PETER
SUEÑO
Aunque aquel gigantón se había convertido en mi amigo, no podía evitar sentir una envidia insana cuando aquel azul limpio llenaba mis sentidos.
Vi que no estaba solo. Había soldados armados que lo custodiaban. Su disgusto era tan evidente como la resignada ironía del que ya consideraba de alguna manera mi álter ego, pues las semejanzas entre nosotros dos eran cada día (o cada noche) más notorias, aunque fuera en una relación inversa.
Parecía recrearse en hacerles rabiar y no me extrañaba. Yo me hubiera comportado igual.
Resultaba extraño que me sintiera tan igual a él, cuando había un abismo de cultura que nos separaba. Al final, si nos quitan las vestimentas de un aprendizaje superfluo, todos somos iguales. ¿De qué le valía a aquel bruto saber filosofía, historia, religión o arte? ¿Y de qué me valía a mí? Sin todo eso era como él, y lo sabía.
En un mundo que se agotaba como las pilas de un juguete infantil, despojado de los infantiles aires de grandeza que parecían separarnos cuando lo conocí, resultaba que ambos teníamos las mismas inquietudes.
¿Qué sería de la comunidad cuando ya no hubiera nada? Porque resultaba evidente que lo único que le hacía no salir corriendo hacia el paraíso era la cercanía de los suyos. Me preguntaba qué le hacía especial. Por qué le permitían salir. Resultaba paradójico que le pusieran guardias para controlarlo, si el hecho de salir era algo tan negativo, y él salía… ¡Pues claro! Tendrían miedo de que huyera. ¡Hipócritas!
Bien que comían la carne y los frutos y verduras que él traía. No hacía falta ser muy listo para saber que sin carne ni fruta, en poco tiempo, muchos morirían de escorbuto y enfermedades causadas por carencias… sin pensar que era un milagro que hubieran sobrevivido tanto tiempo como parecían llevar dentro de la cueva.
Él estaba encerrado en una cueva y yo en una ciudad subterránea. Ambos queríamos huir, pero algo nos ataba. La única diferencia era la luz y el color del cielo. Él la tenía como meta, yo ya la había perdido hacía ya mucho tiempo. Él huía hacia cualquier lugar, pues tenía un futuro.
En cambio yo, sin lugar ni dirección en que huir, sólo podía huir hacia delante. Por eso había aprendido tantas lecciones superfluas: mis carreras, los idiomas, los deportes, la psicología y el psicoanálisis sólo eran una huida hacia delante y ahora me daba cuenta.
Lamenté no tener un sueño más consolador en que pudiera abordar sexualmente a una mujer cualquiera, o reírme sin más de la mayor tontería, o incluso un sueño donde sintiese miedo al estilo de los niños que creen en vampiros. Pero yo no tenía un sueño que me distrajera. Mi sueño era como un viaje continuo hacia mí mismo y no podía evitarlo.
Y todo me recordaba mi cielo… Y que el mundo se acababa.
Ya quisiera yo creer en vampiros o en monstruos, cuando el mayor monstruo era el hombre, el ego desatado e implacable que, multiplicado por millones de comunidades de mentes egoístas, eran capaces de consumir la energía de cualquier mundo y, habiendo tenido tantos años, tantas generaciones de aviso, tantos preludios, tantas advertencias y tantas oportunidades de revertir el daño desaprovechadas, al fin, resultaba que éramos lo peor, pues en nosotros convergían los pecados de toda una humanidad, y no teníamos siquiera el derecho a la queja, al berrinche infantil, pues nadie, ni uno solo de los hombres, ni el más solidario de los ecologistas, podría jurar que, con un cielo más azul, no se comportaría como el resto de los hombres de su generación.
VIGILIA
—¡Vaya mierda de cama! No te puedes ni estirar… Si parece que estés al baño María.
—¿Qué? —Casi me caí del sofá. La voz grave de mi padre hacía retumbar el cuarto entero, como un pequeño terremoto.
—Nada. Si no sabes lo que es una buena cama y vas a saber lo que es la cocina de toda la vida.
Yo lo miré entre mis puños frotándome los ojos. Había dormido fatal, entre la incomodidad del sofá, los dolores de los golpes, los ronquidos profundos de mi padre, amplificados por la cápsula, y mi propio sueño tan poco oportuno.
—Ayúdame a salir o aún tendré que usar el revólver.
Accioné la cápsula para abrirse y limpiarse. Resultaba irónico. El mundo se acababa y yo pensando que tendría que ordenar limpiar a fondo la cápsula. Lo miré. Descansado y… casi se diría que feliz.
—Esto te divierte, ¿no? Te lo estás pasando de coña. Te saco de la residencia, raptan a mi novia, a mí me hostian… ¡Y tú, de cachondeo!
Mi padre se paró en seco. Se había dado cuenta de que tenía razón. Pero ahora su semblante era serio.
—Pues sí. El mundo se va a tomar por el culo. Nos quedan cuatro telediarios. Se va a extinguir del todo la raza humana. Y tú me regalas un último caso, algo en lo que puedo demostrar que soy útil en un mundo que no es el mío, y de paso me regalas tu compañía, aunque interesada, en los cuatro días que nos quedan, en vez de irte a follar como un condenado. Me das algo en que pensar que no sea lamentarme y lloriquear… Pues sí. Me encanta.
Siguió con sus cosas. Ahora el pasmado era yo. Me había dado una clase de realidad en apenas cinco segundos, que llevaba algo más digerir. Justo el tiempo que le llevó soltar la siguiente entrega de su humanidad por etapas.
—Pero tú ¿cómo cojones haces los huevos fritos?
—En el microondas.
Intenté ignorar los juramentos entre dientes, que sonaban como un ronroneo. Pero, ingenuo de mí, pensé que, si él llegaba a cocinar, iba a tener problemas con mi compañía de seguros.
—Ya los hago yo. Pero… ¿comes huevos todos los días?
—Para lo que me queda en el convento…
Me encogí de hombros.
—Pues también tienes razón.
—Además, esto ni son huevos ni son nada… ¡Sabrás tú lo que son un par de huevos fritos!
En una hora estábamos dentro de un furgón que parecía más un camión que un coche, con unas ruedas como no había visto en mi vida. Gracias a Dios, mi padre parecía saber conducir aquel trasto y, sin dar lugar a réplicas, se sentó al volante. Si lo hubiera hecho yo, me hubiera echado diciendo que los jóvenes de hoy no sabíamos una mierda.
Agradecí el silencio, porque me permitió reflexionar un poco. No sabía si el mundo estaba a punto de explotar. No sabía qué estaba haciendo. Intenté no dejarme llevar por el pánico, pues ante cada pregunta notaba el comienzo de un ataque de ansiedad. Intenté pensar. ¿Qué haría yo si me dijesen que se terminaba el mundo? Lo primero que me vino a la cabeza fue llamar a mi padre y decirle que le quería, y darle las gracias por la existencia que me había dado, y luego tal vez encerrarme con unas botellas del mejor licor añejo que encontrara y las mejores viandas auténticas, con Julia en el apartamento, y que el fin del mundo nos pillara haciendo el amor. Sonaba primitivo —pensé en mi amigo—, pero era lo que hubiera hecho. La primera parte estaba cumplida, al menos en parte, pues estaba en compañía de mi padre. La segunda… al menos íbamos en pos de ella. Y mi padre tenía razón. Si no la tenía junto a mí, al menos lo intentaría y el sabor de la aventura, la emoción y el riesgo me mantendrían por lo menos ocupado y sin pensar mucho. Con lo que, al menos, sabía que estaba haciendo lo correcto. Sonreí. Disfrutaría de lo que me quedaba de vida con mi padre. Le miré. Debía darle un poco de conversación.
—Parece que se te da bien conducir esto.
—Los jóvenes de hoy no sabéis una mierda. —Yo reí.
No sabía por qué mantenía esa fachada tan grosera. Nunca había dejado de hablar mal, pero las últimas horas parecían un festival de la cantinela del joder y el coño.
Yo sabía que no era así, pero tampoco podía saber qué pasaba por su mente. Probablemente me estaba calibrando para saber en qué había cambiado y si aún seguía deprimido. Esperaba que no durase mucho, pues resultaba bastante irritante.
Nuestra escolta nos ayudó a cruzar el antiguo río con un improvisado puente. Una vez que salimos de la ciudad, los guardias quedaron atrás. Resultó muy triste ver que lo que quedaba en pie del templo del Pilar se había venido abajo junto con parte de la catedral. Miré con tristeza el único cimborrio mudéjar del mundo, pues la hermosa fachada que había conocido desde el arco apuntado románico y su decoración de taqueado, al gótico y sus arcos apuntados sembrados de filigranas, al barato y bellísimo mudéjar geométrico y al aséptico neoclásico, se había derrumbado. Fue la confirmación de la conciencia del fin, pues aquello parecía predispuesto a la eternidad y para tal fin fue concebido.
Entramos en la antigua carretera. Una autovía de dos carriles por sentido, por supuesto, ya al aire. Íbamos despacio pero a buen paso. Las grietas y agujeros eran enormes, pero las ruedas los sorteaban sin demasiado esfuerzo, así que todo parecía ir bien.
—¿Crees que saldremos de esta? No parece que el terremoto haya causado daños irreparables. —Quise creer que habría una respuesta positiva.
—Ya lo parecerá. El daño está en las comunicaciones. Los túneles ferroviarios se han sepultado.
—Eso se puede arreglar. Tienen enormes máquinas tuneladoras.
—No a tiempo. Si no hay presas que traigan agua, la ciudad dependerá del autosuministro y del reciclaje y, tarde o temprano, el agua se agotará. Además, los movimientos continuarán. —Hizo una pausa—. Aunque sean pequeñas réplicas. Ningún obrero se atreverá a meterse en un túnel mientras no haya seguridad.
Se me puso la piel de gallina. Mi padre intentaba ocultarme la gravedad de la situación. En ese momento, le quise con una intensidad desconocida hasta entonces, aunque resultaba incómodo pensar que tal vez lo hacía para que yo no me derrumbase, vistos mis antecedentes psiquiátricos.
Se rio de buena gana.
—¿De qué te ríes? —Casi me molestó pensar que me leía el pensamiento.
—¡Y pensar que aquí hubo una exposición universal del agua! ¿No lo sabías?
—No. —Me sorprendí. Mi padre dándome lecciones de cultura. ¿Adónde íbamos a parar?
—¿Tú que eres tan listo? Pues ya lo sabes. Entonces el problema aún tenía solución, pero ya conoces bien a los políticos; jamás dan un paso atrás, ni reconocen errores. Siempre huyen hacia delante. El resto ya lo conoces. —Yo apenas lo había escuchado. Lo miré con cariño.
—Gracias.
Mi padre volvió la cabeza hacia mí. Parecía sorprendido.
—¿Por qué? Lo puedes consultar en cualquier archivo.
—Por ayudarme.
—¡Buah! Dime que no harías lo mismo por tu hijo, aunque tal vez no me sorprendería.
—Ya. No me lo digas —reí—, los jóvenes de ahora no sabemos una mierda —le cité.
Se encogió de hombros.
—Estaba harto de jugar a las cartas, leer novelas baratas y ver películas antiguas. ¡Con lo que he sido y fíjate cómo estaba! Si no me rescatas, ya parecía casi un vegetal.
—Pero podrías haber ayudado mucho en la ciudad. Necesitan a alguien de tu experiencia.
—No lo quieren, ni lo merecen. Y menos gentuza como tu suegro.
—¡No es mi suegro! —dije yo, ofendido.
—Y yo no soy tu padre. Debió de ser algún repartidor de correo urgente. Y como tu madre no tenía suelto…
—¡No seas borde! Eso no se dice ni en broma.
—¡Y tú no seas inocente! La gente con la que vas a tratar no lo es, y no vas a negociar por un contenedor de delicatessen. Dime: ¿cómo llevas el kárate?
—Me mantengo. Te sorprendería.
—¿Con tus clases patéticas? Lo dudo. Cuando paremos, te enseñaré algunas cosas. El kárate está bien si vas a jugar a los médicos con una pelirroja cachonda en un tatami, pero, para pelearte de verdad, te vendrá bien alguna instrucción básica.
Puse los ojos en blanco. Odiaba aquella muestra de virilidad ibérica. Me recordaba a las viejas películas nacionales de la época dorada del destape.
—¿Tenemos tiempo?
—Sí. Estoy cansado de conducir. Baja. Te enseñaré.
Me arrepentí al instante de haber preguntado. Ahora tendría que aguantar la típica escena de película de artes marciales en la que el maestro le dice al alumno que le pegue.
Cuando abrí la puerta, casi no pude cerrarla ya. El viento era tan fuerte que me hizo tropezar y caer. Me pregunté cuánto pesaba aquel trasto. Bueno, al menos sería una excusa para quitarle a mi padre las ideas tontas sobre defensa personal contra el granizo. Di la vuelta al coche, riendo en silencio, imaginándome escenas de pelis de Bruce Lee o Jackie Chan rompiendo bolas de hielo con los puños.
—Ponte en guardia.
—¡No jodas!
—Si te llego a golpear, me callo el resto del viaje.
Era demasiado tentador. Sonreí. Me puse en posición. La pierna izquierda adelantada, flexionada, sosteniendo el peso del cuerpo pero lista, tanto para sujetar una patada, como para cambiar de posición o golpear tras un breve apoyo con la izquierda. Los brazos levantados, paralelos, con los puños a la altura de la nariz, la espalda arqueada, en tensión completa y botando levemente, esperando su ataque y buscando el punto libre de guardia para atacar por ahí.
Mi padre se acercó a mí como quien se acerca al tendero para que le dé el periódico, apenas con una leve guardia. Me pregunté en cuál de los flancos descubiertos colaría la primera patada, si la pelea fuera real. Según mi ideario, una patada frontal en el vientre hasta el esternón. Según el suyo, probablemente una patada directa en los testículos.
Amagó un puñetazo que mi brazo acudió a bloquear. Vi un movimiento fugaz de su mano y sentí un dolor, como un pinchazo en la garganta y caí en busca de aire.
—Aprende eso. No lo pondrás fuera de combate, pero al menos podrás hacer con él lo que quieras.
Me había golpeado con la mano abierta rígida; la punta de los dedos en la garganta, ahogándome. Me ayudó a levantarme. Yo apenas podía hablar y dije en un susurro.
—Como vuelvas a decir lo de los jóvenes, ningún truco sucio te librará de una paliza.
—Ya. Pero resulta que me he ganado el derecho a decir lo que me dé la gana.
—Pues te esconderé el whisky que has cogido.
—¡No te atreverás!
—Di una palabra más y lo vacío en el suelo…
Sentí otro pinchazo en un hombro, y pensé que era otra lección, pero, cuando levanté la mirada, furioso, mi padre ya corría al coche. Abrí la puerta sin problemas, pero conseguir cerrarla contra el viento fue otro cantar. Recibí dos pedradas. Una en el antebrazo y la otra en el tríceps, que me dolieron como si me hubieran traspasado, y tal vez lo hubieran hecho, de no ser por el tejido especial a prueba de golpes del mono. Al fin, cerré la puerta y el golpeteo aumentó en intensidad. El habitáculo amplificaba los golpes de la granizada hasta llegar a un volumen aterrador.
Nos encogimos en nuestros asientos. Algunos golpes parecían traspasar el blindaje, y nuestras cabezas se retraían como las de las tortugas, esperando un golpe fatal que abriera la chapa.
Veíamos piedras de hielo del tamaño de pelotas de fútbol golpear el capó y rebotar contra el parabrisas de cristal de tres dedos de ancho. Piedras que veíamos caer, de filos cortantes como cuchillos, que raspaban el parabrisas. Temíamos que en cualquier momento estallase y quedáramos a merced de su furia. Piedras que se fueron acumulando a los lados del coche, como ladrillos.
Los dos pensamos que el furgón se desintegraría en cualquier momento, pero aguantó. Los golpes dieron paso a una intensa pero breve lluvia y, después, el silencio. Y el alivio.
—¿Qué hacemos? ¿Salimos?
—Salimos.
Sujeté la puerta con toda mi fuerza, pensando que el aire la arrancaría, pero no fue así. El aire se había parado. Lo primero que vi fueron algunas piedras que arrastré con la puerta. Vi su tamaño y pensé lo que hubiera durado al raso y sentí una opresión en el pecho. Cerré los ojos y respiré hondo. Mi padre se moriría de risa si me viera sufrir un ataque de ansiedad.
Me di la vuelta y miré el coche. Las piernas me fallaron y casi caí al suelo, desmadejado. La brillante superficie ya no era sino un irregular campo de batalla. Cuando mi padre me palmeó la espalda por detrás, me dio tal susto que pensé que me había caído una de aquellas piedras.
—¿Cuántas de estas crees que aguantará?
Se encogió de hombros.
—No muchas. Espero que las suficientes.
Esperamos a que se derritieran las piedras, al menos superficialmente, para evitar sus filos y estrías cortantes como hojas de afeitar, y continuamos. Desde la granizada, todo se ralentizó y, cuando encontramos el primer desnivel a la altura del río Gállego, el viejo puente de la autopista se había venido abajo, con lo que abandonamos la superficie relativamente lisa de la carretera y nos lanzamos campo a través, cuando apenas llevábamos unos kilómetros.
Debíamos poner en el camino los cinco sentidos y, sin embargo, no podía parar de pensar.
—¿De verdad crees que todo se acaba?
Unos incómodos segundos de silencio me dijeron que mi padre se lo tomaba en serio, cuando yo esperaba alguna de sus tonterías. El embarazoso silencio sólo se rompió cuando abrí la boca para insistir, aun cuando ningún sonido llegó a salir de mi boca.
—Sí. No sé cuánto tardará, pero no creo que haya vuelta atrás. En cualquier caso, estaremos más seguros en campo abierto que en una gran ciudad.
—¿Por la falta de agua?
—Por eso, por las enfermedades y por el descontrol de la gente desesperada. El hambre y la sed provocan revoluciones.
—¿Y cuando llegue el final? —Se encogió de hombros.
—¡Que Dios nos pille confesados! ¿Conoces a algún cura o te confieso yo?
Los dos reímos, pero fue un espejismo.
—¿Todo esto vale la pena?
Mi padre frenó el coche con una sacudida que casi me hizo golpear el cristal con la cabeza.
—¡No vamos a intentar sobrevivir porque, si existiera esa posibilidad, me darían igual Julia y su puñetero padre alcalde! ¡Vamos a rescatarla porque el resto de lo poco que queda vale la pena si estás con la mujer que amas, porque yo daría media vida por pasar un minuto con tu madre y morir feliz, así que no me preguntes estupideces, porque te tiro en marcha!
—Perdona.
—¡Ni perdona ni leches! Yo no te he criado así de timorato. ¡Empieza a ser un hombre de una puta vez!
—Gracias.
—¡Que te calles!
No dije nada en las siguientes horas. Incluso mi padre puso un poco de la música que yo había preparado, y que él tanto odiaba, por no aguantarme. Aún pasábamos junto a restos de casas en ruinas a lo largo de la carretera, aunque la bordeábamos continuamente. Prácticamente, las dos ciudades habían llegado a estar unidas, lo que suponía un mar de casas en ruinas, pues la población había sido diezmada sucesivas veces, ya sea por guerras, por epidemias y enfermedades que nadie conocía, como por los fenómenos naturales, ya fuera por la depresión colectiva, que no sólo aumentó el índice de suicidio hasta el punto de que bajó la esperanza de vida al menos en quince años, sino que además el índice de natalidad descendió drásticamente.
Resultaba fantasmagórico ver aquella ruina sin fin. Sólo algunos animales que se criaban al amparo de las ruinas que los guarecían se envalentonaban al oír el ruido del coche, acuciados por el hambre.
La noche cayó rápidamente y, tras resguardarnos junto a unas ruinas que conservaban algún resto de techumbre, donde pusimos a cubierto varios de los enseres más voluminosos que hubimos de sacar del coche para hacer sitio a nuestros cuerpos, nos acomodamos un poco. Al lado del coche, yacían temerosos los barriles de combustible, la moto y algunas mochilas, dejando dentro los víveres y el espacio suficiente para tumbarnos vestidos en nuestros sacos de dormir, en los asientos abatidos.
Antes de dormirme, extrañé durante unos minutos a mi padre, aunque pensé que la edad le dificultaba sus necesidades más básicas durante más tiempo que a mí, o simplemente quizá sólo quería estar solo.
Tras el desastre en que las regiones costeras de Andalucía y medio Portugal desaparecieron, Italia fue la siguiente. Curiosamente, el Vesubio, que era uno de los fenómenos que antes se habían esperado durante decenios, aguardó a explotar, dando tiempo a que se construyeran refugios, canalizaciones para la lava, evacuaciones parciales, etcétera.
Pero nadie estaba preparado para la violencia con la que el volcán estalló, como una gigantesca botella de champán agitada. Media montaña saltó por los aires. Rocas del tamaño de un estadio de fútbol cayeron muy cerca de Roma. La bahía de Sorrento hirvió literalmente y Capri fue engullida como una patata en un cocido. El terremoto que siguió fue tan violento que Madrid mismo se sacudió con un nivel siete en la escala de Richter. El noventa por ciento de un país fue aniquilado de nuevo en cuestión de horas.
Yo, hipócrita de mí, lo sentí más por lo que se perdía en arte, por mucho que los bienes muebles hacía mucho tiempo que estaban en cámaras acorazadas en ciudades seguras, que por los ciudadanos. Tan terroríficamente común parecía ya hablar de muertos a millones que nos volvíamos insensibles a la magnitud de la tragedia.
Pero ciudades como la misma Nápoles, las viejas ruinas de Pompeya, la eterna Roma, que dejó de serlo de un plumazo, Pisa, Florencia, la mil veces renovada Venecia y las bellísimas islas del Mediterráneo, custodios de la historia y del arte mundial, desaparecieron.
Durante años, en vez de lamentar la muerte de una comunidad, un país, setenta millones de habitantes, jugaba a enumerar los grandes monumentos que se habían perdido. Los esclavos inacabados y la Pietá de Miguel Ángel, el baldaquino de Bernini, el fresco de la Capilla Sixtina, la propia cúpula de la catedral de Florencia y su Ponte Vecchio, el mal llamado Coliseo, la torre de Pisa, el Duomo de Milán, que no resistió el temblor…
Resultaba curioso. Ya no había conciencia del yo individual, como en los años del primer caos. Sólo existía el hombre como unidad, como especie en extinción. Por eso era tan importante el patrimonio artístico. Y la mayor concentración mundial se perdió así, en un chasquear de los dedos del dios que perdió la partida que jugaron en el Olimpo, dondequiera que estuviese.
No puedo ni quiero recordar cuánto agravó aquella desgracia mi depresión. Tantos años estudiando con placer el arte, en la esperanza de visitar algún día aquel país, donde había más monumentos, historia y manifestaciones artísticas en el territorio más pequeño del mundo, pensando estúpidamente que, como hasta ahora, las viejas ruinas nos sobrevivirían como siempre habían hecho, garantes de la historia y del concepto de belleza, y ahora tan sólo recuerdo y testimonio, como augurio de lo que esperaba a los humanos.
POL
SUEÑO
Quizá, por dormir acunado por los brazos de una mujer por vez primera, el recuerdo del sueño fue más dulce. El de mi amigo con su padre, un viejo con un curioso bigote, como el que se dejaban algunos de los ancianos, pero más arreglado y sin barba. Parecían discutir, pero en el fondo el cariño era palpable. ¡Qué extraño el artilugio mágico sobre el que se movían! Una enorme caja brillante de color negro con una de esas láminas duras a través de la cual se podía ver como si fuera una cortina de agua dura, que se sostenía sobre, al menos, cuatro piedras negras que giraban sobre unos ejes y se golpeaban contra el suelo sin romperse. Sonaba como el rugido constante de un animal salvaje y soltaba un denso humo negro por detrás. Resultaba fascinante… Y sobrecogedor.
Me pregunté en qué grado aquella magia afectaba al cielo, como los viejos contaban, pues aquel humo sin duda estaba hecho de la maldad que había malherido aquel cielo que una vez había sido tan azul como el suyo. Tal vez aquel era el resultado oscuro de la magia que causaba aquellas maravillas. Se le había enseñado que la magia, a pesar de su espectacularidad y efectividad, tenía un precio que había que pagar, y aquel debía de ser su precio. Se imaginaba generación tras generación de aquel humo negruzco, denso de maldad, parecido al que había visto salir de tubos sobre las torres de las cuevas donde vivían. Sí, sin duda aquel era el precio. Pero no quería distraerme demasiado y perderme el espectáculo.
Pasaron a jugar a defenderse, e incluso el padre resultó mucho más vivo que el hijo, a quien daba la impresión de estar enseñando. Tomé nota de aquel práctico truco de golpear con los dedos la garganta del adversario. No me vendría mal. Pero algo que parecía lluvia los movió a correr como si un espíritu maligno los amenazase. Y no fue en vano.
Rocas de agua helada del tamaño de mi cabeza cayeron con violencia, como si algún dios poderoso se hubiera enfadado hasta el punto de querer arrancarlos del mundo, pero, curiosamente, la caja negra aguantó a duras penas, pues los golpes dejaron profundas huellas en la superficie, que dejó de brillar allí donde fue maltratada con saña.
Con la misma fingida parsimonia, la lluvia y el granizo cesaron, y los ocupantes de la caja bajaron temblando de miedo, como si en verdad hubiesen salido ilesos del ataque de un dios.
Pero eso no era casual. Los ancianos hablaban de esos síntomas como un episodio más de la sucesión de desastres que llevaron al gran cataclismo, cuyas consecuencias ni yo mismo conocía aún. Debía de ser la respuesta a aquel humo que generaban.
VIGILIA
Desperté mecido por los brazos de mi mujer y sintiendo su cálido aliento sobre mí. El contacto, tan poco frecuente, hizo que algo dormido durante demasiado tiempo despertara. Me apreté contra ella sin darme cuenta, por puro instinto, y la presión de mi entusiasmo la despertó.
Sorprendida, y notando mis brazos rodeándola, debió de preguntarse qué era aquello que parecía tener vida propia. Al fin comprendió, por el relajo de su actitud nerviosa. Yo esperaba que se diese la vuelta y se apartase el conocido y habitual espacio de un par de cuerpos, pero, en lugar de eso, se apretó más hacia mí.
Noté su mano trastear entre las pieles que la cubrían y, al poco, el ardiente contacto de su piel desnuda sobre la mía, lo que me terminó de desbocar entre jadeos. Apreté el abrazo torpemente, hasta que, con unos pequeños golpes en mi pecho, paró mi descontrolado ímpetu. Yo pensé que me estaba poniendo freno pero no era sino al contrario. Jadeé cuando noté su mano en mi miembro, y comprendí que lo estaba guiando hasta ella. Empujé suavemente y noté deslizarme en otro mundo. Tal vez fuera de la cueva o en alguna otra caverna o cámara. Dejé de sentir mi cuerpo, salvo aquel placentero y húmedo lugar cálido en el que nos movíamos al unísono, durante un instante tan breve y tan largo a la vez, que pareció que el universo se detenía.
Evidentemente, tras toda una vida de contención, apenas pude controlarme y, con un pequeño rugido, me descargué en ella, notando a su vez las contracciones del placer apenas vislumbrado en su carne. Seguimos moviéndonos por pura inercia, mientras regresábamos al mundo que siempre habíamos conocido y recuperábamos el resuello.
Ella movió las pieles, cubriéndome también con ellas y soltando pequeñas volutas de vapor. Su mano recorrió mi cara en un gesto de ternura que me conmovió profundamente. Aquellos dedos que olían a almizcle recorrieron mis labios para retenerlos hasta que los cubrió con los suyos, en un contacto que jamás había conocido y que no tardó mucho en provocar un nuevo estremecimiento en mi espina, que me recorrió el cuerpo entero hasta el miembro, que revivió al poco.
Levanté un poco la piel y aspiré el perfume de nuestras humedades, que me pareció delicioso. Esta vez fui yo quien busqué sus labios con ansiedad. La abracé con suavidad y sus piernas se abrieron paso entre mis muslos como las flores a la luz. La busqué y la encontré, y su respiración agitada me dijo que era bienvenido, y de nuevo el mundo se esfumó y el lejano plano se abrió a nuestro alrededor.
Cuando terminamos nuestro segundo encuentro, más largo y placentero, estábamos envueltos en sudor y nuestros olores eran tan evidentes que era imposible que no hubiéramos llamado la atención del resto de la cueva, pero todos disimulaban con discreción, aunque la fogosidad de nuestro abrazo inspiró a más de una pareja, y cortos gemidos y ruidos sordos se oían aquí y allí.
Sonreí feliz. ¡Mira por dónde los ancianos tendrían que agradecerme algo más, pues estaba favoreciendo la procreación en la cueva! La mano de ella reposaba aún sobre mi miembro, notándolo menguar a la vez que mi respiración se tranquilizaba y el sudor dejaba de brotar en mi piel. La ternura con la que aquella mujer me había tratado me conmovió tan profundamente que mis ojos se humedecieron.
Pero había una segunda lectura. Aquello cambiaba peligrosamente mis planes, pues me hubiera resultado insultantemente fácil huir yo solo, pero, ahora que no podía dejarla allí a merced de los ancianos, mis temores crecieron.
Ya no tenía tan claro que pudiera sacarlos a ella y a mi hijo de allí. Requeriría un plan cuidadoso y bien estudiado. Y sería difícil concebirlo con aquellos moscones pegados todo el día.
La cueva entera era testigo del cambio de comportamiento. Eso no era casual, y levantaría muchas suspicacias. Los ancianos la vigilarían y tratarían de asegurar su fidelidad. Tal vez incluso la obligarían a contar cada palabra mía.
Pero yo sabía, por mi madre, que la mujer puede ser infinitamente más fuerte que cualquier hombre, cuando se siente en la obligación de proteger.
Pero tenía carta blanca y tiempo para idearlo, así que, por ahora, no me daría mucho mal.
Cuando salí de la cueva, acompañado de mis vigilantes, todos fruncieron el ceño, entre sorprendidos y divertidos al captar el evidente olor a sexo. Yo disimulé con dignidad y me fui directo al primer remanso que encontré, a bañarme.
La situación era radicalmente distinta y me sentía muy mal por complicarme la vida de esta manera, cuando lo tenía todo de cara. ¡Quién me mandaba a mí hacerle el amor a una mujer con la que apenas había hablado! ¡Si ni siquiera conocía bien su cara! Podía ser muy guapa o un monstruo de la naturaleza. Y su reacción…
¿Era espontánea o sólo trataba de poner a su hijo a salvo? ¿Era sincera o sólo un truco más de los ancianos para retenerme? ¿Seguro que no se iría de la lengua? ¿No se despediría de su familia ni haría nada que hiciese suponer su marcha?
Eran demasiadas preguntas y, por otro lado, me sentía mezquino y egoísta, pensando que la pobre mujer tenía los mismos motivos para desconfiar que yo. Era mucho lo que se jugaba con su arriesgada postura. ¿Y si me iba sin ella? Quedaría marcada y su posición social sería rebajada a lo más denigrante, lo que venía a equivaler a una esclava, precisamente la razón principal que esgrimían para no salir, arguyendo una moralidad que no practicaban.
Al fin y al cabo, yo le había sido asignado sin su aprobación, ni probablemente la de sus padres, que incluso habían sido liberados del cobro de la dote, como compensación a algún tipo de castigo, pues casaban a su hija con un manchado.
Había sufrido la violación salvaje (imagino que el saber que yo estaba bajo la influencia de las drogas sería muy poco consuelo para ella en aquel momento) delante de todo el consejo de ancianos (no quise pensar en cuánto les habría excitado aquello), y había dormido a mi lado durante años de completa soledad con un hijo al que yo ignoraba completamente. Me di cuenta de cuán herida debió de haberse sentido todo ese tiempo.
Y, aun con todo, seguía pensando en salir de allí y liberar a su hijo. Soñaba con el cielo azul, quizá de la misma forma que yo soñaba con la amistad de un extraño y, sólo por eso, merecía mi cariño, por no hablar del valor necesario para hablarme y proponerme la huida y la ternura y bondad que requerían el perdón a la violación y la búsqueda de un cariño sincero que nadie más le había dado en su vida, y que yo mismo no sabía si podría darle.
¡Qué sola se habría sentido todos aquellos años! ¿Cómo sabía ella, cuando me invitó a poseer su cuerpo, que no iba a montarla con rudeza como la primera vez? No lo sabía y probablemente, si lo hubiera hecho, lo hubiera soportado con resignación, pero es que además me regaló su amor, y los dos obtuvimos placer y algo más. Una ternura en sus gestos, sus caricias, y sobre todo el gesto maravilloso de su mano temblorosa guiándome hacia ella.
No. No era una treta, pues todo lo demás podía ser fingido pero esa entrega no. Haría lo que fuese y arriesgaría cualquier cosa con tal de llevarla conmigo, incluso si, al traspasar el umbral de la cueva y descubrir su cara, resultaba un monstruo deforme.
Una vez tomada la decisión, me sentía mucho mejor. Al menos, ya no dudaba y eso era importante. Tenía, al fin, algo por lo que luchar, y ese sentido de la responsabilidad me hacía sentir extrañamente bien, por mucho que pusiese en peligro mi vida.
Por primera vez levanté la vista aquel día. Estaba nublado, lo que parecían temer con especial fanatismo mis compungidos acompañantes. Sonreí divertido. Se movían distraídos sin dejar de mirar al cielo.
—¿Hoy tampoco vas a enseñarnos nada?
Me espetó el aburrido jefecillo. Yo alcé las cejas, sorprendido de su insolencia.
—Pues sí. Para que lo sepas, he estado rogando a los dioses para que nos envíen agua, que es necesaria para que las plantas crezcan, pero tu insolencia ha cortado el flujo entre el dios y yo, y se ha enfadado, así que no puedo garantizar que, en vez de fina lluvia creadora, no nos envíe fuego y llamas destructoras —me encogí de hombros—. En cualquier caso, es la voluntad del dios y no podemos contradecirla, así que nos vamos a quedar aquí y soportaremos lo que se digne hacernos con valentía.
Miré a los hombres. Aunque se esforzaban por mantener la dignidad guerrera, temblaban de pies a cabeza, sin dejar de mirar el cielo. Uno de ellos se adelantó hacia mí, pidiendo permiso para hablar, que yo le concedí con gracia.
—¿Cómo sabremos lo que piensan hacernos?
—No lo sabemos, pero, si están enfadados, no podríamos acercarnos a la cueva, pues arrastraríamos su venganza allí, donde no son culpables de vuestra estupidez. No quiero perjudicar a nuestra gente. Ya ves lo que habéis causado. Los ancianos van a saber de esto.
El soldado perdió cualquier rastro de su dignidad marcial y cayó de rodillas.
—¡Pedid a los dioses nuestro perdón!
Miré al cielo. Estaba más oscuro. En cualquier momento, comenzaría a llover.
—Lo haré, pero jamás debéis volver a interrumpir mi meditación ni desobedecer mis órdenes. Y, sobre todo, no habléis de esto con los ancianos. Os matarían. Soy uno de ellos, sé cómo piensan…, y no toleran errores.
El aterrorizado soldado apenas podía contener el llanto.
—¿Qué debemos hacer?
—Yo aguantaré la ira de los dioses y les pediré por vosotros y la tribu. Id al borde de la cueva, donde estaréis cubiertos y seguros, y los ancianos no sabrán que no estáis conmigo, y esperad mi llegada.
—Pero… ¿volveréis, no?
Las primeras gotas de lluvia cayeron de repente, causando respingos en los soldados, y un rayo surcó el cielo, estremeciendo el mundo con su sonido posterior. Yo grité con fuerza, aunque casi no pude contener la risa.
—¡Corred!
No hizo falta más. Corrieron como si, en verdad, todos los dioses malignos los persiguieran.
Me permití una carcajada breve y me levanté a toda prisa, estudiando el cielo. Tenía unas dos o tres horas antes de que atardeciera. Debía darme prisa. De mi plan anterior para escapar solo, guardaba un par de ideas, básicamente trampas que me enseñó mi padre que, si resultaban para animales, mejor resultarían para seres menos inteligentes. Ahora recuperaría esas trampas e idearía más, pero con eso no bastaba. Necesitaría concebir un plan para sacar de allí a mi mujer y mi hijo de allí. Una excusa… algo.
Me dediqué a inspeccionar la zona, pero no encontré nada que me diera la menor idea. De nuevo mi estupidez me frenaba. ¿Qué podía hacer? Jamás nadie me había enseñado nada, salvo mi padre. ¿Por qué debería considerarme más inteligente que ellos? ¿Sólo por las tretas infantiles que usaba contra los guardias? Cuando perdieran el miedo al exterior, yo sería hombre muerto.
Sin el miedo, aquellos hombres sin duda eran más listos y vivos que yo, que ni siquiera me había relacionado con nadie. Ni tan sólo podía poner en orden mis propios pensamientos, y sólo reaccionaba a impulsos, como un animal salvaje.
Veía a mi amigo en sueños, reflexivo, inteligente… Y sentía envidia. Me hubiera gustado ser como él y poder decidir, pues de mi decisión ya no dependía yo sólo, y eso me asustaba hasta el dolor físico. Intenté no dar rienda suelta a mis ganas de golpear cosas, como siempre hacía cuando me ofuscaba, y sentí que las lágrimas acudían a mis ojos y un nudo se apretó en mi estómago. Pero las lágrimas no arreglarían nada, así que apreté con verdadero dolor aquel nudo y tiré de él, conteniendo el llanto, mientras me concentraba mirando alrededor, esperando que el dios bondadoso que me había regalado aquel cielo me enseñara un camino, una señal o un instrumento para mi propósito. Pero tal ya no sería aquel día. Regresé desesperanzado pero con la determinación firme de encontrar una solución.
Aquella noche mi mujer me estaba esperando. Tras mi frugal ración, que tomaba por respeto a ella y por no provocar a los ancianos, pues fuera tenía cuanto quería, me tumbé a su lado y nuestros cuerpos se juntaron para susurrarnos al oído.
—Estoy buscando la manera de que salgamos de aquí.
—¿Y dónde iremos?
—No importa. Cualquier sitio es mejor. Incluso aunque no vayamos muy lejos, no nos perseguirán y estaremos mucho mejor que aquí. Lo difícil será sacaros.
—¿No puedes simplemente utilizar tu posición para exigir tenernos contigo? Quizá con la excusa de enseñarnos o servirte.
Mis risas resonaron en la cueva. Me callé y encogí mi cuerpo al sentir el eco.
—Te mantendrán dentro para retenerme. Y más ahora que saben que nos llevamos bien. Tú y nuestro hijo sois su garantía de que no haya escapado antes, igual que a mi padre lo mantuvieron con su mujer y por mí.
Sentí su mano en mi mejilla. Se acercó temblorosa y susurró en mi oído:
—Siento retenerte.
—Pues no lo sientas. Al menos ahora tengo algo por lo que luchar.
—Quizá deberíamos mostrarnos huraños. Tú podrías pegarme, o quizá violarme, o discutir, para que parezca…
—No. No son idiotas. Y no vale la pena. Yo no te pegaría ni te violaría. Yo no soy así, y aquella vez…
—Lo sé.
—Nunca te he pedido disculpas por eso.
—Eso me dio a mi hijo. Sin él no lo hubiese soportado.
—¿Y por qué no está contigo?
—Lo están educando. Lo sabes muy bien.
—Sí, y me preocupa. No piensa como tú y como yo, sino como los ancianos y eso hará que nos maten.
—No te preocupes. Hablaré con él y le explicaré lo que hay fuera. Todos los niños se lo preguntan. Y confiará en su madre. Todos lo hacen.
—No subestimes a los ancianos. El miedo es un arma muy poderosa… y muy sugestiva, y ellos tienen mucha imaginación para ambas cosas.
Ahora fue ella quién rio.
—Y tú también. Los soldados estaban hoy aterrorizados. —Sonreí.
—Sí. Hoy me he divertido un poco con ellos.
Volvió a acariciarme. Su mano bajó hacia mi pecho.
—Encontrarás la manera. Lo sé.
Para cuando su mano bajó al vientre, yo ya estaba a punto. No hubo más conversación aquella noche.