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POL

SUEÑO

Casi había olvidado a mi amigo, pues pensaba que las preocupaciones llenaban mi alma, cerrándola a la receptividad de la conexión con él, pero aquella noche en concreto sí volví a sentir la peculiar e inconfundible sensación de que iba a saber de él a través de la primera imagen…

El color del cielo, ese color ocre rojizo, como el de las nubes cerradas justo antes de una tormenta de nieve pero no de un tono hermoso y natural, sino sucio, como cargado de toda la podredumbre que emanaba de las mentes humanas… Incluida la mía, que pensaba conspirar contra mi propia gente al día siguiente, sin querer reparar demasiado en que mi acción podría llegar a cobrarse vidas. Un precio que no me importaba cobrarme, pues al fin y al cabo la venganza era un derecho legítimo a los ojos de todos los dioses que conocía pero que, al ver aquel color de la misma mezquindad, se me hacía dolorosamente presente.

Vi a mi amigo con su mujer al fin, feliz en su compañía pero con el ánimo apesadumbrado cada vez que miraba el cielo. Un cielo bastante menos degradado y, lo que me sorprendió mucho, un paisaje que parecía una tregua, con un manto verde, árboles y plantas libres, e incluso algunos animales.

Les vi haciendo el amor con pasión, sonriente ante su ingenuidad deliciosa, como un niño que descubre el sexo. Me parecían tan maravillosamente inocentes que me preguntaba en qué pegaban ellos con aquel mundo podrido y si no ocupaban mi lugar y yo el de ellos.

Me resultó embarazoso al principio, pues su intimidad me resultaba doblemente hiriente, cuando ni siquiera había visto desnuda a mi mujer, ni siquiera un palmo de su piel, de la que no conocía ni su color, ni sus cabellos, ni siquiera el color de sus ojos, pues la única vez que la tuve presente a la luz del fuego, yo estaba drogado y no recordaba nada de aquel acto vil, que tanto me hubiera dado si en vez de mi mujer me hubieran puesto a uno de los ancianos. Reí con amargura.

Pero mi amigo no era enteramente feliz. Había algo en la actitud de ella que no terminaba de aceptar, y sus gestos desafiantes lo confirmaban. Supuse que ella no había cambiado y seguía siendo tan autoritaria y egoísta como antes, cosa que él hasta ahora no había juzgado, sobre todo porque antes no había conocido a ninguna otra mujer con la que compararla, pero ahora tenía a la que le había acompañado, que era, comparada con esta, todo dulzura y comprensión.

Aunque el acto sexual me desarmó, ¿qué sabía yo de amores y relaciones?

La belleza eclipsó la vergüenza que sentía, aunque a veces apartaba la vista ante un gemido o un gesto de sus caras y, una de aquellas veces, el hecho de apartar la mirada me hizo reparar en un detalle que no me había llamado la atención. Reconocí una fuente que brotaba de una roca. ¡Una fuente de agua caliente! Comprendí al instante. ¡Esa era la causa de nuestra conexión! Algún dios caprichoso le daba a mi amigo la oportunidad de comprender por medio de los sueños y mi mensaje que la sola oportunidad de salvación era internarse en una caverna como la que había albergado a mi pueblo, generaciones atrás, cuando un cataclismo sacudió el mundo, exactamente como el que parecía augurarse allí, por los mismos inequívocos síntomas que veía en mis sueños e identificaba con las voces de los ancianos.

No creía en los dioses oscuros de los ancianos, pero, entre todos ellos uno, o quizá algún dios ulterior nos ayudaba. Pensé con calma: «¡Sí! Tenía que ser un dios que yo no conocía, si quería darnos a ambos un cielo azul». Sonreí al comprender. Mi amigo se merecía esa oportunidad y yo le haría comprender que la tenía.

Pero eso no sería aquella noche, pues, por más que intentara, no pareció reparar en mis intentos de llamar su atención.

Había distintos modos de sueño, y aquel era sin duda una comunicación meramente unilateral, en la que yo sólo podía verle, como el que escucha una historia, pero habría otras noches.

Deseé con todas mis fuerzas que las hubiera, mientras recé para que todo saliera bien y yo pudiera repetir esa escena con mi mujer, viendo su cuerpo desnudo y disfrutando de él por primera vez en mi vida.

VIGILIA

Desperté con una sensación de frío. Mi mujer no estaba allí. No me gustó, pero comprendí que apenas hubiera podido dormir, y que necesitaría pensar y quizá hablar con nuestro hijo. Tal vez se levantó antes para preparar a su hijo y no quiso despertarme para no robarme unas fuerzas que iba a necesitar.

Me levanté antes del alba, movilizando a los guardias, que me siguieron, malhumorados, por el cambio.

—Hoy vais a guardar el huerto, pues yo tengo que hablar con los dioses.

—No.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Qué?

—Los ancianos nos han…

Calló dejando la responsabilidad de encararse conmigo a uno de ellos, el que parecía el más bravo, que se adelantó, tomando aire.

—Nos han encargado que te vigilemos más de cerca.

Abrió los brazos en señal condescendiente.

—Para nosotros no hay duda de que eres de fiar, pero hemos de cumplir las órdenes.

«¡Míralo, qué diplomático!».

Intenté que mi enfado no se notara demasiado. Tenía ganas de estamparles el palo que sostenía en la cabeza a todos.

—Pues al menos hasta que el sol esté en lo alto, debo separarme de vosotros, pues los dioses así lo exigen, y no quiero contrariarlos. Hoy es especialmente importante, pero en muy poco tiempo estaré con vosotros de nuevo en el huerto, por si los ancianos envían a alguien a comprobar vuestra palabra, para que no haya ningún problema. Estad tranquilos.

—Lo siento. Hoy no vas a ninguna parte.

Me acerqué a él, enfrentándome a su cara sucia.

—La última vez que dijisteis eso, tuve que agotarme rezando para pedir que fueseis perdonados y se os permitiera conservar la vida. Corríais tan rápido que dabais pena. No voy a volver a pasar por eso porque sería provocarles, y no voy a hacerlo, así que voy a partir, con tu autorización o sin ella. Adiós.

Y salí corriendo. No estaban preparados, y apenas un par de lanzas fueron lanzadas, aunque nunca me imaginé que serían capaces de eso. No tuve problemas para esquivar sus torpes lanzazos.

Les habían arengado demasiado bien contra mí, y no sabía por qué, pero eran indicios de peligro cierto. O bien mi mujer se había ido de la lengua, o yo mismo había hablado en sueños, o mi hijo, o alguien, nos habían oído, o alguien me había seguido, o los ancianos habían sospechado algo…

Parecía que no tuviesen una prueba fehaciente pues, si hubiese una acusación franca, por ejemplo de mi hijo, no me habrían permitido salir siquiera de la cueva. Me habrían golpeado mientras dormía. No. Debían de tener sospechas de mi mujer o mi hijo, o el modo en que me había comportado últimamente, o las conversaciones con mi mujer tal vez habían sido escuchadas, o…

En cualquier caso, no podía echarme atrás. Corrí como un loco en dirección al valle y, cuando estuve seguro de haberlos burlado, me paré a recuperar el resuello y poder escuchar con calma hasta calibrar que no estaban cerca. Cuando me sentí libre sin dudas, di media vuelta y, sorteando su burda búsqueda, me fui hacia arriba, durante una hora, hasta que llegué a la gran piedra.

El río corría con tanta fuerza que el choque contra la barrera sonaba atronador. Tomé la herramienta y cavé la zanja un poco más, hasta que apenas un palmo la separaba del peñasco. Entonces tomé un grueso y largo palo que había preparado y me situé detrás de la piedra y el hueco, para anclar el palo con una piedra pequeña y empezar a hacer fuerza en la palanca, moviéndola poco a poco.

Gruesas gotas de sudor recorrieron todo mi cuerpo, y no sólo eran provocados por el esfuerzo. Mi pecho palpitaba con fuerza. Al fin, la roca comenzó a moverse y redoblé el esfuerzo con cuidado de no desviar la trayectoria. Un error resultaría fatal. Podía destruir la barrera, y no podría recomponerla de nuevo, por la fuerza del agua.

Situé la piedra justo al borde del hueco dispuesto en el centro del estrecho cauce junto al borde de la presa. Miré al cielo antes de un esfuerzo final. Le lancé una breve plegaria y empujé con fuerza.

Tras un ligero devaneo, la piedra se movió, cayendo con estruendo sobre el agua, encajándose perfectamente en el hueco y taponando el río en un impacto tremendo.

Yo salté de satisfacción, como un niño, aunque estaba realmente asustado. La presa entera tembló, levantando una ola que la superó. Yo pensé que se vendría abajo, pero aguantó. Con mi herramienta, rápidamente hinqué la tierra en el escaso hilo que separaba el inmenso volumen de agua de la zanja, y la propia fuerza del río hizo el resto, abriéndose paso con furia.

Ayudé con medidos golpes de azada a que el nuevo cauce se agrandara y el agua, una vez liberada la trampa que la contenía, se abrió paso entre la tierra, desbordando la zanja pero manteniendo la dirección correcta. Aquello superaba todas mis previsiones. Había mucha más agua de la que yo había calculado y la fuerza con que entraría en el agujero sería suficiente para barrer la cueva.

Aguardé unos instantes para ver que la presa aguantaba. La reforcé con ramas y piedras, donde la encontré más débil y, tras echar un último vistazo a mi obra, me dispuse a bajar corriendo como un poseso, pues el volumen del agua era inmenso que casi tenía miedo de haberme pasado. Temía que el poder de su fuerza se descontrolase y acabara causando un efecto desmesurado. Pero me acerqué al agujero por última vez. Tragaba el agua glotonamente.

Corrí, pues, al límite que mi pecho dolorido me permitía. Sólo me obligué a una breve parada para recuperar la respiración antes de hacer mi aparición, pues se suponía que nada sabía y, si llegaba corriendo y sin aliento, no les llevaría mucho tiempo asociar causa a efecto. Apenas se me pasó el sofoco, me encaminé con paso tranquilo, a pesar de que me temblaban las piernas, por lo que pisaba con rotundidad para que no se notara. No había nadie para recibirme, lo cual era buena señal.

Antes de entrar, ya oí los gritos desde dentro. Corrí al interior de la cueva entre regueros de agua, que se abrían paso con fuerza creciente. El agua salpicaba por todas partes, creando miles de reflejos en la piedra, lo que haría mucho más teatral e impresionante la salida de la cueva. Casi tuve que taparme los oídos. Las paredes de piedra devolvían los gritos amplificados, aumentando la sensación de locura y pánico colectivos.

Vi a los soldados que dirigían a las mujeres hacia el límite de la oscuridad junto a la salida, aunque sin permitirles salir al exterior, y enviaban a los hombres a intentar taponar las vías de agua, pero yo sabía que sería en vano.

Con la excusa de acudir a ayudar, me adentré, buscando con la mirada cualquier dato que me resultara útil, aunque no era lo mismo avanzar en calma, con los ojos no adaptados aún a la escasísima luz, que entre un mar de cuerpos histéricos que se movían en todas direcciones gritando como no había oído en mi vida.

Choqué violentamente con dos cuerpos y una de las veces incluso caí, lo que me hubiera podido haber matado si llega a ser en medio de una de las avalanchas humanas, en vez de a un lado, junto a un muro de piedra. Me levanté de mi posición arrodillada como pude, inmediatamente, usando toda mi fuerza para contener los empujones y evitar ser pisoteado. Incluso tuve que utilizar algunos ardides de soldado para abrirme paso a contracorriente, no sólo de la estampida de cuerpos, sino del creciente volumen de agua.

No vi a los ancianos. Estarían junto a las mujeres al borde de la luz que tanto odiaban y que ahora abrazarían con gusto. No se habrían ahogado. No tendría esa suerte.

Los hombres cargaban con piedras para intentar taponar las vías. Yo sonreí. No lo conseguirían. Tardé un buen rato en llegar a la cámara donde solía dormir con mi mujer. No se me ocurría otro sitio donde pudiera estar, si no era en la salida donde la había citado.

Ya mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y enseguida reconocí su silueta. No había nadie más. Estaba sola. Temblaba de pies a cabeza, con el agua helada por las rodillas. Había estado esperando, confiando en mi palabra. Tal vez le hubiera entrado el pánico ante el caos y tuvo miedo, aunque no la tenía por cobarde en absoluto. Algo le había ocurrido.

La llamé y acudió a mí, abrazándome entre sollozos. Pensé que tenía que tranquilizarla. No en vano, el estruendo era atronador y el griterío espeluznante.

—Todo va bien. Te dije que vendría. Vamos.

—¡Espera!

—¿Nuestro hijo?

—Está…

Escuche de sus labios apenas una palabra. Un respingo. Sus manos se aferraron con fuerza a mi antebrazo. Un temblor leve. No sabía qué estaba ocurriendo. Pero no había tiempo.

—¡Mujer!

Miré hacia atrás sin soltar las manos que me arañaban frenéticamente en busca de aquello que tal vez yo había llamado la atención, pero no vi nada. Volví la mirada de nuevo hacia ella. Se agarraba desesperadamente, con tanta fuerza que sus dedos se clavaban dolorosamente en mis brazos como garras.

Comenzó a caer. La sujeté con un brazo por una axila y dio otro respingo. La oí jadear mientras se doblaba, intentando evitar algo tras ella.

—¿Qué te ocurre?

La abracé, mirando por encima de su cuello hacia su espalda. Lo primero que vi fue una silueta menuda frente a nosotros. Bajé la vista. Nada. Miré a un lado.

—¡Por los dioses!

El mango de un cuchillo aparecía desde un costado hacia abajo, firmemente clavado en mi mujer. Reconocí una puñalada certera. No la obra de un crío asustado, sino el trabajo premeditado de un soldado. Una puñalada en un costado de abajo arriba, para evitar los huesos que envuelven el pecho y causar el mayor daño posible. Le habían entrenado para ello.

Mi mujer intentaba hablar, aunque sólo emitía algunos gorjeos. Vi brillar la sangre en sus labios. En su histeria, y moviéndose como un ratón asustado, aceleró su muerte, hasta que, con un breve suspiro, quedó inerte en mis brazos. Fue resbalando entre mi cuerpo. Apenas sostuve su cara entre mis manos lo suficiente para un último beso en los labios aún calientes pero inertes, en el que se mezclaron el sabor de mis lágrimas y la sangre. No noté aire ni vida. La dejé caer suavemente, apoyándola en una piedra junto a una pared de roca, sin perder de vista la pequeña figura.

Mi hijo, sin duda. Las lágrimas cayeron por mi cara sin que yo fuera consciente sino de la sangre en mis labios. Aquel sabor dulzón terrible me enfureció como jamás había sentido nunca.

—¿Qué has hecho? —Rugí.

—Es una traidora y tú un hereje.

—¡Es tu madre! ¡Y tú la has matado!

—¡Tú la corrompiste! Dejó de ser mi madre. Y tú debes morir por ello.

Intenté mirar su cara. No podía verla, pero juraría que estaba totalmente sereno e inmutable, que ni sentía el frío del agua que le llegaba a la cintura, lamiendo su pecho. Yo estaba tan sorprendido por ver aquella aberración que apenas le vi levantar la mano con otro cuchillo, hasta que casi lo tuve encima.

Los ancianos habían pensado en todo. Sabían que no le resultaría fácil sacar un puñal bien clavado de un cuerpo. Su pequeña silueta en actitud de atacarme me resultó tan patética que sólo me defendí con un potente bofetón que ni supe dónde dirigía pero que acertó en algún lugar de su brazo, haciendo volar el cuchillo y postrar al chico entre las aguas por un instante.

Pero no lloró. Volvió a levantarse y se me encaró. Lo que terminó de enfurecerme fue su actitud, era un niño. Podría haberle perdonado, pero parecía uno de los ancianos. Fanático, impasible… Me resultó tan odioso que le agarré del cuello y apreté tan fuerte como pude. Quería matarlo. No dejaba de gritar como un loco.

—Pero ¡¿qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?!

Abrí los ojos y vi a un niño que se ahogaba, ahora sí, entre lágrimas, pataleando inútilmente en busca de aire.

Reconocí mi propia brutalidad. Era mi hijo. Lo solté.

Tosió en busca de aire, hasta que pareció reponerse un poco. Sus ojos volvieron a perder aquel brillo infantil que sólo las lágrimas le habían parecido dar, en aquellas rendijas que destilaban odio frío. Vi con un instante de antelación su próxima reacción. Iba a gritar para pedir ayuda. No pensé más. Un puñetazo de hombre. Sin piedad.

Golpeé su rostro con mi puño cerrado. Si era hombre para matar, que lo fuera para encajar, ya que para morir era niño. No quería matarle, pero no podía permitir que pusiese en alerta a todo el mundo. Cayó desmadejado sobre una roca. Comenzó a caer y acudí a rescatarlo de las aguas. No le había perdonado su ejecución para dejar que se ahogara. Lo cogí para dejarlo sobre la misma roca en la que había depositado el cuerpo de su madre. Pero su cabeza giró hacia atrás en un ángulo extraño.

—¡Dioses!

Le abracé mientras palpaba su cara. ¡No tenía pulso! Se había roto el cuello en la caída. Pedí perdón a todos los dioses que conocía… Pero no sentí pena.

Tenía que huir. Lo más sencillo parecía salir como había entrado sin llamar la atención, aunque ya hacía mucho rato del primer sobresalto y se había perdido el factor sorpresa. Pero debía algo a aquella mujer. No podía dejarla sin más. Su única ilusión era ver la luz del sol. ¡Pues por los dioses que la iba a sentir al menos!

Volví sobre mis pasos y cargué con ella. No pesaba mucho. La enterraría en una tierra caliente por el sol que tanto quería conocer, y así vería su cara francamente por primera y última vez.

Salí de nuevo al caos, aunque ya no hubo tanta confusión ni golpes, pues la mayoría había salido ya, lo cual era un problema. Debía atravesar aquel grupo cargando con mi mujer muerta. La dificultad consistía en que me dejaran pasar sin levantar sospechas y me permitieran irme sin más. Pero no la iba a dejar y, de una manera u otra, debía cruzar y salir. Así que con paso firme, y tras arrancar el cuchillo que me condenaría rápidamente, llegué donde el gentío esperaba que los hombres volvieran con éxito de su misión.

Resultaba muy extraño verlos a todos y examinar sus caras, pues la luz cerca del borde de la cueva era lo suficiente intensa. Sus rostros reflejaban un miedo atroz. Se sentían desvalidos, desnudos ante la mirada de los suyos. Era trágicamente cómico.

No pude evitar detenerme un instante.

Era extraño, parecían desconocidos, como si fueran de otra tribu. No me resultaban familiares, pero no era por sus caras, que al fin y al cabo no había visto nunca, sino por su actitud asustadiza y frágil.

«Míralos ahora».

El agua seguía corriendo por el suelo hacia el exterior, pero la fuerza se había perdido entre las incontables galerías, así que el agua no acabaría con ellos y, cuando se diesen cuenta de ello, volverían al interior. No había funcionado.

Nadie había salido fuera lo suficiente para sentirse atraído, y aquella luz lo único que hacía era exacerbar su miedo. Nadie se haría preguntas y la luz les resultaría dañina. Volverían a la oscuridad con renovada fe en los ancianos y su fanatismo.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, todos se fueron acercando al reconocer a la mujer y ver la sangre tan claramente con la pasión que le daba la luz, acostumbrados como estaban a la oscilante y misteriosa luz de las débiles antorchas que los ancianos ordenaban situar tan estratégicamente como para que revelaran apenas el brillo del suelo frente a uno pero no la luz para reconocer una cara.

Alguna mujer se lamentó en voz alta y los hombres hablaban en voz baja. No los oía. Alguien se me encaró, pero no escuché lo que me decían. Seguí caminando y empujando al que osaba ponerse en mi camino, hasta que, al llegar al mismo umbral de la cueva, el último obstáculo, encontré una barrera que al principio no distinguí entre el resplandor primero de la luz que quemaba mis ojos: los soldados. Sus lanzas y espadas apuntando hacia mí. Sólo perdí un instante recorriendo sus temblorosas caras.

No sabía si temían a los dioses con los que yo decía hablar o a mí mismo. Cualquiera de las dos opciones me resultaba trágicamente cómica.

Y los ancianos con ellos, tapando patéticamente sus ojos con pieles.

—¿Qué ha ocurrido?

—Acudí a salvarla de las aguas y la encontré… muerta.

—¡Entréganosla!

—No. La enterraré fuera.

El grito de asombro pareció una sola voz.

—¡Pero así la privas de la vida eterna!

—Los dioses con los que yo hablo no dicen eso.

—¡Pero ella no te pertenece y sí a nosotros!

—Era mi mujer y no tenéis el mínimo derecho sobre ella.

—¡Ella creía en nosotros y nuestro dios!

—No es así. Por eso la matasteis. Por eso me la llevo.

Me di cuenta de que no la había visto a la luz. La bajé de mi espalda y la miré a los ojos. Mi mirada se nubló enseguida, entre gruesas lágrimas. Era bella, incluso a pesar del gesto que contrajo su rostro y de la lividez de la propia vida oculta, sumada a la de la muerte.

Traté de imaginármela cuando hacíamos el amor, con el rostro arrebolado por el placer de amarme, los labios llenos del rojo de las cerezas, los ojos del azul del cielo y una sonrisa que llenase su cara, opuesta al rictus que ahora la doblaba.

Fue el pensamiento grato que me acompañó antes de la oscuridad absoluta, cuando una maza golpeó mi cabeza.

PETER

SUEÑO

Aquel sueño no fue como los otros. No era una sucesión de colores que insultaban mis sentidos; ni imágenes, aunque oscuras, de una pareja haciendo el amor con pasión; ni un gigante con la fuerza de diez hombres moverse como pez en el agua en bosques cuya vista me hacía jadear. Tampoco una visión de lo que yo no dejaba de anhelar.

Aquel sueño no era sino una pesadilla, todos mis deseos encadenados a toda velocidad, como si el dios que me mostrase aquellos hechos estuviese consternado y nervioso. Era como el sueño de los enfermos.

Hizo que me olvidara de su cielo azul y su valle y bosque lujuriosamente verdes, del amor, la amistad y el resto de temas que antes parecían restregárseme y me hacían temblar de envidia. Sentí verdadera vergüenza por haber llegado a pensar así, mientras veía la película de su tragedia en trescientos sesenta grados.

Todo comenzó con la vista común de su cielo azul y mi rencor agrio. Le vi trabajando. Movió la roca al cauce, terminando la presa y cambiando el río de curso, hacia el agujero que lo absorbió. Corrió como si tuviera muelles en los pies, hasta la cueva, donde yo podía entrar a voluntad como si fuera un fantasma, y vi el pánico colectivo. Me dio la risa al ver a los ancianos correr y cubrirse la cara con unas pieles para evitar la luz del sol, aunque la risa se tornó agria.

Mi amigo corrió en busca de su mujer, hasta una oscura cámara de piedra donde el agua llegaba hasta casi la cintura. No había luz, pero se me castigó con una visión omnipotente que torturó mi arrogancia, permitiéndome ver la cara feliz de mi amigo al encontrar a la mujer que amaba, y el brutal desengaño de ver su vida escaparse entre sus brazos como arena, sin poder impedirlo de ningún modo. Y se me permitió ver el rostro del asesino, y de alguna manera intuir que aquel no era sino su propio hijo. ¡Por Dios santo! ¡Su propio hijo!

Parecía poseído por una bestia fría, mientras empuñaba un cuchillo con total calma, apuntándolo hacia su padre, al que insultaba con una tranquilidad pasmosa. Yo no podía dejar de mirar la brillante punta del afilado cuchillo no moverse ni un ápice.

Mi amigo estaba tan asqueado que, más que repeler su agresión, se lo sacudió de encima, como si en verdad el fantasma fuera el niño y no yo, y con ese gesto pudiera dar marcha atrás, con un simple bofetón. La rabia le colmó como el agua a la cueva y apretó el cuello de su hijo. Yo grité impotente… y extrañamente pareció oír mi grito. Pero sé que no fue así. Sé que se encontró con su pensamiento y se asqueó de lo que estaba a punto de hacer, por mucho que tal vez el chico mereciera la muerte como una liberación a su posesión. Tal vez fueran sólo las lágrimas del niño lo que le hiciera perder ese aire demoniaco y disuadir a su padre de matarle. Le sacudió un puñetazo para que no gritara… y el crío se partió el cuello contra una roca. Los dos nos quedamos sin respiración.

¡Dios!

No merecía aquello. No merecía la culpa de haber matado a su propio hijo. Yo le gritaba:

—¡Sal de ahí! ¡Escapa! —Pero no parecía oírme.

Le vi cargar con el cuerpo de su mujer. La peor decisión que podía haber tomado. Sabía que, cargando con su cuerpo, le prenderían cuando, sin él, hubiera podido esconderse y huir. Corrió con ella como si no pesara lo que una mochila, hasta casi el borde de la cueva, donde le esperaban los soldados y los ancianos. Pero ¡no les hizo caso! Comprendí al momento.

¡Había entregado su vida a cambio de un instante de luz para ver el rostro de su mujer! Se abandonó a cualquier otro estímulo, hasta que fue golpeado salvajemente y perdió el conocimiento.

La pena me abrumó y las lágrimas acudieron a mis ojos. Recordé la conexión emocional que, decían, existe entre hermanos gemelos. Eso parecíamos ser, pues incluso con la conciencia plena de que era a otro ser lejano a quien le estaba ocurriendo eso y no a mí, el pesar no hubiera sido mayor si fuera yo quien sostuviese a Julia en mis brazos.

Me sentí mezquino y sucio por envidiar su situación. Comprendí cuán oscura es la envidia insana y, por encima de todo, volví a valorar la importancia del yo frente al colectivo. «¡Que se joda la comunidad!».

Desde ahora pensaría en mí y en los míos y, si el mundo entero se iba a la mierda, si estábamos hechos a imagen y semejanza de Dios, y tal vez este quisiera acabar con su propia existencia, destruyendo el mundo que había creado y los seres ingratos a los que insufló un día su esencia… ¡Que así fuera!

Viviría mis días con placer y no como lo que había sido durante la mayor parte de mi vida: un amargado.

VIGILIA

Me desperté aturdido por el desgarrador episodio vivido. No pude reprimir unas lágrimas en mi vigilia, por mucho que, alrededor de mi cabeza, todo estaba mojado de ellas.

—¿Qué pasa?

Me volví sorbiéndome los sollozos. Era Julia.

—Mi amigo. Temo que quizá haya muerto.

Me miró con extrañeza.

—¿Y cómo sabes eso?

—Lo sé.

Me abrazó, aunque podía notar la desconfianza como una leve corriente en la punta de sus dedos.

—Puedes contarme cualquier cosa.

—Y tú puedes confiar en mí. Es algo demasiado íntimo incluso para nosotros dos, que te contaré cuando sea el momento. Este amigo mío es… era tan importante como para ser la llave de nuestra salvación.

—Aquí estamos seguros.

Sonreí ante su ingenuidad.

—Me refiero a la salvación de nuestra especie. Y no se te ocurra decirme que estoy loco.

Calló. Sus dudas resultaban tan elocuentes como mi silencio. Me levanté, sacudiéndome las lágrimas.

—¡Vamos! Tenemos que encontrar una cueva.

—Pero ¡si acaba de amanecer!

—¡Mejor! Tenemos muy poco tiempo. Si mi amigo ha muerto, es el fin, así que más vale que espabilemos.

—¡Te encuentro raro!

—¡Pues quédate con tu gurú! Yo tengo trabajo que hacer.

En aquel momento ocultó su cara entre sus manos y sollozó. Yo pensé si no me estaba tomando el pelo para conseguir que me derrumbara y le contara todo, pero me tomaría por loco.

—Lo siento.

Se hizo el silencio, un silencio incómodo. O estaba desplegando sus armas de mujer, o yo era el imbécil más grande de lo que quedaba de mundo, o las dos cosas.

—He dicho que lo siento. Ven aquí.

La abracé, sintiendo sus lágrimas en mi cara. Me sentí mezquino por haber pensado que intentaba manejarme, pero yo también tenía derecho a sentirme triste por mi amigo y por nosotros, y cabreado por mi impotencia. Le hice levantar la mirada y mirarme.

—Lo siento. Dime, ¿confías en mí?

Asintió con la cabeza para no hablar.

—Esto no es ninguna broma ni ninguna locura. La única posibilidad de salvación ante lo que se avecina es encontrar una cueva y escondernos bien dentro con todos los alimentos que podamos llevar antes del desastre.

Hipó y se sorbió las lágrimas.

—¿Tan grave es?

—El puto fin del mundo, ni más ni menos.

—Y esto… ¿te lo ha dicho… tu amigo?

—Así es. Y ahora he perdido el contacto con él. Si ha muerto, es el fin.

Intentaba parecer seria, pero no lo conseguía.

—Y tu amigo…

«¡Al cuerno! Que sea lo que Dios quiera».

—¡Por Dios santo! Es mi lejano tatara-tatara-tatara tatarabuelo de hace millones de años. Hablamos a través de los sueños hace muchos días. Cada uno ve la vida completa del otro y él sabe lo que va a ocurrir. Sospecho que a ellos les ocurrió lo mismo y sobrevivieron de ese modo, y él me aconseja que lo hagamos así. ¡Ya lo he dicho, joder! ¡Ya puedes ponerme la camisa de fuerza!

Julia me puso cara de madre que aguanta a un niño en pleno berrinche. Aquello me sacaba de quicio. No había pasado por todo aquello para que ahora me dejaran por estúpido.

—Me voy. Haz lo que quieras —dije, totalmente exasperado.

—¡No te dejarán ir por donde quieras si no voy contigo!

Me volví como un perro atado a una cadena.

—¡Repite eso! Si lo he entendido bien, estabas encargada de custodiarme.

—No es así. —Cruzó los brazos en jarras—. ¿Y tú desde cuando me hablas de ese modo?

Yo pestañeé con fuerza para ver si estaba soñando. No podía creerme tal descaro.

—¿Cómo? ¿Qué debo hacer? ¿Encogerme de hombros y darte la razón sin más? ¿Como a los locos? ¿Eso es lo que quieres de mí?

—Antes no te ponías tan chulo.

—Antes no era yo. Me ayudaste a salir de la depresión y siempre lo agradeceré, pero eso no quitaba que fuera un títere en tus manos, y ya entonces no me gustaba.

—¿Y qué te ha cambiado tanto? ¿Tu amiguita la puta?

Yo bajé la voz.

—No. La necesidad de imponerme a la opinión que tenía de mí mismo por venir a buscarte.

—Pues a lo mejor prefiero al de antes.

—¡Seguro que sí! Pero ahora soy el que debería haber sido antes y siempre. Y no me voy a dejar avasallar, ni por tu Romeo, ni por ti.

—Ya —gritó sin controlarse—, me paso años intentando arreglarte la puta cabeza y una guarra lo jode todo y te vuelve contra mí, en unos pocos días.

Me vestí a toda prisa y salí al encuentro de lo que supuse aire puro. Hacía un vientecillo frío pero impuro, difícilmente respirable. Se diría que el viento traía las inmundicias del sur. Levanté la vista cuando salí de los estrechos callejones y tuve campo abierto. El paisaje era el mismo pero velado por una especie de niebla ocre. Algo me entró en la boca. Arena.

Me eché mano al mono y saqué un pañuelo que me anudé a la cabeza, como en una de aquellas películas sobre el Che Guevara. No sabía dónde ir, pues no tenía mis útiles y habían escondido el coche, aunque sin gasolina no serviría de mucho. Estaba prisionero. Si al menos hubiera sacado la moto…

Me apoyé sobre una piedra, a mirar el paisaje que se abría ante mí, achinando los ojos para evitar que entrase arena. La visión de un río y el rumor del agua corriendo era lo más bucólico y relajante que había visto hacía años, por mucho que el verdor se disipara por la arena.

—Incluso así es hermoso, ¿verdad?

Me volví, sorprendido. Era Andrea. Me sonreía, incómoda.

—¿Ya has negociado todo con tus amigos?

Se acercó a mí e intentó arreglarme el pelo con su mano, en un gesto que me relajó, como un gato al que se rasca entre las orejas, pero al poco aparté la cabeza, molesto. No iba a dejarme engatusar.

—No te preocupes. Tu padre está bien.

—¿Y cuándo te vas? Cuanto antes te vayas, antes llegará él.

—Yo…

—¿Sí?

—Les he dicho que quería quedarme.

—¿Qué? —grité. Ella se apresuró a contenerme con sus manos en mis antebrazos.

—No te preocupes. Tu padre está de camino. He tenido que negociar con mi propia parte para que le diesen un coche, pero viene y está bien. Al fin y al cabo, como tú dijiste, el dinero no va a valer nada.

Yo me tranquilicé. Ella volvió a sonreír. Parecía que se había quitado diez años de encima con esa sonrisa jovial.

—¿Y no vas a decirme por qué te quedas?

Se encogió de hombros con un mohín infantil encantador.

—Lo que me dijiste me hizo pensar. No quiero morir encerrada en un oscuro apartamento. Aquí al menos tengo amigos…

—¿Amigos?

—Sí, tú.

Yo sonreí.

—Te imagino negociando con ellos. Habrás tenido que gritar de lo lindo para que te dejen gobernarles.

—Lo siento. No podía decirte más sin ponerte en peligro. Dime, ¿confías en mí?

La pregunta me golpeó. Quizá hubiera respondido de manera brusca si no hubiera tenido el altercado con Julia pero tras las reticencias iniciales… ¿Me estaría espiando?

La miré a los ojos. Ella no se cubría la cara y apartó el pañuelo de la mía para verme. Sonreía levemente, con simpatía. La relación con ella en los últimos días del viaje había sido especial, aunque no había apenas cruzado palabras, pero nos habíamos llegado a entender sin hablarnos. Me tomé mi tiempo para responder y ella lo respetó, sin dejar de sonreírme.

Tal podía ser un ardid, una trampa de mujer como Julia había usado para saber lo que quería aprovechando mi momento de debilidad, pero no lo creía y, por otro lado, tenía ganas de confiar en alguien tras el poso amargo que me había dejado la bronca.

—Sí. ¿Y tú confiarías en mí?

—Sí.

Sonreí. Con eso me bastaba. Significaba que yo no le haría preguntas cuyas respuestas quizá no quisiera conocer, y ella tal vez no me las haría a mí.

—¿Te vendrías de excursión conmigo?

Se encogió de hombros.

—No hay mucho más que hacer.

—Ve y coge algo de alimento para el día y a ver si te puedes hacer con una linterna. Te espero en el límite norte del pueblo.

Pasamos todo el día caminando, riendo como viejos amigos que se reencuentran. Busqué en todas las montañas algo que me pudiese parecer una cueva, pero había demasiada distancia a las montañas más altas, demasiada para un día. Nos sorprendió la tarde y nos quedamos en una de las pequeñas cuevas a pasar la noche.

Me sentía un poco culpable por haber dejado de lado a Julia. Estaría seguramente preocupada por mí, buscándome, aunque le había dicho que me iba a buscar grutas.

No habíamos traído mantas ni material para pasar la noche, y hacía un frío gélido, así que nos abrazamos. Yo sonreí.

—¿Qué pasa? —dijo, devolviéndome la sonrisa.

—Que vamos a dormir juntos.

—¿Y?

—Pues que tengo miedo de… ¿Sabes quién era Jack Nicholson?

—¿El actor?

—Sí. Cuando iba a rodar las escenas de sexo con Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces, le dijo textualmente: «Te pido disculpas de antemano por si me excito y te pido disculpas igualmente por si no me excito».

—Un caballero.

—Sí.

—Yo recuerdo otra, en la que la protagonista decía algo muy profundo.

Yo caí como un estúpido.

—¿Qué?

—«No tengo el coño para ruidos». Anda, peliculero, duérmete.

Una tarde, justo después de comer, cuando entré en la habitación del hospital, encontré a unas primas, que no veía mucho, pero con las que guardaba una excelente relación. Las saludé con una sonrisa, bromeando mientras cruzaba el umbral. Había un par de enfermeros alrededor de la cama, cosa totalmente usual. Pero las miradas gélidas de mis primas me dijeron que no era momento de bromas ni sonrisas.

—¿Qué pasa?

Me hice un hueco entre los enfermeros que pululaban en torno a la cama, hasta que la visión se abrió ante mí. El rostro blanco lo dijo todo. El aire escapó de mis pulmones y sentí un frío intenso en la cara y un estremecimiento que sacudió mis huesos.

—Por favor, salid —apenas pude musitar.

No dije nada. Sólo acaricié su cutis perfecto, fino y limpio, con el dorso de mis dedos, como solíamos hacer cuando yo era niño.

Su cara serena, con los labios pegados y su blanca quietud resaltaban de manera tan insultantemente distinta en contraste a la vida que siempre había tenido que no pude soportarlo más. Salí al encuentro de los abrazos de mis primas.

—Ha muerto sonriendo, con un suspiro —me dijeron. Recuerdo que, en los días siguientes (hubo dos días de velatorio, como se hacía antes), no lloré. Me autoimpuse mantenerme sereno y altivo, para poder guiar a mi hermano y sobre todo a mi padre. Con el tiempo, comprendí que aquello, lejos de agradarles, les causó más rechazo, pues tomaron mi sacrificio como indiferencia. Más de una vez habría de oírme desde entonces que era un ser inhumano sin corazón. Aquello me afectó más de lo que pude reconocer, pues me encontré solo como nunca en mi vida. Sentía que no tenía a nadie que me entendiera… y me deprimí.

Meses más tarde, cuando me encontraba aparentemente tranquilo, el cuerpo comenzó a purgar aquel exagerado control de las emociones, y me encontré enfermo durante casi un año.

Dicen que los mejores tratamientos son los de choque, y yo me rebelaba ante la idea de estar deprimido. «¡Eso es de débiles!». Así que me mudé a Madrid y me volqué en el trabajo, cosa que me hizo ser el número uno en muy poco tiempo. Compré en propiedad el piso en que vivía en Madrid… «¡Qué estupidez! ¡Comprar un apartamento cuando se acaba el mundo!». Y pensé que, si era bueno en algo, debería canalizar mis energías ahí. Fue un error. Acabé con la poca vida que tenía.

Un día, pasados dos años, me di cuenta de que era un robot. No tenía vida. Ganaba un dinero que iría a la tumba conmigo. Curiosamente, cuando intenté rehacer mi vida social, no pude. Estaba demasiado deprimido y el mundo era demasiado diferente a como lo había dejado. Me costó horrores reconocerlo. Era un enfermo. Necesitaba ayuda y tenía dinero. Contraté a profesionales loqueros. De nuevo me confundí. Aceleraron mi caída al vacío con sus fármacos. Me sentía igual de solo que cuando estaba volcado en el trabajo, sólo que, entonces, ganaba dinero y ahora lo gastaba.

Mientras tanto, los gobiernos crearon sus redes de comunicaciones subterráneas. Trenes que viajaban por tubos flexibles a prueba de movimientos sísmicos. En caso de un terremoto, culebrearían antes que romperse, y ningún movimiento rompería el cubículo interior, por el que circulaba el tren a altísima velocidad.

Durante un tiempo, el mundo pareció recobrar el afán de vivir de nuevo. El comercio hizo que muchas polis se enriqueciesen y yo mismo aumentase mi pequeña fortuna (apenas dejé de trabajar unos pocos meses, por muy drogado que estuviese).

Las redes se mejoraron y los edificios ganaron en altura y seguridad. El transporte propició riqueza y el mundo volvió a conocer lujos como las ligas de fútbol, espectáculos itinerantes, exposiciones de obras de arte y cultura, conciertos, incluso un leve atrevimiento de algunos turistas a viajar…

En resumen, parecía que se podía vivir dentro de una concha.