POL
SUEÑO
No sabría decir por qué, pero la tensión se acrecentaba y mi amigo parecía prever que se acercaba a su destino, y no sólo en lo geográfico. Estaba más taciturno y las conversaciones con la mujer que le acompañaba eran más serias y menos frecuentes. Era como si, a medida que se acercara adonde fuera que se dirigieran, controlara menos su destino y por eso se volvía infeliz. No parecía ya tan seguro de ser quien maneja las riendas y la mujer tampoco parecía tenerlo nada claro.
En cualquier caso, tenía la sensación de que pronto lo sabría todo. Lo que más temía es que mi propio destino parecía ir paralelo al suyo.
Casi sabía ya cómo manejaba mi amigo aquella caja negra, por medio de unos extraños pulsadores que manejaba con las piernas y con una barra de la mano derecha. Con la izquierda, y a veces con las dos manos, movía una especie de círculo. Eso era lo único que tenía realmente claro. Si giraba el círculo a la izquierda, la caja iba hacia allí, mientras que, si lo giraba a la derecha, la caja se movía de esa manera. No parecía magia. Siempre había pensado que la magia se llevaba a cabo a través de oscuras palabras o por medio de algún báculo o varita de poder. Pero aquella caja simplemente hacía caso de órdenes móviles de manos y pies de mi amigo. Si fuera verdadera magia, no haría falta que gobernase la dirección con las manos, sino que una orden mental bastaría, o la caja iría directamente sola allá donde mi amigo desease. Claro que había magia, pero no la comprendía.
La mujer no hacía nada, sino mirar al frente y, de vez en cuando, advertir —con gestos notorios— a mi amigo de una roca, una grieta o la dirección que debía tomar.
En cualquier caso, la magia de aquel artilugio era maligna, porque por la parte de atrás emitía un oscuro humo que sin duda dañaría el cielo y, cuanto más pisaba mi amigo los mandos de sus pies, más humo salía. Tal vez el mundo se quejaba por una indigestión de aquel humo negro y la cantidad de desechos que aquella infinidad de cajas donde la gente se apiñaba creaba sin ningún control, y eran arrojados a los bordes inmediatos de las ciudades.
Recordaría aquello cuando hiciese un fuego para cocinar. No gastaría una astilla de madera de más que aquellas que bastasen para calentar la comida.
Hubo un cambio a mejor en la relación entre ellos, pues ella dijo algo que pareció devolverle a la realidad, cuando se había adentrado en su interior, como hacían los ancianos. Incluso me pregunté si no estaría pensando demasiado en mí y en los sueños, como para vivirlos en plena vigilia.
Ella hizo que él volviera a abrirse como una flor, y le devolvió algo de la alegría que yo echaba de menos. No era extraño, con aquel cielo que absorbía cualquier atisbo de buen humor.
Y él se iba enamorando de ella. Resultaba tan notorio como el hecho de poner un muro entre ellos por la obligación autoimpuesta de salvar a su chica… Una chica que no le convenía, pues era autoritaria y egoísta.
El último sueño me dio una gran alegría, puesto que el paisaje en el mundo de mi amigo había cambiado, un ápice al principio. Pensé que debía de tratarse de alguna broma cruel, pero se fue revelando un cierto colorcillo verde que parecía apenas un reflejo, que se convirtió en una especie de pradera de una rara hierba rala que apenas osaba asomarse pero que bastaba para renovar su ilusión y la mía.
Llegar a la montaña fue para mi amigo una liberación, pero para mí fue un golpe. ¡Ese mundo era en verdad el mismo que el mío! Lo sospechaba, pero ahora se confirmó, pues en las alturas se veían los contornos de las montañas, y en ellos reconocí algunas de ellas sin duda alguna. Aquello fue muy impactante, pues confirmó totalmente que mi amigo vivía en mi futuro y yo en su pasado.
Sentí el sudor frío recorrer mi espalda, incluso estando dormido. Morbosamente miré el cielo y, aunque parecía un poco más natural y menos podrido que el día anterior, realmente amenazaba el fin del mundo. Del suyo y del mío. ¿Y cuándo sería eso?
Afortunadamente, quedaba muy lejos, por el nivel de sofisticación de sus artilugios, ropas, etc., pero, así como la vida es un suspiro, y pasa relativamente rápida, como la llama de una vela, unas cuantas generaciones no suponían mucha diferencia, sobre todo cuando el fin último era la nada.
¿Y qué pintaba Dios en todo aquello? Un dios que había creado un mundo tan hermoso, al hombre como su criatura preferida, dándole libre albedrío para decidir estropear su creación… ¿Habría decidido al fin castigarlo por su destrucción? ¿O tal vez el fin del hombre implicaba la no existencia del dios? De nuevo el sudor frío. Aquello le quedaba demasiado grande. Y no era cosa de pensar en compartir sus dudas con los ancianos. Reí con fuerza. «Imagínate si les cuento mis sueños». Me asusté tanto que me desperté.
VIGILIA
El trabajo me llevó algunos días en los que llegaba a las pieles y al cuerpo de mi mujer apenas sin vida pero ilusionado como para amarla de nuevo cada noche, aunque temía no poder llegar a darle el placer que me pedía.
Al fin, al cabo de siete días de trabajo demoledor, conseguí que el pequeño riachuelo fuera río con un caudal importante, que a duras penas contenía la presa.
Me dediqué a reforzarla, con calma, día a día, mientras recuperaba algo las fuerzas, para llegar a los últimos días con garantías de conservar un poco de fuelle para escapar, mientras el deshielo iba aumentando la fuerza y anchura del caudal.
Reforcé también todas y cada una de las presas que desviaban los distintos ríos, haciéndolos confluir en el que a mí me interesaba, incluso varias veces pues, en pocos días y conforme la temperatura iba aumentando, la fuerza del agua rompería las improvisadas barreras, y yo quería que aquello fuese un verdadero caos, un desastre sin remisión, no una simple amenaza que durase apenas un día mientras aguantaran las presas.
Aquella noche, me acosté nervioso; atraje a mi mujer hacia mí, como siempre hacía, aunque me acerqué a su oído con especial cuidado.
—Mañana.
—¿Qué?
—Mañana es el día. No entres en lo profundo de la cueva. Mantente lo más cerca posible de la salida, y ten a nuestro hijo contigo. Ocurrirá algo que mantendrá a todo el mundo ocupado y tal vez los obligue a salir. Aprovecharemos la confusión y el revuelo para poder escapar. He almacenado víveres y ropas a una distancia prudente, a partir de la cual no nos perseguirán por miedo, y he puesto varias trampas que los disuadirán de hacerlo. Dime: ¿te sientes preparada?
—Sí.
—Pol.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.
—¿Sí?
—Tengo miedo.
—Y yo. Pero vale la pena. Cuando veas el mundo, lo sabrás. Y nuestro hijo tendrá una vida nueva, y la oscuridad sólo será para él un recuerdo lejano.
—Y…
—¿Sí?
—¿No deberíamos intentar sacar a la mayor cantidad de gente posible?
—No.
—Pero… ¡son nuestra familia, nuestro pueblo!
—Nuestra familia me mataría con gran placer, como nos matará si nos descubren mañana al salir, si no lo hacemos bien. Están cegados por los ancianos y sus pláticas.
—Sí, pero quizá lo hacemos mal. De igual manera que he hablado con nuestro hijo, estoy segura de que muchos nos escucharían y querrían ver por sí mismos cómo es el mundo. Y tienen el mismo derecho.
—Pues de hoy para mañana no hay tiempo. —Comenzaba a enfadarme—. Mira, comprendo que sientas separarte de los tuyos, pero es que no lo son en absoluto. O quieres salir o no. Ellos no quieren y, si supieran que nosotros sí, nos matarían. Puede que algunos te escucharan, pero otros se irían con el cuento a los ancianos de cabeza, y duraríamos un suspiro. Yo tal vez lograra escapar, pero tú y nuestro hijo lo tendríais muy difícil.
—Lo sé.
—Recuerda que yo podría escapar en cualquier momento sin ningún esfuerzo y he esperado y arriesgo mi vida por vosotros. El riesgo es muy alto. Pero sacar a una sola persona más es un verdadero suicidio. Tienes que entenderlo.
—Lo entiendo.
—De todos modos, mañana, si todo sale bien, haré salir a unos cuantos y, si ven el cielo y Dios quiere que no esté nublado y vean la hermosura del azul, se preguntarán qué hay más allá de la cueva y por qué esta es tan oscura en comparación con la luminosidad del exterior. Sólo con que consigamos que la gente salga y vea el sol, habremos ganado mucho, pues se empezarán a hacer preguntas y a cuestionar lo que los ancianos dicen.
Ella asintió. Había lágrimas en sus ojos.
—Pues no hablemos más.
—Espera.
La retuve. No me atrevía a hacer la pregunta.
—Tengo que preguntarte algo. Es injusto, ofensivo y cruel. Te pido perdón de antemano.
—Dime lo que sea.
Tuve que aclararme la voz, pues apenas podía hablar.
—¿Cómo te llamas?
Dera, pues ese era su nombre, me hizo el amor con la fuerza de la desesperación, con el cariño y la pasión de alguien que se despide y no va a volver a verte. A pesar del intenso placer, sentí la intensidad de su miedo y me costó conciliar el sueño. No parecía un buen presagio, aunque yo jamás había hecho caso de ellos.
Recordé mi infancia junto a mi padre. La dureza de recibir dos aprendizajes, el ortodoxo de los ancianos y el contrario, el que me impartía mi padre, y al que yo, por supuesto, seguía con fervor. Día sí y día también era castigado, pues resultaba difícil inculcar unas creencias a un niño, que no compartía en absoluto, y más de una vez se me fue la lengua y tuve que pasar por el consejo de ancianos y demostrar, recitando las viejas letanías, que sus enseñanzas eran las buenas, y sus golpes preventivos sellaron con rabia mis convicciones, me hicieron fuerte y rebelde, y aumentaron la admiración por mi padre, que había pasado por todo eso sin un apoyo. Nos reuníamos por la noche y me contaba las maravillas que había vivido:
—¿Qué has hecho hoy? —le preguntaba.
—Hoy he nadado en aguas tan claras que parecía que estuvieses volando por el aire, pues no llegabas a apreciar nada entre tú y el lecho del río. Jugaba a flotar sin apenas agitar la superficie para ver a los peces de vivos colores, pasar junto a mí, preguntándose qué animal era.
»Hoy he subido una montaña, tan alto que costaba respirar, desde cuya cima se veía tanto mundo que uno se siente pequeño ante la cantidad de montañas, valles, picos nevados y árboles por todos sitios.
»Hoy he recogido frutas tan rojas que parecen prohibidas, de un sabor maduro tan dulce que daban ganas de llorar dando gracias a Dios por mostrarme aquellos milagros.
Y yo probaba aquella fruta y sentía su zumo correr por mis mejillas, y su sabor me llenaba hasta el punto de jadear, y llorar de felicidad, y mi padre me decía:
—Con todo, el sabor de la fruta no es nada comparada con su visión a la luz del sol, o el hecho de recogerla de la mata, como si fuera una ofrenda del dios más generoso.
»Hoy he visto animales de extraordinaria belleza, grandes, como varios perros uno encima de otro, con unos cuernos que se abrían en otros, majestuosos y tranquilos, comiendo hierba y vegetales con la confianza de vivir en un mundo perfecto.
Yo siempre me emocionaba y le preguntaba cuándo me llevaría con él, y él siempre sonreía:
—Pronto, hijo mío. Muy pronto.
Y yo le abrazaba y pasaba mi mano por su frente, haciendo una leve reverencia, un gesto que la tribu acostumbraba para mostrar la sumisión ante los ancianos. Mi padre siempre me reñía:
—No hagas eso. Es un gesto de la tribu.
—A mí no me importa. Para mí significa otra cosa. Es la manera de decirte: «Gracias» y «te quiero».
No volvió a decirme que no lo hiciera, y desde entonces él también lo hizo con frecuencia.
PETER
SUEÑO
La presa estaba lista. Todo estaba preparado. Lo veía en la cara de satisfacción y nerviosismo de mi amigo en los sueños espesos que cada día me agotaban más.
Sólo faltaba que diera un leve empujón (de los suyos, puesto que yo ni en mil años lograría mover aquella roca) y la piedra caería hacia el único hueco por el que pasaba el agua. El resto estaba contenido por la presa. Al caer, la piedra terminaría de completar la presa, y el agua se desbordaría allá donde pudiera, por la zanja cavada por mi amigo hacia el agujero en la cueva.
El resto estaba en manos de Dios.
Le vi hablar con su mujer. Supuse que le contó que mañana sería el día, y ella tembló de miedo, y lloró, y luego hicieron al amor de una manera tan íntima que me sentí mal presenciándolo, pues no tenía ningún derecho, ni siquiera cuando estaban a dos metros de otras parejas, por mucho que supiera que mi amigo sabía que yo seguía todos y cada uno de sus pasos, de la misma manera que él me veía a mí.
Recé porque el día de mañana le fuera grato.
Era curioso. Dios acudía a mis pensamientos a menudo en los últimos días. Y no es que me sintiera temeroso de la poca vida que me quedaba, ni que me preocupara dónde iría mi alma tras mi muerte. La respuesta estaba clara: al mismo sitio que las demás. En eso no había diferencia entre ser el primer hombre de la humanidad a ser el último.
Lo que me hacía pensar en Dios como una presencia de facto era el hecho de que aquellos sueños no eran casuales. Y menos poder comunicarme con una persona que había vivido hacía miles, tal vez millones de años. ¡Eso no correspondía a cromosomas, ADN, genomas ni neuronas! No había una explicación científica. Y yo lo estaba viviendo.
Dios, de algún modo, me estaba ayudando. Mejor dicho: nos estaba ayudando.
Pero… ¿a qué?
No podía comprender su propósito. Había algo que se me escapaba. Intenté reflexionar. Resultaba curioso que tuviera la mente más clara en sueños que en vigilia. La explicación estaba clara. Reí en sueños. Allí no tenía una belleza siguiendo mis pasos.
Dios me pone en contacto con un hombre de otra era; en el pasado, presumiblemente, pues, aunque me encantaría que fuera el futuro, no lo creo ni harto de vino. Primero, porque, si yo entrara en una cueva y sobreviviera, incluso aunque fuera la siguiente generación, mantendríamos mucho de la tecnología y los útiles que habríamos llevado con nosotros, a no ser que dentro de un tiempo descubriera algo como que los ancianos ocultan armas o —¿qué se yo?—, un microondas; algo moderno que me haga cambiar de idea. No. Es impensable. Es el pasado y punto.
Recapitulemos. Contacto con alguien del pasado, que me hace pensar que su comunidad ha sobrevivido a un cataclismo, pues todos tienen miedo de salir de la cueva, como aquellos tebeos de los galos Ásterix y Obélix que temen que el cielo les caiga sobre las cabezas. ¿Y para qué? Parece evidente. Debo buscar una cueva. O no. Tal vez debería preguntárselo a mi amigo. Con gestos. No sé.
El caso es que, si Dios nos pone en este trance, no debe de ser por algo casual, sino que debe tener la intención de que nos salvemos, como salvó a Noé y los animales en el arca.
Mi rabia afloró de pronto, sintiéndome estúpido. ¿Por qué me doy tanta importancia? ¿Desde cuándo Dios habla conmigo? No lo hizo cuando estaba deprimido. Ni siquiera tuve un sueño coherente en años. O cuando sufrí los dolores de mi madre en mi adolescencia, cuando me despertaba para ir al baño y la encontraba retorciéndose en el sofá y me hacía gestos para que me marchara a la cama. O aquella vez que sufría tal dolor que tuve que agarrarla para que no se tirase por una ventana. Le di una suave bofetada para calmar su histeria y luego tuve que escuchar que no la quería, y me dio un disgusto tal que estuve tres días sin hablar.
—¡¿Dónde estaba Dios entonces?! —grité con furia.
Seguramente es una broma pesada. Dios se burlaba de mí. De todos nosotros. Del pobre hombre de Atapuerca, mi amigo, que tenía un futuro y un puto cielo azul.
Desperté entre jadeos.
VIGILIA
—¿Qué te pasa?
Abrí los ojos. Era Andrea. Estaba preocupada.
—Nada. Estaba soñando.
—Pues ha debido de ser algo fuerte, porque estabas llorando y has gritado. No sabía qué hacer.
Me abrazó.
—Estoy bien —le dije—. Son sólo recuerdos amargos que me invaden. Pero, tranquila, era sólo un sueño.
—No lo parecía. Tal vez…
—Dime.
—¿Está relacionado con aquello que me contaste de tu amigo?
Suspiré.
—Aún no puedo hablarte de eso. Lo siento. Duérmete.
Ella se dio la vuelta. Casi podía sentir las oleadas de irritación a través del aire que nos separaba.
A la mañana siguiente estábamos muy cansados, aunque los nervios nos mantenían alerta. Quedaba muy poco. Desayunamos frugalmente sin hablar, apartando la mirada cuando uno buscaba respuestas en los ojos del otro. Eran muchas preguntas.
Preparamos todo y arrancamos el coche. Ya no iba a inspeccionar el terreno, pues no quería que me cazaran indefenso como una paloma. Por lo menos, aunque llamáramos la atención, contaba con la protección del grueso blindaje antibalas de la furgoneta y unas ruedas macizas, a prueba de pinchazos.
Seguimos el curso seco de viejos riachuelos, pues de las carreteras no quedaba ya ni rastro, y las pistas que habían dejado eran impracticables, entre rocas, grietas y barrancos abiertos.
La vegetación se alzaba a cada kilómetro que avanzábamos, con lo que parecía que estuviésemos entrando en otro mundo. Deseé con todas mis fuerzas que la progresión continuara y llegásemos a un mundo como el de mi amigo. Incluso pensé en encontrarnos con él, aunque el cielo no era aún ni por asomo azul.
Los viejos cauces suavizados por la acción del agua y el mantillo verde resultaban una ruta estupenda, y los apuramos mientras pudimos, quemando kilómetros con rapidez, aunque sólo contábamos con la ayuda de un mapa y una brújula, pues el GPS parecía haberse jubilado hacía ya muchos tramos.
Nos mirábamos de vez en cuando. ¿Qué íbamos a encontrar? Probablemente hostilidad y un trato que dependería mucho del que sufriera el secuestrador en manos del alcalde y, después de la paliza que ordenó darme a mí mismo, no contaba con que lo metieran en un hotel como el de Huesca, así que el primer recibimiento sería la paliza de rigor, y en el caso de Andrea… No quería ni pensarlo.
Apenas veíamos nada entre los arbolillos que nos rodeaban. Los dos estábamos como en estado de shock. Jamás hubiéramos pensado que creciera planta alguna en el mundo fuera de la protección y aislamiento de un invernadero. Muchos de los arbolillos, arbustos, hierbas e incluso flores que veíamos estaban oficialmente extinguidos hacía años y sólo se los veía en documentales. Los pequeños riachuelos por los que nos abríamos camino se convirtieron en un solo cauce, que se ensanchó algunos metros, llevando un considerable caudal de un agua limpia y clara, así que nos escoramos a una orilla para evitar pozas que detuviesen el coche.
Tan concentrados estábamos en la conducción que apenas reparamos en las primeras ruinas y, cuando nos quisimos dar cuenta, nos encontramos con un curioso comité de bienvenida, tan de repente que dimos un respingo en el asiento al detener el coche con demasiada fuerza, y el sudor frío nos recorrió a los dos.
Andrea temblaba y yo no quería ni hablar por no delatar el movimiento de mis labios, y agarraba el volante con fuerza para no verlo en mis manos. Un montón de hombres y mujeres nos esperaba, aparentemente sin armas ni hostilidad.
Parecía evidente que sabían que llegábamos, pero razoné que, si nos hubieran querido cazar, ya lo habrían hecho. Al menos al principio mantendrían las buenas maneras, lo cual era ya una buena noticia. Andrea se dio cuenta también y me miró suspirando de puro alivio.
La miré con todo el cariño que pude reunir.
—¿Estás lista?
Ella asintió sin hablar.
—Espero haber tomado la decisión correcta. De no ser así, te pido perdón de antemano.
—Y yo te perdono de antemano.
Paré el coche a su lado. Había preparado mi arma por si acaso y la guardé en un bolsillo de mi chaqueta. Bajamos sin hablar. Un hombre se acercó a nosotros. Parecía de raza sudamericana, por el color de su piel, su estatura, cara regordeta y nariz chata, boca ancha y sonriente de gruesos labios y ojos ligeramente achinados. Llamaba la atención su piel tersa y su expresión aniñada, de sonrisa amplia y aparentemente sincera.
—¡Bienvenidos a Jaca! Espero que el viaje haya sido placentero y les felicito por su éxito, pues es toda una proeza. De hecho son los primeros que llegan sin haber sido conducidos. Mi nombre es Manuel y represento a la familia que formamos los que nos llamamos jacetanos.
«¡Sí, hombre…, la familia Trapp de Sonrisas y lágrimas! No te jode…».
Pensé con ironía que aquí lo llamaban familia. Desde luego no parecían en absoluto una empresa y sí una familia al estilo siciliano de las películas, extrapolado a una curiosa mezcla entre los Pirineos y Sudamérica, en un marco tan cambiado que podría ser otro planeta, con lo que la cuestión de la identidad cultural o de raza quedaba tan fuera de lugar como cualquier otro estereotipo en aquel contexto. Todos eran supervivientes, y eso era lo que parecían.
Le di la mano, que apretó con firmeza. Mi padre siempre me enseñó desde crío que desconfiara de los que te dan la mano flácida. Pero no me anduve con rodeos.
—¿Dónde está Julia?
—Cerca, colaborando en nuestro hospital. De hecho, es una estupenda doctora. Hubiera venido, pero no contábamos con que recorrierais tantos kilómetros hoy, por lo que no os esperábamos hasta mañana y hemos tenido que improvisar este recibimiento impropio de la ocasión.
Pareció achinar los ojos para ver mejor y mostró cara de sorpresa, aunque a mí me pareció de nuevo sobreactuada y falsa.
—¡Andrea! ¡Cuánto tiempo sin verte! Por ti no pasan los años.
Me volví hacia Andrea. Me miró. Sus mejillas estaban llenas de un rubor incómodo. Manuel rio.
—¡Vaya! He dicho algo inconveniente, amigo Peter. Mi mujer siempre me dice que mi peor defecto es la incontinencia verbal. Desde luego, parece que no sabes que somos viejos amigos, de cuando éramos… digamos… la rama menos extrema y más liberal de la empresa. Hubo una violenta escisión y tuvimos que huir al norte para mantenernos con vida, pues el perdón no es común entre nuestros viejos amigos. Supongo que tampoco te ha contado que hace muchos años que mantenemos contacto con las ciudades, solicitando integrarnos pacíficamente y pidiendo ayuda en forma de medios de subsistencia, que al final nos hemos tenido que procurar nosotros mismos con ingenio y la suerte que has tenido ocasión de comprobar por ti mismo. Pero la relación con tu suegro… no es muy fluida y, lejos de ayudarnos, pretendía usarnos de cabeza de turco de todos los problemas inherentes a la… civilización. Miró a Andrea con gesto teatral.
—Por supuesto, en connivencia con sus amigos empresarios. Por eso nos vimos obligados a llamar la atención de Julia sobre nuestra situación, aunque al principio se lo tomó muy mal, la pobre.
«Claro… ¡Qué asquerosa! Si no aguantas una broma, pues te vas a tu casa, ¿no?». Pero no dije nada.
Me miró atentamente, estudiándome en silencio. No aparté la mirada. Las arrugas en torno a los ojos decían que Manuel era mucho más calculador de lo que su fingida elocuencia decía. Desde luego, debía de ser inteligente para sobrevivir en aquellas condiciones. Pero no iba a aguantar su insolente examen por siempre.
—¿Entonces Julia…?
—Está aquí por voluntad propia.
«¡Lo que me faltaba! ¡Otro político!».
—Ya.
—Ella quería haberte traído desde el primer momento, pero no comprendió, como nosotros, que eras la llave, pues nadie más sino tú hubiera venido hasta aquí por sí solo con las condiciones actuales.
«Eso sí es cierto».
Hubo un revuelo entre los bultos humanos. Un golpeteo y unas cuantas exclamaciones que respondían a empujones y zarandeos. Y, unos segundos después, del centro del grupo salió una jadeante Julia como una exhalación y se arrojó a mis brazos, tras empujar sin reparos a Manuel.
No dijo nada. Sólo me miró, me abrazó con tanta fuerza que sentí mis costillas crujir, y al fin me besó. Los dos lloramos en silencio mientras nos manteníamos agarrados como si colgáramos de una sola cuerda. Manuel respetó el momento durante unos pocos segundos mientras se recomponía del empujón.
—Bueno. Creo que es momento de que yo calle. Supongo que Julia te puede informar de todo mucho mejor que yo, y conoce el lugar lo suficiente para mostrártelo. Así te convencerás de que no es una prisionera. Luego nos reuniremos para cenar. Prepararemos una pequeña fiesta en vuestro honor y responderemos a todas tus preguntas.
Asentí y dejé que Julia me llevase de la mano. Subimos una ligera cuesta por un estrecho camino entre paredes de aspecto fuerte, aunque sólo la veía a ella, aún conmocionado por la sorpresa de verla y encontrarla bien.
Cuando perdimos de vista el tumulto, paró y me miró sonriente.
—Deja de mirarme y echa un vistazo.
Me costó arrancar los ojos de su sonrisa. Me limpié las lágrimas y levanté la mirada.
El espectáculo era grandioso y, por segundos, me volví a emocionar: árboles, árboles de verdad. Pinos, abetos, árboles de hojas rojas que contrastaban con las verdes y olorosas espinas de los pinos. Un valle verde de ensueño. Hierba fresca a los lados del sendero, musgo entre los árboles y una deliciosa humedad llena de las fragancias olvidadas de la naturaleza. Parecía uno de esos cuadros de los museos hecho realidad.
Miré el cielo con la esperanza de que fuera el de mi amigo y también lo viera en persona. Era un poco más grato pero no. El cielo parecía querer clarear y regalar algún tenue resplandor de luz azulada, pero no era el azul de mi amigo, y no lo vería hasta que me durmiera. Pero, aun y así, era el cielo más bonito que había visto en mi vida, al menos en estado de vigilia. Miré a Julia.
—¿Qué es esto?
Se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Un milagro de la naturaleza, una leyenda olvidada, Shangri-La, como algunos lo llaman, un microclima oculto… No lo sé. Pero ya ves que existe. —Acaricié su cara pecosa.
—¿Te han tratado bien?
—Al principio no, porque me resistí al máximo y les hice el viaje todo lo difícil que pude, pues creía que iba a morir. Pero, cuando llegué aquí y vi esto, conocí a esta gente y comparé esta vida con la que llevaba antes… Pensé que lo único que me hacía añorar la ciudad eras tú. Por eso, cuando me dijeron que venías, me sentí feliz por completo.
—Pero… ¿por qué no me dijisteis nada? Si supieras por lo que he pasado…
—Me lo imagino. Pero no estaba en mi mano, y mi padre debía pensar que podrían matarme. No tenía ningún medio para comunicarme contigo, ni acceso a teléfono ni ordenador, y tampoco podía huir, con lo que sólo podía confiar en que no te olvidarías de mí.
—¿Cómo iba a olvidarme de ti? Pero… si supieras la que se ha liado…
—Lo sé y lo siento. Pero, por lo poco que sé, la llamada empresa hubiera entrado en el juego de una manera u otra, pues conocían mi secuestro por boca de mi propio padre, y tu padre… Bueno, se involucró él mismo al ir contigo. Era la baza que jugaría la empresa para forzarte a incluirlos en el juego.
Parecía reprocharme la ayuda de mi padre, como si se hubiera entrometido en contra de su voluntad o de la mía… Pero mi aprensión duró lo que se tarda en guiñar un ojo.
—¿Y cómo sabían que yo iba a encontrar una manera de solucionar esto?
—No lo sabían. Cada uno negociaba con los demás a su manera. Pero fuiste tú quien les diste una salida digna a todos, una forma oficial de hacer los intercambios, que satisface a todos. ¿Cómo lo ideaste?
Me encogí de hombros.
—Es como una carta de crédito.
—A mí no me lo parece. Tú y tus rarezas. Pero lo importante es que has sido más listo que todos ellos y más valiente también, pues estás aquí. Y mereces un premio. Ven, voy a enseñarte el pueblo.
Caminamos hacia unas extrañas construcciones de altos tejados triangulares con caída hacia el exterior del pueblo. Los muros eran de piedra, de las piedras de las antiguas construcciones, y las cubiertas casi verticales de tan inclinadas eran también de piedra forrada con losetas de durísima pizarra, que reflejaba la luz ocre del atardecer. En el centro había algunos edificios más grandes, con cubiertas menos inclinadas pero de aspecto más robusto, sostenidos por las antiguas piedras y enormes columnas de hormigón.
La única construcción que no habían expoliado para obtener piedras eran los restos de la vieja catedral, y sospechaba que la causa era la pobre calidad de las viejas piedras, no su romanticismo. De ella no quedaban más que los muros de carga y algunas piezas diseminadas, que apenas podía reconocer, aunque el breve conjunto era bellísimo. No lo podía creer. ¿Cuántas veces había soñado en recorrer los escenarios de uno de aquellos viejos documentales de antaño y tocar aquellas ruinas rodeadas de musgo y yedra?
Paseé por las ruinas, tocando las piedras con mis manos y deseando sentir algo de aquellos tiempos audaces de los primeros reyes de Aragón, de su construcción. Sin querer, recordé aquel libro sobre el período, en el museo. Tal vez si podía soñar con un troglodita, del mismo modo podría absorber algo de sabiduría y templanza de aquellos muros oscuros.
Pero Julia me miraba ya con suspicacia. Cuando salí del trance, le sonreí, cohibido y ella me hizo un gesto de impaciencia. No había cambiado.
Me llevó por las estrechas calles abiertas. Algunas se habían cubierto, las que no tenían porches. La disposición de las calles apuntaba hacia los lados de una colina, justo en el centro del viejo pueblo, que una vez había sido una gran ciudad, sede de una olimpiada, y que más tarde fue devastada por sucesivos terremotos y otros fenómenos meteorológicos de gran violencia. Su población se diezmó varias veces, hasta que quedó extinguida y el pueblo completamente abandonado, cuando las vías de comunicaciones simplemente desaparecieron y Jaca fue engullida y aislada por las montañas.
Ahora, aunque aún rodeados de restos de construcción, parecía un viejo pueblo de siglos atrás. Tenía un aspecto de eternidad que invitaba al optimismo, pues parecía que no había cambiado en siglos, independientemente de los efectos de las tormentas de granizo, aunque en aquel microclima parecían remitir.
Aún se conservaban calles llenas de historia, como la misma avenida del primer viernes de mayo, que conmemoraba una increíble victoria en la que las mujeres de Jaca, viendo morir a sus hombres en una batalla perdida, se lanzaron a la desesperada a combatir con sus utensilios de cocina, que brillaron al sol despistando a los enemigos, pensando que se les venía un ejército encima, o la mismísima calle Mayor, presente desde la Edad Media.
Julia me iba explicando a trompicones, entre saltos de alegría y abrazos de oso. Yo apenas escuchaba, mirándola y preguntándome si no estaría soñando de nuevo con un mundo mejor.
Julia me sonrió, pícara.
—¿No estás escuchando, verdad?
Yo sólo continuaba mirándola embobado.
—Ven.
Me arrastró de la mano, corriendo entre miradas jocosas, preñadas de picardía. Yo me dejé llevar.
Al rato, uno de los edificios más raros, pegado a una gran roca, pareció acercarse a nosotros. Ella entró tras pedirme que esperara un instante. La vi hablando al oído de alguien, que le sonrió entre miradas cómplices.
—Vamos.
Entré. El calor húmedo me golpeó. La humedad era casi asfixiante y me costó unos momentos acostumbrarme.
—Son los baños —arrugó la nariz—. Parece que te hace falta uno.
Sobre una abertura en la roca, de la que manaba agua humeante con un cierto olor a huevos podridos, habían creado una pequeña piscina. Julia, ante mi indecisión, comenzó a tirarme de las cremalleras del mono.
—¡Buf! ¡Qué olor! Habrá que lavar bien estas ropas.
Con gesto de enfermera autoritaria, me dio una pastilla de jabón, que me costó reconocer, pues jamás había usado nada parecido. Ella rio al ver mi confusión.
—Tienes que frotarte con esto.
Después de tanto como había pasado, aunque habían sido apenas unas semanas, me sentí cohibido, como si algo hubiera cambiado, y me ruboricé al ser consciente de mi desnudez. Julia me hizo un gesto, señalando unas escaleras y medí la temperatura con la punta de un pie, llevándome una feliz sorpresa. Estaba muy caliente, aunque no lo suficiente para quemar.
Fui entrando poco a poco, disfrutando de la caricia del agua sobre mi piel, hasta que me llegó al cuello. Había visto jacuzzis en cientos de películas, pero nunca había probado uno. El agua era un placer demasiado caro en la ciudad.
Los ojos se me cerraron y jadeé de puro placer al notar la presión del agua sobre mi pecho. Sólo entonces me di cuenta de lo cansado que estaba tras tantos días de maltrato físico y poco descanso consumido por los obsesivos sueños sobre mi amigo.
La ligera corriente creaba ondas de temperatura cambiante, que me acunaban entre suspiros de placer.
—Procura no dormirte.
Abrí los ojos sonriendo la broma, para encontrarme con Julia desnuda frente a mí. La sorpresa me hizo resbalar y ella rio con ganas ante mi turbación. Su risa y su naturalidad desnuda terminaron por borrar cualquier recuerdo aciago en mis últimas siete generaciones.
Su cuerpo era perfecto, de piel blanca y suave, apenas velada por una sombra de vello. No era alta pero sí esbelta y bien proporcionada, con el cuerpo delgado, pero no como una de aquellas modelos angulosas y huesudas, sino lleno de curvas graciosas y sensuales.
Se metió en el agua. Pude ver cómo la pelusa de sus brazos se erizaba. Se acercó a mí. Me acarició con sus manos menudas la cara y el pecho, sin dejar de acercarse. Jadeé cuando sentí sus pechos en contacto con el mío y, cuando sus muslos se acercaron a mí, mi virilidad se manifestó en un instante. Me besó. Con timidez al principio. Besos castos que fueron aumentando en intensidad hasta recorrernos enteros los labios y las lenguas. Se apretó a mí con sus brazos y piernas, moviéndose suavemente hasta que su sexo encontró el mío. Los dos suspiramos y ella se metió dentro de mí, quedándose un instante quieta, sin decir nada, mirándome con la boca entreabierta. Yo cubrí aquellos labios con los míos, dulcemente. Ella se movió lentamente, aumentando el ritmo tan despacio que casi dolía, y arrastrando pequeñas corrientes de agua caliente que jugueteaban con mis sentidos.
Sentía la necesidad imperiosa de agarrarla con todas mis fuerzas y moverme dentro de ella como un animal furioso, pero seguía inmóvil, dejando que ella alargase el placer, reteniéndolo cada instante. Me pareció que quería recuperar cada momento perdido, en un beso largo y sentido, de reencuentro, de cariño, de un amor sin duda ni tacha, con el poso triste de la separación pasada y la promesa muda de no volver a separarnos. Lo encontré tan romántico que no puse traba y la dejé hacer, aunque el ansia de placer me dolía físicamente.
Pero separó sus labios de los míos y se echó hacia atrás en un gesto que yo conocía demasiado bien. No podía creerlo. Después de todo lo que había pasado por ella, y se procuraba su propio placer sin atender el mío. Me miró y sonrió. Aquella sonrisa pícara que comenzaba con un brillo en los ojos, antes de mover un solo músculo de su cara, e hizo ademán de separarse. Encantadora pero vacía.
Mi cuerpo, tenso por la acción de las últimas semanas, y mi alma ávida de un placer negado durante tanto tiempo no pudieron contenerse más y, apretando los dientes, dejé de sostenerme con las manos en el borde de la piscina, y al fin la aferré por la cintura, rodeándola con mis brazos y la moví con tanta fuerza que enseguida dejé de notar cualquier estímulo ulterior, y el centro del universo se concentró en mi entrepierna, enviando oleadas de placer al resto del cosmos de mi cuerpo. Cerré los ojos y me dejé ir con un rugido final, que se vio interrumpido por un furioso manotazo.
Evidentemente, no le había gustado que mi cuerpo reaccionara por mí, aunque me pareció cruel que interrumpiera mi clímax. No me sentía orgulloso, pero pensé con cierta satisfacción morbosa que le había dado un poco de su medicina. Eché el cuerpo hacia atrás y volví a apoyarme en el jacuzzi. Cerré los ojos para no ver su acritud y reflexioné.
A pesar de lo extraño de la situación, me encontraba en el cielo. Pero sentía muy en el fondo una inquietud. Un sentimiento oscuro que creció con fuerza cuando comencé a analizarlo: me había parecido extraño que hablase con tanta naturalidad de su secuestro. Parecía que no le importase lo que su padre sintiese, y tampoco parecía muy incómoda con todo el sufrimiento que yo había pasado, por no hablar de mi padre, al que trató como un simple daño colateral, o de Andrea, a la que ni siquiera mencionó, aunque eso lo encontraba más lógico, conociendo lo celosa que era.
No me había parado a pensar en ello por la felicidad del rencuentro, pero, al hacer el amor de esta manera tan atípica, las alarmas se dispararon: ella jamás había sido así.
Siempre tímida en los encuentros sexuales. Siempre cediendo la iniciativa. Incapaz del menor gesto: una caricia, un acompañamiento del movimiento de la pelvis, un jadeo, ni siquiera un beso espontáneo… A veces tenía la sensación de hacerle el amor a una muñeca hinchable de las que algunos de mis «viejos amigos» disponían a menudo.
Pero la quería y eso había compensado cualquier diferencia. Siempre me había alegrado de estar por encima del sexo en nuestra relación. Eso nos fortalecía. Pensaba que, con el tiempo, ella aprendería a liberarse, a expresarse sexualmente, a compartir y disfrutar sin tabúes ni remordimientos… Pero aquel cambio tan drástico… Debería de haber sido justamente al revés. La distancia, las dudas, la angustia… Debería de haberse sentido frenada, como yo mismo me sentía, y no tan explosivamente dispuesta.
Y aquella soltura…
Y esos besos…
Una vocecilla demoniaca en mi interior empezó a susurrar dentro de mí: «Ha aprendido a amar. ¡Ha tenido relaciones sexuales con otro!».
Lo único que no había cambiado era el egoísmo de siempre, llevado ahora al plano sexual, pues fue ella la que controló el tempo del placer en su propio beneficio. Pero incluso ahí había sutiles diferencias, pues jamás había actuado de modo parecido. No era persona que ejecutara por voluntad propia nada que no hubiera experimentado antes. La diferencia era tan abrumadora que no cabía duda, había estado con otro hombre.
Sacudí la cabeza para alejar la voz de mi conciencia más morbosa. No quería creer eso. El color verde, el aire, la montaña y la esperanza habían hecho milagros en ella, devolviéndole la alegría que le era robada en al ambiente urbano opresivo del círculo de su padre. Por eso había florecido como uno de los brotes verdes del valle.
¡Sí! ¡Era eso! ¡Sin duda! Me alegré de haber razonado y llegado a una conclusión positiva. Sonreí.
Pasó un largo tiempo antes de que habláramos de nuevo, que casi pensé yo que Julia se habría dormido sobre mí, y sin duda yo mismo lo hubiera hecho, si no fuera porque los duros ángulos de la piscina comenzaban a clavarse en mi culo y espalda.
—¡Cuánto te he echado de menos! —dijo, más animada. Parecía que el mal humor se había disipado. Era otro de sus signos distintivos. Era capaz de liar una bronca de mil demonios y, al instante, sonreír como si nada hubiera ocurrido, dejándome a mí con un disgusto y un malestar que podían durarme todo el día.
Pensé que eran demasiados pensamientos negativos. Parecía que algún tipo de extraña culpabilidad estuviera buscando excusas contra ella, tal vez para justificar algo con Andrea. Pero lo deseché en un instante. Ella era mi novia. Siempre lo había sido y lo seguiría siendo, y yo aprendería a enseñarle positivismo. Sonreí, mirando hacia el lugar de mi entrepierna.
—¡Contesta a la señora!
Se rio y me tiró agua a los ojos. Aún permanecimos juntos hasta que nuestra piel se arrugó como una pasa. De repente, caí en un detalle.
—Perdona que no sea muy romántico, pero no hemos tomado medidas… ¿O sí?
Negó sonriente.
—Para lo que nos queda en el convento…
—¡Pues sí!
Las alarmas que tanto me había esforzado por tapar bajo metros de tierra para que no sonaran volvieron a aflorar con su ruido estridente. Definitivamente aquello no era normal en ella. Pero volví a volcar camiones de arena sobre las alarmas, intentando tranquilizarme.
Me pregunté si alguien de entre las personas que conocía dejaría de darme la lata con el dicho, tan tristemente socorrido para la ocasión. Al próximo que nombrara la palabra convento…
Mi capacidad de sorpresa no se agotaba. Me llevó, después de devolverme mis ropas lavadas —olían a gloria—, a una de las casas más grandes, donde nos esperaban muchísimas personas sentadas en varias mesas rodeando el centro de la sala, donde una mesa especialmente adornada nos esperaba. Yo creía que la celebración especial no era sino una broma, pero aquello era todo un banquete, en una sala grande, sin más ornamento que las paredes desnudas, aunque pintadas de un color vainilla muy alegre. Me recordó a la boda de mis primos Jorge y Sergio, un banquete de lo más fastuoso en un salón imitando un cortijo andaluz.
Yo estaba sentado entre el extraño cabecilla y Julia.
—¿De dónde sacáis todos estos alimentos?
Me miró con orgullo.
—Los criamos y cultivamos nosotros mismos.
Miré mi plato, sorprendido. Una verdura oscura, de hoja ancha, con patatas y carne, un par de enormes huevos fritos con lonchas de tocino. Probé los huevos, deleitándome con su sabor. Miré a Julia.
—No he probado nada tan bueno en mi vida.
Manuel tomó una masa informe de lo que supuse pan, y lo cortó con sus propias manos, desgarrando la miga blanca y carnosa.
—Pruébalos con esto.
Unté aquel pan en los huevos. Un placer de naturaleza distinta al de apenas hacía una hora recorrió de nuevo mi cuerpo.
—Increíble.
—Lo increíble es que no dañamos la naturaleza. Nos ayudamos mutuamente sin explotarnos… Como entre nosotros. Esa es nuestra filosofía —dijo, abriendo los brazos con sus habituales gestos exagerados.
—Admirable —dije, aún con un poco de desconfianza, más para que callara que por verdadera complicidad, aunque me temo que sonó más irónico que otra cosa.
Evidentemente, no había llegado allí con una carta de invitación, como si fuera un banquete de bodas. Por su gesto lo tomó como un cumplido y sonrió complacido. Desprecié su vanidad.
Comí en silencio, degustando aquel maná. Cuando quise hablar, me dirigí descaradamente hacia Julia, dando la espalda al pesado.
—¿Qué es esta verdura? Está buenísima.
—Acelga.
—Y las patatas también saben distinto. Jamás probé patatas sólidas. Sólo puré.
Maldije a Manuel por su eterna intromisión.
—Sí, de hecho, en las ciudades, todas las comidas son la misma. Lo que las diferencia son los toques de aceite esencial que le dan sabor, y los espesantes y acidulantes que le dan textura y acidez.
Me volví de nuevo hacia él. Ya que no podía callarlo, por lo menos satisfaría mi curiosidad.
—He observado que hay muchos niños.
Me miró con ese aire entre divertido e insolente, que comenzaba a irritarme sobremanera.
—Antes de que pusieran un generador auxiliar hasta en las tostadoras del pan, cuando los primeros grandes apagones, la falta de electricidad durante las primeras breves horas hizo más por el aumento de la natalidad que campañas de publicidad de cientos de millones de euros. Hay una proporción directa entre la ausencia de luz eléctrica y el sexo.
—¿No tenéis nada de electricidad?
—Tenemos generadores, pero sólo los usamos cuando no hay otro remedio, para no dañar el entorno tan privilegiado y exclusivo que tenemos.
—¿Por ejemplo?
—Tenemos un quirófano improvisado, un equipo de comunicaciones… ese tipo de cosas. Cuando quiero luz para mi ordenador personal, hay un pequeño generador conectado a una bicicleta que carga la batería.
Pensé en el pueblo de mi amigo prehistórico. Siempre me había preguntado cómo habían subsistido tanto tiempo en una gruta sin luz. Parecía que la explicación era cierta. Sin luz, ni tele ni liga de fútbol, algo tenían que hacer. Pero yo comenzaba a cabrearme ante aquel empacho de moralina.
—Ya, respeto por la naturaleza.
—No es ninguna broma. Aquí no sufrimos apenas los estragos que el tiempo causa en Huesca, Lérida o Zaragoza, que van a durar bien poco, o las ciudades del sur. No hay lluvia ácida, apenas hay terremotos, rara vez graniza y para nada los tamaños de los hielos que tú has visto en el camino. Podemos movernos relativamente tranquilos en un radio de unos veinte kilómetros al norte y cinco al sur. Pero parece que todo esto no te impresiona mucho.
Yo exploté.
—¿Y al séptimo día descansaste? Lo cuentas como si todo fuera obra tuya. Esto no es más que un pequeño milagro causado por las aguas puras del manantial que alimentan la vegetación. Vosotros os aprovecháis de ello mientras os reproducís, hasta que seáis demasiados para vivir de esto. Luego os comportaréis exactamente como los habitantes de las ciudades. No me pareces nada especial, sólo un demagogo populista más, como el mismo alcalde o cualquier político. Te has ganado a esta gente sencilla, pero a mí no me habéis traído aquí por ningún trato empalagoso de mierda con la naturaleza ni el respeto por nada ni nadie. Te recuerdo que me habéis traído bajo amenaza de muerte de Julia y mi padre. —Me interrumpí al ver que todos me miraban, dándome cuenta de que había levantado la voz hasta gritar. Me levanté lentamente, con dignidad, me limpié los labios con la servilleta de lino y salí de allí. Pensé que, afortunadamente, me lo había comido todo. Hubiera sido una pena haber explotado antes de comerme aquellos manjares.
Oí unos pasos tras de mí. Era Julia. Le sonreí con tristeza.
—¿Te he decepcionado?
Me tomó de las manos. Caminamos por el paseo bordeado de árboles. No respondió. ¿Cómo no iba a sentirse decepcionada? No me estaba adaptando a lo que quería de mí, como yo siempre había hecho. Al menos no respondió durante lo que me pareció una eternidad.
—No, yo pensaba igual cuando llegué. Aún fui más violenta. Pero, ahora que lo he visto todo, creo que tienen razón, por encima del exasperante tono de Manuel. Le acaricié la cara.
—Te han lavado el cerebro con el agua caliente del manantial.
Rio de nuevo y me besó.
—Tal vez, pero, viendo esto, no puedes negar que hay una cierta relación entre la vida ermitaña, sin la luz ni productos químicos, y la supervivencia.
La senté en una piedra junto a un abeto, como los árboles de Navidad de las postales.
—Tal vez tengas razón, pero dime: ¿has visto los terremotos?
—No. Los sentí cuando casi estaba aquí, y el efecto llegó muy amortiguado.
—Pues unos pocos más de esos al mismo ritmo y tendencia creciente en poder destructivo, y no habrá más ciudades. La única vida estará aquí. Con suerte, mi padre tal vez llegue a tiempo y, si Andrea tiene dos dedos de frente, se negará a marcharse. Julia frunció el ceño al oír el nombre de Andrea. Yo sonreí, ignorando el gesto.
—A mi padre le encantarían esos huevos fritos. Pero piensa que esto no estará siempre aislado, y los terremotos, tarde o temprano, llegarán aquí. No vamos a mejor, cariño, sino a peor.
—El mundo…
—El mundo se acaba, y esto es sólo un pequeño y maravilloso engaño, una tregua, la calma que precede a la gran tempestad.
La mirada de Julia perdió el brillo. Miró hacia el suelo. Alargó la mano y tomó la mía, poniendo en ella una hormiga.
—Tal vez haya esperanza. Tal vez aquí el fenómeno se invierta. Quizá la relación se cumpla aquí, donde realmente respetamos esto. —Pensé viendo la pequeña hormiga corretear desorientada sobre la palma de mi mano, haciéndome cosquillas. La dejé suavemente en el suelo de nuevo, mientras pensaba en mi amigo y su caverna. No podía ser casual.
—Entonces iremos a las cuevas.
—¿Qué?
Reí.
—Perdona. Pensaba en voz alta. Cuando todo se vuelva loco, iremos a las cuevas y nos encerraremos allí, a esperar que todo pase.
—¿No es más seguro esto que una tumba de roca?
—Según un amigo mío, no.
—¿Un amigo tuyo?
—¡Claro! Si tú te fías de este Manuel, yo también puedo tener un amigo con su propia teoría y la fuerza de la experiencia contrastada, no hablando desde su pedestal. —No pude evitar el sarcasmo y noté la irritación de Julia incluso antes de que la primera palabra saliera de sus labios.
—¿De quién hablas? —Su tono fue cambiando al de enfado sin disimulo—. Te estás poniendo imposible. ¿Por qué me reprochas que me lleve bien con ellos? ¿Hubieras preferido encontrarme cubierta de cadenas, maltratada o en un zulo?
La abracé tiernamente y la besé con cariño.
—No quiero discutir contigo. Pero no bromeo. Conozco a alguien que me aconseja que entremos en las cuevas. Va en serio.
—¿Y cómo sabes que existen esas cuevas?
—No lo sé, pero ayer no sabía que este Shangri-La existía, y esta mañana no sabía que existían cuevas con manantiales calientes, y estoy seguro de que, si sobrevivimos, será así y no de otro modo.
—¿Y qué hacemos hasta que venga tu padre?
—Buscar esas cuevas. Los manantiales son un buen augurio. Si existen, las encontraremos y te contaré quién es mi amigo.
Su cara mostró un leve gesto de incredulidad antes de sonreír. Me dejaría hacer, probablemente porque no había mucho más que hacer. Pero yo notaba que me daba la razón como a un loco o a un niño pesado. Aquella noche, a pesar del cansancio, me costó horas conciliar el sueño.
Para evitar pensar en mi familia, me concentré en mis estudios y busqué otros que me mantuvieran ocupado. Fue en ese momento cuando decidí aprender idiomas. No me aportaría mucho, puesto que ya nadie los usaba. Había traductores informatizados que te hablaban en tiempo real, con la voz que tú escogieras. Incluso la voz de tu interlocutor, si así lo querías. Era inútil, pero resultaba condenadamente terapéutico. Me olvidaba de todo estudiando francés e inglés, incluso alemán.
Y, extrañamente, descubrí que se me daba excepcionalmente bien. Lo aprendía casi por instinto y, cuando escuchaba las palabras, enseguida cobraban sentido en mi cabeza. Utilicé viejos manuales, que se servían de conversaciones grabadas, frases que debía repetir, y pruebas cada vez más complicadas, que resolvía sin esfuerzo.
«¡Qué tremenda ironía que por fin descubriera que las expectativas de mis padres podrían cumplirse para algo tan estéril!».
Un día decidí probarme y solicité una conversación con un amigo inglés de un chat. Al principio se negó, pero, cuando se hizo su imagen en mi pantalla y comencé a hablarle en su idioma sin traductor, se echó a reír como un loco.
—¿Tan mal lo hago? —pregunté.
—¿Mal? ¡Lo haces genial!
Unos meses más tarde, recibí la llamada de un empresario. Me ofrecían un trabajo muy bien pagado, pero debía vivir en Madrid. Les contesté que de momento no pero que en no mucho tiempo sí me mudaría, cuando mi madre terminase de apagarse como una vela. Mientras tanto, debía continuar con mis obligaciones con ella.
Comprendió y permitió que me formase por videoconferencia y me proporcionaron material de estudio. Así que comencé a aprender medios de pago, incoterms, publicidad y marketing internacional. A la vez que mi cuenta corriente se hinchaba, cobrando mucho más de lo que mi padre ganó nunca como policía, con las comisiones de los primeros negocios.
Lo primero que hice fue comprarme un pequeño piso en Zaragoza. Necesitaba intimidad, y en mi casa parecía un extraño.