POL
SUEÑO
Mi amigo parecía ser otro. Controlaba lo que fuera que llevaba a cabo. Llevaba la iniciativa. Parecía que sabía lo que quería y cómo quería hacerlo.
Yo me alegraba mucho, pues resultaba muy difícil sobreponerse a un cielo y un mundo tan ruin y a la falta de cualquier futuro para, encima, tomar las riendas de un problema tan grave como un secuestro, luchando contra gentes que parecían tener el poder de la magia.
Deseaba de corazón que se sobrepusiera y lograra rescatar a su mujer, para luego buscar una forma de sobrevivir al inminente desastre. Pero, hasta que no tuviera a su mujer consigo, no pensaría en otra cosa, así que no podía ayudarlo. Y, en los breves momentos en que nos podíamos comunicar de algún modo, no comprendía mis gestos. Debía buscar una cueva grande, con aguas calientes. Una cueva que le permitiera encender un fuego y que soportara grandes tensiones de la tierra, como evidentemente iba a suceder.
Eso era mucho más importante que la chica en sí, pero no podía reprocharle que la buscara, porque yo mismo hubiera hecho lo mismo. Lo que estaba en juego era algo más que un secuestro, una mujer o un hombre, si mis peores augurios se hacían ciertos. Y parecía evidente, puesto que no era ninguna sensación, sino síntomas descritos desde la experiencia y escritos en la memoria de un pueblo hacía ya algunas generaciones, que ni siquiera habíamos tenido tiempo de suavizar, sino que, encima, se habían perpetuado en el alma colectiva del pueblo de la cueva a través del fanatismo y la sinrazón.
Al fin me sentía bien por poder ofrecer algo a mi amigo. Mi propia experiencia. El saber (aunque manipulado) de los ancianos. A pesar de mi tosquedad, de mi falta de inteligencia, de mi incapacidad y de mi absoluta indefensión.
Si lograba hacerle comprender que la única posibilidad, aunque poco razonable a priori, de sobrevivir era encerrarse en una cueva y postrarse a rezar para que aguantara los embates, me sentiría liberado de una carga.
Comprendí que el propósito del sueño era ese, sin duda. Y di gracias al dios que abrió la comunicación entre nosotros, aunque no era un hecho limitado a dos personas. Lo que estaba en juego, en definitiva, era el futuro de la raza humana. Si alguien no hacía algo por sobrevivir, todos morirían sin excepción. Los más en las ratoneras que eran aquellas cajas inmensas, y los que saliesen al exterior tampoco lograrían escapar a los movimientos de tierra, las lágrimas de los dioses que les comerían las carnes, o simplemente la falta de un aire puro que respirar. En lo más profundo de una cueva, si tenían la oportunidad de entrar lo bastante profundo para vivir del aire limpio acumulado en cámaras de miles de años de antigüedad, si tenían la suerte de que la cavidad de roca aguantase, había alguna posibilidad de que tal vez ellos o sus hijos lograsen ver la luz de un nuevo día, si la tierra purgaba su enfermedad acabando con su causa y con los que la causaban, para volver a renacer sin nada que impidiese a las plantas crecer y a los animales vivir.
Pero esta purga llevaría varios años y ni yo mismo sabía si la naturaleza concedería esta nueva oportunidad al hombre, como la concedió a mis abuelos, y que yo mismo vivía. Tal vez el mundo estuviese demasiado podrido para renacer y agonizase. Habría una lucha solitaria y quizá se rendiría a la completa destrucción.
La podredumbre era mucha, como había visto, y tal vez la tierra no pudiese digerirla como una comida intoxicada que un estómago mantiene en su interior. O la vomita y la expulsa violentamente, o la asimila muy despacio y con mucho dolor hasta que tras varios días, se vuelve a asentar y permite volver a comer.
Pero mi amigo no podía dejar de intentarlo, pues tenía la sensación de que sólo él era consciente de lo que iba a ocurrir. El resto de los hombres y mujeres no hacían sino ignorar el problema y esconderse a cubierto en sus, cada segundo más frágiles, cajas, como alguien que se esconde de una tormenta con la seguridad de que a la mañana siguiente habrá escampado, sin saber que la tormenta será el fin.
No podía dejar de comprenderlo. Yo también me hubiera jugado la vida para llevar conmigo a mi mujer y, de hecho, de pronto comprendí que era exactamente lo que estaba haciendo.
Tal vez se debiera a la necesidad primigenia de procrear, de vivir a través de tus hijos, tanto en mi caso, donde, fuera de la cueva, había un inmenso vacío en el que no tenía la seguridad de que hubiera más asentamientos humanos, como en el caso de mi amigo, donde, si encontraban un refugio que los mantuviese con vida, deberían tener hijos que asegurasen la continuidad de la especie en un momento tan delicado para la humanidad. Sacudí la cabeza.
O tal vez lo estuviera complicando todo, y las cosas fueran más sencillas y, en ambos casos, lo que moviera los dos mundos fuera lisa y llanamente… el amor.
VIGILIA
Me levanté con un sabor agridulce, en parte triste y asqueado del sueño, por la sensación fatalista de que era extremadamente difícil que el mundo sobreviviera. También me dolía mucho tener que dar en parte la razón a los ancianos en el sentido de que sus profecías y sus cánticos monótonos eran ciertos y, aunque en ningún caso ellos ni sus hijos, ni sus nietos, ni los de estos, ni muchísimas generaciones más adelante, iban a conocerlo, porque la diferencia de una humanidad con otra no parecía barrera a llenar en una o dos generaciones, era tan verdad como que yo jamás contaría este sueño a ninguno de ellos para eliminar la más mínima posibilidad de hacer que alguno de ellos saliera de la cueva y descubriera un cielo azul tan hermoso.
La naturaleza nos daba aquella nueva oportunidad con alegría, para gozar de ella, con la responsabilidad de no volver a estropearla, puesto que quizá otra mala digestión dañara el estómago del mundo y lo debilitara, pero en ningún caso el más oscuro de los dioses nos había salvado para tenernos escondidos en lo más profundo de una cueva insana.
Pero jamás daría a los ancianos la oportunidad de legitimar su vida eterna dentro de la cueva.
En parte también estaba feliz de saber que tenía una oportunidad y había hecho bien el trabajo que me había puesto como meta. Sabía qué agujero era el bueno.
Tras convencer a los hombres de que debía trabajar de plano en el huerto y arengarles una vez más para guardar silencio ante los ancianos sobre mis ausencias, me llevé mis herramientas ocultas y cavé una buena zanja que llevara directamente al agujero. No un pequeño surco, como había hecho para probar su funcionalidad, sino un verdadero cauce.
Luego, en el riachuelo, preparé una presa al estilo de aquellas que construían los castores, exageradamente reforzada, pues sostendría muchísimo empuje. Dejé una pequeña abertura para que, de momento, el río siguiera su curso natural y poder alterarlo en el último instante, y continué cavando la zanja justo hasta un par de brazos antes de la presa. Un poco de trabajo bastaría para desviar el cauce. Pero eso no era suficiente para hacer salir a todo el mundo de la cueva.
Busqué una piedra tan grande como yo mismo, que casi me deslomé para moverla, haciéndola rodar, hasta justo al lado del curso del agua y la zanja. En el momento justo haría caer la piedra en el río y sería el elemento clave que contendría el agua, además del resto de la presa que ya había preparado, y cambiaría el empuje y la dirección del curso hacia la zanja, que esperaba a un brazo de distancia. Entonces sí que se llevaría una enorme cantidad de agua al agujero, y sería suficiente para hacer salir a todos los habitantes de la cueva como alma que lleva el diablo.
Reí con ganas al imaginarlo.
Cuanto mayor fuera el caos y la destrucción, mayor sería la posibilidad de guiar a todo el mundo hacia el exterior, y en especial, sin armar mucho jaleo, encontrar a su mujer y a su hijo y sacarlos lo más anónimamente posible, lo cual, entre la confusión, no parecía demasiado complicado.
Una vez logrado esto, ya tenía preparados un par de vivaques con armas, ropas, comida y otros enseres y herramientas que les ayudarían a huir y subsistir, al menos ellos tres. Pero aún no era el momento.
Volví junto a los hombres tras darme un baño. No quería que me vieran sudoroso y fatigado, y se preguntasen qué había estado haciendo, o pudieran preguntárselo después de que todo ocurriera, si aún no me había dado tiempo a escapar.
Mi mujer me recibió sonriente entre las pieles, o eso supuse yo, pues sólo veía su sonrisa a través de mis dedos cuando recorrían su cara. Si no fuera por el conocimiento mutuo de nuestros cuerpos, de nuestra voz y de nuestros olores, podría haberme acostado con la mujer de otro.
PETER
SUEÑO
Parecía estar viendo de nuevo una de aquellas películas de cine de culto, tan raras como imprevisibles. Y ahí estaba yo intentando descifrarla, para saber de qué manera podría ayudar a mi amigo, al que veía trabajar con esa fuerza hercúlea, cavando zanjas, y moviendo una piedra tan grande que en verdad me asusté de su fuerza. La próxima vez que me diera la mano, tendría mucho cuidado de que no me la rompiera, aun con la mejor de las intenciones.
Tardé bastante en comprender su propósito. Quería cambiar el curso de un río. Llevar el agua a uno de aquellos agujeros, que supuse se comunicaban con la cueva, por el humo que soltaban. Al principio no comprendía con qué fin, hasta que le vi volver junto con sus hombres y su expresión cambió ante sus caras torcidas por el gesto hosco y malhumorado.
Evidentemente intentaba parecer concentrado en su trabajo normal, y a sus espaldas estaba preparando aquello. Pero no comprendía para qué querría llenar la cueva de agua. Muchos se ahogarían y el caos haría que todos se volviesen locos, tropezasen unos con otros e incluso hubiese avalanchas hacia algún sitio seguro… De pronto comprendí.
¡Quería hacerles salir de la cueva!
Le vi acostarse con su mujer a oscuras, feliz de volver con ella, y poseerla a pocos metros de sus vecinos, que ignoraban el ruido evidente de sus gemidos. En ese momento lo vi claro. Quería llevársela fuera. Mostrarle el mundo exterior y su maravilloso cielo azul, que probablemente jamás hubiese visto. Los hombres que le esperaban fuera de la cueva debían de ser soldados que le debían custodiar para que no escapase, evidentemente tan asustados que no se atrevían a salir apenas los pocos metros que separaban la boca de la cueva del huerto, y que hacían la vista gorda cuando mi amigo se iba casi todo el día, sin temor de que huyese.
Porque sabían que le esperaba una mujer que le amaba y a la que no dejaría sola. Por eso quería sacarla de allí y tenía que hacer algo que se lo permitiese.
La clarividencia me produjo una gran satisfacción. Yo veía la cueva como si se tratase de un plató de cine, como si flotase por encima y a través de ella, y podría sin duda aconsejarle si estuviese en mi mano.
Qué ironía. Su situación era tan encantadora como contraria a la que yo mismo vivía. Quería secuestrar a su mujer para enseñarle un cielo azul que no le habían permitido ver jamás. ¡Qué cruel error!
Y yo, mientras tanto, quería rescatar a mi mujer para tener la ínfima probabilidad de esconderme en alguna cueva como la que veía en ese mismo instante para tener una oscuridad absoluta que podría durar quizá años. Pero no lo haría sin Julia, porque mi supervivencia era estúpida si no estaba ella.
Me conmovía hasta lo más hondo, cuando veía que ella lo olisqueaba para reconocer los aromas del exterior, entre caricias de una ternura sin límites, y una pasión sobrecogedora. Él la recorría con sus manos como un ciego toca delicadamente la cara de la persona que quiere reconocer, aferrándose a la poca intimidad que tenían, rebelándose ante las condiciones y riendo ante la reacción de los cuerpos que los rodeaban, que se debatían entre el afán de evitarlos y la lujuria que despertaba su amor tan poco ortodoxo.
VIGILIA
Los días que pasaron fueron tediosamente duros. Apenas avanzábamos unos kilómetros al día. Soportamos tres terremotos de gran intensidad que, en uno de ellos, hube de dar de bofetadas a la pobre Andrea para hacerla reaccionar y luchar contra el pánico que la atenazaba, y un par de tormentas de granizo, aunque no tan duras como la que viví con mi padre antes de llegar a Huesca.
Tenía la sensación de vivir en una especie de tablero de juegos de pin-ball en el que estábamos a merced de las bolas que chocasen con nosotros en forma de rocas, grietas, terremotos, etc., y de la propia suerte, en forma de rayos.
Siempre que una tormenta escampaba, daba gracias a Dios, pues, en cualquier momento, uno de aquellos violentísimos y frecuentes rayos podía matarnos en menos tiempo de lo que tardamos en suspirar. Uno de ellos cayó frente a unas ruinas. Desde entonces dormíamos lejos de la furgoneta, atentos a la menor señal de lluvia, tormenta o terremoto para correr a su interior y rezar que su blindaje eléctrico y la toma de tierra funcionasen aunque, viendo aquellos rayos, no lo creíamos en absoluto, por lo que pasábamos el mayor tiempo posible fuera de ella.
Los días no daban un segundo para pensar, salvo los primeros instantes de la mañana tras los sueños en los que veía a mi amigo trabajar y trabajar. No tuve oportunidad de hablar con él, aunque no tenía ningún consejo que darle, puesto que su plan era muy bueno y no había mucho que añadir, pero las noches eran exclusivamente suyas, y el sueño era cada vez menos reparador cada noche y sí agotador. Dormía, pero no descansaba, y tenía la extraña paranoia de que mi amigo me restaba fuerzas, empleándolas en la increíble empresa de mover un río.
Lo peor era tener que parar y volver atrás continuamente, anotando el camino en las coordenadas del GPS (cuando funcionaba) todo el tiempo, pues tanto mi padre como yo volveríamos a hacer aquel trayecto y, una vez hecho la primera vez, si aquel trasto funcionaba, sería fácil recorrer el sendero correcto. Pero apenas podíamos usar el firme de la vieja carretera unos pocos minutos. De repente, un enorme y profundo socavón nos hacía volver hasta él último punto de lectura y tenía que volver a plantearme otra alternativa o seguir hacia atrás. Curiosamente, nos resultó más útil el trazado de la vieja carretera original, mucho más estrecha, sinuosa y pegada a la roca o al abismo, de cuando las carreteras se hacían artesanalmente y los ingenieros se especializaban en eso. Muchos años más tarde, la autovía de cuatro carriles no era sino un eterno puente de hormigón, que los fenómenos sísmicos habían roto por infinidad de sitios, como una fila de fichas de dominó.
Andrea se reveló como una gran conversadora. No estaba tan formada como yo en cultura antigua, ni en arte, ni en nada, pero tenía una gran intuición y una inteligencia creativa que suplía sus carencias de un modo encantador. Tras el shock del primer desengaño, no tardó mucho en hacerse a su nueva situación y todo cambió. Pasó de ser una enemiga a una aliada, y se esforzaba en hacerme el camino más llano, sobre todo porque yo no lo veía, pero me estaba empezando a comportar como un auténtico cabrón. No hablaba, ni la miraba. Me fui metiendo en mi interior, ensimismándome en mis pensamientos, dialogando conmigo mismo sin prestarle atención. Entonces no lo veía, pero la pobre Andrea sufría muchísimo, pues pasó por todo lo que yo había pasado pero condensado en unos pocos días. De la seguridad de una vida estable en un medio difícil, a la seguridad del fin del mundo inminente. Y yo, callado como una tumba. Merecía que me abofeteasen, pero ella no lo hizo. Soportó estoicamente mi mal humor y devolvió sonrisas a mi indiferencia, caricias a mi aislamiento, miradas dulces a mi mal humor y conversación paciente a mi silencio, aunque yo ni siquiera la escuchaba.
Un día, en el que yo me encontraba mucho más alicaído que de costumbre, ella me sonrió y dijo:
—Estoy un poco estresada. Creo que, cuando todo esto acabe, me voy a tomar unas vacaciones.
Yo, al principio, la miré con gesto hosco, pero ella insistió con paciencia.
—Estoy pensando en la Riviera Maya. ¿Qué opinas?
Me volví con furia para contestarle que no se enteraba, que cualquier antiguo paraíso había sido exterminado hacía muchísimos años, y que el sitio más amigable que quedaba en este universo era la cápsula de sueño donde por unas horas podía olvidarme de este puñetero mundo y su lamentable cielo teñido de mierda. Iba a gritarle todo aquello, sin piedad ni remordimientos…
Pero, cuando vi sus ojos, me quedé mudo.
Encontré una enorme belleza en sus ojos, en la desesperación que los llenaba, y el esfuerzo que hacían por animarme y, por un momento, en aquellos ojos encontré el paraíso que ella buscaba, y me sentí lo más cerca de la felicidad que un hombre puede estar en una situación como aquella. La miré sin hablar.
Mi furia se diluyó como los polvos de color de mi amigo en el riachuelo y, poco a poco, una corriente positiva dio calor a mi cuerpo, me conmovió hasta lo más hondo. Tuve que frenarme para no dejar el volante y abrazarla con fuerza y besarla. Me di cuenta del regalo que me había hecho. Fui consciente de que estaba cayendo en la depresión y que, en aquel estado, resultaba extremadamente difícil sacarme.
Y recordé a Julia. Ella me había sacado de una usando su mal humor y su ácida ironía. No sé por qué, pero aquello había funcionado conmigo, cuando nada más lo había hecho. Simplemente me hizo pensar que ya valía de autocompasión, y de algún modo me llamó la atención sobre mi propia situación, lo que hizo que la escuchara, que con total humildad aceptara sus reproches y concluyera que ella tenía razón, tal y como mi padre había hecho en el viaje hacia Huesca. En eso, tenían mucho en común. Pero jamás hubiera pensado que existiera una manera tan dulce de sacarme de aquel profundo agujero, con tanta paciencia… ¿Tanto amor?
El caso es que mi mente pareció despertar. Había estado conduciendo sin pensar, como una meta autoimpuesta, pero sólo en aquel momento aprecié que había un paisaje fuera del coche, algo que, con un poco de positivismo, podría ser considerado, hasta hermoso.
Fue un instante mágico. La miré con lágrimas en mis ojos. Ella sonrió, dándose cuenta de que me había recuperado, y felicitándose por ello. Yo me esforcé por hablar con una voz algo digna.
—Sí. Tal vez te acompañe. Me encantaría nadar en un cenote, o visitar las ruinas de Chichen Itzá, tomar el sol en una playa a la sombra de altas palmeras y saborear un daiquiri.
Ella sonrió.
—O tal vez podríamos ir a Bali. —Yo continué hablando por hablar, saboreando cada palabra, sin dejar de mirar sus ojos. Ni me di cuenta de que había detenido el coche.
—Sí. Me encanta la comida oriental, y me gustaría ver una de esas extrañas danzas, en sus casas llenas de altares a una multitud de dioses. O te llevaría a conocer Bangkok, los viejos templos de las antiguas capitales, en pueblos donde se adoran a monos o ratas, serpientes o murciélagos, e iríamos a la bahía de Krabi a visitar sus farallones de piedra que surgen del mar, cubiertos de vegetación en cada centímetro de su superficie vertical, y poblados por multitud de animales, o te llevaría a…
No me dejó continuar. Me abrazó con fuerza, apretándose contra mí, sin palabras. Pude sentir su alivio como la playa siente las olas del mar, y mis lágrimas silenciosas mojaron su hombro.
—Gracias.
—Gracias a ti por volver.
Tardamos dos días en hacer los pocos kilómetros que nos separaban del viejo pantano de Arguís, que abastecía de agua a Huesca y cuyo muro de contención los terremotos habían reducido a menos de la mitad, y otro día en llegar a la vieja boca de los túneles que comenzaban el puerto, en donde pasamos la noche y mal dormí viendo a mi amigo trabajar. Me levantaba agotado, como si me robaran las fuerzas.
Lo peor fue cruzar la montaña. Un verdadero ejercicio de paciencia. De hecho, temía terminar con el combustible, así que la mayoría de las veces exploraba el terreno a pie, buscando la mejor ruta durante unos minutos, y preparando el camino para las dificultades, sin alejarme demasiado para que no me sorprendiera alguna tormenta, hasta que sabía la ruta que íbamos a tomar durante al menos algunos kilómetros. Sólo entonces arrancaba el motor y recorría el trecho de los pocos metros conocidos, en cuyo término volvía a apagar el motor y comenzaba de nuevo.
Pero había algo diferente en aquello. El suelo comenzaba a alfombrarse de un mantillo verdoso, regado por la humedad de las nieblas matutinas. Al principio creí que era un espejismo, una ilusión mía, pero, a medida que nos internábamos en aquel oasis, comprendíamos que era real. Nos miramos sin hablar. No lo podíamos creer. ¿Qué era aquello? Casi nos dio la risa. Supongo que los dos pensamos lo mismo en aquel momento. Tanto tiempo oyendo hablar de falsos brotes verdes que, cuando de verdad vimos aquello, pensamos que era una broma, tal vez pintura o césped artificial. Pero olía a gloria y era húmedo. Pensé que a mi amigo le encantaría.
Andrea se emocionó tanto que me dio su mano y caminamos durante unos metros, admirando aquel mantillo que nos daba vergüenza pisar.
—¿Crees…?
—No lo sé —dije, negando con la cabeza. No pude hablar más. Los dos lo sabíamos. Me encantaría poder darle algo en qué creer, algo real que le diera una esperanza…, que me la diera a mí mismo, pero aquello era demasiado tímido para ser importante. No se podía concebir como algo que nacía, sino como lo poco que quedaba por morir. Así que no nos dijimos nada y sonreímos, disfrutando de aquel leve regalo que nos hacía el mismo dios que jugaba con nosotros.
Las diferencias de temperatura a lo largo del día eran increíbles. Del maravilloso frescor húmedo de la mañana, el momento en que mejor avanzábamos, al calor intenso y sofocante de un horno húmedo a medio día, por mucho que el gris del cielo tuviese una tonalidad más natural de la que jamás había visto, como si la suciedad se atenuara donde el hombre no llegaba. A media tarde, cuando la luz menguaba, el frío hacía aparición en un contraste tan rápido que hacía tiritar, y de noche era tan intenso que literalmente dormíamos abrazados.
El paisaje resultaba un poco menos aterrador que aquel que habíamos dejado atrás, de colinas ocres horadadas por la erosión, hasta crear formas fantasmagóricas. El nuevo paisaje era más colorido. De hecho, jamás había visto otro color que el de la tierra grisácea y metálica, que no fuera algún reflejo del brillo del sol a través de las espesas nubes.
Resultaba evocador salir de la furgoneta para descubrir un mundo nuevo y misterioso de húmeda neblina que, al disiparse, dejaba ver una alfombra verde, de escasa altura, pero que bastaba para agarrar y contener la tierra en su sitio con sus pequeñas pero fuertes raíces, contra la erosión y los movimientos de tierras secas, y de esa manera se mantenían las formas redondeadas en lugar de las esquinas y aristas de la tierra desértica. Colinas, formas verdes, naturales y, en general, un bello paisaje prometedor, como si Dios diera una pequeña tregua.
Se me ocurrió que era como salir del salvaje Oeste y entrar en un documental sobre naturaleza. «Siempre pensando en cine. ¡Qué patético!».
Aquello era un milagro vivo. Como una resistencia firme y serena, aunque pasiva, ante la eterna desertización. Descubrir plantas no criadas en invernadero bajo luz y condiciones artificiales era como una pequeña posibilidad, lo que ambos entendimos como algo exclusivo pues, si eso llegaba a conocerse, en muy poco tiempo, aquellos recursos y aquella frágil belleza quedarían agotados.
El debate estaba servido: ¿era aquello una débil resistencia que pronto sería sofocada por la desertización y la falta del alimento más básico, o era que la vida comenzaba a hacerse fuerte y crecer entre las arenas y la tierra yerma?
Evidentemente, quería creer en lo segundo, pero sí tenía claro que había que dejar que la naturaleza luchara y quemara sus últimos cartuchos y, en todo caso, había que dejar que el milagro verde siguiera su propio curso, sin actuar en él de ninguna manera, salvo ayudándolo.
Había algo en lo que basar mi optimismo artificial, que logré contagiar a Andrea, que se reveló como una mujer ingeniosa, inteligente, activa y trabajadora, con la que resultaba fácil congeniar, una vez que se quitó la máscara de actriz que lució la noche en que la conocí. En realidad no creo que hubiera cambiado ella, sino yo, pues, sin darme cuenta, me había encerrado en mí mismo hasta un pozo negro de paredes viscosas y oscuras, como la gruta de mi amigo, de donde no hubiera podido salir.
Me quedé clavado mientras caminábamos.
—¿Qué pasa? —dijo Andrea, sorprendida al ver mi cara de susto.
—¿Has oído hablar del mito de la caverna de Platón?
—No. —Rio—. Pero, aunque suene a rollo, quiero que me lo expliques. Últimamente no estás muy hablador.
Yo reí.
—Touché.
—¿Qué?
Su cara de sorpresa era deliciosa. Cada día me gustaba más.
—Que tienes razón. Te la contaré, pero luego no digas que soy raro o estoy loco. Platón, un filósofo de la antigua Grecia, imaginó un curioso escenario. Una cueva donde hay prisioneros atados desde su niñez por la cabeza y piernas, de modo que no pueden girar la cabeza. Están situados de espaldas a la boca de la cueva y detrás de ellos hay un muro con un pasillo y, más lejos, una hoguera, así que ven proyectadas las sombras de los hombres. Sombras que toman por cosas ciertas, por su verdad más absoluta. Pues bien, imagina que uno de los hombres es obligado a volver la cabeza hacia la entrada de la cueva. Comprendería que las cosas que tomaba por ciertas eran los hombres que pasaban. Su verdad cambiaría y comprendería que todos estaban en un error. Dime, ¿crees que lo creerían sus antiguos vecinos?
—No.
—Así es. Y ahora imagina que lo obligan a salir fuera de la cueva, y descubre por primera vez los árboles, las rocas, el agua y la lluvia, a los que Platón identifica con el mundo inteligible, o mundo de las ideas.
—Comprendo.
—Y levanta la vista y descubre el sol.
—Que simboliza…
—El bien. E imagina que el buen hombre vuelve para intentar convencer a los demás de que salgan…
—¡Lo matarán!
La tomé de los brazos, admirando su inteligencia.
—¡Así es! Alegarán que su visión está quemada.
Andrea sonrió.
—Y me cuentas esto porque hay algún tipo de semejanza con nuestra situación y hay que mirar hacia Dios o algo así…
Mi carcajada la sorprendió aunque, en vez de enfadarse, unió su sonrisa a ella, lo que me encantó.
—¡No, qué va! Perdona que me ría. No es algo tan profundo, sino mucho más mundano, aunque seguro que piensas en hacerme una lobotomía con los cables del coche.
—Intenta a ver…
—Porque tengo un amigo que está en la misma situación y hasta ahora no había caído en que va a ocurrirle precisamente esto. Y me preocupa mucho.
—Estás muy unido a él.
—Ni te imaginas.
—¿Y por qué no le llamas para que se una a nosotros?
Acaricié su cara.
—Porque ya no está en esta dimensión. Nunca lo ha estado. —Pensé que, si no cambiaba de tema, me iba a meter en un buen lío—. ¿Sabes? Lo que de verdad pretendía expresar Platón es cómo estaría el hombre sin la educación.
—Como un preso que sólo ve sombras.
—Así es, y pretendía demostrar que no puedes pretender contar a los hombres cómo era la luz sin que la hayan visto. Y eso fue lo que hizo otro sabio, su más famoso enemigo, Sócrates, al que mataron. Pretendía hacer saber a los hombres su verdad, en vez de hacerles razonar por ellos mismos.
—Y tu amigo pretende expresar su verdad.
—Así es. Él ha salido de la cueva y quiere enseñarla a los demás, pero no lo van a escuchar, pues son vehementes y fanáticos. Y tienen miedo de la luz.
—¿Y no puedes ayudarle?
—Tan sólo puedo comunicarme con él, pero no sé si me entiende. Es muy extraño. Ya te lo explicaré.
Andrea me miró fijamente.
—Sea lo que sea, creo que no confías en mí, hablando con metáforas. Pareces el que va al médico a contarle que un amigo suyo tiene impotencia.
Yo reí de nuevo.
—Te equivocas. No son parábolas como las de Cristo, sino algo tan real que no lo creerías. En su momento te lo contaré. Serás la primera en saberlo. Pero creo que hoy no es el momento.
Me arrepentí de la manera en que lo dije. Hubo una ligera sombra de duda, de desconfianza, que no podía permitir, así que, de repente, la atraje hacia mí y la abracé con fuerza, y la besé en la mejilla.
—No hay persona en quien confíe más que en ti. No es nada de lo que te está pasando por la cabeza… Y no soy impotente.
Ella sonrió.
Al ir conociéndola, mi admiración por ella creció. No volvió a insinuarse y me cuidaba como a un hermano.
Pensaba mucho en ella en nuestros constantes silencios. No era fácil crecer en un mundo tan cerrado como el de la mafia, o como lo llamaran (me parecía una hipocresía mayúscula la denominación de empresa). Hacía decenios que las mujeres habían llegado a la cúspide de su posición social, incluso superando al hombre en puestos de responsabilidad, pues tenían mejor capacidad de análisis y eran menos susceptibles a la corrupción, pero con las crisis y la degeneración física de las ciudades, a medida que el tiempo se extremaba, volvieron a perder puestos en los escalafones. No me imaginaba cuánto habían caído en una sociedad tan tradicionalmente machista como la mafia.
Ella terminó también por cogerme cariño o así lo esperaba yo. No pensaba que aún estuviese actuando, aun cuando no descartaba del todo aquella posibilidad. Lo noté cuando dejó de tratarme como un amigo forzado o alguien a quien se aguanta sin otro remedio, y comenzó a tratarme como a un familiar cercano.
Y no es que dejara de pensar en el sexo, pues no resultaba fácil con una mujer así al lado, pero recordaba a Julia y la difícil posición en la que se encontraría, y al momento me sentía culpable y las imágenes eróticas que comenzaban a formarse se disipaban, lo cual agradecía pues, con la poca intimidad de que disponíamos, hubiera sido un tanto embarazoso.
La mente tiende a magnificar las situaciones desde una visión pesimista, y aquello contenía mi sexualidad. Ni siquiera me masturbaba por miedo a que me pillase Andrea y tuviera que aguantar su sonrisa burlona y tal vez se ofreciera de nuevo, por mucho que por la noche yo debiera disimular mis corrientes erecciones nocturnas. No quería que pensara que era por ella, a pesar de que resultaba difícil disimular cuando dormíamos abrazados por el frío.
Recordaba un célebre dicho oriental: «Deja el sexo un mes, y él te dejará a ti tres». Algo así me estaba pasando. Y me hacía sentir bien el hecho de pensar que me estaba guardando para mi doncella, como un caballero quijote que aguarda a su dulce Dulcinea, por mucho que mi imagen de Andrea cambiara día a día a mejor. Le estaba tomando tanto cariño que evitaba pensar cuál era mejor de las dos.
El sentimiento de fidelidad era muy potente en mí, aun cuando con Julia jamás me llevé tan bien como con Andrea, que comprendía cada palabra mía, cada gesto, sin esforzarse en hacerlo o dejarme por imposible.
Sabía de sobra lo que me esperaba con Julia y, sin embargo, quería volver con ella, porque era lo correcto. En aquel mundo podrido de secuestros, padres desnaturalizados, intereses extraños y, sobre todo, aquel maldito cielo, sentía la necesidad de hacer algo bien, de comportarme con unos valores que ya se habían perdido, incluso aunque fuera demasiado tarde para que tales valores cambiaran nada, pero era una cuestión de conciencia. De dormir tranquilo.
Pero sabía, en el fondo de mí, en un lugar donde las verdades se mantienen ocultas, cerradas con llave para que no interfieran con lo correcto, que me estaba enamorando de Andrea.
Llegar a la cima de la montaña de la primera gran serranía antes de los Pirineos, separados de nosotros por el valle natural que había sido llamado La Canal de Berdún, tras coronar el puerto de Monrepós o, al menos, lo que antes había sido llamado así, ya que la forma de la montaña había cambiado, fue una auténtica liberación. Y descubrir el perfil de las montañas al atardecer, un precioso regalo.
Se veían varias filas de montañas entre una ligera bruma, que iban cambiando de color con la luz del atardecer y, por primera vez en mi vida, dejé de percibir aquel eterno tono gris plomizo artificial, y en su lugar apareció un color más natural, rojizo aún pero con tonos anaranjados y rosados que jamás había visto, por la luz solar que lograba filtrarse a través de las nubes grises, tal vez no tan contaminadas y espesas como las de los valles y las ciudades. Resultaba conmovedor y los dos nos emocionamos profundamente.
Pero la bajada podía resultar infinitamente más peligrosa que la subida, pues el coche era mucho más difícil de controlar, y en más de una ocasión estuvimos a punto de caer por los barrancos que se abrían hacia las montañas.
Sin embargo, y por suerte, la vertiente umbría del puerto era más suave que la solana por la que habíamos subido, y también se notaba en la vegetación. La alfombra verde era más tupida, e incluso se veía algún matorral que sobresalía del mantillo.
Descendíamos a un pequeño valle, antes de adentrarnos en el paso que nos llevaría en continuas subidas y bajadas.
Llevábamos más de una semana de viaje y comenzaba a temer seriamente por la cantidad de combustible, aunque aún nos quedaban víveres. Cuando funcionaba el GPS, apenas unos minutos al día, decía que quedaban unos veinticinco kilómetros y no eran de los peores en orografía, pero nuestro ritmo se ralentizaba.
Al día siguiente llegamos a lo que había sido el pueblo de Sabiñánigo, que fue totalmente destruido por un terremoto, ya hacía muchos años. Por la cercanía con Jaca, apenas dieciocho kilómetros, tuvimos cuidado de no hacer nuestra presencia más notoria de lo necesario. Preparamos nuestro descanso nocturno entre las ruinas de una vieja central eléctrica, bajo un aguacero, que, si bien nos hizo pasar una noche de perros, no era mala noticia para las ciudades, pues llevaría agua, aunque no sabíamos si los cauces se habían alterado ya.
Mi madre pronto empeoró. Incluso comenzaron a administrarle los santos sacramentos. Yo, una vez, perdí los estribos y agarré del cuello a un médico que, delante de ella, sentenció con altivez que no pasaría de aquella noche. Me pareció tan inhumano que me abalancé sobre él y tan sólo lograron arrancarme de su cuello entre tres robustos celadores. Fue necesaria toda la influencia de mi padre para evitar que fuera a la cárcel.
Pero ella aguantó. ¡Vaya si lo hizo! Era una mujer fuerte y luchadora como he conocido a muy pocos humanos.
No hablaba con nadie de lo mucho que me quemaba aquella situación. Ni con mi familia, pues pensaba que cada uno cargaba con su cruz y no era cosa de hacerla más pesada con mis quejas, ni con nadie más. Empecé a ahogar mi pena silenciosa en alcohol. Salía muchas noches con amigos: de los buenos y de los que deberían llevar puesto un cartel de «No se acerquen». Volcaba toda mi rabia en la bebida por la noche y, cuando podía, en el ejercicio físico salvaje por el día. Mi cuerpo cambió completamente, desarrollándose casi en el extremo, lo que me dio una confianza en mí mismo que no había tenido hasta entonces. Confianza que mis amigos me hicieron malinterpretar. Alguna mañana llegué a casa con la cara sembrada de moretones, o los nudillos magullados por peleas continuas, pero no me importaba mucho. Era el precio que debía pagar y lo aceptaba.
Una noche, encontré a una chica de mirada perdida frente a su copa, exactamente como yo mismo y, sin decir nada, vino hacia mí repentinamente, tan resuelta que la primera impresión fue que iba a abofetearme, quizá por haberla mirado… y de pronto me besó. Me tomó de la mano e hizo que la siguiera hasta su piso, donde me hizo el amor de la manera más salvaje e impersonal que dos animales pueden experimentar. Comprendí que necesitaba el desahogo tanto como yo.
Sin decir una sola palabra, tras ducharme, le sonreí, despidiéndome con la mano y, tras recibir un ligero atisbo de sonrisa, me fui. Ella no quería saber mi nombre ni por qué estaba yo amargado, ni contarme por qué lo estaba ella. Y reconozco que fue terapéutico. Triste pero terapéutico.
Cuanto más se concentraba la población en grandes urbes, más impersonal era el contacto humano. Recordaba aquellas viejas películas de los mil novecientos noventa, en Nueva York, en que ya se comenzaba a atisbar el fenómeno. En una pequeña isla donde se concentraban más de seis millones de personas, resultaba imposible encontrar a un amigo.
Y aquel problema se exacerbó en las ciudades modernas. El miedo era tan palpable que la gente no salía a la calle si no era por una buena razón, y todos los eventos populares eran masificados y extraños; los grupos de amigos eran cerrados, y conocer a alguien nuevo era toda una utopía.
Por eso, desde muy pequeño, cuando comencé a salir con inmigrantes por las calles, tal y como se había jugado durante miles de años, éramos tachados de criminales y, de hecho, mi padre me salvó de más de una, así que no resultaba extraño el hecho de que mis contactos no fueran, lo que se dice, ortodoxos.
No conté a nadie el porqué de mis salidas, aunque eso hizo que me distanciase de mi padre y mi hermano Felipe, pues no veían con buenos ojos que escapase del modo de vida políticamente correcto.
Cumplía mis turnos de hospital a rajatabla, como si fichase en una empresa. Ni un segundo más, ni un segundo menos. Odiaba los hospitales hasta el punto de que mis primeros ataques de ansiedad se desarrollaron en él, una noche en que el aire era tan denso que tuve que escapar corriendo a uno de los aseos y sacar la cabeza por un ventanuco para poder respirar.
Pero cumplía con mi deber. Ponía toda mi atención en mi madre y no me dormía aunque hubiese estado toda la noche fuera. Mi padre siempre decía que, si sabes trasnochar, hay que saber madrugar y trabajar. Me parecía una máxima honesta y la cumplía.
Recuerdo una mañana que volví a casa de una salida que terminó mal. Ni supe cómo me metí en una multitudinaria pelea callejera, de la que no salí mal parado, aunque sí lo parecía. Tenía la nariz hinchada y sangre en la camiseta y los pantalones, pero no dejé que eso me distrajera de mi obligación y volví a casa a las siete de la mañana para cambiarme e ir al hospital a las ocho, hora en que comenzaba mi turno. Pero mi padre me sorprendió en el portal al entrar.
Me miró de arriba abajo con asco, como si oliera mal. Le temblaron los labios de la rabia y la cara entera, antes de explotar en un tono frío y cortante, casi en un susurro:
—¡Deberían fusilarte con mierda!
No dijo nada más. Se fue. Y yo me quedé allí sin inmutarme, aunque pasmado por dentro.
Lloré en la ducha un río de lágrimas. Aquellas que debí haber cambiado por las salidas. Me desahogué en soledad y derramé todo cuanto debería haber soltado antes. Era lo más injusto e hiriente que jamás escuché ni escucharé en mi vida. Y, ese día, un muro se levantó entre mi familia y yo.
Unos meses más tarde, mi madre misma me preguntó que por qué no la quería. La sorpresa fue tan grande que apenas pude balbucear, diciéndole que no era cierto, y la cubrí de besos. Inocentemente, se le escapó que fue Felipe quien le soltó aquello.
El muro se convirtió en una montaña. Aunque jamás me encaré con mi hermano para preguntarle por qué se había inventado esa falacia. Comprendí que él, verdaderamente, lo creía. Y tampoco le hice nunca un reproche sobre aquello. Él se creía en su derecho legítimo de hacer aquello, en nombre de aquella corrección estúpida y del actuar como se supone que debes hacerlo.
Eso me hizo encerrarme más en mí mismo y aislarme de ellos. Al principio pensaba que era yo el malo, el raro, la oveja negra… Con el tiempo comprendí que simplemente era distinto. La verdad nunca es patrimonio de uno por entero. Como las acciones de bolsa, fluctúa y se mueve en una línea entre el cero y el cien por cien.
Yo no era malo. Era distinto. Ni mejor, ni peor, pero odiaba que todo el mundo pareciera señalarme como si lo fuera.