13

POL

SUEÑO

El dolor y la fatiga se filtraban a través del sueño. Comprendí el porqué de aquellos sueños repetitivos y agotadores de la otra noche. Debía de estar delirando de fiebre y dolor.

La niebla se disipó. Rogué por que se me concediera un poco de reposo entre aquel sueño insano. Era como estar sumergido en un aceite muy espeso. Pero el dolor, sin abandonarme, me concedió el alivio de un sueño un poco menos penoso. Vi aquel color asqueroso del cielo y supe que iba a ser más tranquilo. Y podía pensar sin que me doliera, aunque apenas podía moverme.

Lo celebré dándome un atracón de ese cielo. Por muy malo que fuese, era mejor que estar cubierto de piedra oscura. Siempre me sorprendía aquel cielo oscuro, cubierto, como una enorme bóveda artificial, o… como si estuvieran dentro de una enorme cueva de color gris metálico con tonos ocres rojizos.

Resultaba extraño que, en los momentos en que mi alma estaba más llena de preocupaciones, cuando nada más parecía que pudiese caber en ella, siempre en esas ocasiones aparecía mi viejo amigo y su mundo degradado, jamás cuando me encontraba en una situación en la que me sintiese feliz.

Aprecié el color más oscuro del cielo, incluso más oscuro cada vez que abría los ojos en cada nuevo sueño, lo que era sin duda un muy mal presagio. Los movimientos de la tierra parecían ya constantes y el enojo del mundo irreversible.

La visión de mi amigo me tranquilizó un poco, pues aquel mundo que se quebraba siempre me enervaba hasta el pánico, pues me hacía preguntarme si los ancianos no llevaban razón, ahora más que nunca.

Recordaba el color de mi cielo, al menos el que había dejado atrás, fuera de mi prisión de piedra, como una promesa segura de una tregua hasta que los humanos, en nuestra innata estupidez basada en el egoísmo de una vida corta, volviéramos a echarlo a perder, como parecía sin duda en el tiempo futuro de mi amigo.

Pasaban los días paseando entre montañas. Al principio no comprendí por qué, pero, cuando los vi adentrarse en oquedades y pequeñas grutas, comprendí y suspiré de puro alivio. Encontré algo extraño entre la niebla. Esta no era la misma chica con la que tan dulcemente se había rencontrado, sino la que lo embaucó e hizo el viaje con él hasta el extraño pueblo. Me alegré mucho, porque evidentemente esta era alegre, dulce, comprensiva y hasta más bella. La antítesis de la otra mujer, mal humor, rencor, egoísmo y una cara crispada cuando se enfadaba.

Y, a su vuelta, la discusión con la que yo pensaba que era su mujer oficial, evidente incluso a pesar de no comprender nada de lo que decían, que parecía reprocharle que la hubiera abandonado por la otra. Mi amigo intento contemporizar, pero estaba fuera de sí.

Pareció llevar la discusión al plano colectivo. Todos reían con la despechada. No comprendí que rieran de sus problemas amorosos, por muy graciosa que fuera. Había algo más. Mi amigo les habló con pasión, pero todos volvieron a reír. De repente, un gesto de la mujer sacando la lengua, girando los ojos y moviendo la cabeza me alertó tanto que mis músculos se quejaron dolorosamente. Y el dedo en la sien. Ese gesto era universal. Lo estaba llamando loco. Y todos reían. ¡Por los dioses! ¡Estaban hablando de mí! ¡Mi amigo les estaba contando sus sueños!

Al fin espabilé un poco. Tan trastornado estaba. No creía que mi amigo me tomase en serio lo suficiente como para hablarles a todos de mí. Comprendí al instante. No encontraba la cueva, necesitaba ayuda y la pedía. Les vi salir. Sólo eran tres. Mi amigo, su padre y la chica nueva. ¡No podían ser sólo tres! ¿Cómo iban a luchar tres personas por toda una especie?

La bruma se espesó en torno a mí y pensé que despertaba, pero, al cabo de un momento y un par de pinchazos dolorosos en mi cabeza, volvió a aclararse. Pensé que no iba a poder comunicarme con mi amigo, pero de repente el sueño me acercó a él y, para mi sorpresa, me saludó con un apretón de manos, que sentí como muy real, y que me emocionó casi hasta las lágrimas, lo que sin duda hubiera encontrado muy gracioso.

Me esforcé en indicarle que hacía bien buscando cuevas, sobre todo con aguas calientes en su interior, pero debía darse prisa. No había mucho tiempo y todo iría a peor. Cada vez se harían más frecuentes las tormentas, incluso en aquel pequeño paraíso que ya se rompía. Los terremotos llegarían y no sería tan fácil moverse, así que debían encontrar la cueva y llevarse el mayor número de hombres y mujeres. De eso dependería la supervivencia. La suya, y de alguna manera, la mía. Lo expresé como pude, entre auténticos latigazos de dolor. Supuse que debía estar moviéndome en sueños. Pero valió la pena. Me hizo un gesto. Comprendía.

¡Pero tres no era un número suficiente para salvar una especie!

Le señalé tres dedos con un gesto interrogativo y apunté con mis brazos imperiosamente al poblado. Mi amigo se encogió de hombros con tristeza. Miró al pueblo y asintió con la cabeza.

¡Lo intentaría! Con eso me bastaba.

Yo sabía que era muy capaz. De hecho, más que este bruto hombre del pasado sin seso, que no valía para nada, y que moriría vagando entre la oscuridad.

Él leyó la tristeza en mi cara y me señaló hacia arriba, haciéndome gestos para que no me rindiera, con vehemencia, casi con reproche pero con cariño. Comprendí. Estaba preocupado de verdad. Me conmovió.

Le abracé, aunque apenas pude sentir sus brazos, pues la niebla se agitó en torno a mi cabeza y me llevó a la oscuridad primero, y a la no menos oscura vigilia después.

VIGILIA

Casi lamenté despertar ya que, en aquel momento, mi mundo era más oscuro que el suyo.

Tras aliviarme y beber un poco de agua que manaba de una roca, continué mi camino hacia arriba, allí donde estuviese. El curso de agua era positivo pues, si conseguía seguirlo, tenía un camino que seguir, pero el agua salía de una grieta tan estrecha que no hubiera cabido ni un pequeño perro.

La noche antes, al acostarme, creía que no tendría fuerzas para levantarme, pero una extraña calma y una energía desconocida me sostenían los miembros, que sin embargo no dejaban de dolerme, como en el sueño. La piel me escocía, pero no renuncié a uno solo de los agujeros que encontré. Siguiendo uno de ellos, desemboqué en una galería superior a unos cuantos cuerpos de altura y lo celebré como si fuera el mismísimo cielo azul abierto.

Me obligué a no pensar en lo que me esperaba. Si pensaba en la cantidad de paredes, oscuridad, agujeros sin fondo, golpes, arañazos, falta de comida, debilidad y mi propia flaqueza, me volvería loco sin duda, así que cerré mi mente como si un muro la bloquease hacia el exterior. Sólo guardé en mi alma las instrucciones que podrían sacarme de allí. Arriba. Era lo único que tenía que pensar. Imprimí un ritmo tranquilo pero firme.

Para distraerme y no pensar en mí, pensé en lo único que tenía, ahora que ya lo había perdido todo y rememorar el pasado sería igual de dañino. Pensé en mi amigo.

Ayudándolo a él, me ayudaría a mí mismo. Y continué caminando, poniendo un pie detrás de otro, palpando el terreno, tanto del suelo como de las paredes en busca de huecos a los que trepar. Resultaba extenuante, pero evitaba darle vueltas a la cabeza y seguía buscando como si no tuviera voluntad y mi única meta fuera salir de allí.

Pero no podía evitar pensar en mi padre, que sin duda había muerto en una de aquellas cámaras perdidas. Me preguntaba si tropezaría con sus huesos. ¿Qué hubiera hecho él?

Sin duda trataría de hacer lo que yo hago, conservar la calma y no desesperar, buscando cualquier resquicio que me llevase a un plano superior. Quizás él ya hubiera explorado aquellas cuevas. Me pregunté si no conocería alguna vía al exterior y tal vez sí consiguió salir. Al fin y al cabo, había sido explorador y se había internado ya con éxito en las galerías, pero no sabía hasta qué punto. Suponía que los ancianos ordenarían abandonarle más allá de cualquier galería conocida, en los confines de lo explorado, tal vez para seguir ampliando sus conocimientos sobre la interminable gruta.

¿En qué pensaría? ¿Acaso él también contaba con la ayuda de un extraño amigo de un futuro ingrato? No. Lo que le movía era el amor que sentía por mí. Y por eso mismo sé que murió pues, si no hubiera sido así, hubiera encontrado el modo de volver hasta mí, o me hubiera esperado y, cuando salí por primera vez, nos hubiéramos rencontrado para no volver.

No. Murió. Y yo llevaba su mismo camino, lo cual, en cierto modo, me enorgullecía, pues había sido fiel a mis ideales. Recordaba cuando, de niño, había tenido muchos problemas por mantenerme fiel en público a las teorías de mi padre, lo que me había provocado los duros castigos ordenados por los ancianos, y me entristeció mucho el hecho de mentir, no por la mentira en sí, sino por saber que estaba mintiendo a los miembros de mi tribu, aceptando las locas ideas de los ancianos.

Como una prostituta, vendí mis ideales a la posibilidad de vivir fuera de la cueva y disfrutar de aquel cielo azul que ahora tanto extrañaba. Y, ahora, había recuperado mi dignidad, al menos.

Gracias, padre.

PETER

SUEÑO

Busqué a mi amigo, volando, pero debí aprender de nuevo, pues parecía moverme en una densidad distinta. Ya no iba tan rápido ni asimilaba los estímulos como la noche antes. ¡Qué pena! Me había acostado con placer pensando en que volvería a sumergirme en aquel bendito bosque y tomar la energía que me regalaba. Y lo recorrí, pero esta vez no me fue tan grato y su transcurso me cansaba como si en verdad caminara por él. Así que no me anduve con más rodeos y fui a por mi amigo. Me costó un poco más que la noche pasada encontrarlo. Aún vagaba entre los pasillos oscuros. Verle en tal estado me oprimió el corazón. Parecía un zombi de las películas de terror. Con una mano ligeramente adelantada para palpar lo que tuviera delante, y la otra hacia un lado, midiendo las distancias. De igual manera punteaba cada paso antes de echar el peso, tanteando un posible agujero.

Me recordó uno de aquellos juguetes para niños, que caminan solos hasta que chocan con un obstáculo. Entonces dan media vuelta y van por otro lado… Eternamente. No había expresión en su cara, como si hubiese nacido ciego. Impasible. Sin sentir. Sólo contraía el gesto si chocaba contra una pared y se hacía daño. Tenía las manos, pies y parte de la piel de la espalda en carne viva.

Imaginé el tremendo esfuerzo de concentración que le exigía continuar de esa forma. Al fin, pareció relajarse y el cansancio se le vino encima con tanta fuerza que prácticamente cayó desmadejado en un sueño exhausto.

Pude contactar con él. No creía que pudiese verme, pero ahí estaba, sonriente. Me sentí tan aliviado que le di un abrazo, pues el contraste con la imagen que acababa de ver, como un autómata sin voluntad, me había hecho pensar que apenas le quedaba ya un soplo de vida. Comprendí que se trataba de una treta. Quizá anulaba su voluntad para comportarse así a propósito, tal vez para ahorrar fuerzas, tal vez para no pensar en lo que dejaba atrás.

Le hice un gesto. Hacia arriba. Él comprendió y sonrió. Repitiéndome el gesto… Hacia abajo. Una cueva.

—¡Busca una cueva! —parecía decir.

Tendí mis manos hacia él y ordené al poder superior que me hacía soñar que transfiriese parte de mi energía a su castigado cuerpo.

Él se asustó al principio, tal vez pensando que obraba algún sortilegio mágico en él, pero se dejó hacer y, en efecto, al poco pareció recibir una fuerza externa que le relajó y le hizo dormirse. Yo vigilé su sueño, paciente, sin dejar de posar mis manos en él.

No había mucho más que decirse, pero continué posando mis manos sobre su cuerpo. Recordaba a curanderos y santeros, tan de moda con la inminencia del Apocalipsis, que imponían sus manos en los pacientes para dar una energía, curar o lo que fuera.

Nunca lo había creído, y no sabía por qué había hecho eso, pero me pareció lo correcto. Suponía que de igual modo hubiera traspasado mi energía simplemente deseándolo, pero sentí que debía haber algún protocolo, como en las películas.

VIGILIA

Me levanté cansadísimo. Y no era casualidad. Yo sabía que había transferido mucha de mi energía a mi amigo. Nos reunimos los tres por la mañana ante un mapa. No podía evitar la tristeza y el mal humor. Recordaba a mi amigo encerrado sin apenas posibilidades y sentía su sufrimiento casi como si fuera mío. Llegué a pensar que su muerte tal vez traería pareja la mía, pues nuestras vidas no podían ser más paralelas.

Y, por otra parte, me quedaba el poso amargo de mi conversación con Julia. Por mucho que las cosas quedaran meridianamente claras, no podía dejar de sentirme triste. Era mucho tiempo el que había pasado, si no con ella de facto, sí idealizándola como la mujer perfecta.

Y ahora me odiaba. Yo sabía lo fina que era la línea que separaba el amor del odio. Era una de las claves de la depresión, cómo sentimientos tan encontrados podían ser tan cercanos. Y, para terminar de liar la cosa, la había amenazado estúpidamente, sin saber muy bien por qué. Supongo que mi ira se había concentrado en aquella frase, o quizá fue mi tonta tendencia a terminar las frases en plan peliculero.

Intenté despejarme la cabeza y prestar atención a mi padre, que me miraba burlón, a ver si me decidía prestarle atención. Le sonreí, excusándome.

—Aunque no habéis tenido tiempo de buscar bien, tampoco tenemos tiempo. Si hubiera una cueva con aguas calientes, habría vegetación cerca, y no la encontrasteis, así que iremos hacia el sur. Propongo separarnos. Yo iré solo.

Mi padre se encontraba de nuevo en su elemento. Sonreí.

—Te encanta cortar el pescado, ¿eh?

—Se dice el bacalao… En la Edad Media era de lo poco que se conservaba durante mucho tiempo, y el que lo cortaba y repartía tenía sin duda un gran poder. Y sí, ¡qué coño! Me encanta.

Todos reímos. Su sonrisa era contagiosa.

—Pero sigue sin gustarme que te vayas solo. Iremos juntos y los tres peinaremos las zonas de vegetación.

—No. No olvides que he venido solo. Y me ha encantado. No es fácil de explicar, pero, acostumbrado a la misma soledad con unos compañeros ingratos y el mazo de cartas, la naturaleza es una compañera muy amena. Y descubrir de vez en cuando un brote verde me parece un milagro y me encanta descubrirlo en soledad. No es que os rechace, pero hay bocados que se degustan mejor en soledad.

Miré a Andrea.

—Siempre ha sido un tío muy raro.

—De todas maneras dejaremos claras las zonas en las que vamos a buscar, por si acaso tuviéramos un accidente. —Todos miramos el mapa—: Esta sierra comienza aquí al lado. Hay grandes macizos de piedra caliza, pero debajo puede haber grutas. La caliza es una piedra porosa y soluble y se da a este tipo de erosiones. Además, es una zona relativamente poco conocida, a pesar de estar tan cerca de Jaca.

—¿Y eso?

—Porque durante muchos años fue parque nacional protegido. Sólo se visitaba el entorno del monasterio de San Juan de la Peña.

Aquello me golpeó la memoria. Recordé el museo de Huesca… Recordé a la pobre Margarita. ¿Qué habría sido de ella? Le preguntaría a mi padre, aunque no sabría nada.

—El corazón del Reino de Aragón —dije. Mi padre hizo un gesto de fingida sorpresa.

—No esperaba que lo supieras.

—Soy un tío listo. Recuerdo un libro que hablaba de él. Estaba expuesto en el museo de Huesca. Me hubiera gustado leérmelo. Es una pena que los terremotos se lleven todo el saber. Y no lo siento especialmente por la tecnología pero sí por las artes, la literatura…

—El cine —rio Andrea—. Cuéntame lo del monasterio.

—En el siglo XI, el primer rey del Reino de Aragón, de nombre Ramiro, hizo de un escondido monasterio oculto bajo una enorme roca o peña el corazón espiritual de su reino. Según leí, su vista oprimía el corazón de los pecadores y, sin embargo, tenía una misteriosa fuerza que animaba al rey y los monjes, que hubieron de defender su posición muchas veces con sus espadas. Llegó a albergar la santa reliquia del grial que guardó la sangre de Cristo.

—Espero poder verlo.

—Lo verás. Está justo en el centro de la sierra. Empezaremos por la Peña Oroel, aquí al lado, cuyo perfil conocéis bien, y nos moveremos con la sierra hacia Navarra. Vosotros iréis por un lado y yo por el otro; vosotros la umbría, más cerca de Jaca, y yo la solana, el lado que mira a Huesca. Nos llevaremos unos walkies, aunque no espero que funcionen. Si no volvemos la primera noche, no pasa nada. A la segunda sin aparecer, nos buscaremos, calculando una media de kilómetros rastreados por día. Por mucho que una zona nos parezca muy interesante, mantendremos esa media. Así, si me pierdo, sabréis dónde comenzar a buscarme.

Salimos juntos, aunque pronto nos separamos. Le pedí a mi padre que no hiciera locuras. Parecía tener la necesidad de contribuir a encontrar una solución. Tal vez se sintiera culpable por no haber podido ayudarme más antes. Pero era tozudo como buen aragonés de los de antes. No había mucho más que hacer que seguirle el juego. Nos separamos tocándonos la mancha en los brazos.

Miré a Andrea. Apenas le había prestado atención y no era justo. Habíamos caminado, yo enfrascado en mis pensamientos y mi pena. No me pareció justo y le sonreí. Ella pareció leerme la mente:

—Siento lo tuyo con Julia.

—No es culpa tuya. Yo creía que era una persona y se ha descubierto otra muy distinta. En realidad ella siempre había sido la misma y el que he cambiado he sido yo, así que, en cierto modo, es culpa mía.

—Y ahora no te tiene mucho aprecio, ¿no?

Yo reí la broma. Se esforzaba por agradarme y hacerme reír. Debía de sentirse mal por haberme tratado como lo hizo al principio, y por haberme ocultado que sabía más de lo que me había contado, cuando se suponía que nos habíamos sincerado uno con el otro. No podía evitar preguntarme qué más había que yo no supiese. Pero debía contestar.

—De hecho no me puede ni ver. Pero es mejor haberlo hablado y que las cosas queden claras, antes que un complejo postoperatorio lleno de rehabilitación, liberación de la dependencia y la culpabilidad. Por lo menos me siento limpio. —Le sonreí—. Y te agradezco que te hayas comportado con el señorío que has demostrado.

—Me siento un poco culpable. Si hubieras aparecido solo, tal vez todo hubiera sido muy distinto.

—Pues no. Esa era la respuesta que busqué ayer. Y me alegré de saber que no era así. Me liberó de muchas cosas.

—Pero no puedo mentirte. Estoy cabreada por algo.

«¡Joder, otra vez lo mismo no!».

—Me has mentido. Yo lo hice por necesidad, pero tú me prometiste que me contarías lo de tu amigo, y soy la última persona en enterarse, y de qué manera.

Yo me preparé para la lucha. Si esta también esperaba sumisión, la llevaba clara.

—No niego que tienes razón, pero es que tú no estás libre del mismo pecado, y no menos grave.

—Pero yo te oculté información por coherencia, por no estropear nada del trato que debía acabar bien, y al final pensaba contártelo todo, pero tú no me lo has dicho, lisa y llanamente, porque no confías en mí.

—Eso no es cierto.

—¡Sí lo es! —gritó—, ¡y he renunciado a volver para nada!

Yo suspiré, pero no me iba a echar atrás.

—No es falta de confianza en ti. Todo lo contrario. Pero me han enseñado a comportarme como un caballero.

—¡Pues vaya caballero de los cojones!

Yo estallé. La agarré de los brazos y aguanté su tirón, resistiendo su forcejeo hasta que pareció calmarse.

—¡Vas a escucharme! ¡Un caballero es aquel que, antes de comenzar algo, termina con lo que estaba haciendo antes! No me sinceraría contigo sin estar seguro de lo que siento y sin finiquitar el tremendo error en el que me encontraba antes.

Ella aflojó la presión.

—¿Y qué puñetas sientes?

Yo sonreí.

—Si necesitas que te lo diga es que no eres tan lista. Y no voy a continuar hablando si no me sonríes. Y no es negociable.

Andrea rio al fin.

—Disculpa. Estoy hecha un manojo de nervios. Ya estoy mejor.

—Yo también me siento mejor. —Yo reí de nuevo. Me encontraba muy bien. Y la causa era ella.

—Pues, si mi padre nos encuentra entre confidencias, nos la va a liar pero bien.

Andrea sonrió. Nos separamos unos metros en busca de cualquier indicio entre los brotes de verde, pero las miradas cómplices eran divertidas y positivas.

Al anochecer volvimos al punto de encuentro, pero mi padre no apareció.

—¿Qué hacemos? —preguntó Andrea.

—Pues no vamos a ser menos que él, ¿verdad? Me llamaría algo que no te haría gracia. Si él se queda a continuar buscando, nosotros también.

—Lo imagino —dijo entre risas—. Cada día me cae mejor.

—Pues no sé qué me da más miedo, si eso o los terremotos.

Dormimos a cubierto bajo una roca. Ella se abrazó a mí sin ninguna connotación sexual, aunque mis sentidos comenzaban a reaccionar peligrosamente, y eso es algo que una chica nota, pero no pareció enterarse. Evidentemente, ahora era yo el que debía mover pieza. Ella notaba la pequeña distancia que se interponía entre nosotros por la desconfianza que había generado su silencio, tema que no había quedado zanjado, al menos no del todo. No era una persona rencorosa, pero la piel necesita cicatrizar y sanar antes de exponerla a nuevos roces.