5

PETER

SUEÑO

Al cerrar los ojos, ya estaba dando la bienvenida a mi amigo, aunque no vi nada sino oscuridad, que ya pensaba que había perdido la conexión, no sabía si con decepción o con alivio, cuando la negrura pareció remitir un poco, apenas lo justo para ver una conmovedora escena de amor entre dos seres que probablemente jamás habían visto sus caras, pero cuya ternura me hizo sentir una punzada de celos y añoranza de Julia, por mucho que ella jamás había sido tan dulce como aquella mujer.

Sentí envidia por aquella ternura sin límites que se regalaban los amantes. Julia quería algo y lo tomaba. Y sólo el amor que yo sentía por ella velaba aquel hecho. Yo me dejaba hacer, consciente de que era aquello o nada, contento con esa pequeña parte que me era regalada. Y, sin embargo, la añoraba. Me conformaba con una sola porción de cariño, como una mísera parte de una de aquellas tabletas de chocolate que tanto gustaba de niño.

Desearía poder cambiarme por él, aunque sospechaba que comenzaba a recorrer un camino que tampoco era fácil. Un camino que había de durar miles, tal vez millones de años. Un camino que yo iba a concluir en días, quizá meses, quizá un año o dos con suerte. La evolución y la suerte de una especie iba a ser cortada de raíz, como un mosquito aplastado contra el cristal de un parabrisas. Porque empezaba a tener claro que su mundo debía de ser el mismo que el mío hacía mucho, mucho tiempo. No podía ser al revés, por más que lo deseara, porque significaba que había una nueva oportunidad y la claridad del cielo azul se regeneraría.

Pero, mirando mi cielo, no había vuelta atrás, y eso era tristemente una certeza, por lo que su mundo debía de ser el pasado del mío.

Le envidiaba. Su sino era sin duda mucho más esperanzador y positivo que el mío aunque, en la corta duración de una vida humana, todo se relativizaba. ¿En qué se diferenciaba su vida de la mía? Aparte de una diferencia palpable de luz y medios electrónicos, sus preocupaciones eran exactamente las mismas que las mías. La subsistencia propia y de su familia en un mundo en el que sus propios congéneres eran la peor amenaza.

Habíamos recorrido un largo camino engañándonos a nosotros mismos, pues el hombre no es sino su propio depredador, y al fin ahora se iba a cumplir el fin último e inexorable, la consecuencia máxima de la propia condición humana.

En el mundo de mi amigo, la supervivencia propia del individuo era la máxima. En el mío, y ahora que el hombre se había multiplicado lo suficiente para erradicar la propia especie, era la naturaleza la que al fin se rebelaba y, al igual que el mundo había nacido de una explosión y así se había ofrecido al hombre, igual terminaría ahora con otra, rechazándolo como un organismo que regurgita una comida en mal estado.

VIGILIA

Nos levantamos al alba. Recogimos lo que habíamos sacado del coche la noche anterior y preparamos un copioso desayuno que nos permitiera afrontar el día con optimismo.

—¿Qué puñetas es eso? —rugió mi padre al verlo.

—Cereales.

—¡No me hagas reír! Eso es plástico. Tú no sabes nada sobre cómo saben los cereales de verdad, y yo lo he olvidado.

—Bueno. ¿No quieres un poco? —le ofrecí.

—Me iría por la pata abajo.

Yo miré por la ventanilla.

—Pues tienes un rato de campo para cagar. No creo que vayas a contaminar más el planeta.

Rio con ganas. Una carcajada franca que me animó la mañana.

—Gracias pero no. Prefiero hacerme a la idea de que esto es embutido de verdad… ¡Y que se joda el colesterol!

—Eso no tiene grasa.

—Ah, ¿no? ¡Vaya! Pues llevaba años sin probarlo por eso. Antes venían llenitos, claro que tampoco sabe a embutido.

—¿Crees que hoy llegaremos a Huesca?

—No lo sé. Espero que sí y eso nos dé tres días de margen para investigar.

Apenas dijo eso, un estremecimiento recorrió el coche.

—¡Fuera!

Salimos a toda prisa, hacia una pradera plana. No tardamos en caer. Todo se movía y una extraña energía nos recorría, entre el ruido acongojante de la tierra moviéndose. Aquello era aterradoramente poderoso y te hacía sentir como una hormiga.

El mundo terminó de sacudirse, aunque no así mi estómago, que al poco vomitó todo el plástico que había ingerido.

Mi padre me ayudó a levantarme.

—¿Lo ves? Tus cereales son una puta mierda. Mi sucedáneo de embutido está bien asentado en su sitio. Eso, sin duda, tiene su moraleja.

Le miré con suspicacia.

—¿Por qué parece que el joven seas tú y yo el viejo?

—Será que tú estás deprimido y yo como un niño con zapatos nuevos. Pero, en que recuperes a tu chica y te des un hartón de follar, lo verás todo de otra manera, y yo volveré a parecer el viejo que soy.

—Tú siempre tan diplomático.

—Ya sabes lo del convento. Vamos.

Nos encaminamos al coche, aunque a mitad de camino nos quedamos parados, sin saber qué decir.

Una profunda grieta de al menos dos metros de ancho se había abierto justo donde estaba el coche, y el flanco izquierdo, con ruedas y todo, había caído en ella, con lo que quedaba inclinado unos cuarenta grados, apoyado en las tripas blindadas. Yo no sabía qué decir. Las lágrimas acudieron a mis ojos. Se había acabado antes de empezar. Me tapé la cara con las manos, pero al poco escuché la voz de mi padre.

—¡Termina de hacer el vaina y ven a ayudarme!

Abrí los ojos. Mi padre estaba sacando las escaleras de titanio y buscaba la manera de calzarlas bajo el coche para que las ruedas apoyaran sobre ellas y salir de la grieta. Levantó la cabeza. Me vio y vino hacia mí.

Ambos nos quedamos mirando sin saber qué decir. Pero él actuó por los dos. De repente su mano se movió y un bofetón cruzó mi mejilla izquierda. Abrí la boca, sorprendido, mientras notaba el sabor de mi propia sangre. Le miré, negando con la cabeza.

—Hijo, puedo ayudarte a mover la mierda del coche. Pero no puedo ayudarte a echarle a esto un par. —Se tocó los genitales—. Así que dime qué coño quieres hacer, porque yo no voy a hacerlo todo solo. No puedo. —Sonrió—. Y, por otra parte, es tu novia, no la mía. Ya me gustaría a mí poder agarrarla, no te miento, pero me tengo que conformar con joder al alcalde, que no es poco.

Me toqué la cara, que ardía de dolor y vergüenza. Metí un par de dedos en mi boca. Se me harían un par de llagas al pellizcarse la piel contra los dientes y me dolería un par de días. Pensé en la paliza que me habían dado, cuyos golpes apenas recordaba ya, pero aquel golpe tardaría más en olvidarlo.

—Tienes razón —dije—. ¡Dame la puñetera escalera! —gruñí imitando su voz para evitar llorar como un niño. Él sonrió.

Aquella mañana la pasamos entera bajo el coche, intentando moverlo. Al principio sólo conseguíamos hundirlo más, pero se me ocurrió ir metiendo rocas a modo de cuña para rellenar el hueco bajo las ruedas y poder amañar la escalera entre ellas. Fue una tarea de horas, porque la grieta parecía no tener fin, y sólo pudimos intentar improvisar una especie de puente que sirviera de apoyo.

Al fin, logramos sacar el coche. Parecíamos dos seres de otro mundo, totalmente cubiertos de tierra. Sólo se nos veían los ojos. El resto era una masa informe del mismo color terroso. Nos reímos.

Yo recordé a mi amigo. Parecía que habíamos salido de la grieta, como él salió de la cueva. Decidí que sería un buen augurio. Encontraríamos a Julia.

Y entonces… ¿qué?

Curiosamente, la última serranía antes de entrar en Huesca resultó fácil de cruzar, en contraste con el tiempo perdido con la grieta. Al anochecer entrábamos en un túnel de entrada. Los policías, alertados por el alcalde de Madrid, apenas podían creer que hubiéramos llegado vivos, y más después de ver la carrocería a punto de reventar.

La ciudad se había visto muy afectada por los terremotos, aunque tenían menos problemas de agua que en Zaragoza, puesto que los conductos, aún destrozados por los movimientos sísmicos, no eran sino el antiguo cauce natural, y el agua, aunque escasa, seguía llegando, si bien todos se preguntaban cuántos terremotos más aguantarían los frágiles tubos antes de desviarse o perder su escaso fluido.

Hablamos por teléfono con un representante de la policía cuyo número nos había facilitado la gente del alcalde, y esa noche nos alojamos en un buen hotel. Pero yo no tenía sueño y salí a dar una vuelta, por supuesto sin avisar a mi padre, ya que necesitaba descansar de su agobiante compañía.

Huesca luchaba por recuperar el orden tras el caos de los movimientos sísmicos. Por todos lados se veían escaparates rotos y comercios saqueados y, por supuesto, mucha policía en la calle, patrullando en grupos de tres a cinco personas con caras asustadas y miradas nerviosas. Pensé que cualquier reacción provocaría un tiroteo o algo peor, pues los agentes no se veían tan bien pertrechados como en las grandes ciudades, y eran armas de verdad lo que colgaban de sus cinturones. A ratos se veían coches parecidos al nuestro, que venían a llevarse a algún vecino de aspecto inofensivo, al que algún compañero de rellano habría denunciado, seguramente sin motivo.

No sabía si había toque de queda, y tanto me daba. Probablemente sí, aunque yo estaría exento, excepto de la ira de algún policía demasiado nervioso. Recordaba Huesca de alguna vez que la había visitado de niño, y recordé que cerca de la vieja catedral de San Lorenzo se encontraban los bares, de cuando las fiestas de verano, dedicadas al patrón, y hacia allí me fui.

Me paré ante la vieja catedral, resquebrajada y maltrecha por el terremoto, para el que no estaba preparada, por mucho que la hubiesen restaurado decenas de veces y hubiesen integrado sus cimientos en la malla horizontal que sujetaba la ciudad entera. En la plaza vi el símbolo que servía de logo a la ciudad, la parrilla donde su patrón, el mártir san Lorenzo fue torturado y sonreí ante el chascarrillo incierto que, decían, el santo comentó a sus torturadores: «Dadme la vuelta, que de este lado ya estoy al punto». Debía de parecerse a mi padre. Sonreí.

Entré al primer bar que vi abierto. Llevaba bastante dinero, pues el alcalde lo había procurado, y yo también había sacado todos mis ahorros. Era un antro oscuro. Una larga barra llena de botellas de aspecto amenazador para el hígado, unos viejos taburetes de madera que alguna vez hicieron juego con la decoración en madera de la barra y los estantes raídos, cubiertos por varios neones con los logos de las marcas de las bebidas, cuya luz se filtraba entre el polvo, dando un aire bohemio al local. Al otro lado, algunos sillones parcheados y un par de ordenadores de pared cubiertos de grasa, que pensé debían de ser como las trampas de las plantas carnívoras de los viejos documentales ecologistas puesto que parecía que, si ponías las manos en aquel teclado, no podrías volver a separarlas, quedando para siempre atrapado.

Pedí un gin-tonic porque me pareció lo menos dañino que se me ocurrió. Lo pagué y me lo bebí en un par de tragos. Comprendí algo que nunca había entendido: la expresión «alcohol de garrafa». Cuando estaba comenzando el segundo y mientras dudaba de la limpieza del vaso y la salubridad del hielo, una mujer se acercó a mí. Ni siquiera la vi venir hasta que la tenía susurrándome en mi oído, cuando no había nadie más y podía hablarme a voz en grito con el mismo efecto.

—¿Te vienes?

Tiré el vaso sobre la barra, aunque lo pillé a tiempo de que quedara algo dentro que beber, y no debí de parecer demasiado estúpido. Al menos no del todo. Me volví hacia ella. Se le había pasado la edad de ser un producto de lujo, aunque aún era muy guapa. Por lo menos no iba demasiado pintada, como yo hubiera imaginado.

—Yo…

—Noventa. Trescientos la noche. ¿Te vienes?

—Sí.

No sé por qué lo dije. Al segundo estaba preguntándomelo y reprochando mi estupidez. Nunca jamás había estado con una profesional. Ni siquiera había conocido a ninguna, pero supuse que algo decidió por mí y que, faltando tan poco para el fin, ya no había moral ni conducta que juzgar. Un pecadillo no me condenaría a un infierno peor que el que iba a vivir. Me serviría para desahogarme.

Ella me tomó de la mano para evitar que me echara atrás y me arrastró fuera del bar literalmente, mientras yo seguía cavilando. Sólo vivía a un par de manzanas de allí y, aunque el edificio por fuera amenazaba ruina, por dentro el apartamento era limpio y coqueto. Tenía la humanidad que le faltaba al mío. Un toque femenino. Me gustó. Lo había imaginado con espejos en el techo, luces de color rojo y ambientadores de incienso maloliente.

—Siéntate.

Dejó su chaqueta y bolso y desapareció tras una pequeña puerta sin molestarse en encender la luz del baño. Su voz volvió a sobresaltarme cuando curioseaba.

—Tengo un acuerdo con un amigo policía que vive al lado. Si grito su nombre, saldrá y te meterá electricidad hasta que eches humo, así que nada de violencia.

—Tranquila.

Saqué noventa euros y los dejé encima de una mesita enfrente de mí. Era una cantidad ridícula, que hablaba de la calidad del producto y su marketing mix en forma de promociones y regalos venéreos. Salió del baño con una bata.

—No va a haber sexo —dije finalmente.

El dinero desapareció inmediatamente.

—¿Y qué quieres?

Me encogí de hombros. Ni siquiera sabía por qué había subido. Ella se acercó a mí. Supuse que intentaría imponer su profesionalidad con algún trabajo manual, pero simplemente me miró.

—¿Te encuentras bien?

La miré. Su cara era angulosa pero bella. Labios finos y bien perfilados, frente despejada y pelo entre castaño y rubio en media melena. Era más guapa de lo que su salario y el deficiente maquillaje habían aparentado. Sonreí amargamente.

—No. Han secuestrado a mi novia. El mundo se acaba. No hay esperanza.

Ella interpretó los mensajes como uno solo. Acarició mi cara y me atrajo en un torpe abrazo. Al principio me pareció ridículo, como de culebrón, pero no pude reprimirme mucho tiempo y sollocé con rabia, llorando con fuerza durante un minuto o dos, mientras la apretaba contra mí. Olía a tabaco y a perfume barato pero también a humilde honestidad.

Cuando me separé de ella, entreví sus pechos entre la bata. No estaban mal para su edad. Probablemente eran implantes… ¡Qué cosas de pensar en aquel momento!

—Estará en Jaca.

El contraste de ambos pensamientos me golpeó como un puño. Apenas reaccioné.

—¿Qué?

—Tu novia. Estará en Jaca. Si no ha muerto cuando los terremotos.

—¿Cómo sabes tú eso?

Miré sus labios, perfilados como a cincel, hermosos e invitadores. Ella pareció malhumorada. Quizá no era allí donde debía haber mirado. Se tapó los pechos cruzando la bata.

—¿Tú no eres de aquí, verdad?

—No. Vivo entre Madrid y Zaragoza.

—Esto no es como Zaragoza, y desde luego no se parece en nada a Madrid. Aquí la protección es cosa de… empresas. Están asociadas en una especie de cooperativa de pequeños empresarios, y de hecho se llaman «La empresa». Pues bien, si la empresa no ha secuestrado a tu chica, cosa que se sabría, incluyéndome hasta a mí, y yo no lo sé, ha sido alguien por su cuenta y riesgo, y eso, amén de la policía, a la empresa no le gusta. Sobre todo si la secuestrada estaba bajo su protección.

Intenté pensar un poco y sacar algo en claro de entre los efectos del alcohol, cuyos efectos comenzaba a notar. Evidentemente, confirmé que la ginebra no era de la mejor calidad.

El contraste entre las dos situaciones era tan abrumador que no terminaba de asimilar la noticia, como si fuera otra persona quien lo hubiese soñado despierto.

Antes, cuando estaba deprimido y flotaba entre la conciencia y la velada lasitud de los fármacos, sentía a veces voces que no comprendía. Pero, por mucho que ahora sacudiera la cabeza y me pellizcara, aquello era real, así que me obligué a afrontar el hecho de que una puta sabía más de mi novia que yo mismo. Traté de no sonar desesperado:

—Pareces muy puesta.

Ella rio con ganas, sin parecer querer burlarse de mi ignorancia.

—Soy lo que ves y nada más, pero tenemos un trato, tanto con la policía como con la empresa. Nosotros somos sus oídos y ellos nos protegen y nos mantienen.

—¿Nos?

—Sí. Tenemos hasta sindicato. Si no, no sería fácil ser lo que somos. Hay mucho violento. Tengo…

—Ya. Un trato con el vecino policía.

—No. —Volvió a reír—. En realidad apenas practico el sexo si yo no quiero hacerlo. Soy, más una informadora que una… masajista, salvo que yo lo elija así.

—¿Y por qué me has escogido a mí? ¿Por información?

Sentí miedo, pues podía ver que era tan hermosa que no debería necesitar hacer la calle, y su seguridad y aplomo parecían responder que, en efecto, no la hacía, ergo en verdad era algo más que una puta. Tal vez era una poli, o una gánster. Me encontré a mí mismo buscando un precedente en una película. Sacudí la cabeza para disipar mi estupidez.

Ella abrió una sonrisa pícara y contagiosa. Era consciente del efecto que causaba cada gesto suyo en mí, lo que me hacía parecer un pelele en sus manos.

—Quizá por las dos cosas. Pero era evidente que había algo raro en ti. —Se encogió de hombros—. En realidad, cualquier persona que salga hoy resulta rara, y no podía dormir, por lo que me acerqué al bar a matar el aburrimiento y recoger cualquier información útil.

—¿Y los demás?

—¿Te refieres a la policía y la empresa?

Yo asentí.

—Parece que se llevan muy bien.

—Sí.

Sonreía encogiéndose de hombros. Parecía lo más natural del mundo. Yo me iba encontrando mejor y me parecía un poco más a mí mismo.

—Y dime…

—Andrea.

—Andrea, por cierto, creo que debes de ser algo más que una informadora. Me pareces demasiado inteligente para…

—Cariño, no intentes lisonjearme. No soy vanidosa. Eso es de putas con vocación.

Me puso en guardia de nuevo. Era inteligente. Y culta. Una puta no debía de hablar así. Al menos en las películas no lo hacían. Me ruboricé por dentro. Me hubiera abofeteado a mí mismo si no hubiese parecido un imbécil integral; ya estaba de nuevo pensando en cine.

—Disculpa. Necesito ayuda. ¿Seguro que la empresa no sabe nada del secuestro? ¿No habrá ninguna facción escindida ni nadie en las alturas que pueda haberlo ordenado?

—Seguro.

—Entonces tienes razón y tengo que ir a Jaca. ¿Qué hay allí?

Andrea volvió a reír a carcajadas, mientras me acariciaba de nuevo la cara con el dorso de su mano con olor a tabaco.

—¡Qué ingenuo eres! Nadie va a Jaca. No se cruzan las montañas así como así. Los túneles fueron los primeros de España en romperse y llevamos muchos, muchos años incomunicados. Allí sólo viven algunos delincuentes sin medios, los desahuciados que viven como los antiguos gitanos. Probablemente se hayan extinguido, pues no hay nadie preparado para sobrevivir allí en condiciones como las de los últimos días. Se les considera una leyenda urbana. Cómo llegaron hasta allí es toda una incógnita. La recompensa debe de ser inmensa para justificar una locura así.

Estaba intentando sonsacarme sobre la cuantía del rescate. Un poco cohibido (seguro que me sonrojé), cambié de tema.

—¿Nadie se atreve a ir allí?

—Hace años que no. Y no sólo por el tiempo, que ya es razón suficiente. Se decía que estaban bien pertrechados y que eran muy peligrosos. Antigua guerra de guerrillas y todo eso.

—¿Alguien se ha puesto en contacto con ellos?

—Sí, claro que sí. Ellos contactan de vez en cuando, pero es unilateral.

—Luego no son una leyenda urbana.

—No, aunque nada es igual tras los últimos terremotos. Tienen equipos de comunicaciones. No les importa que se intenten rastrear sus teléfonos cuando consiguen tener cobertura. Y dime: ¿cuánto has dicho que era la cantidad que han pedido de rescate?

Incluso medio borracho como estaba, las alarmas se encendieron. Intenté no parecer nervioso.

—No lo he dicho… porque no lo sé. Ni para eso confían en mí. No lo sé. He venido solo para intentarlo por mi cuenta.

—Ya.

—Andrea…, ¿yo podría comprar la ayuda de la empresa?

Ella volvió a sonreír pícaramente.

—¿Cuánto tienes?

Sonreí. Por lo menos se había tragado que yo no tenía el dinero, lo que me hubiera puesto a mí en peligro.

—Los ahorros de mi vida. No mucho. ¡Ah! Tengo esto. Es un Rolex auténtico. —Le di el reloj que me había regalado mi padre.

—¿De dónde lo has sacado?

Me encogí de hombros. Ella calló.

—Quizá por esto pueda conseguirte algo. Dame tu número.

—No. Dame tú el tuyo. Yo te llamaré.

Me lo dio mientras sonreía de nuevo como una niña que hace una travesura.

—Hay una condición —dijo ella.

—¿Cuál?

—Me apetece… —Hizo un mohín, mientras miraba mi entrepierna.

—Estás de broma.

—No. Supongo que eres mayorcito para asumir las consecuencias de tus actos… ¿O es que me tienes miedo?

—Me dan miedo las mujeres demasiado listas.

—Pues vas a tener que cumplir o…

—¿Llamarás a tu vecino?

Ella se echó a reír. Una carcajada de verdad, no una de actor, como reiría Gilda. Yo decidí que ya estaba harto de mezquindades. Agarré la puerta y salí de allí, torturado por sus carcajadas pero aliviado. Así aprendería a no hacer más estupideces. Podía haber sido peor. Podían haberme dado una paliza o… Me quedé quieto en el portal. ¡No se creerían que no tenía el dinero del rescate!

Me entró el pánico y comencé a sudar frío. Probablemente estaba llamando a su gente. Lo comprobaría. Marqué el número que acababa de darme. ¡Comunicaba! Salí del edificio a toda prisa, sin ninguna dirección. Podía orientarme fácilmente, pero tenía que alejarme del hotel y de mi padre. Me estarían siguiendo.

Lamenté mi estúpida capacidad para empeorarlo todo. Mi padre tenía razón. Quejándome, no arreglaba mucho. Respiré hondo e intenté relajarme. Tal vez se pudiera sacar algo positivo de aquello. Cuantos más ojos buscasen a Julia, mejor.

Conté mi dinero en efectivo. Aún disponía de más que suficiente. Buscaría otro hotel. No abundaban, ya que no había movimiento entre ciudades. El país estaba incomunicado hasta que arreglaran alguno de los túneles, si llegaban a arreglarlos. Así que los únicos hoteles disponibles eran los que se usaban para la prostitución, intercambios sexuales, orgías y ese tipo de cosas que tanto abundaban con la desesperación general. Por lo general había un hotel con cierto nivel cuyas pérdidas eran asumidas por el gobierno local, pero ya estábamos alojados en él. El resto eran garitos de mala muerte.

Encontré uno y me inscribí allí con un nombre falso. No hubo preguntas. En cuanto entré, llamé a mi padre. Me costó cuatro llamadas y unos cuantos juramentos en voz alta. Seguro que había despertado al vecino policía de turno.

—¡Sí!

—¡Joder! Pero ¿qué hacías?

—¿Yo? Buscar la mierda del teléfono, que los camuflan entre la decoración. ¿Dónde coño estás tú?

—En un hotel. He intentado conseguir información. Hay una organización mafiosa que…

—¿Mafiosa? ¿Qué leches sabes tú de la mafia?

—¡Déjame hablar! Una organización paralela a la policía y en connivencia con ella, a la que llaman «la empresa», que protege por dinero y coacciona a los que no pagan. Ellos no han sido. Y controlan la ciudad a base de bien. Dicen que, si no acuden al intercambio, estarán en Jaca.

—¿En Jaca?

—Sí. Debe de haber algún grupo incontrolado donde la empresa no llega. Y, por lo visto, nadie llega hasta allí.

—Pues, si no acuden a la cita, habrá que llegar. ¿Y dónde estás?

—En un hotel bastante chungo. No quería llevarlos hasta ti ahora que están sobre aviso. No se creerán que no tenemos el dinero del rescate.

—¡Cojonudo! Pues van a ir derechitos a tu habitación. ¿No puedes escapar?

—¿Y burlarlos en su ciudad y de noche? No lo creo.

—Escúchame bien. Sal de ahí. Y no te olvides de esquivar las cámaras de los rellanos. Paga a una puta y quédate con ella esta noche. No te vendrá mal relajarte un poco, pero antes métela en la máquina de plastificar.

—¡Vete a la mierda!

Colgó, no sin antes regalarme una de sus carcajadas. Parecía una constante. Todo el mundo se me descojonaba.

Salí de la habitación tras asegurarme de que no había cámaras activas. Imaginé más actividad parasitaria por centímetro cuadrado de aquella pestilente moqueta que en las intimidades de la puta más barata de la ciudad.

Pensé con rapidez. El bar no era tampoco una buena opción, visto lo visto. Bajé las escaleras sin hacer ruido y esperé en un rellano cualquiera unos cuantos pisos más abajo, hasta que alguien salió de una habitación. Un tipo gordo y peludo como un oso, que dejó una peste a sudor en el rellano como para matar los ácaros de medio hotel. Al poco, una chica menuda, con unas ojeras como pozos sin fondo. La abordé antes de que tomara el ascensor.

—Hola.

Dio un respingo.

—Disculpa.

La examiné. Era joven, pero, por sus pupilas, su rostro pálido como la nieve, su cuello flaco y unas tetas desproporcionadas para aquel cuerpecillo, parecía una muñeca hinchable medio rota.

—¿Qué quieres?

—Yo…

Mi timidez habló por mí. La chica sonrió. Seguramente parecía preferible al oso.

—Cincuenta euros.

—¿Y la noche entera?

—Cien.

—Vamos.

Me abrió la puerta con amabilidad, dejándome pasar primero. Yo entré a oscuras, buscando el interruptor de la luz, tanteando la pared con un poco de asco. Pero un ruido me paralizó.

Pisadas.

Escalones bajados de tres en tres.

La chica iba a entrar, señalando al fin el interruptor, cuando una voz le hizo volverse.

—¡Tú, la puta!

—¿Sí, cariño?

—¿Hay alguien contigo?

Yo le hice una seña, negando con mi mano. Ella miró al exterior.

—No. He salido a despedir a mi novio. Le llaman el Oso… ¿Quieres conocerlo? Aún no habrá salido del edificio.

El silencio hizo que los latidos de mi propio corazón me dolieran. ¿Así que el Oso era su novio? Pues casi me pilla abordando a su novia.

—Si ves algo, avísanos.

Entró. Cerró y encendió la luz.

«Tal podría yo ser Jack el Destripador y le daba igual».

—Creo que esto vale cincuenta euros más —dijo.

—Los vale. ¿Cómo te llamas?

—Margarita.

Yo estaba tan agradecido que hablé sin pensar:

—Está linda la mar…

—¿Qué?

—Nada. Un viejo poema.

—Eres raro.

Sonreí. Salimos del recibidor y entramos en la habitación. Por suerte, la había ventilado a fondo y no se apreciaba rastro de su anterior amigo. Se desnudó directamente. Estaba colocada.

Vi sus tetas de silicona barata y su piel desnutrida y blanca sobre los huesos. Era flaca hasta casi la anorexia, como un perrillo abandonado.

—Escucha. Hoy no quiero sexo. Sólo… Er…

—No quieres dormir solo.

—Eso es. —Casi jadeé del alivio—. Es decir, con dormir en el mismo piso ya me vale.

Ni se inmutó. Dejó como estaba la ropa a sus pies, ignorándome. Su cuerpo escuálido y blancucho no inspiraba mucho. Se dio la vuelta hacia el baño, señalando apenas con su brazo caído.

—Ahí tienes la cama. Yo duermo en el sofá.

La cama se veía limpia, pero la imaginé bajo una de aquellas luces azules de las series policiacas, tras el paso de su novio, el oso.

—De eso nada. Yo pago y digo que duermo en el sofá.

Se encogió de hombros.

—Si todos fueran como tú…

Mientras oía el rumor del agua de la ducha, llamé a mi padre.

—¿Te han pillado?

—Pues no. Igual es que no soy tan inútil.

—Lo dudo. Escucha. No te muevas de ahí. Mañana te levantas tarde y te vas a hacer una visita turística; así, si te pillan, los despistarás. Yo haré el cambio. Cuando tenga a Julia conmigo, te llamo y te vas derechito a la policía más cercana, no sea que te vayan a secuestrar ahora a ti.

—Pero ¡yo quiero estar ahí!

—¡Lo que quieres es tocarme los huevos! ¡Pues tráetelos a todos! Se montará un bonito guateque.

—¡Joder!

—¡Ah, macho, no haberte ido de putas!

—¡Que yo no…!

—Hasta mañana, machote.

Y colgó. Yo hice gesto de arrojar el móvil contra la pared, pero me contuve. ¡Sólo me faltaba eso!

—¡Pues, hala, a dormir!

Tras la desaparición de Italia, todo pareció sucederse ya en cadena. Y lo peor fue que apenas sorprendía ya a nadie. La lasitud se apoderó del mundo. Sectas autodestructivas, suicidios en masa, atentados terroristas, golpes de Estado, gurúes televisivos…

Después de una nueva cadena de terremotos que sacudieron Irán, Irak, Afganistán, Pakistán y los países colindantes, los imanes llamaron a la yihad y un ejército entró a sangre y fuego en Cachemira. Los hindúes apenas tuvieron fuerza para resistir y fueron ajusticiados en una orgía de sangre. Algunos días más tarde, Islamabad, la capital de Pakistán, fue arrasada por una bomba nuclear.

De nuevo fue un error.

El terremoto que se desató a consecuencia de la onda expansiva en la frágil corteza terrestre cambió de lugar la cordillera del Himalaya. El Everest pasó a ser el cuarto pico más alto del mundo y la península Índica quedó desolada. Ochocientos millones de hombres, esta vez. Casi toda una raza. De nuevo los humanos se autodestruían.

Los gobiernos se pusieron a construir ciudades en zonas seguras. Polonia, la meseta española, África central, etc., con la nueva tecnología de redes tridimensionales.

Los odios se exacerbaron. Hubo persecuciones a inmigrantes y musulmanes en Centroeuropa, a cristianos en África, a europeos en Asia, e incluso entre pueblos hermanos se recuperaron viejas rencillas olvidadas.

Los gobiernos de países dieron lugar a ciudades Estado independientes, ya que la vida fuera de las urbes resultaba físicamente imposible, y se gestaron agrupaciones por creencias políticas o religiosas. Nuevas ciudades de ideología neonazi en Europa, pueblos que sólo aceptaron a adeptos a sus causas concretas, creando de nuevo migraciones por creencias, y muchos muertos por el camino.

Los combustibles fósiles se agotaron y resultaba imposible hacer nuevas prospecciones en las condiciones extremadamente frágiles de la superficie del planeta. La corteza terrestre era como el globo de un niño. Apenas lo pinchabas, explotaba con violencia.

En muchos casos, centrales nucleares fueron desgajadas por los temblores, como una mandarina, y sus radiaciones contaminaron el mundo por entero. Se registraron hasta quince explosiones nucleares en menos de cinco años. Incluso un arsenal nuclear coreano estalló con la violencia de veinte explosiones de Nagasaki, creando nuevos círculos de destrucción de la corteza, terremotos, violencia y estupidez humana.

Los casos de cáncer se multiplicaron exponencialmente, a pesar de la superproducción de yodo y su inclusión en las dietas.

Las ciudades se aislaron con materiales escudo a las radiaciones, y los ciudadanos comenzaron a recluirse en ellas, y a no exponerse al aire contaminado del exterior.

El ingenio de la necesidad y una comisión internacional de ingenieros, físicos, expertos en energía y en muchos otros campos ideó sistemas de retroalimentación y cogeneración de energía en las ciudades, como la turbina de un barco que se autoalimenta. Poco a poco, los avances en la química fueron paliando las carencias alimentarias y reduciendo las enfermedades y muertes. El agua pasó a ser un bien preciado y se depuraba hasta la última gota del líquido elemento en un circuito cerrado en la ciudad.

El cielo se cubrió de una pátina rojiza oscura, que nunca más se disipó. Las primeras lluvias ácidas violentas llegaron a desfigurar a cientos de miles de personas. El tiempo pareció asentarse en dos estaciones al año, que en cualquier momento podían romperse, y tanto podía granizar en la estación cálida como llegar a cuarenta grados en la fría, aumentando más, si cabía, la erosión y la desertización del planeta.

Con este panorama, se abandonó el transporte aéreo, ya que, al principio, las propias inclemencias del tiempo hicieron que muchos aviones se estrellaran y, después, literalmente no había pistas en condiciones para que aterrizaran. Las ruedas reventaban en las fisuras del firme irregular. No se daba abasto a arreglar una pista. El tiempo corría más rápido que la pericia de los profesionales.

POL

SUEÑO

Los sueños se repetían. Comenzaban con aquel cielo que me ponía la carne de gallina y me hacía sudar frío. Compadecía a mi amigo por el solo hecho de tener que convivir con tal pavorosa visión cotidiana.

Les vi mover la caja negra de una grieta que se había abierto en el suelo tras uno de aquellos terremotos que incluso a mí me sobrecogían. Ya no parecía mágica, cuando vi que hubieron de sacarla empujando e introduciendo rocas que la soportaran. Aquello era muy extraño.

Era muy curiosa la relación de mi amigo con su padre, porque no había duda de eso. Era igual, aunque no parecían miembros de la misma tribu, porque tenían caracteres totalmente diferentes. El padre, seguro, casi arrogante, no parecía querer enseñar nada a su hijo, sino demostrarle que era mejor, y el hijo, entre moviéndose en el leve trecho que separa el respeto que le debía y su propia paciencia. ¿Qué mundo era aquel, donde la competitividad se extremaba hasta el punto de enemistar a padres e hijos?

Les vi llegar a una gran ciudad, aunque no como la última, ni remotamente como aquella de donde había partido mi amigo en su periplo en busca de la mujer. Esta parecía más vieja, menos cuidada, y no era raro, pues el terreno se elevaba y tras ella aparecían unas increíbles barreras montañosas de cumbres recortadas que amenazaban el ánimo de cualquiera, como si esa ciudad contuviera el empuje de las montañas hacia el valle y las tierras bajas donde los hombres vivían en paz relativa. Aquel era territorio de la naturaleza rebelde y vengativa, como si tuviera vida propia y odiara al hombre, y la ciudad parecía respetar y comprender aquel límite, permaneciendo a una distancia prudente de sus estribaciones que comenzaban en un ocre anaranjado de la tierra yerma llana, y se iba oscureciendo al ascender entre secas grietas que parecían arañar la superficie de las paredes casi verticales, hasta un color oscuro que presagiaba inhospitalidad, perdiendo nitidez conforme se ascendía, hasta el punto de que, según el tiempo que hiciese, se confundían las cumbres de las montañas con el oscuro cielo rojizo que tanto me asustaba. La base de la montaña resultaba veladamente amenazadora, pero las cumbres retaban a cualquier atisbo de vida a intentar echar raíces. Ni un brillo de verde, ni un árbol, ni una planta, ni un curso de agua, sólo la roca ocre y negra, las estrías severas que se adentraban en la montaña hasta el mismo corazón del más duro mineral, que ni la sequía más violenta podía arañar.

Mi amigo parecía estudiar la ciudad como yo mismo antes de entrar en ella y afrontar lo que el destino le deparase. Yo esperaba que fuera más grato de lo que los oscuros colores prometían, y así recé a todos los dioses que conocía, pues su sufrimiento era más notorio cada día que pasaba, paralelamente al color del cielo. No le conocía ni le entendía, pero sabía desde lo más profundo de mi entendimiento limitado que el chico no merecía aquella desdicha, ni la que le causaba la ausencia de su mujer, ni la congoja común a su mundo cuando se osaba mirar el cielo.

Le vi pasear durante la noche con desesperanza. Confiarse a una mujer bella, aunque de aspecto inteligente y ratuno, que a todas luces quería algún tipo de información de él, valiéndose, primero, de sus armas de mujer —que no eran pocas, al menos para mí, ya que era la segunda mujer que veía a la luz del día en mi vida— y, luego, de cierta violencia contenida que me puso en guardia. No cabía duda de que era una mujer inteligente acostumbrada a manejar a los hombres a su antojo, incuso sin su belleza. Pero mi amigo, al fin, tuvo la presencia de ánimo suficiente para abandonarla, antes de caer en sus redes, y ocurrió lo más extraño; tomó de una bolsa una extraña y diminuta cajita, tan pequeña que cabía en la palma de su mano… ¡Y le habló! ¡A la caja!

Aquello superaba con creces mi entendimiento. Lo achaqué a lo único que podía justificar tal milagro. Magia. ¿Y qué hacía? ¿Hablarle a un dios? Pero mi amigo huyó con rapidez y eso esfumó mi sorpresa.

Le vi correr por la calle y buscar otra de aquellas inmensas cajas rellenas de cajitas donde vivían. Buscó la compañía de otra chica, que pareció esquivar a dos hombres que buscaban a mi amigo con no muy buenas intenciones, por su expresión de alivio.

La chica se le ofreció sexualmente. No sabría decir si era atractiva o no, pues yo no había visto jamás una mujer desnuda tan vivamente, y su visión me perturbó profundamente, aunque mi amigo la desechó como si no valiera la pena. Cierto que sus ojos negros y hundidos daban un poco de miedo, y que era tan flaca que no soportaría un parto, pero tenía unas tetas tan grandes y redondas que casi parecían extrañas en su cuerpecito delgado.

Parecían mujeres como las que había en la cueva que, sin estar atadas a ningún hombre en concreto por contrato u obligación impuesta, se entregaban a quien pagara con alimentos o trabajo para ellas, sin ninguna obligación futura. Era un trato justo y su oficio era muy respetado, incluso entre los ancianos, aunque estos no pagaban por sus servicios, que les eran dados gratuitamente a cambio de su… bendición.

Pero, tras la turbación inicial, la chica me inspiró lástima, exactamente como a mi amigo, aunque su casa le sirvió para esconderse aquella noche. Sus ojos estaban enmarcados por unos surcos algo más negros y profundos de lo que los polvos que se aplicaba en la cara pretendían disimular. El color de su piel y su silueta daban lástima como un perro flaco al que nadie quiere y se acaba sacrificando.

VIGILIA

Los días siguientes los dediqué a estudiar el terreno alrededor de la cueva, cavar trampas e inspeccionar todo cuanto pudiera darme una posibilidad.

Tras el incidente con los guardias, no tuve problemas para desembarazarme de ellos cuando así lo quería. De esta manera dedicaba unas horas al día a la enseñanza de los cultivos, y les dejaba en ello (había ampliado el huerto para mantenerlos ocupados). Lo cuidaban tanto y tan bien que, al menos en la cueva, tendrían las mejores verduras y cereales, con cierta garantía.

El resto del día lo empleaba en mis excursiones. En una de ellas bajé casi hasta la planicie del valle, donde jamás había osado llegar, en un tramo del río cuyo reflejo me había llamado la atención desde arriba, y la curiosidad me llevó allí. La dura excursión mereció la pena. Lo que desde tan lejos, y a pesar de mi vista privilegiada, parecía un extraño meandro donde el río se ensanchaba, al estudiarlo de cerca, resultó ser una presa construida por castores. Mi padre me había hablado de esos curiosos animales tan caros de ver. Volví durante muchos días para estudiarlos bien. Admiré maravillado su obra. ¡Con cuán poco podía conseguirse tanto! Ramas, hojas y barro constituían una barrera que contenía la fuerza del agua y la dirigía a un lado, a la total conveniencia de los castores, que construían sus moradas, cuyos toscos tejados sobresalían del agua.

¡Qué inteligencia! No podía dejar de imaginar el interior de aquel habitáculo, al que se accedía debajo del agua, aislado y seco, protegido de depredadores por su diseño, ideado por unos seres que no semejaban sino enormes ratas con unos extraños apéndices, como una cola muy desarrollada, tan rápidos como esquivos, y que sólo se dejaban ver tras muchas horas de observación bien oculta, pues eran muy receptivos al mínimo estímulo.

Los días de estudio se multiplicaron. Se veía que conocían las estaciones, pues estaban preparando la presa para contener la crecida de las aguas pues, por muy benévolo que hubiera sido el invierno que terminaba, las cumbres se veían igual de blancas que todos los años, así que la violencia del río en los días siguientes sería una dura prueba para la relativamente frágil presa.

Pensaba cómo podría yo aprovechar el conocimiento que mis amigos roedores me regalaban. Tal vez se podría alterar el curso de algún riachuelo para acercarlo al huerto y tener agua disponible justo al lado de la tierra de cultivo, con lo que se ahorraría mucho trabajo y los frutos aumentarían en tamaño y calidad…

Me di un pescozón, reprochándome mi propia estupidez. Pero ¡cómo podía estar pensando en el bienestar de la comunidad cuando renegaba de ella! ¡Debería concentrarme en un plan para escapar!

Pensé con calma. Para poder llevarme a mi mujer y mi hijo, debería ocurrir algo que distrajera la atención de todo un pueblo. Algo que, sin resultar excesivamente dañino (al principio había pensado en un incendio, pero la cueva estaba preparada para tal contingencia, tras muchos casos, tanto premeditados como por accidente, y tampoco quería ahogar a nadie con el humo), hiciera salir a la gente fuera de la cueva.

Eso no era fácil, y sólo algo que les aterrara causaría tal efecto, así que no debía descartar la peligrosidad, pues sin ella no lograría asustarles.

Lo primero en lo que pensé fue un terremoto, aunque, con la estrecha mentalidad religiosa, lo que conseguiría sería exactamente lo contrario. Se recogerían a lo más hondo de la cueva. Y tampoco sería fácil provocar un terremoto. Dentro de la cueva no existía la posibilidad de provocar un derrumbamiento, pues se realizaban trabajos periódicos de inspección y consolidación de rocas a tal fin.

No podía usar el fuego ni la tierra, ni tampoco la piedra, pues un solo hombre no podría mover una lo bastante pesada. El aire estaba descartado. Sólo quedaba el agua.

Tenía la manera de dominarla y sabía de numerosos riachuelos que recorrían las montañas en altura superior a la cueva, pero la entrada de la caverna estaba dispuesta en un plano inclinado hacia abajo, mirando al exterior y al valle, con lo que meter agua era imposible.

A no ser…

La luz se hizo en mi alma. De repente vi la respuesta. Era simple, pero tal vez resultaría, y su efecto sería incluso más imponente y sugestivo que el del fuego, pues ya estaban acostumbrados a él pero no a esto.

Reí en voz alta, desahogando los nervios crecientes de los últimos días. Imaginaba la cara de los ancianos ante lo que se les avecinaba.