8

POL

SUEÑO

Algo parecía haber cambiado, tras una noche de estancia en el cajón dentro de aquella torre inundada de luz. Mi amigo había pasado de la frustración más evidente y desgarradora a la alegría franca, tras hablar en lo que parecía una lámina de agua mágica y una curiosa piedra que se llevaba al oído.

No comprendía más que eso. Ni con quién hablaba, salvo la imagen a través del cristal en la que se veía a alguien lejanamente parecido a él, tal vez un hermano o pariente, que parecía evitarlo con acritud. Ni qué comía, ni quién era la persona vestida de negro como un cuervo que esperaba a la entrada de la caja, ni las horas que pasó entre signos en la lámina mágica.

En verdad daba miedo verle tan ensimismado en su magia, que casi recordaba a los ancianos, aunque había una extraña diferencia: los ancianos vivían para su magia y morirían por ella y, en cambio, mi amigo sólo parecía servirse de ella para un fin concreto, sin ninguna reverencia o fervor, como si aquello estuviera a su completa y entera disposición, y no al revés, como hubiera sido el caso de los ancianos, si hubieran conocido aquel cristal.

Pero, cuando volvió su cara, era otra persona, alegre y feliz. Habló de nuevo por la pequeña piedra y su expresión hablaba (esta vez sí) de autosuficiencia, de confianza y de poder.

Me alegré mucho por él, aunque me hubiera gustado saber un poco más de todo aquel galimatías.

VIGILIA

En brazos de mi mujer y con los labios pegados a su oreja, en una de las breves conversaciones, le pregunté:

—¿Ha ocurrido algo extraño?

—No. —Se encogió de hombros.

—¿Has hablado con nuestro hijo?

—Sí. Lo voy haciendo poco a poco, venciendo su reticencia de los primeros días.

Di un respingo, temeroso. Ella notó mi incomodidad.

—No te preocupes. No nos traicionará. Y ahora su curiosidad va venciendo al temor y con ello está más receptivo a mis palabras.

—¿Tienes cuidado, verdad? Eres consciente de lo que significaría una palabra de más.

—Sí. No lo dudes.

La besé con pasión. Ella se arrimó a mí, deseosa de placer, pero demoré el encuentro.

—¿Ha ocurrido algo extraño?

Al principio pareció extrañada por la pregunta.

—¿Por qué me preguntas lo mismo una y otra vez?

—Piensa. Puede ser cualquier cosa. Es importante para mí.

Su curiosidad detuvo el movimiento ansioso de su pelvis hacia mí. Pensó durante unos instantes y rio brevemente y sin ruido.

—Pues sí, pero es una tontería. Del interior de la cueva cayó agua, que apagó uno de los fuegos sagrados, lo que todos han tomado por un mal augurio. Dicen que hasta los ancianos levantaron el culo de sus asientos. ¿Te imaginas? ¡Y, encima, aún dicen que el agua era de un color extraño!

De nuevo mi movimiento nervioso cortó su sonrisa.

—¿Eso cuándo ha pasado?

—Hoy, a mitad de la jornada.

—¿Estás segura?

—¡Claro! La noticia ha corrido como si la hubieran gritado. La gente está preocupadísima y los ancianos están preparando ceremonias extraordinarias para calmar la furia de los dioses.

Mi mujer no vio mi sonrisa. La atraje hacia mí para amarla con especial pasión.

PETER

SUEÑO

Las brumas se abrieron para mostrarme a mi amigo trabajando en el riachuelo. Buscaba grandes piedras, ramas y arena, cavaba zanjas y trabajaba afanosamente con una fuerza de diez de los hombres de mi tiempo. Le vi alterar el orden de un riachuelo, lo que, de acuerdo a las reglas de ecología de mi tiempo, me pareció un crimen de lesa majestad y me pregunté en qué medida afectaba eso a la rapidez con que mi mundo se agotaba, aunque espanté mi paranoia sacudiendo mi cabeza.

Él no tenía la culpa.

Continuó trabajando hasta que lo vi dirigir el curso del pequeño nuevo cauce hasta un agujero en la roca, verter en él unos polvos que llevaba en un saquito de piel y siguió trabajando la tierra junto a un riachuelo, para restablecer el cauce original. Lo veía como en una cámara rápida, moviendo sus toscas herramientas con una fuerza nacida de la rabia con que hacía rechinar sus mandíbulas a cada golpe.

Las brumas volvieron a espesarse y pensé que iba a despertar, aunque no tardaron mucho en volver a abrirse, y me sorprendí al verlo frente a mí. Mi amigo me miraba dudoso, quizá sorprendido de encontrarme de nuevo. Al fin y al cabo no eran muchos los momentos en que nos encontrábamos frente a frente para intentar comunicarnos, ya que la inmensa mayoría de las veces los sueños se limitaban a mostrar lo que le había acontecido al otro, de lejos, como en una película de algún director de cine experimental o surrealista.

Yo estaba un poco cohibido tras mi violenta reacción del último sueño, y de alguna manera debía disculparme, sobre todo ahora que las cosas parecían haberse encauzado dentro de un cierto sendero de normalidad, si es que había un ápice en lo que me estaba pasando.

Me acerqué a él. No sabía qué hacer, así que le cogí la mano y la apreté suavemente. Su manaza envolvió la mía como el papel de aluminio a un bocadillo de tortilla. Era áspera como una lija, rugosa como la corteza de un árbol, concepto que me vino a la mente curiosamente, cuando hacía mucho tiempo que no tocaba uno.

Sonrió y me palmeó la espalda.

VIGILIA

—¡Buenos días!

Levanté la cabeza y el dolor despertó dentro de ella. El alcohol me había provocado una buena resaca.

«Jódete con los hoteles de cinco estrellas. Yo creía que no daban garrafón».

Me incorporé como pude.

—¿Has traído el desayuno?

—Ahora soy tu rehén, no tu sirvienta, pero, para que veas que no hay rencor, ahora mismo pido uno bien surtido para dos.

Abrí los ojos. Era Andrea.

—Pide unos huevos, cereales, leche, ácido ascórbico y aspirinas… ¿Por cierto? ¿Qué llevas puesto? ¿El traje de paseo?

Se miró. Unos vaqueros cortos y un top de punto que realzaba su estrecha cintura en contraste con unas tetas bien levantadas por un Wonderbra.

«Un andamio no levantaría más».

Ella me vio recorrerla con la mirada, esta vez sin recrearme en su belleza, y mi gesto de contrariedad. Se miró, como si esperara encontrar una mancha o arruga.

—¿No es apropiado?

Yo estaba de buen humor, así que pensé en tomarle un poco el pelo.

—¡Que no te enteras! Ya no hace falta que me seduzcas, que ya está todo pactado. Ya te pido yo la ropa.

—Me levanté desnudo de la cama, sin pudor, esquivando su mueca burlona infantil, con lengua fuera incluida, y abrí la puerta ante su sorpresa.

—Hola, Sandokán. Necesitamos ropa de Kevlar, cuatro conjuntos completos, monos, botas, ropa interior térmica, cubiertas de goretex, accesorios para frío extremo, y el coche preparado con todo lo que llevaba de serie pero arreglado, sin bollos ni nada. Paga el desayuno y ya puedes liquidar la factura. Dejaremos la habitación antes de las doce si traes lo que he pedido. Nada de minibar. Graciaaaas.

Cerré como acostumbraba, a tiempo de escuchar la carcajada de Andrea.

—Impresionante. Pareces otro.

—Gracias. Me gusta la sensación de llevar las riendas, al fin. Por cierto…

Me acerqué a ella tras una inspiración peliculera. Acerqué mi mano izquierda a su cara, como si quisiera quitarle una mota en su mejilla. Ella, coqueta, se acercó a mí, hasta que le di un buen bofetón con mi palma derecha.

—No es que haga justicia, pero lo dejaremos así. Estamos en paz.

Se tambaleó levemente, hasta que su orgullo se impuso. Se acercó a mí, pero no dejé que hablara.

—Me da igual que tengas a mi padre. Ahora mando yo, porque tengo que llevarte a Jaca, y, si yo me confundo en la más mínima estupidez o tú no obedeces mis órdenes, nos iremos los dos a tomar por el saco por algún barranco o grieta, así que no debe haber dudas. Y, si algo sale mal, o tu gente no cumple su parte del trato, seré yo mismo quien te empuje —le tendí mi mano—. ¿De acuerdo?

Ella la apretó con más fuerza de lo que la cordialidad regía.

—Espero que sepas lo que haces, si mi vida depende de ti.

Yo recordé que estaba en pelotas. Me miré los bajos, como si esperara que aquella pequeña gesta de virilidad se reflejara, pero todo seguía igual. Sonreí como un estúpido, pensando en lo que opinaría Andrea de una erección justo en aquel momento, y ella lo tomó como una tregua, así que asentí con la cabeza.

—Voy a ducharme. ¿Recogerás los desayunos y la ropa o también me vas a acompañar?

Me fui hacia la ducha sin dejar de sonreír pícaramente, como el niño que se sale con la suya.

Cuando terminé de secarme, desayunamos, yo en ropa interior, porque no tenía otra ropa, aunque debo decir que no se sintió aludida.

Al fin llamaron a la puerta. Abrí la puerta con calma, recogiendo las ropas de manos del policía.

—Gracias, Sandokán. ¿Está listo el coche?

Asintió de mala gana. Ni se molestó en decirme que no se llamaba así. Debía de tener ganas de perderme de vista.

—No te cabrees, hombre. Pídete algo, que pago yo.

Le alcancé un juego de ropa a Andrea, que, sin inmutarse, se cambió delante de mí. Me recreé mirándola. En verdad era aún muy hermosa. Su cuerpo se mantenía terso y en forma, y descubrí que la imagen de mujer fatal que había dado la primera noche no era sino un disfraz muy bien preparado. Incluso iba bien depilada esta vez. El desnudo no resultaba para nada ofensivo ni embarazoso en un mundo en el que se concentraban millones de personas en un espacio mínimo, aunque la situación tampoco era corriente.

—Bonito cuerpo.

Dije con ironía, aunque no pude evitar sonrojarme y me di la vuelta para que ella no viera mis mejillas. ¿A qué venía jugar a James Bond, con la que estaba cayendo?

—Gracias. Tú tampoco estás mal.

Miré la mochila de mi padre. Tomé su vieja pistola, dándome cuenta de su valentía al acudir desarmado al intercambio, y algo de munición, dejando el resto de sus cosas intactas, para que se las llevaran. No sabía si había allí algo que le hiciera falta, como alguna pastilla o algo así.

—¿No eres un poco crío para jugar con esas cosas? —dijo ella. Evidentemente no fui lo suficientemente rápido guardando la pistola y ella era de todo menos tonta.

—No es por ti, espero, y esperemos también que no haya que usarla.

Ella se encogió de hombros. Evidentemente, estaba tan familiarizada con las armas como con la desnudez.

Nos pusimos en camino. Nos escoltaron como en Zaragoza, hasta que se acabó el techo. El coche se movió algunos cientos de metros y lo paré. Bajé para ver la ciudad por fuera. Tenía curiosidad.

Parecía que la hubiesen arrasado. Allí donde faltaban placas de protección, cambiaba el color de las fachadas oscuras del mismo gris plomizo del cielo a un brillante color ocre de pintura antióxido, y faltaban tantas placas que parecía una megaobra de arte moderno. Las grietas abundaban y algunas de ellas tenían una longitud de docenas de metros. Los trabajos de mantenimiento eran lentos y cuidadosos, y harían falta muchísimos más equipos para arreglar aquello antes del próximo movimiento o tormenta. Evidentemente, Huesca no duraría mucho. Se veía que no había sido construida según el sistema de redes, sino mal adaptada a él. Una improvisación, indudablemente causada por la ingente falta de financiación. Y, sin embargo, lo que había visto del interior, a pesar del desastre, me había gustado. Tenía el aire de las ciudades antiguas que tanto echaba de menos en Madrid.

Miré a Andrea. Su cara era un poema. Evidentemente ella había creído hasta ahora las noticias y que mis augurios eran malas teorías conspiracionales. Pareció venirse abajo. Yo la comprendí muy bien y respeté su silencio. La imaginé gritando, como el protagonista de El planeta de los simios al descubrir que aquel mundo era el suyo propio, en la escena final donde se daba de narices con la Estatua de la Libertad. Y no era para menos. Habiendo creído en lo que decían sus líderes, se sentía a salvo y, al ver aquel desastre, comprendió que tal vez, en vez de llevarla a una aventura suicida, le estaba salvando la vida.

Tardó en hablarme.

—¿Tan mal está todo?

Sonreí con tristeza.

—Peor. Si se cumplen mis visiones más pesimistas, dentro de poco el dinero no valdrá de nada. Tú no podías saberlo, pero, al sacarte de aquí, te he hecho un gran favor. Sólo espero que mi padre salga de aquí también a tiempo de que no se le caiga la ciudad encima.

Andrea sonrió con tristeza. De repente, parecía otra persona, como si renunciara al personaje que había vestido hasta entonces. Respiró hondo y habló con voz grave. Me pareció sincera, sin tapujos.

—A mí me da igual el dinero. Aunque no lo creas, hay mandos por encima de mí, y me han obligado a hacer esto. En el tema de la fidelidad y la persuasión, sí que se parecen a las películas, así que no tenía mucho que decir, pero, si no volviera a ver esta malhadada ciudad, lo mismo me daría si me mantenía con vida donde sea que me llevas. No tengo ni familia ni ataduras, y sí mucho que querría dejar atrás.

—Pues hagámoslo lo más fácil posible.

—Estoy de acuerdo. Aunque, tras ver esto, no sé si realmente vale la pena.

Ahora fui yo el que gesticuló como el experto que controla cualquier situación.

—Ya he pasado por esto. Sí que vale la pena. No lo dudes. Si dejamos de luchar, estamos perdidos. Si hay una salida, la encontraré. Ya me parecía imposible encontrar un modo de cuadrar el rompecabezas, y ahora sólo hay que llegar a Jaca. Estoy en mucha mejor situación que hace un par de días, y piensa que, hace unos pocos más, estaba en Madrid. —Sonreí—. Te seré sincero. Jamás pensé en llegar vivo de Zaragoza a Huesca, ni que encontraría una salida al lío en que nos he metido, pero voy superando pruebas y me voy sintiendo mejor, así que, mientras pueda seguir superando lo imposible, no miraré atrás.

Montamos de nuevo. Ella digería la información en silencio, y de vez en cuando me miraba, ya abandonando aquella socarronería inicial, y la fachada de superioridad que tanto me había irritado. Yo pensé que debería sentirme mejor por darle aquel baño de realidad, pero estaba triste. No había pensado que pudiera compadecerme de una persona tan odiosa, pero, al despojarla de su fachada, quedaba una mujer con miedos e inseguridades, como yo…, como mi amigo prehistórico…, como todo el mundo.

Así que pensé en que no volvería a torturarla con mi tono superior, e intenté sonreírle.

Las primeras horas fueron sencillas mientras el camino fue llano, pero, cuando comenzamos a abandonar las ruinas de los viejos pueblos satélites abandonados, y el paso de la antigua carretera hacia Arguís y el viejo puerto de Monrepós se hizo cuesta arriba, todo se complicó. El cambio se hizo tan brusco que nuestro ánimo se ensombreció. Parecía que no hubiese manera de cruzar aquellos obstáculos en rocas y grietas.

Decidimos parar y pasar la noche al lado de un caserón en ruinas. ¡Qué ironía! Un viejo hotel.

Tras una cena frugal, vaciamos el sitio de la furgoneta que nos permitiera dormir.

—Hace frío —dijo ella.

—Dame las gracias por no dejarte venir con tus vaqueros y tu top tan monos. —Hice un gesto, como un modelo cuando posa para una sesión de fotos. Ella rio—: Y volverás a dármelas si llega a llover ácido.

—Gracias.

—De nada. Pues aún no hemos empezado a subir. Espero que no haya nieve. Con la lluvia ácida, no quiero ni pensar qué aspecto tendría ese hielo. —Suspiré—. Mañana será un día muy duro.

—¿No quieres un poco de calor humano? —dijo con sorna.

Yo reí de buena gana. Me estaba poniendo a prueba.

—Sólo el platónicamente necesario para no congelarme el culo. Dormirás solita. Buenas noches.

Pero su seguridad se esfumó, y una voz temblorosa insistió con esfuerzo.

—En serio. ¿Puedo dormir junto a ti? Te prometo que no haré nada extraño.

—¿Por qué?

Un silencio incómodo precedió a la respuesta, con voz cortada.

—Esto es un poco embarazoso.

—Pues o lo sueltas o duermes sola.

—Me da miedo este silencio.

Me miró como si esperara que me muriese de la risa, pero me sentí conmovido al apreciar un leve gesto humano. Acaricié levemente su cara, aunque retiré inmediatamente la mano al recordar por qué estaba allí.

—No es extraño. Estás acostumbrada a dormir entre un falso silencio de zumbidos eléctricos, del motor de aparatos, luces, resistencias, ascensores y la compañía de tu vecino el policía que está con la oreja pegada a la pared.

Sonrió. Yo continué.

—El silencio absoluto asusta. Yo también lo sentí las primeras noches. Recuerda que yo vine así desde Zaragoza. Lo que pasa es que, si le hubiera preguntado a mi padre lo que tú me has dicho, con toda seguridad me hubiera dado una patada, hubiera cogido el coche y dado media vuelta, dejándome solo con mi silencio amariconado. Eso hubiera hecho.

Rio a carcajadas.

—Sí. Por lo poco que lo conozco, le pega muy bien. Tu padre hubiera sido un buen… empresario.

—No lo dudo, pero escogió el bando equivocado. Es un idealista. El último.

—Tú y tus películas. No te preocupes. Le tratarán muy bien, incluso si los pone a todos a parir.

Sonreí.

—Ven.

Dejé que se abrazara a mí, amoldándose. Pensé que no lograría dormir con el peso de su cabeza comprimiendo mi pecho, pero…

Fui pasando cursos sin pena ni gloria, con notas totalmente dentro de la media. Aquel niño superdotado pareció ralentizarse. Me sentía decepcionado por no corresponder a las expectativas de mis padres, que seguían gastando en mí mucho más del material escolar normal y, sobre todo, un montón de libros, electrónicos y alguno de papel, que luego guardé como un tesoro.

Fui descubriendo el universo adolescente en forma de peleas con compañeros, el aislamiento por ser considerado diferente y la aceptación posterior al constatar que era tan mediocre como ellos.

En parte resultó una liberación, ya que una cierta rebeldía me impedía estudiar tanto como se esperaba de mí, y me obligaba a participar de las correrías de mis nuevos amigos entre las ruinas de los arrabales. Aprobaba las asignaturas sin estudiar, de nuevo.

Llegué al ciclo secundario antes de la universidad, que pasó a toda velocidad. Fue cuando mi madre empeoró. Los médicos comenzaron a hablar en términos de estatus terminal y mi vida empezó a transcurrir entre la universidad y el hospital. Incluso tuve que pedir un permiso para poder acceder a las costosas y extremadamente custodiadas drogas. Un cierto cupo de los estupefacientes que se decomisaban, aquellos de mejor calidad, no se destruían, para poder utilizarlos en usos médicos, aunque todo el mundo sabía que determinadas partidas volvían a comercializarse en la calle, obteniendo pingües beneficios para algún político que otro. Mi pobre madre consumía opiáceos casi sin control para mitigar el dolor, una vez que ni quimioterapia, ni radioterapia, ni otros costosos tratamientos que dejaron a la familia sin blanca parecían surtir efecto.

Para entonces teníamos ya la conciencia de vivir en un mundo seguro, como un mejillón en su concha, al menos durante el tiempo que la tierra se tomase para estabilizarse. Las teorías científicas se contradecían. Los seísmos apenas pasaban ya de seis o siete en la escala Richter, y una corriente de estudiosos proclamó que el mundo se recuperaba. Otra, en cambio, predecía el desastre final, puesto que el ciclo al que se había dado comienzo con el aumento de la radiación, la degradación de la contaminación en la atmósfera, la lluvia ácida y la polución de la tierra y los acuíferos que, con la evaporación volvían a las nubes, no había vuelta atrás. Terminaríamos viviendo de proteínas químicas, sin apenas aguas, reciclando lo irreciclable y concluyendo en un Apocalipsis bíblico digno de una superproducción cinematográfica.

Recuerdo por aquel entonces mi primer beso. Fue con una prostituta a la que pagábamos con el dinerillo que ganábamos haciendo recados y trabajillos. Sentí asco desde que la poco agraciada mujer se acercó a mí con su mezcla de viejos aromas, como capas de pintura de una pared. Sus labios mal pintados se abrieron en una mueca de desagrado. Sacó de su boca un chicle que pegó en el marco de una puerta, al lado. Me agarró como para que no osara escaparme y me besó. Yo intenté retener las sensaciones buenas, como se decía que había que tomar un buen vino, pero aquello no resultaba agradable en ningún modo. Y menos lo fue cuando introdujo su lengua en mi boca, que parecía inspeccionar con la avidez de un dentista. Repentinamente se apartó de mí, dejando un rastro de mal aliento, para recuperar el chicle del marco de la puerta y volver a introducirlo en su boca. Si sentí algo, fue más cercano a la náusea que al placer, aunque lo celebramos con los amigos bebiendo cerveza como si nos hubiésemos iniciado en la masculinidad más absoluta. Por supuesto, de cara a los amigos, aquello había estado genial, aunque a nadie se le volvió a ocurrir repetirlo nunca.

En realidad, si ya éramos bastante tardanos en el tema sexual, aquello creo que me retrasó bastante más, ya que me hizo perder un poco el interés en aquello tan sucio. Casi prefería las pillerías.