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POL

SUEÑO

Mi buen amigo parecía desesperado. En mi mundo o en mi tiempo, los hombres no lloraban, pero tampoco me atrevía a juzgarlo por eso, ya que tenía motivos para sentirse triste hasta el punto de llorar. Sólo aquel cielo ingrato era ya suficiente razón. Eso y el hecho de que parecía que no había más ascuas. El mundo se había consumido y no parecía haber ni una astilla más que hacer arder. Era su fin y mi pesadilla pues, por muy lejos que estuviera de aquel momento, estaba encaminado a él, y contribuyendo en mayor o menor medida a avanzar o retroceder el momento.

¿Cómo podía yo cambiar aquello? No sabía cómo ayudar a mi amigo, pues apenas podía comunicarme con él con algunos signos y no comprendía su lenguaje, y tampoco, en consecuencia, podía interpretar los hechos que veía. Sólo podía comprender que parecía haber más personas interesadas en él, o en algo que quizá sólo él podía darles, y que, por su cara y sus lágrimas, él no tenía.

Le veía sufrir, probablemente por la falta de su amada y casi yo mismo me sentía con ganas de llorar. No comprendía por qué me afectaba tanto. Al fin y al cabo, no tenía nada en común conmigo… ¿O sí?

Me propuse examinar con detalle cualquier aspecto de la visión, para intentar encontrar algo que aportar, aunque me sentía tan vacío a su lado de inteligencia como de luz en la cueva.

Le vi caminar con aquella extraña mujer, de la que no podía apartar la vista (¿sería mi mujer tan fea como ella?). Vi que entraron en un espacio en el que había casas de aspecto viejo entre láminas mágicas. Tal vez para su protección, y parecía admirarlas en silencio.

Me llamó la atención un grueso volumen de finísimas páginas escritas, que mi amigo hojeó. No los toscos y gruesos volúmenes de pergamino que los ancianos guardaban como el bien más preciado de la comunidad con sus indescifrables códigos que se negaban a reproducir, sino unas finísimas láminas que se corrían apenas con un dedo, delicadamente (pensé que, si yo tomara en mi manos burdas uno de aquellos pozos de magia, sin duda mis dedos bastos destruirían el saber que contenía). Lo único que pude identificar fue una espada en el dorso.

También asistí a las curiosas imágenes recreadas en aquella extraña casa, que parecía hecha para que los visitantes recordaran un pasado mejor. Me pareció bastante conveniente y pensé que, en la cueva misma, debería de haber una sala como aquella, en la que los vestigios del cataclismo y los años oscuros estuvieran al alcance de todos, y no escondidos por los ancianos, de modo que la gente se cuestionaba la veracidad de sus discursos, y sólo la férrea disciplina mantenía el orden.

De repente pareció darse cuenta de que la mujer no estaba con él, y la buscó hasta encontrarla más muerta que viva, herida por un extraño dardo. La dejó al cuidado de un soldado y salió caminando a un espacio abierto, donde de pronto perdió la cordura y saltó como si un espíritu lo dominase, sin dejar de gritar.

De un modo brutalmente egoísta, me sentí bien al ver esa reacción, pues tal vez mi amigo no era tan inteligente como parecía y, al fin y al cabo, nos parecíamos más de lo que, quizá él, podía aceptar.

Pero, al instante, la magia que permitía hablar a distancia desniveló la balanza y de nuevo volví a sentirme tosco e imbécil, a la par que culpable, por no ver que mi amigo se encontraba en peor situación que yo mismo.

Volvió al lugar donde se habían establecido, aunque su padre ya no estaba allí y, en su lugar, un hombre con aspecto de soldado, con unos curiosos artilugios en los ojos, que parecían no limitar su visión. Mi amigo se burló de él y le cerró la puerta en las narices, totalmente desesperado y casi enloquecido.

VIGILIA

Desperté, como de costumbre, desorientado. Siempre me costaba mucho regresar a la realidad tras pasar la noche con mi amigo, aunque me avergonzaba sentir un inmenso alivio al pensar en mi cielo azul, que me esperaba lleno de promesas dulces.

Durante los días precedentes, apenas pude concentrarme en mi tarea aburrida de instruir a los hombres en los conceptos básicos que me dignaba darles, más por puro aburrimiento que por el mínimo sentido de la responsabilidad. Si por mí fuera, los dejaría a merced de los lobos. Los muy ingratos no comprendían que su labor era un sueño, comparado con la rutinaria e ingrata tarea cotidiana.

En realidad, casi todo estaba hecho y en la comunidad de la cueva, salvo la búsqueda del sustento vital, no había mucho más que hacer, que servirse unos a otros en sucesivos escalafones sociales, por grados que marcaban familias y oficios.

Así, un soldado —la palabra «soldado» se me antojaba un chiste, pues no había que ser muy fuerte ni muy marcial para imponerse a los temerosos—, un artesano, un constructor o un explorador eran oficios que daban a sus familias un estatus privilegiado.

Los hombres de baja casta y las mujeres —salvo las de alta cuna— preparaban el cultivo del musgo «¡Dioses! Cómo había llegado a odiar aquel sabor amargo», cocido y sazonado con piedra rallada de algunas vetas profundas.

Los exploradores, que buscaban entre las cámaras y pasadizos, y los constructores que apuntalaban las rocas inestables al menos ayudaban a mejorar la calidad de vida un poco.

Y por supuesto, en lo alto del poder, los ancianos, que sólo tomaban decisiones e interpretaban sus visiones en el fuego de la única llama que permanecía día y noche encendida, alimentada por la extraña sustancia mágica, espesa y oscura que recogían de profundísimas cavas que sólo los mejores exploradores sabían encontrar.

Resultaban patéticos mirando las llamas, como si en ellas vieran lo que mi amigo podía ver en una de sus láminas de agua mágicas. Salí del trance y volví a ver a los soldados. Les enseñaba sobre hierbas y cultivos, con una intensidad apenas mayor de lo normal, para, con la excusa de una ingente comunicación divina, al tercer día, separarme de ellos con total confianza.

De buena mañana partí a inspeccionar los riachuelos de la montaña. El más cercano a la cueva no tenía un caudal importante, lo que me desanimó bastante, al principio, pero, al ir ganando altitud y examinando las otras posibilidades, de nuevo volvía a alegrarme y reír, aunque el trabajo resultaba tan enorme como la construcción de una de aquellas increíbles presas para un solo castor.

Volví sobre mis pasos con un mapa guardado en mi memoria y busqué con cuidado los agujeros que servían de ventilación y por donde escapaba el humo de los fuegos que calentaban a los ancianos.

Encontré tres de ellos prácticamente juntos, y eran los más grandes. Estaba de suerte, aunque no podía saber con seguridad si eran los que me convenían, pues apenas salía un poco de humo por ellos en aquel momento. Quizá eran pequeños restos del humo tras ser conducido por innumerables tubos de piedra. Tal vez haría el trabajo y no serviría de nada, pero tenía una posibilidad.

En las noches siguientes concebí un plan. Conocía frutos y plantas cuyo polvo machacado colorearía el agua, así que improvisé un pequeño desvío del pequeño riachuelo para probar la técnica de los castores y mi propia pericia y fuerza, y lo orienté durante un buen rato hacia uno de los tres agujeros. El mínimo caudal no perjudicaría en absoluto la calidad de la vida en la cueva, pero me serviría para saber cuál de ellos era el agujero correcto.

PETER

SUEÑO

Se me apareció mi amigo y supe inequívocamente que me había quedado dormido, lo cual me hizo sentir mal. Estaba tan desesperado que le hablé por primera vez en voz alta:

—Ojalá pudiera quedarme contigo. No sé cómo. Ojalá pudiera hacer algo como… atravesar un puñetero espejo como en las películas, o simplemente despertar en tu mundo de cielo asquerosamente azul.

Era evidente que no me entendía, pero me dejó terminar sin interrumpir, lo que me dijo mucho de su bondad. Vi en su cara que me compadecía, lo que me enfurecía. Supe en aquel momento que, de alguna manera, él veía los actos de mi vida, como yo veía los suyos.

Eso me terminó de cabrear.

—¡No me compadezcas! —grité—. ¡Tú tienes tu puñetero cielo azul! —Lo señalé con furia—. Tienes miles de años para joderlo. ¿Qué más me dan tus penas, si habrá alguien para lamentarlas cuando tú palmes? ¿Y qué tengo yo? Problemas y un cielo del color de la mierda, a punto de petar. Y, aunque llegase a arreglar lo mío…, ¿qué importaría? ¿Cuánto duraría? ¿Un año? ¿Dos? ¡Un suspiro! Como la cena pesada que me he metido a presión entre pecho y espalda por ser de gorra, y que me hace soñar contigo de mala hostia. ¿Acaso vale la pena? ¡Joder! Me dan ganas de meterme un pico como Margarita y acabar al menos con un buen colocón. —Me dio la risa—. Y tú ahí, mirándome con cara de mascota.

No podía parar de reír una carcajada histérica.

—¡Vaya, si pareces mi mascota!

Mi amigo dio un respingo y sonrió conmigo por agradarme, pero mi risa se tornó llanto amargo y me caí desmadejado.

Noté el tránsito a la realidad, pero me desperté con la sensación de que mi amigo me había tocado en el hombro con su manaza ardiente. Su gesto me conmovió.

VIGILIA

Pero eso sucedió ya en la habitación del hotel. Miré la hora: las nueve. No se me ocurrió sino poner la tele. Una voz anónima comentaba el terremoto del día anterior: «En la estructura de la ciudad y, aunque los efectos que todos percibimos fueron mínimos, hay grietas y daños de gran consideración. Se recomienda a los ciudadanos que tengan paciencia ante los próximos arreglos de los daños, que no hagan acopio de víveres salvo al ritmo normal pues, aunque los túneles de comunicación están dañados, se espera que esta se restablezca en los próximos días, cuando las máquinas tuneladoras abran los tapones y consoliden las estructuras, y la ciudad tiene un stock de alimentos y agua suficiente para mucho tiempo».

«¡Y una mierda!».

Apagué la tele.

De acuerdo con los dogmas de mi padre, si no había noticias, era de preocupar, pero, si las había, es que la cosa se les había ido de las manos y no podían controlar más la información, y por eso la tapaban con toneladas de tierra y mierda en forma de desinformación y demagogia.

¡Pues sí que estamos bien!

Me di una ducha. Me dolía la cabeza. Pedí el desayuno, unas aspirinas y ropa limpia. Esta vez la camarera ni se inmutó cuando abrí la puerta en pelotas.

Sentí un pálpito extraño. Una rara añoranza familiar, y no era la primera vez en los últimos días. Pedí una videoconferencia con mi hermano.

—¿Peter?

La imagen se veía borrosa. Comprendí que la policía había autorizado aquella llamada, pero, si la calidad de imagen vía satélite era esa, tal vez no había otra comunicación permitida, y la mía era una excepción entre los canales restringidos.

—Sí.

—¿Dónde estás?

—En Huesca.

—¿Y qué diantre haces ahí?

—Terminar un… negocio.

—Tú y tus negocios.

—Me… gustaría saludar a los chicos… ¿O están en el cole?

—Sabes perfectamente que no hay colegio. Han suspendido las clases. Estamos retenidos e incomunicados… Menos tú, que estás en Huesca… Por negocios, claro.

—¿Puedo verlos?

—No.

Contuve un juramento. Probablemente mi correcto hermano me colgaría.

—¿Por qué me odias?

Se hizo el sorprendido. Siempre fue muy mal actor, Me recordaba a Jodie Foster o Mel Gibson sobreactuando. Yo ponía cara de seguirle el juego.

—Yo no te odio. Pero llevas años sin interesarte por la familia.

—Estuve más de un año con una depresión casi terminal. No quería involucraros ni entristeceros con mi desgracia.

—Ya. Y parece que no se te ha ido del todo, ¿no?

—¡Joder! Felipe, déjate de moralina y no seas cabrón. Tú tampoco has hecho nada para vernos a mí o a papá.

Se puso colorado, pero vi que también se esforzó en no soltar una burrada, lo cual parecía positivo. Al menos ya no sobreactuaba. Le había cabreado de verdad.

—Pues tu depresión parece que no te impide hacer negocios. Pero, para que veas que no soy mala persona, te voy a dar un consejo: trata a tu depresión como si fuera un negocio más y la superarás. De hecho te la quitarás de encima. Como a tu familia.

—Un consejo cojonudo. Gracias, doctor.

—Vete a la mierda.

—Yo también te quiero.

Colgó.

Me tiré sobre la cama. Intenté controlar las mareas de tristeza y el oscuro velo de la depresión que conocía tan bien. Sabía que, si dejaba de tener una meta, una referencia positiva o algo en qué creer, caería en una espiral sin fondo. Y esta vez no habría salida… Porque no estaba Julia para sacarme de allí.

Intenté pensar con claridad. Julia no era la meta pues, a pesar de que debía salvarla, ella era lo único que podía salvarme a mí. Suponía que ambos polos se anulaban.

Bueno. Ya teníamos algo. Me dieron ganas de reír como un loco de mi propia estupidez. Pensar como un puñetero psicoanalista sería quizá el único método, pero no dejaba de ser patéticamente surrealista.

Pero algo sí tenía. No me rendiría. Debía encontrar la solución.

Veamos. Mi padre me había dicho que explotara mi inteligencia, y mi hermano santurrón, que tratara los problemas como si fueran un negocio… Que se metiera los negocios en… Pero… quizá no era tan mala idea, en cuanto que necesitaba trivializar la situación para poder verla con frialdad y analizarla como si fuera una de mis gestiones comerciales.

«¡Veámoslo, pues, como un negocio!».

Busqué el ordenador y programé una pizarra digital en la que fui escribiendo con un dedo a modo de lápiz sobre la pantalla táctil. Por un lado estaba yo. Tracé mis iniciales en una esquina de la pantalla. Por otro, los secuestradores con Julia. Otra esquina. Por otro, el alcalde con el dinero. La tercera esquina. Y, por otro, Andrea con mi padre. La cuarta.

Dibujé los símbolos y los situé lo más alejados que fuera posible, como luchadores de wrestling, dibujando líneas a medida que ideaba un razonamiento de un lado a otro de la pantalla, pero, por más vueltas que les daba, no encontraba la manera. Siempre quedaba un cabo suelto.

Borraba todo y volvía a empezar, y de nuevo volvía a joderla. Así pasé horas.

Sonó la puerta. Era el policía, perfectamente pulcro y afeitado, con su educación melosa.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—Escucha. Tenemos ayuda psicológica a tu disposición. Y podemos traerte a un negociador experto. Un profesional que te ayudará.

—Yo soy un negociador experto y sé más de loqueros que ellos mismos.

—Pero…

—Gracias.

De nuevo la puerta en sus narices. Descubrí que me procuraba una mínima satisfacción, que agradecí como si fuera uno de los grandes placeres de la vida.

Los manuales de autoayuda siempre dictaban que había que regalarse algo pequeñito, al menos una vez al día. Mi regalo era aquel portazo y ver la cara del poli cagándose en todo. Debía de pensar que un niñato lo ninguneaba, y casi podía sentir su mala hostia al otro lado de la puerta. Sonreí. Al menos me quedaban un par o tres de regalos.

Pero no tenía nada. Tras una hora más de líneas trazadas y borradas, la única seguridad que tenía era que resultaba una gran ayuda en verdad tener a mano a aquel petimetre para poder cerrarle la puerta en las narices una y otra vez. Eso me hacía más bien que la mejor terapia.

Pero en aquella ocasión fue su pie lo que desafió mi portazo. Me consolé pensando que le dolería un buen rato, a pesar de sentirme desafiado, pero el órdago estaba lanzado.

—No tienes mucho tiempo.

Dijo entre dientes aguantando el dolor.

Él mismo cerró la puerta a tiempo de evitar otro portazo, lo que me hizo sonreír.

Evidentemente estaba al tanto de todo. No me habían dado un plazo concreto, pero tampoco iban a pagarme las facturas toda la vida. Me encogí de hombros. Ya habían pasado las doce hacía mucho rato, por lo que me iban a cargar el día siguiente de todas maneras…

No pensaba pagar de ninguna manera, así que me daba igual, pero al menos mantenía el ideario de mi padre, y la ironía me servía para mantenerme dentro de límites racionales.

Volví a la pantalla del ordenador y sus cuatro esquinas. Intenté liberarme de la presión y tomarlo como si fuera mero trabajo.

Jugueteé durante una hora más con los gráficos, líneas de sentido y notas, sin resultado, hasta que mis manos comenzaron a temblar, y en un arrebato arrojé lo que vino a mis manos contra la pared.

—¡Joder! —exclamé a voz en grito.

¿Qué podía hacer yo, que sólo sabía de transportes, créditos documentarios, calidad y cuatro estupideces más que ya no servían para nada sin los túneles? Me aovillé a punto de llorar. «¡Créditos documentarios…!». Pero algo se iluminó dentro de mí.

La idea vino como si un compañero me soplase al oído la respuesta a un examen. «¿Qué es un crédito documentario?». Algo se sacudió dentro de mí. Me obligué a recitar en voz alta.

—Un crédito documentario es un medio de pago en el que el vendedor asegura el cobro a través de dos figuras (bancos del comprador y vendedor) que inspeccionan las condiciones, dando el visto bueno y procediendo al pago para que se libere la mercancía. Básicamente es un trato a cuatro bandas. —Miré la pantalla—: Cuatro puntos en las cuatro esquinas. La mercancía: Julia. Un comprador: el alcalde. Un vendedor: los de Jaca. Dos bancos intermediarios: por un lado yo con el dinero, representando al comprador; por otro, Andrea, con mi padre, exigiendo la mitad del dinero, representando al vendedor, aunque fuera como un mero comisionista, como un banco que certifica la calidad de los documentos exigidos, o un mero bróker.

Me moví frenéticamente en el ordenador, intentando entrar en el espacio de trabajo a través de internet, rogando que hubiera conexión. Le costó un buen rato (estarían estudiando si darme la autorización), pero logré entrar.

Abrí archivos a toda velocidad, examinando cartas de crédito sólo para confirmar mis sospechas. Cuantas más abría, más convencido estaba de que iba a encontrar la solución a lo que una hora antes me parecía un nudo gordiano.

¡Sí! Mi padre sería el equivalente al condicionado, los documentos que había que comprobar en una carta de crédito.

Me pasé otra hora cavilando entre notas y papel impreso, antes de concluir, satisfecho. Eran ya más de las ocho. No había comido y, con la satisfacción, descubrí que tenía un hambre feroz. Pedí una opípara cena a recepción y, mientras se preparaba, llamé a Andrea:

—¿Peter?

—¡Tengo la solución!

—Te escucho.

Hablé frenéticamente, como un loco.

—Por de pronto, tú te vienes conmigo. Ya. Nos vamos a Jaca. Cuando lleguemos y veamos que Julia está bien, llamo al alcalde y que suelte la pasta a través del banco, en una cuenta de la empresa. No tiene por qué saber si es vuestra o es de los de Jaca. Cuando la recibáis, soltáis a mi padre y le dais un maletín con la mitad del dinero. Mi padre se reúne con nosotros en Jaca con la mitad del dinero en su maletín, garantizado por tu propia presencia conmigo, como rehén y, cuando llegue, tú quedas libre para volver a Huesca. Cuando eso ocurra y estés segura, hablarás con el alcalde y soltará al secuestrador que mantiene como rehén y, cuando se comunique con los de Jaca dándole la conformidad de estar bien y seguro, nos permitirán marchar a Julia, mi padre y a mí, una vez que reciban el maletín con la pasta.

—¡Peter, tengo resaca! Por favor, repite despacio, que no me he enterado de nada.

Suspiré.

Lo hice. Se tomó su tiempo antes de asimilar el trato y responder.

—Suena un poco rocambolesco y completar el trato llevará un tiempo que no sé si tenemos.

—Pues, si tienes otra solución en la que todos queden satisfechos y en todo momento alguien garantice la seguridad de todos y del buen fin como rehén en cada intercambio, dímelo. Te invitaré a cenar. Háblalo con tu… gente. Si estáis de acuerdo, poneos en contacto con las otras partes y, cuando seáis todos amiguitos, me lo confirmáis, pero no hay otra salida.

—¡Vaya con el negociador peliculero! ¿Y tengo que ser yo la que vaya a Jaca?

—Si no te importó hacer de puta, esto te resultará más digno.

Ella ignoró la pulla.

—¿Y llegaremos a Jaca vivos?

—Sin duda. —Intenté que mi voz sonase firme, aunque no tenía ni idea de cómo llegaríamos allí.

—Pues te llamo cuando tenga el sí.

—Necesitaremos un coche como el que me trajo aquí, y que renueven todo cuanto contenía.

—Veré qué puedo hacer.

Y colgó.

Por primera vez en varios días me sentía feliz. Había conseguido la clave. Llegó la cena. La camarera incluso se extrañó de verme vestido. Esta vez sí me bebí la botella entera de vino y aún me hice un gin-tonic. Puse música suave y me tumbé en la cama a disfrutar de la extraña sensación de triunfo. Incluso se me ocurrió invitar a beber al policía, sintiéndome culpable por todos los portazos, pero… ¡qué leches! Para eso le pagan.

Mi infancia fue todo lo feliz que puede ser en un marco como aquel. Yo no había conocido otra vida que las paredes de nuestro piso diminuto y la oscuridad iluminada por las luces de neón de las calles de Zaragoza.

Apenas veía a mi padre, que trabajaba febrilmente, ya que la criminalidad era elevada, y mi madre enfermó de cáncer por la radiación y cierta propensión genética que no pudimos corregir, porque el seguro médico privado de un policía no llegaba para tanto. La pobre aguantaba como podía para ver a sus hijos crecer sanos, como meta en su vida.

El sueldo de un inspector de policía era exiguo, comparado con los beneficios del mercado negro al que combatía. Y este policía era de una vieja raza, que se empecinaba en permanecer al margen de la corrupción, con lo que, día a día, el carácter de mi padre se avinagraba por la decepción. Seguro que se preguntaba si no debería aceptar dinero por hacer la vista gorda, y poder curar a su esposa.

Yo resulté ser un niño excepcionalmente inteligente, aunque algo retraído. Tal vez por la enfermedad de mi madre, de la que me culpaba en silencio, pues ella desafió algo más que su integridad para alumbrarme, cuando pudo haber abortado sin problemas, corriendo un riesgo enorme en el embarazo y parto, del que estuvo a punto de no salir con vida, y que supuso el principio de su degradación final. Evidentemente, tales supuestos médicos no tenían nada en común, pero yo así lo sentía.

Mi hermano Felipe era más alegre y vital. Desenfadado y despreocupado, vivía del inmenso amor que nuestra madre le regaló como hijo mayor. Travieso y vivo, se dedicaba a saborear la vida, mientras que yo me sentía dolorosamente consciente de las carencias económicas de casa.

En realidad, no vivíamos en la pobreza, puesto que jamás faltó una comida puntual ni ropa básica que vestir, ni un pequeño regalo en cumpleaños o navidad, pero tampoco nunca conocimos un lujo.

Yo veía cómo mi padre volvía agotado, y a mi madre suspirar y abrazarle, y comprendía que cada noche rezaba para que volviera sano y salvo. Desde entonces, yo mismo me uní a sus rezos.

Recuerdo la noche más larga de mi infancia. Nos dijeron que papá había resultado herido en una misión. No supimos nada más hasta la mañana siguiente, en que nos permitieron verle, y finalmente sólo había sido herido de arma blanca en el abdomen sin dañar ningún órgano vital.

Aquella noche pensé que no volvería a verlo. En ese momento perdí la fe en el sistema… a la vez que mi padre.

No era especialmente inteligente, aunque percibía que podía memorizar sin mucho estudio, lo que me servía para aprobar apenas sin estudiar, pero los sentimientos de culpabilidad me llevaron a espabilarme y trabajar un poco más los exámenes, lo que causó un progreso espectacular, que los maestros casi calificaron de prodigio.

Yo no me sentía en absoluto más inteligente que los otros niños aunque, al ser elevado a la categoría oficial de «listo», en realidad recibí una pesada carga. La responsabilidad de estudiar y llegar a ser algo, a ganar dinero y a procurar a mis padres una existencia más cómoda… A no defraudar las expectativas que tenían en mí.

Por supuesto, nadie sino yo mismo se autoimpuso tal tarea.