplica volvió a llevarse parte del paseo y los árboles a los que nos habíamos agarrado cayeron sin remisión, y la tierra volvió a abrirse en enormes pedazos, desgajándose como pedazos de una naranja. Temí que todo se fuera debajo de nuevo y cayéramos, pues la zona en que nos encontrábamos era poco estable, mirando aún al río, pero el cataclismo se detuvo apenas a un par de metros de donde casi nos agarrábamos con manos y pies a una roca, sabiendo que no serviría de nada.

El mundo se detuvo. Tardamos unos minutos en reaccionar, como si nuestros cuerpos necesitaran asentarse internamente. Yo estaba tan mareado y debilitado que me arrodillé y vomité con fuerza, sintiendo que me volvía del revés, pues no tenía nada dentro del estómago.

Nos levantamos y volvimos a abrazarnos.

—¿Estáis bien?

Mi padre y Andrea asintieron. Sus caras eran todo un poema. Sin decir nada, corrimos al pueblo.

Las siguientes horas fueron infernales. Ayudamos cuanto pudimos a rescatar cuerpos entre los escombros. Se improvisó un pequeño hospital de campaña y se puso en marcha un generador. Si aquello no era fuerza mayor, no sé qué lo sería. Un poco de humo más no haría más daño, cuando todo el humo que causaran las ciudades se había detenido, salvo el de la destrucción total y completa.

Los cuerpos fueron llevados al quirófano, que gracias a Dios había quedado en pie. Al fin, y ya en plena noche, nos reunimos los que podíamos tenernos en pie. Habían muerto veinte personas, incluyendo mujeres y niños. Quedábamos unos cuarenta, contando a los heridos. Todos estábamos demasiado apesadumbrados para tomar la palabra. Fue Manuel el que tomó la responsabilidad, intentando organizar a todo el mundo. Sus órdenes eran sensatas… pero estériles.

Tras los primeros auxilios, las mujeres cocinaron algo para recuperar las fuerzas. En aquel momento se erigió una especie de consejo en el que todos hablaron aunque nadie dijo nada. Los tonos se fueron alzando y la vehemencia aumentó por momentos.

Pedí la palabra. Algunos reaccionaron con violencia, pero me permitieron hablar.

—No quiero parecer agorero ni sacar provecho de la tragedia diciendo que os avisé, pero el futuro está ahí. Cada minuto queda menos tiempo. —Hubo gritos. Algunos callaban y parecían pensarlo. Alguien se adelantó.

—¿Y dónde iremos? ¿Dónde está tu cueva?

—Yo la he encontrado.

Mi padre dio un paso al frente. Sus ojos brillaban.

—Yo también pensé que era una locura, pero la he encontrado. Y es perfecta. Muy grande y profunda, con bóvedas de aspecto grueso y resistente. Y hay manantiales de agua caliente. En la entrada crecen árboles y hierba, como aquí. No he tenido tiempo de explorarla, pero juraría que se adentra muy profundamente en la tierra, con lo que, si se cerrara, tal vez podríamos acceder a otras salidas y nos sobrará el oxígeno para una buena temporada. Si controlamos bien los víveres y somos capaces de autoadministrarnos con los animales y lo que llevemos, tal vez tengamos una posibilidad.

—¿Y quién nos dice que, aunque aguantemos un terremoto, sobreviviremos a los siguientes? ¿Y para qué? ¿Para encontrarnos un desierto cuando salgamos? —dijeron algunos.

Yo volví a hablar.

—Escuchadme. No es ninguna locura. Esto ya ha ocurrido otras veces. La naturaleza ha purgado su contaminación y siempre ha vuelto a renacer, pero, para que esto se cumpla, necesita una destrucción completa. Mi único temor es que ya ha pasado muchas veces y nunca con esta violencia ni con un mundo tan degradado, así que sólo podemos jugarnos todo a una carta. Si el mundo ha cambiado y la naturaleza se regenera cuando salgamos de la cueva, habrá valido la pena. Si no es así, ya no habrá más vida, y yo seré el primero en cortarme las venas y morir en paz, como el último de los humanos. Yo pienso ir a la cueva, pero necesito que vengáis conmigo, porque sois los últimos humanos con posibilidades de subsistir y, si tenemos suerte, tendremos que reproducirnos para volver a poblar una nueva tierra, con un cielo azul radiante. Os lo prometo. Yo he visto ese cielo.

Antes de terminar la última frase, ya me había dado cuenta de mi error.

—Sí. En tu patético sueño.

Era Julia:

—¡No le hagáis caso! ¡Es un loco! Manuel ha demostrado que es un buen líder. Todo volverá a reverdecerse. No debéis seguir a un perturbado depresivo y suicida.

Aquello me dolió en lo más hondo. Ya no intentaba encontrar una justificación de la que servirse para convencer al grupo. Simplemente pretendía hacerme el mayor daño posible. Yo levanté la voz, sin acritud pero con fuerza:

—Pero no sobreviviréis a más terremotos, por no hablar de otros fenómenos que conocéis bien. Os pido que os unáis a mí. Si llevamos lo que tenemos, viviremos.

—¡Sólo quieres llevarte la comida y las máquinas!

—¡Hay más posibilidades de vivir en un mundo que valga la pena yendo a una cueva que muriendo aquí!

Los murmullos me dijeron que la duda había sido sembrada. Salí del espacio abierto. Necesitaban hablar por sí mismos y deliberar. No podía hacer mucho más. Dejé a mi padre y me fui a dar una vuelta. Necesitaba ver un poco aquel paisaje y retenerlo en mi memoria, pues sabía que nos esperaba una larga oscuridad.

Intenté no pensar, como mi amigo en su gruta. Simplemente anduve sin rumbo durante un rato y volví. Los ánimos estaban muy caldeados. Mi padre se acercó a mí y me susurró al oído:

—Parece que todo va bien. Hay una leve mayoría que quiere venir, pero los otros no aceptan quedarse sin comida y los enseres. No puede haber escisión. O todos o ninguno. Es lo que se está debatiendo.

Me acerqué a ellos. Me abrieron paso, con cierto respeto.

—No hay mucho más tiempo. Debemos ponernos en marcha. Cargaremos con los heridos y todo lo que podamos llevar. Que los hombres lo preparen todo. Las mujeres ayudarán a moverse a los heridos. No está a más de un día de marcha.

—¡No! —De nuevo Julia. Mi padre se adelantó, encarándose a ella. Su rostro encarnado me hizo temer uno de sus arranques de cólera, y así fue:

—¡No eres más que una niña malcriada que no puede soportar que no la atiendan! —habló para todos a voz en grito—. ¡Puedo escuchar a alguien a quien respete, como Manuel si aporta soluciones lógicas, pero no puedo escuchar a una niña despechada con un berrinche amoroso!

—¡Sólo eres un viejo patético! —gritó—, no eres nadie. Si mi padre estuviera aquí, ya estarías muerto.

Esperaba que mi padre se volviera loco, pero, curiosamente, se serenó.

—Julia, cariño, te estás retratando.

Yo aplaudí en silencio su inteligencia, y se veía que los miembros de la comunidad comenzaban a murmurar su repulsa por las palabras de la niña malcriada. Para ella fue como un insulto. Lo que más odiaba era ser repudiada, no ser amada. Y su cara se tornó una máscara de odio.

La gente comenzó a rodearme pretendiendo aportar sus ideas. La suerte estaba echada. Yo había vencido. Estaba orgulloso de mi padre y feliz de haberme ganado la confianza de aquel grupo.

Pero sucedió algo con lo que nadie contaba. Un estampido calló todas las voces. Me vi empujado hacia atrás por cuerpos que reaccionaron ante la sorpresa. Caí al suelo. Intenté levantarme, pero no era fácil con varias personas encima. No supe qué había ocurrido. O sí lo supe, pero no quise creerlo, hasta que me adelanté y vi a Julia con un revólver en la mano.

Mi padre permanecía aún en pie, pero poco a poco fue menguando. Le abracé por detrás, sosteniéndolo. Lo deposité en el suelo con mucho cuidado. Abrí sus ropas.

Sangraba profusamente. Mi mano se tiñó de rojo y perdí el calor como si me hubiera sumergido en aguas heladas. Intenté taponar la herida abierta a la altura del estómago, pero sólo conseguía que la sangre saliera disparada entre mis dedos. Mi padre me llamó. Temblaba.

—¡El monasterio! Búscalo. Bajo él. A unos veinte metros por debajo hay una grieta ancha.

Fue menguando como una uva pasa. Se encogió en torno a su herida y sus temblores se fueron acentuando. Sintió una contracción que le hizo saltar y quedó inerte en mis brazos mirando el cielo.

Los acontecimientos siguientes los viví como si se tratara de uno de los sueños que compartía con mi amigo. Pensé que yo sería el siguiente y, al instante, vi a Julia intentando quitarse de encima a la gente, abriéndose paso hacia mí con el arma aún humeante lista de nuevo. Pero la pequeña multitud se adelantó en torno a ella, tapando su imagen. La oí gritar sin comprender qué decía. Sonó un disparo, pero, lejos de quitárselos, sólo consiguió que se le echaran encima. Un disparo más, acolchado por la piña de hombres y mujeres que se abalanzó sobre ella, como buitres a la carroña.

No vi nada, hasta que todo terminó. El silencio se hizo dueño del lugar. Nadie dijo nada más. Se llevaron el cuerpo de Julia y del infeliz al que había disparado, que había muerto en el acto de un disparo a quemarropa en el corazón. El segundo disparo había herido a una mujer en un brazo y la llevaron a curarla.

Manuel, que por lo visto era médico, acudió junto a nosotros. Yo me esforzaba en mantener la herida taponada para que no perdiera más sangre. Se encargó con profesionalidad, tapando la herida con un pañuelo y pidiendo ayuda a gritos. Lo llevamos al edificio que se había improvisado como hospital, y varias mujeres me hicieron gesto de que me marchara. Unos minutos más tarde y por lo que parecía, ya estable, lo llevaron al quirófano.

Todo quedó vacío. El espacio y mi alma. Sólo noté una mano en mi hombro. Era Andrea. No dijo nada.

Esperé durante horas, en las que recé por mi padre y para que no hubiese una réplica del terremoto que nos evitara traerlo de vuelta. Por mucho que, cobardemente, deseara dormirme, no lo hice. No quería abandonarme al sueño y la distracción de mi amigo sin saber si mi padre había muerto. Pasaron horas.

Al fin, Manuel vino hacia mí. Había un rastro inequívoco de un cansancio tan profundo en las cuencas de sus ojos que supe del peso que cargaba sobre su conciencia. Me levanté como accionado por un resorte y corrí hacia él. El corazón amenazaba con desbocarse, latiendo con una fuerza desconocida.

—¿Cómo está?

—Estable, aunque su evolución dependerá de las próximas horas. Me temo que nuestro hospital no es tan aséptico como yo hubiera querido, a pesar de que recuperamos el quirófano, pero el polvo del terremoto lo llenó todo. Le hemos operado, tapando los efectos de la herida. Ya no está en nuestra mano. Le hemos dado antibióticos, pero no puedo garantizar que no muera por alguna infección, y ha perdido mucha sangre, así que está en manos de Dios.

Quedamos el uno frente al otro sin hablar. Sentíamos que la conversación aún no había terminado, pero nadie decía nada. Al fin, y tras un par de minutos, puso una mano sobre mi hombro.

—Lo siento —dijo.

—Y yo.

Sacudió la cabeza. Las lágrimas aparecieron en sus ojos secos.

—Fue culpa mía. Me avisaste y no supe verlo. Debí haber impedido que tuviera acceso al arma. Me empeñé en creerla cuando en el fondo sentía que no debía hacerlo.

Sacudí la cabeza.

—Los dos hemos pecado de lo mismo. Ella tenía ese don para hacer que los demás hicieran según su antojo. No es en absoluto tu culpa, pero ya no tiene arreglo.

—Algo sí. Iremos contigo a buscar tu cueva.