12

POL

SUEÑO

Un sueño extraño, entre dolores que no podía identificar… Sueños inverosímiles, obsesivos, que se repetían. Mi amigo en su valle donde el verde asomaba tímidamente, con su núcleo verde salpicado de árboles enfermos y retorcidos, donde el viento llevaba arena que ahogaría el crecimiento de las plantas que osaban desafiar al mundo entero.

Imágenes que se sucedían, de rostros desencajados por la ira, lágrimas, gestos airados de amenaza, dedos que apuntaban acusadores… Apenas podía distinguir las caras entre la neblina espesa que dolía al deslizarse en mi mente. No sabía por qué era tan distinto a la imagen amable de mi amigo que solía recibirme.

Los mismos sueños se repetían cuando despertaba un instante sin saber dónde me encontraba y sacudía la cabeza entre el dolor y la sensación de sed extrema, el sudor y el calor y el frío alternos que me agotaban. No llegaba a abrir los ojos, y los intervalos se sucedían, llenando mi alma de aquellas odiosas imágenes de rostros iracundos con ceños fruncidos y bocas abiertas que salpicaban gotas de saliva en sus gritos, a escasos dedos de distancia de la cara del otro.

Apenas un instante de paz me mostró a mi amigo caminando solo en el centro del pequeño pueblo, la cara triste y abatida. Estaba atenazado por el dolor y la neblina, con lo que no podía razonar. Parecía… solo.

¿Qué había ocurrido? ¿Acaso había recuperado a su mujer para descubrir que no era la persona que esperaba? Quizá simplemente habían discutido, aunque la decepción se dibujaba en su rostro con tanta claridad como el resto del mundo apenas era una niebla espesa que, cuando intentaba atravesar moviéndome entre ella con mi mente como solía hacer en sueños, no conseguía sino pinchazos de dolor que me apartaban de la imagen de mi amigo.

Se abrió la niebla. No sabía qué era real, de lo que había visto, pues las imágenes no se parecían en nada a lo que solía acontecer cuando cerraba los ojos y mi amigo se aparecía con total claridad ante mí. Aquello parecía más el sueño delirante del que se encuentra consumido por las fiebres.

Pero al fin vi claramente a mi amigo. No sabía por qué, pero aquella noche la conexión podía perderse en un momento, así que me apresuré. Cuando lo tuve frente a mí, le hice gestos hacia mi propia cueva, señalándole con el dedo y gesticulando para expresar un refugio sobre mí. Me moví como si estuviera borracho y moví las manos para que pareciera que la tierra temblara, y me adentré en la cueva que había señalado, buscando agua que beber.

Mi amigo, sorprendido al principio, asintió con fuerza, y sus ojos expresaron emoción y agradecimiento. Parecía agotado.

Pero la niebla se cerró.

De nuevo los rostros furiosos hablándose con palabras ininteligibles, la desconfianza mutua, la incomprensión y la incomunicación, tan palpable como incluso la mía misma con mi amigo, con el que no podía comunicarme sino con signos. Tal era la gravedad de la disputa que presenciaba.

De nuevo el dolor agudo y la negrura.

Apenas unos instantes de aquel cielo gris que se me clavaba tan dentro como el mismo dolor, y de nuevo el mismo sueño repetido de ojos acusadores, palabras como lanzas clavadas.

Dolor.

Tempestades, terremotos.

El caos.

La negrura…

VIGILIA

Desperté de nuevo a oscuras con un dolor de cabeza horrible. Me palpé la zona dolorida. Un fuerte golpe de una maza. Lo toqué entre latigazos de dolor que me recorrieron la espalda. Era sólo un chichón. Había temido que me abrieran literalmente la cabeza. Al menos no había huesos rotos y apenas sangraba, aunque dolía tanto que temía volver a sumergirme en la negrura.

Intenté acostumbrar mis ojos a la escasa luz, pero ni siquiera el brillo de las paredes me dio la menor idea. Debían de haberme llevado a una de las profundas y oscuras galerías que servían de prisión.

Tanteé la cámara entre la oscuridad. Lo que más me asustó fue que no había ni guardia ni nada a modo de puerta, como me constaba que solían hacer, corriendo una enorme y pesada piedra circular para taponar la entrada.

Tampoco estaba atado como aquella vez que… ¡Mi padre! Era mi padre el que me ató para que no me perdiera. ¡Y ahora me habían abandonado en el fondo de la cueva a mi suerte…! Como a mi padre. Significaba, lisa y llanamente, que iba a morir. Porque yo no era en absoluto mejor que él, y él no consiguió escapar.

Yo había explorado de la cueva hacia fuera pero no hacia dentro y, según contaban, las galerías podían adentrarse hasta el infinito. Al principio me dejé caer apesadumbrado, pero, enseguida, el orgullo y la rabia me hicieron reaccionar. No iba a quedarme allí hasta que los ancianos doblegaran mi voluntad, y ni siquiera sabía si no pensaban dejarme morir de hambre, o permitir que vagara entre las sombras adentrándome en el interior de las cuevas hasta el mismísimo infierno para que muriera de hambre o de locura. Ya era muy extraño que me hubiesen dejado con vida.

Imaginaba al espíritu de mi hijo exigiendo a gritos mi muerte. Sólo podían tenerme allí para reservarme un destino aún peor. Seguro que cada poco, los exploradores rastrearían mis huellas para saber de mí y satisfacer la curiosidad morbosa de los ancianos. Tal vez era una especie de experimento.

Iba a morir.

Reflexioné con calma. El miedo era peor que las lanzas y las espadas.

No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente, pero me encontraba bien. Al menos había podido avisar a mi amigo durante el breve lapso que coincidí con él entre aquellos horribles sueños que tanto le habían agotado, seguramente, causa de los dolores del golpe en su cabeza.

Tenía claro que no iba a quedarme allí, así que pensé hacia dónde aventurarme. Hacia abajo, de ninguna manera. Había visto los agujeros como aquel por el que había conducido el agua y que a esas alturas ya estaría bien taponado, pero mi esperanza era encontrar uno de ellos, o la salida hacia la cueva. Aunque me tuviera que enfrentar a todos los hombres, esa vez al menos estaría preparado.

Con el ánimo renovado del que no tiene nada que perder, comencé a explorar galerías. La luz era absolutamente inexistente, lo que al principio me causó mucho miedo, pero me obligué a razonar. Al fin y al cabo me había criado sin apenas luz, así que ese no iba a ser el mayor de mis problemas. Palpaba cada paso con brazos y, sobre todo, pies, para evitar caer a un abismo negro en cualquier momento. Lo primero era alejarme un poco de aquella cámara, por lo que no me importó mucho subir o bajar en canales horizontales.

Lo más difícil era palpar las bóvedas buscando una vía hacia arriba. En algunas cámaras y galerías, algunas rocas de mineral brillaban y podía ver un poco, pero en las más grandes resultaba imposible y el brillo apenas llegaba a un codo o dos.

De cualquier modo, procuré no ponerme más nervioso de lo absolutamente necesario pues, a pesar de haber vivido toda mi existencia en la oscuridad, era fácil perder la razón en aquella soledad opresiva donde la caída de una gota te perforaba los sentidos como si se derrumbase la montaña entera. Ya en la cueva era bastante normal que alguien perdiese la cabeza. Lo que no sabía era qué hacían con esa gente. Evidentemente no era recomendable mantenerlos con el grueso de la población de la cueva, pues podrían contagiar su locura y romper un precario equilibrio, aunque tampoco encontraba justo matarlos o hacerles vagar por aquel laberinto oscuro.

Aprovechaba cualquier oportunidad para ascender, tanto en canales como escalando, cuando pensaba que había encontrado un conducto. Muchas veces subí por tubos en los que apenas cabía, ayudándome con la espalda, brazos y piernas, para encontrarme con que de repente el pasaje terminaba en una bóveda.

Pero no dejaba de intentarlo, a pesar de dejarme la piel de manos y pies en las lacerantes paredes.

Trataba de economizar energía, pero al cabo de unas horas estaba derrengado. Busqué un hueco seco y me acosté, intentando olvidar el frío.

La primera vez que salí de la cueva solo fue tras un largo período de duelo y la posterior reflexión y aceptación de mi realidad. Lo que más me costó fue seguir la corriente a los ancianos y aceptar sus enseñanzas. Ni siquiera me atrevía a sugerir que debía ser yo quien ocupara el puesto de mi padre, a pesar de ser el único que había salido fuera de la cueva y el deseo de volver a salir era tan ardiente que me consumía día y noche.

Sabía que los ancianos debían escoger a alguien, puesto que no quedaban frutas ni verduras ni el menor alimento ajeno al musgo, y muchos niños y ancianos comenzaban a enfermar.

Y, curiosamente, fueron mis sueños los que favorecieron mi salida. Fui llamado a la presencia de los ancianos. Recuerdo que se congregaron frente a mí, situando una gran hoguera tras de mí, de modo que veía nítidamente sus caras iluminadas por el brillo del fuego, y sus rasgos parecían bailar entre llamas, creando un efecto sobrecogedor, aunque yo era inmune a sus artificios. El más viejo me habló entre susurros.

—Nos han dicho que ves cosas en sueños.

Yo comprendí que tenían curiosidad. Pensé con rapidez. Si me inventaba algo que desafiara sus creencias, correría la suerte de mi padre sin duda, pero, si les seguía el juego, tal vez mi calidad de vida aumentara.

—Sí, así es, pero no soy digno de tener esas visiones. Vos, sin duda, las tenéis también.

—Sin duda. Pero debemos saber qué ves en ellas.

—En la mayoría de los sueños, veo un mundo podrido con un cielo enfermo; veo la tierra moverse y las rocas llover del cielo, aniquilando cualquier vestigio de humanidad.

—¿Qué más?

—Veo a hombres y mujeres correr hasta esta cueva con cuantos alimentos pudieron cargar, y refugiarse mientras el mundo perecía.

—Eso es parte del pasado. No es interesante.

—No he terminado —aventuré—. Veo fuera de la cueva. Conozco el exterior; de hecho, lo conozco mucho más allá de lo poco que vi con mi padre.

—¿Y qué hay más allá?

—Hombres con magia. Exigua pero magia que aún daña el cielo. Veo enormes criaturas deformes que luchan contra esos hombres. Y en algunos sueños he visto el futuro. —Yo sentía que no podía echar marcha atrás, así que fui elevando el tono de mi voz hasta gritar con fuerza, como si en aquel momento estuviese teniendo una de las supuestas visiones. Cerré los ojos.

»Veo las rocas moverse y caer del cielo, pero no es el pasado, sino el futuro. Veo morir a aquellos hombres y criaturas grotescos. Veo dificultades. Muchos no llegarán al final del nuevo cataclismo, pero los elegidos podrán contarlo a sus nietos en la seguridad de esta cueva que nos ha sido regalada por los dioses. —Abrí los ojos. Mi representación teatral continuó. Fingí que no sabía dónde estaba y que estaba terriblemente cansado.

El anciano ordenó que me trajeran agua que bebí con avidez temiendo que contuviera alguna droga.

—Dime, ¿saldrías de la cueva?

—No. Como os he dicho, los dioses están enfadados porque los hombres no hemos aprendido su lección, y serán incluso más crueles que la última vez.

—Pero tú conoces el exterior. Podrías aprovisionarnos de alimentos para tener reservas durante el cataclismo, de manera que no sufriríamos tanto.

Bajé mi cabeza hasta el suelo. Era el momento más delicado.

—Yo no soy digno de vuestra confianza. Mi padre es una mancha que no puedo borrar. Estuve mucho tiempo equivocado por el amor que sentía hacia él, pero los sueños me han hecho ver la realidad.

—¡Saldrás si te lo ordenamos!

Yo asentí sin levantar la cabeza del suelo, por precaución, por sumisión y para que no me vieran sonreír.

—Pero antes te daremos en matrimonio a una buena mujer. Eres ya un hombre y no debes afrontar la obligación de la misión sin haber conocido los derechos y el placer.

No moví un ápice mi postura sumisa.

PETER

SUEÑO

Apenas sentía la conexión, el alivio fue tan grande que noté mis lágrimas sin verterlas y di gracias al dios que nos mantenía en contacto.

Jamás me había sentido tan contento de ver aquel cielo azul radiante que tan preñado de ofensa se me había antojado en los otros sueños. Noté mi alma doblarse entre sollozos de pura alegría.

Y degusté aquel cielo como un regalo que me era dado. Nadie más podía verlo y llenarse de los olores de un millón de plantas que el viento acercaba a mí, tan embriagador como el mejor de los vinos.

Deseé con todas mis fuerzas poder moverme y acercarme al manto de bosque verde que me rodeaba por doquier, y mi deseo me fue concedido, viéndome impulsado con tanta fuerza que me vi lanzado hacia un muro verde, al parecer con demasiado impulso, pues no pude sino cruzar los brazos ante mí para evitar un golpe mortal.

Pero noté que las ramas y las hojas pasaban a través de mí sin hacerme daño, como si fuese un fantasma y atravesase cualquier objeto físico, cruzando por hojas, ramas, troncos y la tierra misma, con tal fuerza que tomé aire en mis pulmones, temeroso de ahogarme. Pero pronto volví a emerger y a atravesar el verde follaje, esta vez más despacio, aspirando los olores y apreciando los mil tonos de verde cálido, tocando las hojas con mis manos y apreciando su suavidad y bebiendo su rocío, rodeando las rugosas cortezas de árboles y recogiendo tierra húmeda con mis manos para olerla y sentir su fuerza…

Poco a poco aprendí a moverme a voluntad, volando a la velocidad que quería sólo con desearlo. De crío había sido un adicto a las películas de superhéroes y recordaba a Supermán y me sentía tan fuerte como él, mientras volaba entre corrientes de aire y nubes que se disipaban a mi paso dejándome mojado entre cosquillas de puro placer.

Recorrí el bosque entero, espié sus movimientos y a sus inquilinos, que apenas tenían el tiempo justo de barruntar mi presencia antes de que me lanzase contra ellos en mis juegos.

Me pregunté si había muerto y aquello era el paraíso, pues me sentía tan bien que me hubiese quedado para siempre en aquel bosque. Pero tras los juegos me llegó cierta conciencia. Me había sentido alegre porque mi amigo había sobrevivido, pero no estaba allí y comencé a preocuparme.

¿Acaso había muerto en verdad?

Me parecía perverso poder disfrutar de su casa y de su tiempo sin su presencia y su consentimiento. Era evidente que estaba en medio de un sueño y el despertar me arrancaría del paraíso, así que no podría quedarme allí sin intentar aprovechar la comunicación, del mismo modo que él se había esforzado tanto en expresar que debía buscar la cueva con agua que nos guareciera antes del final.

¿Y dónde estaba mi amigo? Le busqué por todo el bosque, a toda velocidad. Ordené a mis ojos ver como un ave rapaz extinta de un documental, y mis ojos abarcaron el bosque entero… Pero mi amigo no estaba allí.

Entré en la tierra, sumergiéndome en ella y sintiendo la dureza y el brillo de las rocas, la densidad de los estratos y la humedad de los mantillos, el sabor de los gusanos, las raíces de los árboles y los oscuros cursos de agua subterránea. Pero tampoco allí lo encontré.

Desesperado, comencé a vagar sin rumbo hasta que llegué al fin del bosque. Sobre mí se levantaba una montaña, tan grande y poderosa que daba miedo. Me lancé hacia ella, de nuevo escudándome en mis brazos para evitar un golpe que me hubiera matado de ser real. Pero de nuevo atravesé la roca, y suspiré, de nuevo feliz. La montaña estaba hueca. Había un millar de cámaras unidas por agujeros, canales, chimeneas, pequeños ríos… Parecía un inmenso hormiguero. A toda velocidad crucé y volví a salir al cielo azul, tomando aire y llenándome de su color antes de volver a internarme en la oscuridad.

Vi la cueva con las gentes que se afanaban como hormigas en reparar los daños causados por la riada que mi amigo había provocado. Me dieron ganas de embestirlos, pero de alguna manera sabía que los atravesaría, al igual que los árboles, las rocas o la tierra.

Volé entre rocas, apreciando las bóvedas naturales que aguantaban las cámaras con tanta fuerza que ni un millón de terremotos podrían siquiera hacer temblar, diciéndome que en verdad había esperanza si en mi mundo aquellas rocas no estaban enfermas como el resto del planeta. Me asusté al pensar que, si bien contenían el peso de la montaña entera, en caso de que la abertura se taponase, no habría modo de salir de allí, pero no era a eso a lo que había venido. No encontraba a mi amigo.

Ordené a mis ojos ver como un animal de las profundidades y el alivio volvió a hacerme sonreír. No se puede ver una cueva oscura con los ojos de un águila. Me sentí más animado y volví a recorrer el interior de la montaña. No sabía cómo buscar, pero estaba alerta a cualquier cosa que no pareciese una simple roca.

Y, al fin, le encontré. No creía que fuese él. Antes bien me pareció un animal herido, una masa de carne sanguinolenta, un bulto de carne aovillada… Pero me acerqué y distinguí su cara. Me asusté mucho, pues no parecía moverse y tuve que sentarme a su lado durante unos minutos para apreciar que en verdad estaba vivo y dormía.

Intenté tocarlo, pero mis manos lo atravesaban como aire. Ordené a mis manos emitir calor y cubrirlo como una manta, deseando que funcionase, y así pareció, pues mi amigo se relajó y suspiró.

Examiné la cámara. Era apenas una pequeña burbuja entre la roca. Me ordené recordar aquella posición y salté, cerrando los ojos por si acaso el hechizo cesara y no me permitiera volver a atravesar la roca, pero lo hice. Me ordené ver entre las rocas y vi la montaña entera como si fuera un mapa abierto en distintas dimensiones. Como uno de aquellos documentales sobre hormigueros en los que se veía el interior cortado por un cristal.

Examiné las opciones de mi amigo para salir con vida. Prácticamente nulas. Estaba en el centro de un laberinto de canales, y muchos de ellos terminaban en muros cerrados, y tanto subían como bajaban.

Ordené a mi visión ampliarse y pude apreciar que se hallaba a mucha distancia de la superficie y del cielo azul que ahora añoraría él tanto como yo mismo. De nuevo deseé que la venganza cayera sobre los crueles habitantes de la cueva, pero no sabía cómo ordenarlo y tampoco lo deseaba con suficiente fuerza como para que se cumpliera.

Sólo podía intentar insuflar fuerza en el corazón y los músculos de mi amigo y desear que su ánimo no decayese. Pensé que, si fuera yo mismo, me habría vuelto loco hacía mucho ya. Ordené a mi cuerpo que su fuerza vital le fuese transferida a aquel cuerpo, para que no perdiese la esperanza de seguir luchando por su cielo. Yo mismo sentía que, sin su compañía, jamás lograría encontrar lo que buscaba.

VIGILIA

Pasamos tres días recorriendo el norte. Jaca dio paso a algunos falsos llanos y pequeñas serranías antes de adentrarse en la verdadera montaña de paredes escarpadas.

Alargamos los víveres que había robado Andrea, pues nos dimos cuenta de que la distancia que se recorría en el radio de un día era simplemente ridícula.

El paisaje era tan hermosamente extraño como aquella contradicción que era Jaca. El color predominante era el oscuro de la roca limpia, en distintos tonos del ocre del cielo hasta el negro absoluto, pasando por toda la gama de marrones. La austeridad del cuadro resultaba bella aun cuando no había nada sino tierra y roca.

Y de repente nos encontrábamos con un pequeño curso a cuyos lados, como arcenes, dos franjas verdosas desafiaban la inmediata aridez. O el capricho de ciertas formas de roca que resguardaban un árbol bajo, o un pequeño oasis de matorrales escondidos. Buscábamos en aquellas pistas una posible fuente de aguas calientes como la de Jaca que pudiera brotar de una cueva, pero no la encontrábamos. Había demasiada montaña para nosotros dos.

Pensamos en dividirnos, pero a ambos nos asustaba la idea de quedarnos solos en medio de aquel acongojante panorama de rocas retorcidas, donde no habría nadie para socorrernos en muchísimos kilómetros si tan sólo nos torcíamos un tobillo. Así que, abatidos, emprendimos el regreso. No hacía más que pensar en Julia. Andrea lo sabía.

—¿Va todo bien?

—No. Cuanto más peinamos, más nos falta.

—Sabes que no me refiero a eso.

—No tengo ganas de hablar de eso. Parece que en cierto modo te alegra.

—¡Mi pobre paladín…! Quizá debería alegrarme pero no. Sólo te deseo que, por lo que sea que luches, valga la pena.

La miré con suspicacia. ¿A qué se refería exactamente? Pero sonrió con picardía y me cogió del brazo de manera encantadora, como si camináramos por algún viejo bulevar de las películas francesas de antaño, tal vez por la orilla del Sena. Tenía el don de disipar mis temores y alegrarme, y en aquel momento lo agradecía más que nada… Aunque el tema con Julia seguía estando ahí.

Quería creer que lo sucedido había sido un espejismo. Todo el mundo puede tener un mal día. En mi caso, una mala noche. No eran tiempos fáciles y la irritabilidad estaba a flor de piel. Era comprensible un poco de desconfianza ante la idea de seguir los dictados de un sueño. Parecía en verdad la profecía de un loco, de las que tanto abundaban, desde extraterrestres que nos iban a rescatar hasta extrañas religiones, suicidios rituales colectivos, sectas con total e indisimulado ánimo de lucro, incluso con canal propio de televisión y apoyo de figuras célebres…

Yo no podía reprochar a Julia que me mirara con desconfianza. Habían pasado muchas cosas en mi ausencia. Lo que no acababa de comprender eran las formas. Nunca me había mirado, tratado o hablado de aquella manera.

Pero no debía comportarme ni pensar como un paranoico (ya lo había sido durante años y no debía dejar que de nuevo esa semilla germinara en mí). Debíamos hablar con urgencia. Por supuesto, no abandonaría la búsqueda, y menos ahora que contaba con el apoyo de Andrea y esperaba a mi padre. Ya seríamos tres. Pero quería recuperar la relación maravillosa que tenía con Julia. Suponía que a mi vuelta nos miraríamos y un simple abrazo lo arreglaría todo.

Así que volvimos. No teníamos más comida y sí un hambre de lobo. El recuerdo de aquellos huevos de verdad, la verdura, la panceta y la carne me volvía loco. No veía la hora de darme un banquete con aquel pan cuya miga llenaba la boca de un sabor que volvía a descubrir el pan.

El paisaje se volvió de nuevo verde y las siluetas de los árboles ondeando sus pocas hojas al viento leve nos alegró el ánimo. No volaba la arena y el frío se suavizaba, invitando al optimismo.

Cruzamos entre las primeras casas, hacia la sala común. Cuando entramos, parecía que se estaba llevando a cabo una reunión.

Las cabezas se volvieron cuando aparecimos. Una de ellas se destacó enseguida, viniendo hacia mí.

—¡Pedro!

—¡Papá!

Nos saludamos de nuevo como cuando éramos niños, tocándonos las manchas de la cara interna de los antebrazos izquierdos. Nos abrazamos. Yo estaba totalmente emocionado, pero contuve las lágrimas. No quería que pusiese en entredicho mi hombría delante de tanta gente. Nos separamos un poco del gentío, que continuó sus discusiones en voz un poco más baja.

—¿Ves como sí que lo arreglaste? —me dijo.

—Pues entonces no parecías tener mucha confianza.

—¡Bah! Eso se lleva en los genes.

—¡Pues no es ninguna tontería! ¡Tu otro hijo me dio la idea!

—¿Felipe?

—Sí. Le llamé para ver a los críos y me mandó a hacer puñetas, pero me ayudó a inspirarme para encontrar la clave.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tengo un plan.

Una tercera voz sonó a gritos.

—¡Sí, Peter, cuéntale tu plan a tu padre!

Me volví mientras la sangre de mi cuerpo entero se concentraba en mi cara. Me pregunté cómo esa capacidad para cabrearme instantáneamente no la había usado Julia para sacarme de la depresión mucho antes de lo que lo hizo.

—Julia.

Mi padre se acercó para darle un abrazo, emocionado como estaba, y ella le empujó para quitárselo de encima y encararse conmigo.

—¿Qué tal la excursión con tu puta?

—¡Julia!

—¿Qué pasa? No me irás a negar que me has dejado por ella… Al verla, supe que tendría problemas… Un viaje entero contigo…

—¡Tonterías! Hablemos a solas. Todo es muy sencillo.

—¿Para qué? Los jaqueses tienen derecho a saber de tu… amigo el cavernícola que te dice dónde tienes que meterla.

Mi padre y Andrea me miraron. Hubo risas de las que pueden sacar lo peor de uno. Me contuve, tanto por Julia como por los imbéciles que reían su estupidez sin darse cuenta de que todo era por despecho.

—Papá, vamos. Tenemos mucho que hablar.

—Tu amigo ¿va a venir en una nave espacial? —Julia insistía con saña. Me volví hacia ella.

—No voy a discutir contigo. No tenía esa voluntad antes y no lo voy a hacer ahora, por mucho que te retrates.

—¿Qué voluntad? ¿La de tu amigo?

Las risas se tornaron en carcajadas. Aquello era un linchamiento premeditado. De pronto, hubo un revuelo y apareció Andrea con expresión seria.

—Julia, eres estúpida si piensas que me metería entre vosotros. Y eres doblemente estúpida al juzgarlo así después de lo que ha hecho por ti.

El bofetón se oyó en toda la sala, aumentando el efecto propagandístico a favor de Julia ante su auditorio. Las risas y carcajadas se convirtieron en vítores. Al poco, apareció Manuel. «El que faltaba».

—Chicas, no se peleen. Por favor. Hay temas más acuciantes que un amor despechado. Creo que, si Peter tiene algo que decir a la comunidad, deberíamos escucharle con educación.

«Ya está. Esto es la puntilla al linchamiento. El guillotinazo final».

Pero, si pensaban que me iba a amilanar e irme corriendo, estaban confundidos. Me armé de valor. Al fin y al cabo, no iba a mentir.

—¡Escuchadme pues! Todos sabéis que esto no va a durar eternamente. Las ciudades se vienen abajo. Preguntadle a él —señalé a Manuel—. Si os deja entrar en internet durante un solo minuto, veréis que no os miento. Os mantiene desinformados para que obedezcáis como un rebaño.

—Eso no es cierto y ellos lo saben. —Manuel parecía tranquilo.

«Malo. Yo había contado con sacarle de quicio».

Continué:

—Pronto, los terremotos van a llegar hasta aquí y no duraréis más que los de las ciudades. Yo estoy buscando soluciones. Una cueva, una que sea grande y que nos pueda albergar, lo bastante grande para aguantar los terremotos y lo suficientemente honda como para que haya mucho aire acumulado. Una cueva donde haya aguas termales calientes que broten de lo más hondo de la tierra y nos sustenten. Os propongo que la busquéis conmigo. Llevaremos allí cuantos víveres y semillas tengamos y aguantaremos lo que se nos venga encima.

—¿Quién te ha dicho eso?

Me volví de nuevo hacia Julia. Sonreía.

—¿En qué momento has cambiado, Julia? —susurré—. Antes lo hubieras dado todo por mí. No he hecho nada para que me trates así, sino al contrario. He hecho todo lo posible para que confíes en mí…

—¿Quién te ha dicho eso?

«Al cuerno».

—Sí. Lo soñé. Llevo soñándolo muchas, muchas noches. No puedo cerrar un ojo sin que el sueño venga a mí.

Miré a mi padre. Busqué su mirada. En ese momento nada más me importaba. No oí las risas ante la tontería que escupió Julia con labios fruncidos que la afeaban, que ni quise escuchar. No me interesaba. Sólo miraba a mi padre. Samuel pareció dudar al principio, pero mis ojos eran firmes. Al fin, asintió con la cabeza. Con eso me bastaba. Sonreí.

—Me da igual lo que os riais. Yo voy a seguir con esto. Si hay alguien que desee acompañarme, que venga. Se salvará. El resto morirá. Recordad esto entonces, cuando el mundo se os venga abajo.

Me di la vuelta, caminando hacia la salida. Mi padre vino conmigo. Salimos al aire y le di un abrazo, tranquilamente, como si nada hubiera pasado.

—¿Te han tratado bien?

—Sí. Nada de lujos ni excentricidades. Y eso que se me ocurrieron unas cuantas…

—Ya lo supongo. ¿Viagra? ¿Orgías? ¿Cocidos? ¿Buen vino?

Se encogió de hombros.

—Ya me conoces.

Los dos reímos. Me palmeó la espalda mientras caminábamos por el paseo que daba al barranco. Abajo el río, en un pequeño valle entre colinas y las ruinas de las antiguas construcciones bajas. La vegetación aprovechaba los restos para cobijarse y crecer, reconciliándose con el mundo. Lo admiramos en silencio. Mi padre suspiraba emocionado hasta que, al fin, miró hacia el suelo.

—Había pensado que ya no vería más algo de esto.

—¿Te refieres a la viagra y eso…?

No rio la broma. Sólo sonrió amargamente.

—La has liado buena. Eso del sueño será una treta americana. No lo oía desde Malcolm X, Bush y Barack Obama. No ha dado muy buen resultado.

—No es ningún ardid. Es cierto.

Me miró con aire inquisitivo y se echó a reír, pero me contuvo con su manaza.

—No te cabrees. Es que suena como para descojonarse.

—Pero me crees.

—Sí. No hemos pasado todo esto para que luego te inventes algo tan de locos. En realidad no es ninguna tontería. Hay cuevas desde hace miles de años que ya han aguantado de todo. Tal vez aguantarían más.

—Escucha. No es sólo un sueño, sino varios. Cada vez que cierro los ojos, veo a un hombre, está ahí con su vida y sus problemas personales, créeme, incluso peores que los míos. Ahora mismo se debate entre la vida y la muerte… Pero no va al caso. Pertenece a una comunidad que se encerró en una cueva para sobrevivir a un cataclismo, exactamente como el que se avecina aquí y…

—Sobrevivieron.

—Sí, y ahora los ancianos no permiten que se salga de la cueva y puedan ver el cielo azul más maravilloso que hayas visto nunca.

—¿Jamás han visto el cielo?

—No.

—¡Qué ironía!

—Sí, eso pensé yo. Pero lo que me preocupa es que no es un mundo aparte, sino el nuestro, el pasado. Nuestro pasado, esto ya ocurrió.

—¿El qué?

—El mundo se ha reinventado más de una vez. Mi… amigo acaba de salir de una de ellas, en un pasado muy lejano. Y sobrevivieron en una cueva. Una comunidad entera. El mundo dependió de alguien como nosotros… como ahora. —Mi cara no debió de parecer muy alegre o convincente. Mi padre me conocía demasiado bien.

—Pero…

—Pero temo que el mundo se haya indigestado demasiadas veces de nuestra mierda. Las otras veces la ha purgado violentamente, pero la ha digerido, pero esto…

—Es demasiado. No queda nada que purgar.

—Así es.

Mi padre se encogió de hombros. Era un hombre pragmático.

—Bueno. Tampoco hemos llegado hasta aquí para dejarnos morir como ovejas. Y en todo caso igual da morir aplastados en una cueva por rocas, tragado por una grieta, de golpes de granizo o de los rayos.

—He pateado el norte y no he encontrado una cueva. Pero mi amigo insiste.

—Pues iremos hacia el sur. No tenemos nada que perder.

—Papá…

—No preguntes. Te creo. Hace un año o dos, yo mismo te hubiera puesto la camisa de fuerza que te quería poner tu novia… Por cierto… Perdona, pero, si no lo digo, reviento: ¡De casta le viene al galgo! Ya me parecía a mí raro que fuera tan buena chica con los genes cabrones que tiene… ¿A que ahora se parece más a su padre?

Le abracé.

—¡Anda que, si me llegas a dejar mal ahí dentro, no sé qué te hago!

—¡Cualquiera te aguanta luego!

—¡Hola!

Nos volvimos. Era Andrea.

—He intentado sacarte un poco la cara ahí dentro, pero entre Julia y Manuel les han preparado bien. No había nada que hacer.

Mi padre rio a carcajadas. Se dobló literalmente por la mitad. Andrea y yo nos miramos, encogiéndonos de hombros, hasta que volvió a incorporarse con lágrimas de risa en los ojos y exclamó:

—Pues tres en una cueva es mal número. Tocamos a media cada uno.

—¡Papá!

Aquella noche no pude evitar buscar a Julia. No dejaba de pensar en ella. Recordé mi máxima, que nadie tiene la razón por completo, sino en un relativo y fluctuante tanto por ciento, y había muchas circunstancias atenuantes que me hacían intentar ponerme en su lugar. No debía de haber sido fácil para ella permanecer aquí, al principio pensando si no la iban a matar, y más tarde sucumbida al padre de todos los síndromes de Estocolmo, y más en un secuestro abierto donde la cárcel es tan grata, por mucho que no pudiera salir del pueblo. El clima de convivencia pacífica podría haber colmado todas sus expectativas tras vivir en la ciudad bajo el mandato de su padre y tras el mal trago de creerse a punto de morir, y más tarde protegida y amparada por sus propios secuestradores. Era un entretejido de sentimientos de tal complejidad que no podía evitar sentirme de alguna manera en deuda con ella. Yo, por mucho que hubiese pasado lo mío, no debía haberme comportado tan egoístamente y de modo tan grosero.

Así que la busqué por todo, en silencio. Pero no estaba en los dormitorios comunes. No dejé de buscarla. Incluso molesté y pregunté (no me importó ponerme en evidencia. Se lo debía) en dormitorios privados. Hasta que llamé a una puerta. La de Manuel, que salió con aire cohibido:

—¿Qué quieres? Es tarde.

—Estoy buscando a Julia.

—Ya.

Algo en su expresión me puso en guardia. Era evidente que no pretendía provocarme, sino que parecía querer evitar algún tipo de conflicto, como si se sintiera culpable. Manuel no era de los que se sonrojan.

—¿Está aquí, verdad?

No puso mala cara. Simplemente metió medio cuerpo y sacó una chaqueta.

—Voy a hacer un par de gestiones. Podéis hablar tranquilos.

Se lo agradecí con un gesto. Me pareció una postura muy elegante, por mal que me cayera. Lo cortés no quita lo valiente.

Se fue.

Suspiré y entré. No había mucho que hacer ante eso, pero por lo menos intentaría salvar en lo posible nuestra relación. Tenía ganas de llorar, pero, al ver su gesto arrogante, compuse una cara impasible, de póquer, que dirían en las películas.

—Hola.

No hubo respuesta.

—Venía a intentar salvar lo nuestro. Ahora me pregunto en qué momento se echó a perder y si fue culpa mía. Simplemente tenía ese remordimiento. Tal vez deberíamos simplemente ser sinceros ambos y terminar bien.

—¿Terminar bien? ¿Lo dices tú, que has venido liado con una furcia?

—Eso no es cierto. Y lo sabes bien. No sé si esto —señalé la puerta por donde había salido Manuel— es por despecho por eso que dices, o bien ya ocurrió antes de llegar yo y no es más que una justificación (sí que lo sabía, pero pretendía ser amable). Pero, en ambos casos, te confundes. Si sientes algo por este hombre, no tengo nada que decir, pero si lo has hecho por otra causa… me decepcionas.

—¿Por?

—Porque yo he luchado mucho por ti. No deseaba sino venir a morir contigo. Y lo peor es que arrastré en mi obsesión a muchos, incluyendo a esa chica, que sólo es una víctima más. Todo eran bazas que hubiera quemado para llegar hasta ti. No me hubiera importado perderlo todo… Y me encuentro con esto. Dime, ¿cuándo empezaste lo tuyo con este hombre?

—Tiene un nombre. Ocurrió mientras te esperaba. Perdí la esperanza. Pensé que no lo lograrías o que no te arriesgarías a venir. Estaba sola.

—Ya.

—Pero, cuando llegaste, pensé que no había sido más que un lamentable error y no pensaba más que en recuperarte… pero eras otro. Con tu estúpida obsesión con esa cueva y la patética excusa de tus sueños.

—Son ciertos. Jamás te he mentido.

—Ya.

Su cara lo decía todo. No me creía.

—Lo siento. No puedo reprocharme nada. Yo no he cambiado, tú sí.

Su ceño volvió a fruncirse y vi que iba a explotar.

—¿Yo he cambiado? Antes eras de otra manera. Hacías todo lo que yo quería. Eras perfecto.

Abrí la boca, sorprendido.

—¡Dios santo! —No pude evitar jurar en voz alta—. Ahora lo entiendo todo. Yo era frágil. Acababa de salir de una depresión de un año. Estaba feliz de vivir de nuevo e igual me daba ocho que ochenta, con tal de vivir a tu lado. Yo lo interpreté como que nos llevábamos bien y estábamos hechos el uno para el otro y esas mandangas… Y resulta que tú me manejabas como si fuera un niño pequeño. Y, ahora que soy yo con voluntad propia, resulta que no te atraigo porque no puedes controlarme. ¡Vaya! Eso explica por qué te has liado con Manuel. Comería de tu mano, y eso te encanta, ¿no?

Lo había dicho como un científico que disecciona un animal y lo describe, no como un reproche, pero evidentemente no le gustó. Y su actitud violenta me confirmó que era totalmente cierto.

—¡Eres un egoísta asqueroso!

—Ya. ¿Sabes? Fue tu egoísmo sexual lo que me hizo sospechar que habías tenido un lío. Pero me obligué a no creerlo porque prefería confiar en ti. Supongo que en el fondo lo sabía, pero preferí ignorarlo y quererte. Me equivoqué.

—Sal de aquí.

La miré. Donde antes hubiera muerto por ver su cara un segundo más, ahora hubiera dado cualquier cosa por evitar ver aquella máscara de odio. Pensé que me acababa de crear un enemigo. Pero no podía irme sin mi frase lapidaria-peliculera.

—Te deseo lo mejor. Créeme. Sin rencor. Vive tu vida, lo poco que queda. Pero no te entrometas más en la mía y no te pongas en mi camino o te destruiré.

—¡Largo de aquí! ¡No eres nada! ¡Hablaré con mi padre! Verás quién es destruido. ¡Loco de mierda!

Salí al aire fresco. Allí estaba Manuel, meditando apoyado en una pared. Me detuve a hablar con él un instante.

—Te deseo suerte —dije—. No es fácil la convivencia con ella.

—Gracias. Lo sé.

—Quiero que sepas que ni te guardo rencor ni tengo nada contra ti. Lo que hago no tiene nada que ver con ella ya, así que te pido que no mezcles conceptos como hace ella. Lo único que quiero es salvar la vida de los míos y, si puedo, de la mayor cantidad de gente posible. No lo conviertas en algo personal.

—Gracias. No lo haré. Nunca lo he hecho. Buena suerte con tu cueva.

Asentí con la cabeza. Le di la mano y él la estrechó con fuerza. Puse cara de coña y señalé la habitación.

—Será mejor que vayas. Hoy vas a tener bronca. Será mejor que te impongas como un hombre.

Sonrió, cómplice. Por un momento temí que no entendiera la broma. Pero se agarró los pantalones en un gesto teatral.

—No te preocupes. Se va a enterar.

Reí con ganas. Nos saludamos con un gesto. Después de todo, no era un mal tipo. Me fui a dormir. Triste pero con la conciencia tranquila.

El cénit de la depresión es lo más profundo que el alma puede descender. Un punto tan peligroso que más allá sólo existe la vida en la forma que conocemos como vegetal. El mayor problema de un deprimido es que se encuentre a gusto en ese pozo insondable, y no quiera salir. No hay nadie, en ese caso, capaz de comunicarse con aquel lugar. Es algo entre tú y la oscuridad.

Gracias a Dios, no estuve allí mucho tiempo, pues siempre tuve la conciencia de mi estado, y una débil voz que me avisaba de que aquel no era mi sitio y, en definitiva, que debía escapar. Creo que fue la misma voz que llevó a mi madre a luchar durante tanto tiempo con la enfermedad hasta que el abandono fue tan dulce que se dejó ir sonriendo. Ese carácter luchador es seña de familia. Seguro que había algún vestigio en el escudo heráldico, aunque era tarde para eso. Tal vez incluso fuese mi madre quien me avisaba.

En cualquier caso, eso al menos causó que no dejara de luchar. Sólo estuve unos meses en la inconsciencia absoluta, tras lo que volví a agarrarme a mi trabajo y seguí luchando. Trabajaba de manera maquinal, sin ningún esfuerzo (era algo innato en mí).

Comencé a interesarme en cosas que me mantuvieran despierto y bien despierto. Continué aprendiendo idiomas, arte; hice un montón de cursos que ni recuerdo… Pero necesitaba más. Algo que le diera un sentido a la vida. Y pensé que el seminario me ayudaría, puesto que los religiosos eran los únicos cuyo legado didáctico no había cambiado con las tecnologías y los terremotos. Alguna cosa positiva tenía que tener una institución que ha permanecido inmutable en el tiempo, y la carrera de Filosofía no era sino una burda manipulación de los viejos textos, cuya autenticidad se desconocía.

Aunque más extremistas y exaltados, al menos la Iglesia me daría una versión que ha permanecido pura, por mucho que no comulgara con la mayoría de sus aspectos. Pero eso tampoco funcionó y lo dejé al segundo año. Me pareció que los textos sagrados eran el instrumento político de cada concilio y de los intereses de la Iglesia como reino. Prefería la filosofía.

¡No hacía sino equivocarme!

Fue entonces cuando conocí a Julia.

En una inauguración de una exposición de un pintor bien promocionado, de obra insultantemente mala, amigo de mis acompañantes. El ambiente era de un pijerío insoportable. Acudí con una pareja de amigos gay: Jorge y Sergio. Jorge era primo mío, aunque lejano, pero era una de las mejores personas que conocía. Los dos lo eran. Los únicos amigos que tenía ya, en realidad. Los únicos que tuvieron la sensibilidad suficiente para comprender por lo que estaba pasando y no salir corriendo de estampida. Nunca podría olvidar que, mientras estuve drogado, muchas mañanas despertaba y uno de los dos estaba ahí velando mi sueño. Sé lo duro que es cuidar a un enfermo, y que hay pocas personas que prediquen con los hechos antes que con las palabras. Salía con ellos donde me llevaran, aunque aquel día me estaba divirtiendo, picándolos por su mala elección.

Llevaba una hora allí y no aguantaba más.

—¿Qué tenéis que decir? ¿Me queréis contar que vuestro amigo no nos ha tomado el pelo? ¿Vais a decirme que no pinta con el culo?

Sergio se paró en seco. Yo me preparé para uno de sus arranques de ira fingida tan graciosos.

—¡Estoy a punto de tirarme de los pelos del coño! Ya me tienes harta. Hoy no hay quien te aguante. Te lo juro. Mira. Vamos a por una copa y a despedirnos porque, como no respire un poco, te mando a que te vayan dando.

Yo sonreí. Sabía que en realidad no estaba enfadado, y me divertía mucho su espontaneidad y su acento, una verdadera reliquia, ya que resultaba imposible encontrar un verdadero acento andaluz de la desaparecida Sevilla. Estaba pensando lo mucho que les debía, mirando un cuadro tan malo que no había por dónde cogerlo, cuando apareció una chica y se puso a mi lado.

—¿Qué opinión te merece?

Yo no pensé mucho. Alguien iba a pagar los platos rotos. Solté mi discurso sin mirarla:

—Leí en alguna parte que, hace dos siglos, en Nueva York, un «artista» italiano se cagó en cincuenta latas de sardinas y las vendió como «mierda de artista». Era arte conceptual. No podías saber realmente si era en verdad mierda o no, hasta que las abrías y, si eras tan estúpido como para hacerlo, entonces la lata y la obra de arte perdían su valor. Pues bien, eso es mucho más honesto que esta mierda, que ya viene abierta.

Ella me miró con la boca abierta, sin saber cómo asimilar el exabrupto. Yo pensé: «¡Mierda! ¡Ya la he cagado! Seguro que la artista es ella. Siempre meto la pata». Me preparé para que me echara con cajas destempladas sin perder la dignidad del todo, pero lo que hizo fue echarse a reír. Una risa franca, serena, abierta como una rosa, sin tabúes ni cortapisas, sonora y jovial, alegre como una primavera. Yo, al fin, no pude evitar reír también y ambos acabamos agarrando nuestros estómagos.

—Hacía años que no me reía —dije.

Y, horrorizado, descubrí que era totalmente cierto.

La miré. No era especialmente bella, ni muy alta, aunque más que yo, ni sus atributos físicos eran por separado espectaculares, pero su sonrisa y la vida que me había aportado en unos segundos me hicieron subir seis de los siete niveles del infierno en lo que se tarda en superar un ataque de risa. Ese mismo día acabé tomando una cerveza con ella. Ella despertó en mí… simplemente la vida. Y yo desperté en ella la necesidad de un ambiente distinto, de alguien que le aportara frescura, jovialidad y desparpajo, pero, sobre todo, ambos necesitábamos humanidad en un mundo que la perdía día a día.

En breve nos hicimos novios. Yo la necesitaba como el aire tratado que respiraba, pues me mantenía en un estado de no depresión, agarrado a ella como a un salvavidas en mitad del mar. Y, a la vez, ella se agarraba a mí para desarrollarse como persona, dejando de hacer aquello que se esperaba de ella y que tanto odiaba. ¡Qué ironía, un depresivo y una rebelde!

Mientras tanto, los terremotos crecieron de nuevo en intensidad. Se dejaron de utilizar barcos, pues era demasiado peligroso, y hacía tiempo que se habían abandonado los aviones, salvo algunos helicópteros para trayectos muy cortos y emergencias. Algunos túneles se agrietaron. Unos se llenaron de agua de mar. Algunos, incluso de lava.

Y, curiosamente, eso me hizo mejor en mi trabajo, ya que los transportes se hacían más escasos, el comercio era más caro y mis comisiones eran espectaculares. Tenía más dinero del que podía gastar y la paradoja de que odiaba el lujo.

Al poco, mis sueños comenzaron a interrumpirse y abrirse de nuevo con la extraña visión de un hermosísimo cielo azul y un hombre de las cavernas.