6

PETER

SUEÑO

La luz, hiriente por bella, por luminosa y por lejana. No podía mirar aquel cielo sin sentirme mal. ¿Era legítimo sentir envidia?

No podía evitarlo. Envidia de la insana, de la mala, esa que te crea un nudo en el estómago y te hace odiar un poquito al que disfruta de lo que tú ansías con tal fuerza. Me sentía mal, pero siempre me acompañaba, por más que me resultase evidente que estaba deseando dormirme para saber de mi buen amigo y que todo le iba bien, que merecía la buena suerte que tenía y que no tenía culpa de mi situación. Pues a pesar de todo eso, cuando veía aquel cielo, me amargaba en lo más hondo.

Por una parte él había contribuido a estropearlo para que a mí me llegase lo que estaba sufriendo. Por otra, él no tenía ninguna culpa. ¿Cómo iba a estropear nada con unas hogueras? ¡Anda que no tenían que pasar generaciones y generaciones de hombres estúpidos que pensarían que el mundo era inagotable e inquebrantable, mientras lo degeneraban, hasta llegar a mí! Era simplemente la vida que le había tocado vivir, el momento más oportuno, así como a mí me había tocado lo peor. Quién sabía si no había ya disfrutado de ese cielo antes. Estaba de moda la creencia en las reencarnaciones, a pesar de que, si se acababa el mundo, no habría nada más en qué reencarnarse salvo seres de otro planeta, o quizá bacterias o formas simples de vida si sobrevivían a lo que se nos venía encima.

¿Por qué no podía simplemente degustar durante un simple instante aquel cielo en vez de lamentarme, como quien mira un cuadro precioso en un museo y se recrea con calma? Un mero instante hubiera bastado. Pero no había en mí sino resentimiento.

Por eso, ya asumía que no podría mirarlo sin que una sombra igual de oscura que mi cielo poblase mi alma, así que me concentraba en mi amigo para encauzar buenos sentimientos que me hicieran olvidar mi desgracia.

Le vi feliz, entre la maravillosa naturaleza, aunque ansioso. Buscando algo. Vi con sus ojos la presa que los castores habían creado de la nada y cómo desafiaban la fuerza de un río. Recordaba los documentales sobre animales y las viejas películas y novelas, del llamado género paisajístico, que recreaban los antiguos escenarios de los buenos tiempos, cuando el cielo era más grato y los cataclismos aún no habían roto los viejos lugares más bellos de la tierra. Pero no debía divagar, o pronto me encontraría buscando en mi memoria el título de alguna película, como solía hacer. Volví a mi amigo.

Me admiré con él de su fuerza e inteligencia y vi brillar la luz en sus ojos. Algo había ideado. Parecía que quería sacar de allí a su mujer, a la que amaba a oscuras sin haber visto su cara. Me resultaba muy triste y a la vez el acto de ternura y de verdadero amor más profundo y entrañable que jamás hubiera visto, oído o leído.

Les veía amarse con desesperación, con la ansiedad de los que esperan estar juntos sin tapujos, sin barreras…

Y sin oscuridad.

Pero volvía a ver aquel cielo y cerraba los ojos de pura rabia, para evitar que peores sentimientos me invadiesen. Cuando los abrí de nuevo, una luz distinta hirió mis ojos y, al instante, comprendiendo que me hallaba de nuevo en la realidad, ya comenzaba a añorar aquel cielo que no podía mirar.

VIGILIA

Me despertó la chica. Casi le doy un cabezazo del respingo.

—¡Joder, qué susto me has dado!

—Son las nueve.

Estaba envuelta en una gruesa bata y trasteaba por el pequeño piso, casi indiferente a mi presencia.

—¿Qué planes tienes para hoy? —pregunté. Ella se encogió de hombros. Me miró como si fuese un bicho en su sopa.

—Buscarme la vida. Como siempre.

—Cien euros y te vienes la mañana de paseo conmigo, como si fuéramos dos novios abueletes de los de antes.

Se echó a reír. Una risa franca y agradable, como la de una niña que vuelve a serlo durante un segundo.

—Eres raro.

—Lo sé. Dame veinte minutos. Me ducho y nos vamos a desayunar a un buen sitio, lejos de este barrio chungo. No quiero que a tu novio el oso se le ocurra volver a verte y me pille aquí.

Ella rio de nuevo.

Le pedí el gorro más raro que tuviera y me lo encasqueté a rosca. Salimos agarrados como tórtolos durante dos manzanas. Entonces me quité el gorro, que me estaba dando ya dolor de cabeza, y lo metí en su bolso. Ella me miraba como si fuese yo el digno de lástima y no ella. Pensé que tal vez sí era así.

—¿Qué te apetece hacer, Margarita?

Se encogió de hombros en un gesto triste que indicaba que las opciones no eran muchas ni originales.

—¿Colocarnos? ¿Follar?

Intenté poner cara de que no la había oído, sonriendo estúpidamente.

—¿Qué cosa normal te gustaría hacer? Podríamos ir a ver la catedral, el museo…

—Podríamos comprar algo de droga. Parece que estás forrado.

—Mejor vamos al museo.

Yo estaba nerviosísimo. Cada diez minutos miraba el reloj y el teléfono móvil. Me ponía la chaqueta y me la volvía a quitar. Faltaba poco para el intercambio. Esperaba que a mi padre no se le ocurriese ninguna tontería tipo policía-duro-de-los-de-antes. Recordaba las películas de Harry el Sucio, donde el rehén siempre palmaba.

Ni Margarita ni yo probamos apenas el desayuno de los campeones que había pedido en la cafetería en la que nos habíamos sentado, aunque a los dos parecía recorrernos un millar de hormigas la piel, por distintos motivos. En su caso, por un salvaje síndrome de abstinencia.

Me picaba la ropa. Volvía a mirar el reloj del móvil. Aún era pronto. Volví la vista un instante hacia Margarita. Me sorprendí ante su sonrisa irónica. Debía de llevar mirándome minutos como un bicho raro.

—Necesitas un chute.

—Te he dicho que no me drogo —dijo, enfadada, con un mohín que quería ser gracioso.

—Ya. Pues, si lo que tienes no es mono, se le parece mucho. Y yo empiezo a estar así también.

—¿Y por qué no compramos algo juntos? No me drogo, pero lo haría contigo. No me gusta colocarme sola.

La compadecí en secreto. Yo supe lo que sufría el cuerpo con la adicción, cuando me atiborraron a fármacos. Era evidente que quería agradarme a su manera, y eso me conmovió. Parecía que me estuviese asomando al balcón de un barrio nuevo, como a una película con dramas individuales que podrían hacer al mío pequeño. Me sentí culpable y pensé que mi padre tenía razón. Yo no era más que nadie en ese mundo podrido. Mi situación no le interesaba a nadie y tampoco podía reprochar nada a nadie, ni culpar a nadie de mi desgracia. Respiré hondo. Desde ahora intentaría ser más valiente y actuar sin pensar en mi depresión o en mis necesidades, dolores o sentimientos extraños.

—Nada de droga. Prueba el desayuno.

Volví a mirar el teléfono. Aún era pronto. No quería llamarlo y pillarlo en medio de algo. Él dijo que llamaría, ¿no?

Me estaba volviendo loco. Comprendía que a Margarita yo le pareciese más yonqui que ella misma. Casi resultaba gracioso.

Entramos al museo. Intenté concentrarme en él para matar el tiempo sin subirme a las paredes. La primera sala hablaba de un antiguo reino que se forjó en un monasterio oculto en una enorme roca, San Juan de la Peña, no muy lejos de Huesca. Se veían fotos impresionantes, muy antiguas, cuando aún era posible visitarlo, de un pequeño edificio de piedra excavado en la roca, bajo una montaña. Las fotos más modernas hablaban de degradación, hasta que una noticia de un periódico local comunicaba que, hacía unos pocos años, un terremoto había hecho caer la gran roca que hasta ahora lo había protegido. No hubo más fotos.

No pude evitar pensar en mi remoto amigo y su cueva. ¿Qué quedaba hoy del orgullo guerrero de aquel reino medieval? Se sabía casi tan poco de él como yo de mi amigo.

Veía los vídeos de las recreaciones históricas y me imaginaba la vida en aquellos tiempos. No tenían luz, ni agua corriente, ni plástico, ni otras armas que arcos, espadas, lanzas y mazas… Pero tenían un cielo azul. Hoy vivíamos en un mundo casi robótico, donde la ciudad entera era un solo ordenador… Y no teníamos un cielo de color azul.

Los verdes decían con ironía que íbamos hacia lo que llamaban «el orgasmo tecnológico», que no era sino el cataclismo último que causaría el fin de la raza humana y sus excesos.

¡Joder! ¡Y el puñetero teléfono sin sonar! Hacía media hora ya que se debía haber cumplido el trato. Y me impacientaba. Me puse la chaqueta. Quizá debería ir… ¡No! Volví a quitármela. Dicen que la novia siempre llega con retraso. Va a ser eso pues, si no, parece que oculta algo. Sonreí. Tal vez los secuestradores esperaran a ver si había policía o mercenarios, o cualquier persona extraña, antes de arriesgarse a salir a terreno abierto. Sí. Lo normal es que la verdadera transacción se llevara a cabo al menos una hora más tarde de la establecida.

Sonreí de nuevo, un poco más tranquilo. Intenté concentrarme de nuevo en el museo. Había visitado ya dos salas y no recordaba nada de ellas. Esta hablaba de la Corona de Aragón y su hegemonía en el Mediterráneo. ¡Vaya! Jamás pensé que llegáramos tan lejos. ¡Y pensar que los almogávares aragoneses eran la fuerza de choque más temible de su tiempo, más que castellanos, navarros, francos o los fanáticos guerreros norteafricanos!

De repente se me ocurrió que ahí estaba yo con el orgullo patrio por las nubes mientras mi padre hacía mi trabajo sucio. ¡Joder! Estuve a punto de golpear una vitrina de una maqueta de un barco. ¡Sólo faltaba que me detuvieran por freak! Hice un gesto de disculpa a un guardia de seguridad, como si fuera un adolescente lelo.

El azul celeste de la pintura del techo y paredes, en vez de relajarme, me ponía aún más nervioso, recordándome aquel cielo perfecto.

Ya había pasado una hora del trato. Aún no me atrevía a llamar. En aquel momento y, si mi cálculo anterior era correcto, se estaba llevando a cabo el intercambio, con lo que aún tardarían al menos media hora en llamarme, tras ponerse a buen recaudo y asegurarse de que estaban a salvo.

Pasé otras dos salas. Hablaban de Jaca. Eso me interesó. Éxitos deportivos, una Olimpiada de invierno, con gran éxito de organización y apenas un par de medallas para nuestro país. Había maquetas de dos enormes pistas de hielo y montañas nevadas con lo que parecía un plano de líneas de metro pintado sobre la nieve, entre banderitas. ¡Ah! Eran pistas de esquí. ¡Qué tonto!

En la siguiente, un trampolín, de donde se supone que saltaban los esquiadores. Me quedé helado viendo los viejos vídeos donde, efectivamente, parecían volar entre el blanco de la nieve y el insultante azul del cielo.

Me puse la chaqueta. Sin darme cuenta, me vi en la tienda, entre recuerdos cutres y un montón de libros, de los de papel, antiguas reliquias. Me llamó la atención uno bien gordo de lomo azul, con una espada. Lo cogí. Pesaba lo suyo. ¿Cómo hacían para leer con tal incomodidad? Vi la portada. En la foto salía el mismo viejo monasterio bajo la roca, atravesado por una espada y entre fuego. Muy sugerente. Miré el título: Milenio de pasión. El destierro del Grial. Una novela histórica sobre el comienzo del Reino de Aragón de Santiago Morata. Parecía interesante y me prometí que, si acababa todo bien, volvería y compraría ese libro, y lo leería como los antiguos, como el autor, cuya foto, con traje, corbata y gafas de pasta tan pasadas de moda como las pieles de mi amigo nocturno, parecía reírse de mí. ¡Claro! Él tenía aún un cielo azul.

Volví a quitarme la chaqueta. Me picaba todo, y a pesar del aire acondicionado, mi camiseta estaba mojada de sudor. Debería tomar una infusión tranquilizante o me daría un jamacuco. Me volví. No sabía si volver a ver el museo o salir a visitar la catedral. Le preguntaría a mi acompañante.

—Margarita…

Pero no había nadie. Ni sabía en qué momento la había perdido. Recordaba haber pagado dos entradas.

Di un paseo. Buscarla me distraería un poco más, cuando todo lo demás ya fallaba. Recorrí todas las salas en sentido inverso, mirando apenas alguna vitrina para no parecer demasiado ansioso ante el guardia de seguridad, que comenzaba a mirarme como si fuera un terrorista loco.

Llegué a la cafetería y pedí algo para mí. Había esperado que Margarita estuviese allí esperando tras hartarse de ver aburridas salas que probablemente no le decían nada. Pero ¡aún no había cobrado sus cien euros!

Tuve una corazonada. Tal vez se encontró mal; estaba muy pálida y dijo que empezaba a tener el mono. ¿O lo dije yo? No sabía si siempre era así o tal vez le había dado un bajón de tensión, o azúcar o algo así. Me sentía responsable. Fui al lavabo. Esperé a que no hubiese nadie y la llamé desde la puerta, pero no hubo respuesta… Aunque sí reconocí su bolso, del que asomaba indiferente aquel gorro horroroso, junto a la secadora de manos.

Me arriesgué y entré. En el museo apenas había una docena de visitantes y me imaginaba que el guardia de seguridad pronto empezaría a preguntarse por aquel pirado, pero no podía quitarme el mal pálpito. Fui abriendo las puertas de los servicios, una a una. Las manos me temblaban cuando abrí la última. Vi un bulto informe. Eran sus ropas envolviendo algo blanco.

—¡Margarita!

No contestó. Tal podía estar muerta, de pálida que estaba. La cogí por los brazos como pude. Su piel estaba templada y tenía pulso, aunque tan pálida que jadeé de pánico. De su delgado brazo colgaba una minúscula jeringuilla. No podía creer que nadie se drogase aún así, cuando había métodos tan modernos y casi indetectables, como aquella puñetera pastilla de la verdad que no me quisieron hacer tragar y a cambio me dieron el palizón que aún me dolía. Claro que el tráfico de droga se había hecho casi imposible con el caos del transporte y se recurría a lo que hubiera.

—¡Joder! —mascullé en voz alta—. ¡Con la cantidad de putas drogas limpias que había en el mercado, y esta se droga a la manera artesanal!

Le arranqué la microjeringuilla y la sacudí un poco. No reaccionó.

Oí un ruido y me levanté asustado. No podía involucrarme en eso cuando había tanto en juego. Lo único que le faltaba escuchar a mi padre es que me había metido en un lío con una yonqui en un museo.

Me dio mucha pena dejarla así, sin saber si estaba viva o muerta. Acaricié su cutis blanco como la nieve, con el dorso de mi mano. No sabía a qué ni a quién rezar, así que sólo murmuré:

Margarita…

Está linda la mar,

y el viento trae sutil esencia de azahar…

¿Quieres que te cuente un cuento?

Sonreí. Ella diría de nuevo que soy raro. Pero seguro que le habría gustado. Un nuevo ruido me sacó de mi abstracción. Salí a toda prisa. Busqué al guardia e improvisé la voz más tonta que pude componer.

—¡Oye, tío! He entrado a mear y he visto unas piernas tiradas en el baño de tías. Hay una yonqui petada de droga. Por el color que tiene, o la atendéis o palmará.

—No te muevas. Ahora vengo a hablar contigo. Voy a llamar a la ambulancia y a la policía. Tendrás que declarar. No escapes, que ya has sido grabado. —Señaló las cámaras. Y se fue.

Yo salí sin correr, aunque estaba tan nervioso que hubiera llamado menos la atención corriendo como un loco. Sentía mucho dejarla sola pero, si este caballero medieval debía rescatar a una doncella, no era allí, precisamente. Intenté distraerme pensando en lo primero que me viniera a la cabeza.

No sé si fue el cutis de la chica o la caricia inocente que le hice, pero me recordó a mi madre. Me dejé abstraer por su recuerdo. Dicen que la memoria es como un armario repleto de pequeños cajoncitos en los que almacenamos nuestros recuerdos. Aunque la parte de mi infancia estaba guardada bien escondida en los bajos del armario, hay un cajón que siempre tenía a mano.

El recuerdo que guardo con más cariño se refería a mi madre. Y no precisamente su imagen o su voz, sino un juego entre nosotros, que no compartíamos con nadie más, ni siquiera con mi hermano.

Recuerdo la suave caricia de la punta de sus dedos sobre el vello de mi cara, recreándose sobre mis mejillas, cejas, frente, nariz y labios, cuando quería dormirme. No imagino un acto de ternura más intenso, ni una comunión silenciosa más profunda, que levantar los ojos somnolientos y ver su sonrisa cómplice. Más tarde, en mi adolescencia, jugábamos a hacernos cosquillas de la misma forma en los brazos y cara hasta que conseguíamos que el otro se rascara, sin palabras ni ornamentos que nos sacaran del pequeño mundo inventado, donde no llegaba el dolor de la enfermedad, ni más estímulos que la piel erizándose, la represión de las terribles ganas de rascarse y las risas consecuentes cuando uno perdía.

Sin querer, abrí un cajón cerrado con doble llave. Recordé el último homenaje a nuestro particular juego. Mis dedos rozando apenas su rostro frío en una silenciosa y emotiva despedida, como solíamos hacer, sin aspavientos ni protocolos.

Después de todo el tiempo pasado, aún no podía evitar abrir estos cajones pues, cuando veía a mi pequeña sobrina —hacía mucho ya de eso—, mis dedos se escapan a juguetear con la suave pelusilla de su piel rosada y, cuando notaba su estremecimiento suave y levantaba sus ojos entrecerrados que se resisten al sueño para alargar el momento, su sonrisa cómplice me emocionaba profundamente y eso me reconfortaba, pensando que hay algo de nosotros que nos sobrevive en nuestros pequeños.

No supe en qué momento salí del trance. A tres manzanas, me paré y miré el reloj. ¡Dos horas! ¡Habían pasado ya dos horas!

—¡A la mierda!

Me fui hacia el lugar de la cita, corriendo. Era una plaza pública, un sitio concurrido, perfecto para un intercambio.

Llegué jadeando. Tuve que apoyarme sobre las rodillas y respirar antes de que mi corazón estallase. Levanté la vista. No había nadie.

Un ruido agudo. Mi corazón casi se para. Tardé unos segundos en reconocer el tono de mi propio teléfono. Lo descolgué entre jadeos.

—¡Sí!

—Te quiero ver en el bar en menos de diez minutos.

Esa voz… femenina, un poco rasgada…

—¿Andrea? ¿Qué coño…?

—¿Quieres recuperar a tu padre?

—¿Qué?

—Diez minutos. —Colgó.

Pero… ¿qué había pasado? No había mencionado a Julia… ¡Y tenían a mi padre!

—¡Joder! ¡Joder, joder, joder, jodeeeeeer! —grité con fuerza, saltando como si quisiera provocar un seísmo. Nadie se volvió. Sólo Dios sabía lo que había pasado allí, y nadie se había inmutado. Sollocé con fuerza. «¡La que había liado! ¡Cómo podía ser tan inútil!», pensé.

Me sorbí los mocos. No podía hacer nada salvo acudir a la cita, sin pensar, como una máquina.

Llegué sin saber qué camino había tomado. Volví a jadear en la entrada del bar. ¿Qué me pasa? Si yo nunca he sido asmático… Respiré hondo y entré. No llegué a tocar la puerta. Se abrió sola, como en las películas cutres de terror. Crucé el umbral antes de que mis ojos se acostumbrasen al ambiente más oscuro. Fui empujado y oí la puerta cerrarse con llave.

—Pasa, guapo. ¿Qué quieres tomar? ¿Un gin-tonic?

Estaba detrás de la barra, en el lugar del camarero, que era quien me había empujado y cerrado el bar.

—¿Qué le habéis hecho a mi padre?

Ella se encogió de hombros. Comenzaba a odiar aquel gesto.

—De momento, nada, aunque es capaz de crispar a Dios Padre.

«Es cierto que lo tienen. Eso es inequívoco e innegable».

—¿Qué ha ocurrido?

—Para empezar…

Sentí un fuerte bofetón. En la otra mejilla. No fue tan fuerte como el de mi padre pero sí más humillante.

—Para empezar, te pasaste de listo… ¿Qué te creías? ¿Qué no teníamos controlado a tu padre? Te dije que llegábamos donde no llega la policía. Conseguiste unas horas de anonimato y, con eso, sólo la has liado más. Si hubieras contado con nosotros, podríamos haberlo coordinado y quizá todos hubiéramos terminado contentos, pero ahora vas a tener que hacer algo.

—¿Y qué pintas tú en esto, si no eres más que una puta vieja?

Otro bofetón. Este sí que dolió, aunque no tanto, pues casi me causó un subidón el sentir que la había ofendido. Me di un ligero masaje en la mejilla y saboreé de nuevo la sangre. Sonreí desafiante. Ella me caló al instante y rio.

—No es que me importe que me llames puta. Todos nos prostituimos de alguna manera. Te he pegado por imbécil… ¡Ah! Y por llamarme vieja. Eso sí que jode.

—Ya. Ahora va a resultar que eres… ¿Cómo lo llamáis? ¿La madrina?

Andrea rio con ganas.

—Pues no estaría mal que me llamasen así, aunque el romanticismo se perdió hace mucho.

—Por favor, déjate de tonterías y dime qué ha ocurrido.

—Seguimos a tu padre. Todo parecía que iba a salir bien. Pensábamos esperar a que soltaran a la chica y luego ir por el dinero, pero la policía se nos adelantó y pilló al secuestrador con el dinero. Tu padre sacó una pistola e intentó protegerlo, pero fue inútil. No pasó nada más. Ni rastro de la chica. Supongo que el hombre era una avanzadilla para constatar que todo iba bien antes de soltar la mercancía. Pero nada fue bien y la chica quedó en manos de los secuestradores.

—¿Me vais a decir que no hicisteis nada?

—No podíamos disparar a la policía pero sí ayudar a escapar a tu padre.

«Sí. Seguro. Ayudarlo a escapar».

—Ya. Qué gentiles. ¿Y dónde está?

—En buenas manos. Mejor tratado que en la residencia.

«¡Vaya! Eso sí que me lo creo».

—¿Y qué queréis a cambio?

—La mitad del dinero. Y no me vaciles, que tenemos todos los detalles a través de la policía.

—¿Y por qué no lo coordináis con ellos?

—Porque ya no tienen al secuestrador, ni el dinero. Lo tiene tu suegro. Por cierto, no me dijiste quién era. No me extraña que se haya liado la de Dios. Se aseguró muy bien de que no tuvieran tiempo de volverse codiciosos. Y no hubieran tardado mucho.

«¡Menudo elemento, mi suegro!».

—¡Estúpidos! Dentro de nada no se podrá comprar una mierda con dinero… —Suspiré—. ¿Y qué hago yo ahora?

—No sé. Habla con tu suegro. Consigue de nuevo el dinero. Nos das la mitad a nosotros y te puedes ir a Jaca a por tu chica.

—¡No es mi suegro! Me dio una paliza y no va a pagar el rescate de mi padre. Lo odia.

—Pues ya puedes pensar en algo. Vuelve al hotel. —Sonrió, burlona—. Al menos estarás seguro allí; no vayas a querer volver a irte de putas.

Yo intenté sonreír ante la broma, pero sólo me salió una mueca infantil.

—Dejadme hablar con mi padre. Quiero saber qué está haciendo y si está bien. No voy a pagar por un fiambre. Tal vez le hagan falta medicinas.

—¿Otra vez con el lenguaje peliculero?

Hizo un gesto. Me pasaron un móvil.

—Pedro.

—Papá…

No sabía qué decirle.

—Siento haberla jodido. —Se anticipó a mis propias palabras.

—No es culpa tuya —respondí—, yo la jodí solito. ¿Estás bien?

—Sí. Me he tenido que poner una pastilla en la lengua, pero estoy bien.

—¿Te tratan bien?

—Sí, no te preocupes.

—Intentaré sacarte.

—Lo sé. No la cagues. Recuerda lo que te enseñé. Eres listo y encontrarás la manera. Explota tu inteligencia.

Se cortó la comunicación. Miré a Andrea.

—Si le pasa algo…

No pude decir nada más. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Tampoco quise dar lugar a una estúpida última frase, así que salí del bar a toda prisa.

Me fui, aunque sin rumbo, andando como un autómata, hasta que me di cuenta de que me había perdido. Pregunté y me fui directo al hotel.

En la puerta de mi habitación me esperaba un tipo alto, con traje y gafas negras.

—Policía.

—Ya.

—Quiero hablar contigo.

—Pues yo contigo no. La habéis cagado bien, y no sabéis nada. ¡Nada! —grité como un loco—. Os habéis dejado quitar al tío y el dinero. ¡No tenéis ni idea de nada!

No dije nada. Entré y cerré. Me fui directo hacia la ducha. Lloré hasta que me quedé sin fuerzas.

—¿Qué hago? ¡Joder! ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?

No tenía respuestas. Pensé que tal vez debería pensar como mi padre. Al fin y al cabo, él era policía… ¿Qué haría él en mi lugar? Eso sí lo sabía.

Abrí la puerta de la habitación, aún en pelotas. Allí estaba el de negro. Le sonreí y volví a cerrarle la puerta en las narices cuando abrió la boca. Llamé a recepción con la carta en la mano.

—Por favor, súbame a la habitación una ensalada de marisco, «¿a qué sabría eso?», un entrecot a la parrilla, un arroz con leche, una botella de tinto reserva, una botella de ginebra de buena marca y algunas tónicas. Recojan mi ropa sucia para lavar y planchar con la máxima urgencia. Lo pagará todo el policía que hay en la puerta de mi habitación.

Tuve que colgar, pues llamaban al móvil.

—Peter.

Era el alcalde. Su voz sonó fría y distante, a pesar de querer parecer implicado conmigo.

—¡Esos cabrones no pensaban entregar a Julia!

Era una afirmación, para nada una disculpa. Sacudí la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—No está en la ciudad. Lo he registrado todo palmo a palmo.

—¿Dónde dormí yo anoche?

—¿Qué?

—¿Lo ves? ¡No tienes ni puta idea! ¡Tú qué leches vas a registrar! Julia podría estar en cualquier parte. A lo mejor está en la habitación de al lado. Y tú presumiendo de los GEO.

—¡Tenemos a uno de los secuestradores!

—Y el dinero, por supuesto.

—¡No me vengas con estupideces! Eres tú el que ha metido a la mafia de por medio.

—¡Se metieron ellos solos! ¡No tienes una mierda de control! No quieras encima que parezca que la he cagado yo.

—Me da igual. Lo único que sé es que Julia está en Jaca y tú vas a ir a buscarla.

—Pues dame el dinero.

—No hay dinero. Julia a cambio del secuestrador. ¿Te crees que soy tonto?

—¿Y mi padre? ¿Y si el secuestrador es prescindible? ¿Y si es un mero intermediario? ¿Vas a compararlo con tu hija?

—¡Que se busque la vida! Me importáis una mierda.

Y colgó.

Me senté a asimilar la información. Era previsible. El muy cabrón no quería soltar un euro, pero vaya si lo soltaría… Ya se encargarían de ablandarle el corazón. En una película le hubieran arrancado y enviado una oreja, un dedo o algo peor. Algo salvaje pensarían, si el alcalde los dejaba en posición de mover ficha. Yo debía hacer algo antes de que se pusieran nerviosos y les diera por jugar a las películas.

Noté un ligero temblor. El mundo se sacudía de nuevo. Mi primera reacción fue irme hacia la puerta y abrirla con fuerza. Allí estaba el policía haciendo equilibrios, como en una de aquellas pelis de surferos, cuando aún había playas y el mar se dejaba montar, pero no duró más que algunos segundos. Volví a sonreír y me metí de nuevo en la habitación.

Al poco, llamaron de nuevo con golpes de nudillos. La cena. Abrí la puerta. La camarera se sorprendió apenas un poquito de mi desnudez, de la que ni yo mismo era consciente. Sirvió la cena como la profesional que era, aunque entre sonrisas, y se fue. «Lo que habrá visto».

No tenía mucha hambre, pero me obligué a comérmelo todo. Sólo me bebí media botella de vino. Quería tener la mente despierta aunque, con toda la sangre en el estómago, lo mismo me hubiera dado bebérmela entera.

No dejaba de pensar cómo arreglar la que había liado, pero estaba totalmente bloqueado y sólo acudían a mí los puñeteros sentimientos de culpabilidad.

Parecía el protagonista de una serie de televisión patética, en la que un creativo publicitario tenía que crear una campaña en cada episodio. ¡Ya estaba otra vez! En las últimas veinticuatro horas me habían dicho al menos tres veces que veía demasiado cine. ¿Qué podía hacer para concentrarme?

Recordé una cita de Picasso: «Si viene la inspiración, mejor que te pille trabajando».

—¡Joder! —grité en voz alta.

«Yo era bueno en mi trabajo, pero nadie me había enseñado a tratar con este tipo de situaciones… Y mi padre, que sí era profesional de esto, resulta que no podía aportar nada…».

Pasó una hora, y luego otra. Me fui adormilando a mi pesar, por el efecto de la comilona y el vino.

Los expertos predijeron que la corteza se estaba asentando y los gobiernos, deseosos de dar buenas noticias a la ciudadanía abatida, pregonaron la recuperación. Fueron los llamados años tranquilos. Pero faltaban al menos quince años para que el aire resultara libre de niveles de radiación dañinos.

Los pocos nómadas que quedaban perecieron o peregrinaron en masa hacia las ciudades que no podían o no querían acogerlos. Así, se crearon infinidad de arrabales. Barrios marginales que, aunque expuestos, al menos podían extraer de la urbe suministros de agua y comida.

El ingenio, de nuevo, creó maneras originales de construcción con materiales reciclados de los desastres que rodeaban a las ciudades, que al menos solían aguantar un par de terremotos y el granizo, antes de ser parcheados de nuevo en una continua carrera contra reloj. Estos eran los ciudadanos más aguerridos, los que dotaron a las ciudades de mano de obra fuerte y audaz (y barata), que permitieron un cierto desarrollo. A cambio, fueron aceptados como miembros de la urbe, aunque sin derecho a un cobijo que se hacía más caro cada día.

Los apartamentos se redujeron a los minúsculos cubículos que hoy alojaban a familias enteras. El pueblo se adaptó a los cambios en una nueva conciencia social, aunque los suicidios aumentaban también de manera exponencial y la esperanza de vida cayó hasta los cincuenta años.

La vida fue recobrando un cierto pulso rutinario. El poder se agrupó definitivamente en ciudades, como las antiguas polis griegas o las marcas egipcias, y apenas había ya concepto de país, ni rastro de aquel viejo y sano mundo global.

En ese mundo podrido nací yo.