3

PETER

SUEÑO

De nuevo el gigante, pero esta vez no en primer plano, sino entrando en una cueva. Aquel cielo tan… azul, limpio, sereno y calmado… La palabra que buscaba era: pacífico. Eso era lo que me llamaba tanto la atención. El tiempo. El mundo estaba en paz con el hombre, y me resultaba tan dolorosamente ajeno que cortaba la respiración y oprimía el pecho.

Pero la imagen se oscureció y se volvió a aclarar, focalizándose en algunos fuegos oscilantes que causaban brillos fantasmagóricos en una superficie irregular. Durante unos segundos me sentí confuso. Mi visión se movía en la negrura, hasta que se acostumbró a la poca luz y el brillo de algunas antorchas que apenas servían para confundirme más. El contraste era tan abrumador que tuve que esforzarme para vislumbrar algo.

Comprendí que era el interior de la cueva donde vivía mi amigo. Por eso no podía identificar la negrura y aquellos fuegos. Vivían en la más completa oscuridad, cuando fuera tenían un cielo perfecto y maravillosamente bello que adorar. En torno al fuego, unas figuras encorvadas aunque altivas, vestidas con retazos de piel cosida, de presencia imponente y poderosa, cuyas miradas convergían en el joven que yo conocía, que se esforzaba por permanecer dignamente quieto al lado del sofocante calor de la gran hoguera.

Los ancianos miraron hacia un hueco entre ellos y hablaron a mi amigo, cuya impresión resultó evidente ante la mala noticia. De nuevo el notorio esfuerzo por mantener la compostura y una reverencia llena de falso respeto. Pareció retirarse en soledad a meditar.

Una mujer pareció hablarle con miedo, casi con terror, pero mi amigo pareció sonreír, aunque no podría asegurarlo. Pareció sentirse conmovido y le habló, aunque en voz baja que no pude ni escuchar, aunque tampoco la hubiera entendido pues, fuera el idioma que fuese, para mí era indescifrable.

No sabía cómo interpretar lo que había visto. Lo único claro es que a mi amigo parecía no gustarle, ni mucho ni poco.

VIGILIA

Dormí sólo unas pocas horas. Madrugué y me fui a la estación de Atocha, que era ya en sí una gran ciudad cubierta. Tras los estrictos controles de policía (los transportes eran el blanco preferido de los extremistas religiosos y los locos miembros de sectas suicidas), tomé el primer tren a Zaragoza, mi ciudad de origen y donde vivía retirado mi padre, en una vieja residencia en un viejo suburbio de la antigua margen izquierda del río. Gasté en el billete una fortuna, ya que el transporte era carísimo, pues pocos viajaban ya, y el precio no justificaba las tremendas inversiones en mantenimiento de los viejos túneles que se degradaban día a día por los terremotos. De hecho, la antigua e imponente estación era más un fastuoso centro comercial que una estación en sí, pues apenas había un par de vías operativas, y los túneles estaban sellados para prevenir epidemias de ratas, que eran uno de los peores enemigos de una ciudad.

Tuve mucha suerte, ya que no todos los días había trenes. Últimamente, bien pocos se arriesgaban a morir aplastados o ahogados, así que, cuando reunían una lista de espera que llenase un tren de suicidas a precios estrambóticos, pagaban una fortuna al equipo de aventureros voluntarios que manejaban el tren. No había habido trenes en una semana.

Cuando entré, vi que no estaba lleno ni de lejos, lo que me hizo pensar que tal vez el alcalde ordenó o pagó para que saliera sin el quórum mínimo.

Pasé las siguientes horas muerto de miedo en el moderno tren, preparado tanto para moverse entre los viejos raíles como con ruedas de caucho, como un camión a la antigua usanza, para prevenir descarrilamientos y defectos estructurales, con la misma estructura de un camión de tracción a las cuatro ruedas pero para un tren. Aquello, en los buenos tiempos, podría haber alcanzado con suma facilidad los seiscientos kilómetros por hora, pero en aquel momento iba más lento que los coches que circulaban por la ciudad.

Era muy pronto para liarme a tomar alcohol, pero fue lo primero que me vino a la cabeza. Lo único imprevisible era que se cayera el túnel sobre nosotros, posibilidad no tan exagerada, teniendo en cuenta los numerosos precedentes en todo el mundo. Ya no había medios de transporte, ni seguros ni inseguros, y este valía una fortuna. Por eso mi trabajo era tan bien valorado.

Apenas llegué, me aparté de la estación a toda prisa, como si notase que el cupo de mi suerte estaba siendo exprimido al máximo y en cualquier momento esta podía abandonarme y, tras comer algo en un barucho, me dirigí al suburbio de Ranillas, que quedaba ya sin cubrir.

Abandoné la zona cubierta, recordando la vieja ciudad cuando yo era niño. Resultaba un milagro que una ciudad situada casi al nivel del mar hubiera sobrevivido, pero con los terremotos se alteraron los cauces y se crearon barreras naturales que impidieron el paso del agua del Mediterráneo, que ahora quedaba a apenas unos ciento cincuenta kilómetros, creando una zona de tierras bajas, como la antigua Holanda de antes de los primeros desmanes.

Había sido una ciudad próspera y se esforzaron mucho en recomponerla y sostenerla, alterando el curso del río y dejando sólo un canal que recordara al antiguo Ebro que vio a César Augusto dar el nombre a la ciudad romana.

Se fortalecieron los edificios y se creó la célebre estructura de malla, que curiosamente fue inventada en España por un imaginativo arquitecto al que hoy se veneraba en todo el mundo. Incluso se creó un inmenso hangar que cubriera la zona de las catedrales, la Basílica del Pilar y la catedral de La Seo, que aún se mantenía intacta. Resultaba curioso cómo los antiguos construían con calidades que han desafiado los ingenios modernos.

Hoy día, el hangar se había derrumbado y sólo se mantenía en pie la parte que se había apuntalado con columnas del grosor de un edificio pequeño, que cubría aún la catedral, el foro romano y parte del Pilar, del que se conservaban las dos torres que quedaban dentro de la vieja techumbre, aunque se había separado del exterior por una increíble mampara de cristal y acero, quedando fuera como monumento a la desdicha.

Pasé por allí. Lo que antes había sido el centro de la ciudad ahora era el límite con el exterior y nadie quería vivir allí, aunque conservaban la cubierta y la catedral por razones religiosas y románticas. Incluso entré en la Seo, me planté ante el increíble retablo gótico (hoy día nadie apenas sabía qué era el gótico, románico, ni en qué se diferenciaban) y recé, aunque yo no había sido nunca hombre de rogativas. De hecho, a menudo pensaba que nunca había sido un hombre como Dios manda.

Salí al exterior. El antiguo cauce del río se había soterrado hacía mucho tiempo y hoy se adivinaban sobre él los restos de un viejo bulevar sin cubrir, y lo crucé sorteando las losas levantadas y los agujeros. Apenas vivía ya nadie en aquella parte de la ciudad, porque la población se había concentrado en la metrópoli vertical. Los avances de la ingeniería permitieron que las ciudades se desarrollaran de manera segura hacia arriba, uniéndose los edificios en una especie de entramado de red que configuraba la ciudad como un todo que se movía uniformemente en caso de terremoto sin peligrar ninguno de sus elementos, protegido por sucesivas mallas a diferentes niveles de altura, que hacían que la ciudad entera se moviese ante un seísmo y los ciudadanos apenas notasen unos temblores de poca intensidad, mientras que, fuera, resultaba una auténtica tragedia.

Por otro lado, la vieja margen izquierda estaba constituida por una base estructural muy poco firme, de marga y arena, porque hacía miles de años habían confluido en esa zona los meandros del río Ebro, por lo que eran terrenos pantanosos y ahí se acumularon los sedimentos que el río trajo antes de que los humanos acabaran con él. Así, la base para construir era peligrosa, a merced del contraste de la desertización y las ocasionales riadas de descomunal fuerza, lo que hizo que todo el mundo se mudase a las altísimas torres del centro, a prueba de tormentas, vientos, rayos y riadas. De hecho, toda la ciudad estaba sentada sobre una base inestable, pero las modernas técnicas hicieron que se inyectasen largas vigas de acero y cemento, que sostuvieran las redes.

Pero mi padre era de una generación en la que los hombres luchaban sin que el miedo bloquease sus mentes.

Claro que antes el miedo era sólo a perder la vida. Hoy, el miedo era a perder algo más. El mundo entero, la existencia humana. El temido apocalipsis… Y nosotros seguíamos empeñados en nuestras disputas estériles de mortal.

Apenas quedaban algunos ancianos en la residencia, un par de trabajadores que los atendían, los que no se habían negado a trabajar sobre una frágil balsa de limo entre una perpetua tormenta. Eran hombres de otra pasta, que no se amedrentaban por cualquier cosa y se negaban empecinadamente a abandonar aquella casa, bien construida y cuidada, y lo más importante, sin tener que pagar los asfixiantes impuestos, ya que quedaba fuera de la urbe al no estar cubierta y, por tanto, abandonada a su suerte.

No tuve que buscar mucho. Enseguida lo encontré, jugando una silenciosa partida de cartas con sus compañeros, entre tazas de café de puchero y gastadas fichas de colores.

Cuando me vio, sus ojos se agrandaron y sus cejas mostraron una leve sorpresa, pero duró tan sólo un instante, y no movió un ápice su semblante. Simplemente acercó su mano hacia la mía y nos saludamos con un viejo ritual privado, poniendo nuestra mano izquierda sobre la cara interna del antebrazo izquierdo del otro. Era un viejo saludo familiar que habíamos guardado de los tiempos mejores cuando era niño. Nos tocábamos uno al otro una mancha en el brazo, característica familiar a lo largo de generaciones. Pero, aparte de aquel gesto que me arrancó una leve sonrisa, no hizo nada.

Me pregunté si no estaría jugando al póquer, aunque no se estilaba mucho. Seguro que sería el mus o el guiñote, aunque la casi anárquica disposición de las cartas y el mazo en la mesa me hacían dudar. En todo caso, debía de ir ganando para mantener la vista en el juego como asunto más importante que saludar a un hijo al que hacía años que no veía.

Esperé, pues, hasta que terminaran la partida con el último golpe en la mesa. Me pregunté entre sonrisas por qué en la última mano, al mostrar cada uno sus cartas, debían golpear la mesa con tal fuerza. Acaso fuera un juego de virilidad. Casi me reí cuando pensé que, si le decía eso, me mandaría a la mierda antes de empezar a hablar.

Se levantó, abandonando la partida y sin presentarme (ya los conocía, aunque no recordaba sus nombres), me abrazó y me tomó por un brazo.

—Vamos. Quiero dar un paseo. Me aburro.

Me dio un cariñoso golpe en la nuca, que bien podría causarme un fuerte dolor de cabeza tras la paliza de ayer, aunque no mostré dolor. Yo seguía en silencio. No sabía cómo empezar.

—No tienes buen aspecto —dijo escuetamente, cuando era obvio que me habían dado una paliza del quince.

—No.

Intenté hablar, pero mis labios temblaron y las palabras se ahogaron en mi garganta. Por primera vez mi padre torció el gesto y su bigote blancuzco se ladeó.

—¿Qué ocurre? —dijo.

Sus cejas se arquearon. Era un viejo policía de los de antes, como de las películas antiguas y, aunque compuso un tono condescendiente, supe que estaba enfadado conmigo por mostrar debilidad. Comprendí al instante que creía que le iba a decir que había recaído en mi vieja depresión. Pensaba que eso era cosa de maricones. Los hombres de verdad no se deprimen. Por eso hacía tanto que no lo veía. Apechugan con dos cojones y hacen frente a lo que venga.

Lo miré con el mismo tono insultante del movimiento de cejas.

—No se trata de mí. Yo estoy bien, aparte de la paliza de mi vida, que me dieron ayer. Y no espero que me entiendas. En realidad, esta vez no vengo a ver a mi padre, sino al poli.

La ironía sustituyó a la acritud.

—¡Vaya! Nunca habías venido a verme como un profesional. Esto es nuevo. Me gusta.

Yo me paré. Ya estaba harto de jugar.

—¡Haz el favor! Esto es muy serio. Déjame hablar y no abras la boca, o me voy y busco ayuda fuera.

Samuel, mi padre, asintió con gesto grave, invitándome a hablar con un gesto que me sorprendió gratamente, pues sin duda esperaba que continuara humillándome yo solito. Probablemente era una actitud profesional. Antes de comenzar a hablar, miré su cara. Rolliza y franca, curiosamente morena, de cejas tan pobladas que podría perder un peine dentro de una, labios gruesos poco dados a la sonrisa, que apretaba en una fina línea, esperando con impaciencia mi discurso.

—Han secuestrado a Julia.

Sólo sus ojos dejaron ver sorpresa. Levantó la cabeza y, lentamente, me palmeó la espalda suavemente, dejando ver su brazo allí, en un gesto que me conmovió profundamente por lo poco pródigo.

—Sigue. Te escucho; no te ahorres ningún detalle.

Y se lo conté todo. Él no decía nada, dejando que soltara lo que llevaba dentro. Había sido un gran policía y lo seguía siendo. Caminaba lentamente con las manos cruzadas en la espalda sin mirarme, con expresión concentrada, analizándolo todo. Sabía que estaba tomando notas mentalmente.

De pronto se paró, abriendo las manos y afianzando su posición con las piernas, como si fuera a pelearse. Se tensó como un gato.

—¡Corre!

Yo no supe qué decir pues, viéndolo correr como si fuera un chaval desafiando su endeble corazón, me sobresalté como si me fuera la vida en ello y lo seguí hacia la casa. A mitad de camino, perdí el equilibrio y caí como un niño patoso, preguntándome con qué había tropezado, si caminábamos por un paseo liso.

—¡¡CORRE!! —gritó como un loco.

Me llegó el estruendo al ser consciente de mi inmovilidad, y al momento supe por qué había caído.

El mundo comenzó a sacudirse violentamente. Vi correr a mi padre por delante de mí. Le vi volverse y gritarme, aunque no oí el grito entre el inmenso rugido. Pero sí vi el miedo en su cara y corrí como alma que lleva el diablo. Cuando llegué a la casa, mi padre ya me esperaba sujetando la puerta.

—¡A la terraza!

Subimos las escaleras de tres en tres, recorriendo los dos pisos en un suspiro. Nos ayudaron a subir por la trampilla, cuya puerta reforzada había sido vencida, me imaginé que con no poco esfuerzo, pues debía de pesar lo suyo. Todos los ocupantes se encontraban ya allí, en el centro del terrado. Yo no pude evitar mirar el lugar de donde venía, mientras sentía un crujido que noté en cada vértebra de mi columna y una serie de golpes, como explosiones, pero con un latido más prolongado. El reguero de polvo levantado me ayudó a localizar la fuente. El paseo sobre el que habíamos caminado, a un lado del bulevar, se desplomaba con el soterramiento completo del antiguo cauce. Toneladas de vigas de hormigón se venían abajo sobre el viejo río seco, abriendo un foso a nuestro lado. Me sentí agarrado.

—¡Abajo!

Me pregunté si no estábamos más seguros en la terraza, pues podría caernos encima la cubierta, pero confié en la experiencia, recordando cómo mi padre, que apenas oía, había detectado el movimiento mucho antes que yo.

Nuevos crujidos interrumpieron mi reflexión. Ya bajo techo, algunas grietas se abrieron. Yo miré interrogativamente a mi padre, que asintió con tranquilidad.

—Aguantará.

Al instante comprendí por qué habíamos abandonado la terraza. La casa entera se sacudió hacia un lado, y todos caímos como si fuéramos en barco y este se escorara. Intentamos evitarnos unos a otros y, sobre todo, los muebles y paredes que caían.

Las sacudidas duraron lo que nos pareció una eternidad, y al fin el mundo se volvió a asentar y el silencio nos supo a música.

Los miembros fueron comenzando a moverse de nuevo y, tras ellos, las cabezas, frotadas con las manos, como asegurándose de que seguían en su sitio.

Mi padre fue el primero que habló, tomando el mando.

—Aseguraos de que todos están bien. Pedro —me llamó; él jamás me llamaba Peter—: Mira que todos estén bien.

Una voz quebrada nos sobresaltó de nuevo, como una réplica del terremoto.

—El Anselmo ha muerto.

Nos acercamos. Su cuello estaba roto en un ángulo antinatural. Lo apartaron. Se hizo un recuento. Había dos brazos y una pierna rotos o fracturados, un hombro dislocado, que fue puesto en su sitio inmediatamente sin esperar ayuda médica… Y sin gritos (eran hombres de los de antes) y algunas costillas rotas.

—Subamos a ver.

La escalerilla estaba medio rota, pero, con cuidado, pudimos encaramarnos a la terraza, para echar el primer vistazo y ver qué le había pasado al mundo. La casa entera estaba inclinada unos veinte grados hacia el viejo río. Alguien sugirió que abandonáramos el cauce. Salimos todos, sorteando grietas y pavimento levantado, hasta que subimos una pequeña colina.

No tardamos mucho en agradecerle su tino, pues tras otro estruendo, que al principio confundimos con una réplica del terremoto, vimos cómo una violenta riada arrastraba todo a su paso, de tal manera que muchas de las construcciones cercanas a la residencia terminaron por venirse abajo ante el empuje destructivo del agua del color de la tierra y las piedras, que se diría que no había siquiera una gota del líquido elemento.

Una media hora más tarde, y una vez el agua regresó al viejo cauce, volvimos a la residencia, dañada pero aún en pie. Muchos de los edificios colindantes se habían derrumbado sobre sus moradores y los que salieron a destiempo fueron arrastrados por el barro.

Yo me acerqué al hombre que sugirió que nos alejáramos del cauce.

—Gracias por tu inteligencia. Nos has salvado a todos.

Mi padre sonrió.

—No es inteligente. Es arquitecto. Él diseñó este edificio, creando una malla bajo el terreno del jardín, lo que hizo que se mantuviese a flote como un barco en el mar. Voy a recoger algunas cosas.

El aludido sonrió la broma. Parecía que la cosa no fuese con ellos. Yo no podía permanecer callado.

—¿Crees que habrá tenido consecuencias en la ciudad?

—No. Yo he ayudado a diseñar muchos edificios. La estructura, aunque no lo parezca, no es vertical, sino horizontal, en forma de malla, con lo que, aparte algunas grietas o ventanas rotas, no habrá víctimas. Pero fuera de la ciudad pocos habrán sobrevivido. El agua que has visto viene de una presa rota. Vamos a tener problemas de abastecimiento. Pero, eso sí, olvídate de volver a Madrid en tren. El túnel se habrá venido abajo como me llamo Lorenzo.

Yo suspiré. Con razón había tenido tanto miedo durante el viaje. Unas horas más y mis peores presagios se hubieran cumplido. Agradecí a mi padre su viejo dicho «el que vale para trasnochar vale para madrugar» y el haberlo llevado a cabo, a pesar de necesitar más horas de sueño para recuperarme de la paliza. Seguro que el tren de vuelta estaba en servicio cuando se desplomó el túnel. Me dio escalofríos al pensar que muchos de los que vi en el tren estarían muertos y nadie llegaría en días hasta sus cuerpos.

Mi padre se alejó a comprobar alguna cosa, y Lorenzo aprovechó para agarrarme del brazo con una fuerza que no parecía tener. Miré el antebrazo y la garra nervuda que lo atenazaba. Subí la vista y el semblante grave del anciano me puso en guardia.

—Pedro, llévate a tu padre. Pasa un tiempo con él.

—Para eso he venido. Necesito su ayuda.

—No lo entiendes. Este terremoto es como una espoleta. Esta es una de las zonas sísmicas más seguras de la tierra. Y esto nos dice que hemos dejado de serlo.

—Resistiremos.

—No, Pedro. Nos vamos a la mierda. Puede que no todos caigamos por los terremotos, pero recuerda los libros de historia de los años del caos. Luego habrá hambrunas, epidemias, saqueos, anarquía, lluvia ácida, cenizas volcánicas tóxicas…

—Pero os refugiaréis en la ciudad…

—La ciudad aguantará este y algunos más pero no muchos y, cuando la malla se venga abajo, será mucho más peligroso que estar al raso.

El brazo dejó de apretar. Yo, curiosamente, al saber que la muerte de la humanidad estaba cercana, pues daba más crédito a las palabras juiciosas de un anciano que a la propaganda mediática, me serené.

Tal vez ya no importábamos ni yo ni mi padre… Al instante me sentí culpable. No iba a abandonar a Julia. Ni a mi padre. Si quedaban… Miré a Lorenzo:

—¿Cuánto queda?

—No lo sé. Tal vez un año. Tal vez un mes. La corteza terrestre se altera de nuevo. Cuándo se violentará esta zona depende sólo de su capricho. No hay manera de prever eso.

Le puse una mano en el hombro.

—¿Qué vas a hacer?

Sonrió.

—No tengo a nadie, salvo a los abuelos quejicosos y cascarrabias, así que nos organizaremos una fiesta: rebuscaremos los viejos silos en busca de un buen vino, whisky y tal vez unas mujeres más desesperadas que nosotros —rio— y, cuando estemos ahítos, nos envenenaremos o nos pegaremos un tiro. Cuando empiecen los fuegos artificiales, no va a ser agradable… Pero tu padre te tiene a ti.

—No te preocupes. No lo dejaré.

Lorenzo me abrazó. Un abrazo largo y cálido. Fuerte y sincero.

Cuando me separé, sus ojos brillaban. Me di cuenta de que había descuidado una familia. Aquellos abuelos me apreciaban, y yo tal vez había estado demasiado ocupado autocompadeciéndome en mi depresión.

Pero mi padre me rescató de mi embarazo:

—Vamos a tu piso. Tenemos que hablar de Julia.

Julia. Su recuerdo me golpeó el pecho como un disparo. Me volví hacia el arquitecto.

—¿Cuánto durará el arreglo del túnel?

—Para cutio. Meses. Y eso si no hay más réplicas, que las habrá. Puede que no haya más túnel.

Mi padre me arrastró fuera de la casa, dándome una pesada mochila. Él mismo cargaba con otra mucho mayor.

—A ver cómo cruzamos.

Buscamos durante una hora un lugar en el que los escombros fueran lo suficientemente grandes como para saltar de un bloque de hormigón a otro, aunque con el miedo en el cuerpo. Tardamos al menos otra hora en cruzar medio centenar de metros. Los bomberos nos ayudaron con cuerdas en el último tramo.

Desde ahí no tardamos ni veinte minutos en llegar al piso que mi padre se había negado a que yo vendiera, así como a habitarlo. El precio no era tan caro para mi sueldo de ejecutivo brillante, aunque para la gente normal resultaba imposible, y eso que había más pisos que población, diezmada una y otra vez por el tiempo, y últimamente por el increíble índice de suicidios.

Todo el mundo había permanecido en casa por orden municipal, y sólo veíamos vehículos de bomberos y policía a toda velocidad, y algunos rateros que aprovechaban los pequeños cortes de luz para saquear algunas tiendas. Pasamos junto a una joyería. Mi padre se paró en seco. No había luz en aquella parte del barrio. Sonrió.

—Espera.

—¿Qué haces?

Miró a un lado y a otro y, tras mirar un buen rato un escaparate y asegurarse de que no había luz, estampó la pesada mochila contra el cristal. Al tercer golpe, se hizo añicos y él alargó la mano.

—Toma.

Yo miré atónito. Era un Rolex. Un reloj antiguo, muy valioso. No supe qué hacer con él. Mi padre ya se había puesto uno en su muñeca. Lo vi trastear y coger algo más, que no vi, antes de que lo ocultara en su mochila.

—Es un regalo. —Me empujó para que continuara caminando—. Hace años, cuando un policía de graduación se jubilaba, se le compraba un buen reloj. A mí, los muy cabrones me dieron uno de imitación. Ahora, la deuda está saldada.

—Pero… ¡esto vale millones!

—¡No vale nada! Dentro de unos meses los cambiarán por comida y agua. ¡Joder! Tendría que haberle cogido algo a mi novia.

—¡No jodas! No estoy para bromas.

—Ni yo.

Se encogió de hombros. Hablaba totalmente en serio.

Subimos a mi viejo apartamento en el piso quince de un edificio, junto a la plaza de España, en el mismísimo centro, junto a la bóveda de la plaza, que aún conservaba los anuncios de neón de las viejas marcas publicitarias como un monumento más.

Nos acomodamos y me hizo contarle todo una y otra vez, mientras se tomaba una cerveza. Nos interrumpió el sonido del teléfono. En la pantalla aparecía el número que yo bien conocía, de la casa del alcalde de Madrid. Aparté a mi padre del campo de visión y abrí la comunicación con el corazón en un puño.

Pero no era la voz de Julia, sino la de uno de los sicarios del alcalde.

—Hola, Peter.

—¿Qué quieres?

—Queremos que lleves el dinero y hagas el intercambio.

—¿Por qué yo?

—Porque el alcalde está… muy ocupado con el terremoto.

—¿Dónde y cuándo?

—En Huesca, dentro de cuatro días. En una plaza pública, pequeña pero descubierta y de fácil comunicación.

—Es imposible llegar a Huesca en cuatro días.

En la pantalla, el sicario se encogió de hombros. Evidentemente, no era su problema. Rechiné los dientes con tal fuerza que me dolieron. Tardé al menos medio minuto en responder, sin que el matón me quitase ojo, como juzgando mi proceder.

—Dile al alcalde que quiero que me lo pida en persona.

—¡Imposible! Está en pleno gabinete de crisis.

—¡¡ME DA IGUAL!! —grité—. ¡Si quiere salvar a su hija, que tenga los cojones de dar la cara, aunque sea por la mierda del teléfono! —Y corté.

Mi padre se vino hacia mí.

—Has hecho bien. Tenemos tiempo para negociar.

Yo no podía pensar en nada.

—¿No lo entiendes? Me mandan a mí porque no se atreven a ir hasta Huesca a cielo abierto. Hoy hemos tenido suerte. Si hubiera granizado, estaríamos muertos.

—Tranquilo, relájate. Cuando llame, pídele un vehículo blindado con tracción a las cuatro ruedas, con doble llanta, neumáticos macizos, preparado para la montaña, con bidones de combustible de sobras, armas eléctricas y rifles de largo alcance, walkies

Casi podía oír los engranajes de su viejo cerebro girar a toda velocidad. Tuve que correr a tomar notas para que no se me escapase nada.

—Cuerdas, un generador de corriente portátil, un buen localizador GPS, tres monos térmicos de GEO de Kevlar, comida en lata no perecedera para semanas, sacos de dormir con calefacción eléctrica, equipos de supervivencia de montaña, crampones, piolets, cuerdas, arneses y esas mierdas… Todo para tres.

—¿Tres?

—Julia, tú y yo.

—No te he pedido que vengas.

—Sí que lo has hecho. ¡Ah! También algún gato de gran potencia, explosivos…

—¿Explosivos?

—Quizá haya que volar alguna roca en al camino… Y escaleras de titanio, sobre las que pueda circular el coche si hay que cruzar alguna zanja o grieta. —Yo lo miraba como si no lo conociera. Apunté a toda prisa.

No tardó mucho en volver a sonar la señal telefónica y abrí la conversación. La barba bien recortada del alcalde asomó sobre un traje negro carísimo. Sus oscuras ojeras no delataban especialmente un disgusto por el secuestro de su hija, pues las tenía hacía muchos años por defecto, tal vez fruto del acostumbrado exceso del alcohol y otras sustancias, según decían las malas lenguas.

No dijo nada. Yo sí.

—¿Por qué yo?

—Eres el más indicado. No quieren policía, pues matarían a Julia.

—Ya. Y el hecho de que no hay carretera no tiene nada que ver, ¿no?

—No creo que haya salido de la ciudad, pero alguien tiene que ir y mientras aquí continuaremos con la investigación.

—¿Qué investigación? Si no lo has hecho público. Nadie sabe nada. No hay recompensa… ¡No has hecho nada!

—No quiero alborotar más a la población. No se sienten seguros y eso intranquilizaría mucho. Si se enteran, los gamberros de medio pelo se envalentonarán y no podré controlar la ciudad, sobre todo después de los terremotos. Los muy cabrones parecían saber lo que iba a pasar. Si no llega a ser por los temblores, te garantizo que en este mismo momento, los tendría en mi sótano rogando por su vida.

Aquello me sonó a una vieja película de gánsteres, tal vez El padrino o Uno de los nuestros. Me estremecí.

—Ya. Pues quiero algunas cosas —cité la lista. El padre de Julia puso cara de pasmado, pero no dijo nada hasta que terminé.

—No vas a llevar armas. La matarían si te ven hacerte el héroe.

Miré a mi padre. Asintió. Sin ningún reparo, habló con voz indiferente.

—Y una moto de trial.

El alcalde se sobresaltó.

—¿Samuel?

Mi padre se acercó a mí para entrar en la comunicación. Yo me quedé pasmado. No esperaba que se conocieran.

—Sí.

—Contaba con tu ayuda, aunque tienes mal aspecto. Has envejecido muy mal.

—Sólo es fachada, como tú con tu falso traje. Se me levanta mejor que a ti. Además, si no fuera por mi hijo, os darían por el culo, a ti y a tu familia. No te dejes nada de la lista.

—Lo tendréis en la puerta de tu casa junto con el dinero antes de dos horas. Os acompañará una escolta hasta los límites de la ciudad.

—Hay algo más.

—¿Qué?

—Eres un hijo de puta. —Sonrió.

Cortó.

Acordamos salir por la mañana, tras descansar bien por la noche, aunque no creía que pudiera dormir.

Al cabo de las dos horas, el timbre de la puerta sonó. Un funcionario trajeado entregó un maletín y las llaves por duplicado de un coche, junto con un papel con la fecha y dirección de la entrega.

—Le esperan.

—Pues que esperen. Saldremos a las cinco —dijo mi padre. Y le cerró la puerta en las narices.

Le vi hurgar en su mochila.

—Por cierto, será mejor que te familiarices con esto —dijo mientras rebuscaba entre trapos. Sacó un revólver, como de película de vaqueros.

—Este trasto ¿funciona? —dije yo con repulsión.

—Ya verás si funciona. Ya no hacen armas así. Y no es la más grande. Esta es una 38 milímetros.

La cogí.

—¡Pues lo que pesará un cuarenta y cinco! —Mi padre rio.

—El retroceso pega un zambombazo en los hombros que igual a un mariquita como tú hace que se le disloquen los dos.

Yo no estaba para bromas.

—Ya veremos.

—Por cierto —señaló mi cápsula—, siempre he querido dormir en un trasto de estos, como los mejillones. Tú duermes en el sofá. —Yo me encogí de hombros.

—Igual con un poco de suerte se atasca y no sales.

Me miró con las cejas arqueadas.

—Por si acaso dormiré con la pistola. Ya verás si funciona o no.

Tras la masacre de Londres, los gobiernos empezaron a razonar. Abandonaron muchas viejas ciudades, y otras nuevas se levantaron, a prueba de terremotos de escala doce.

La isla del Hierro en el archipiélago canario se desgajó por la mitad, en el más previsible de todos los infortunios, aunque el más dañino. La mitad que miraba a América cayó sobre el mar, creando el tsunami más destructivo de la historia, que llegó a la costa de Nueva York como una montaña de agua a las dos horas. Ni siquiera se dio la alarma. No valía la pena. En una hora apenas daba tiempo de alejarse lo suficiente para escapar de semejante Apocalipsis. Los rascacielos cayeron como un castillo de naipes y la altura de las olas llegó a rebasar la de muchos de ellos. Toda la costa fue desplazada más de veinte kilómetros de media. Murieron más de ciento cincuenta millones de personas.

Lisboa fue aniquilada por las olas del tsunami que se originó de vuelta, y las llanuras andaluzas quedaron sumergidas, así como las ciudades gallegas.

Se abrieron nuevas fallas. La costa atlántica andaluza fue arrasada por un tsunami, consecuencia de un terremoto en las Azores. Quince millones de españoles perecieron ahogados. Por primera vez, el infortunio se cebó con nuestro país. Nadie lo esperaba. Ni los más pesimistas. No era zona de riesgo: decían.

Los expertos enmudecieron. España enmudeció. Todos tenían amigos, familiares o conocidos entre las regiones devastadas.

Cuando las aguas bajaron, nadie se atrevió a volver, como si el lugar estuviera maldito. La misma desidia, la misma anarquía, el mismo agotamiento humano… Nos costó reaccionar años. Nadie enterró a nadie.

El peñón de Gibraltar quedó como un trágico monumento al desastre en el centro del nuevo estrecho de Gibraltar, que ahora tenía ciento veintiséis kilómetros de ancho.

La meseta castellana quedó intacta, como una de las zonas relativamente seguras de terremotos en Europa, ya que todas las ciudades costeras sucumbieron, tarde o temprano, o fueron desalojadas.

Barcelona misma quedó sumergida y, desde los montes cercanos, aún se ven algunas agujas del fastuoso templo de Gaudí, que quedó milagrosamente en pie porque sus relativamente finas columnas se cimbrearon, manteniendo la estructura intacta. Incluso los buceadores más temerarios organizaban excursiones y hasta se habilitaron pequeños submarinos para visitar las riquezas arquitectónicas de la vieja y gloriosa ciudad, durante los años tranquilos.

Los arquitectos idearon las redes tridimensionales, que hacían que las nuevas ciudades fueran un solo edificio capaz de resistir cualquier embate. Curiosamente, se inspiraron para ello en los ya desaparecidos bosques de secuoyas americanas que crecían interconectadas.

Los Pirineos se elevaron, levantando una muralla que nos aisló del resto de Europa; todas las vías de comunicaciones quedaron destruidas. Curiosamente, los satélites nos permitieron seguir en contacto con el resto del mundo y asistir por televisión a las imágenes de países masacrados, migraciones millonarias que dejaban montañas de cuerpos a los lados de los caminos, epidemias…

Todo antes de que los humanos consiguieran organizarse mínimamente y comenzar a lamerse las heridas y crear nuevas ciudades o apuntalar las antiguas que habían sobrevivido, incluso crear diques de contención del mar elevado, antes de los años tranquilos de tregua.

POL

SUEÑO

La primera visión clara que recordaría fue nuevamente el cielo, aquel cielo de color artificial, herido de muerte, no prometedor de un futuro, como el mío, sino desesperanzador, oscuro y terrorífico.

Vi a mi amigo mirar ese cielo sin inmutarse. Como si no hubiera conocido otra cosa, y lanzarse fuera de la protección de sus túneles hacia una pequeña casa (en comparación con los monstruos de la ciudad), en la que habló con un anciano, su padre, a juzgar por su parecido y sus gestos. En mi cueva no había viejos de tanta edad, así que quedé fascinado por su fuerza y energía. Ni nuestros ancianos eran tan viejos. Parecía una imagen idílica, si no fuera por el recuerdo del secuestro de la chica y la angustia en los ojos de mi amigo.

Pero la tierra se sacudió violentamente. Tanto que incluso a mí, mero espectador ausente y seguro, se me erizaron todos los pelos del cuerpo. El terror me invadió, pues yo conocía bien los síntomas de la enfermedad de la tierra y el cielo. Y no porque los hubiera visto jamás hasta ahora, sino porque reflejaban fielmente los relatos de los ancianos, repetidos y enseñados palabra por palabra en monótonas oraciones creadas para evitar el olvido.

Llegué a temer que la tierra se tragara la frágil casa, que parecía flotar en un mar de tierra, exactamente como una hoja se mece sobre el agua del río, pero al fin la violencia cesó y el espasmo de la tierra concluyó, aunque yo bien sabía que no sería sino el primero de una larga y creciente serie pues, al igual que un niño enferma y comienza por aumentar su temperatura hasta quemar, si no se le administraba una medicina correcta y activa, sufría ataques de convulsiones y delirios entre llantos y temblores, alternando los sofocos con fríos helados que le hacían rechinar los dientes, más y más frecuentes y violentos hasta que, en una sacudida final, el niño moriría. Así parecían estar el cielo y la tierra pero en una fase en la que la medicina ya resultaba inútil.

Me preocupaba mucho la suerte de mi amigo, al que estaba tomando mucho cariño. Era evidente que su padre iba a ayudarle a recuperar a la chica, pues parecía escuchar con atención sus consejos. ¡Bien hecho!

VIGILIA

Desperté envuelto en sudor, recordando el miedo, que se me había quedado pegado como una pátina asquerosa que me hacía sentir temeroso, como si parte de la maldad del sueño se me hubiese quedado adherida.

Cuando me encaminé fuera de la cueva, no fue sólo en compañía de Der como esperaba, sino que me acompañaron tres guerreros más, completamente armados. No me gustó en absoluto. Parecía que le habían dado más poder del que me había parecido a mí el día anterior. Seguramente se había explayado con demasiado frenesí ante los ancianos, que no querían correr riesgos. Seguro que mi postura desafiante no ayudó mucho. Sonreí.

Salí, pues, sin saludarlos, a buen paso, dejando que, desacostumbrados al nuevo terreno y a la luz, tropezaran y cayeran varias veces, hasta que llegué al riachuelo e, ignorando el agua helada, me lavé con fuerza la cara, nuca, brazos, pies, piernas y, por último, y acostumbrado al frío, el abdomen y el vientre.

Me senté, desnudo e inmóvil al sol, como los lagartos, a calentarme. Aquel sol bendito que acariciaba mi piel, haciendo sudar a los enfadados soldados tras de mí, que no se atrevían aún a hablarme.

Casi me quedé dormido, pero el temor a volver a soñar con aquella descorazonadora imagen me mantuvo espabilado lo justo para disfrutar del calor y la modorra, que al fin fue interrumpida por Der.

—¡Enséñame!

Sonreí para mis adentros. Si lo quería difícil, lo tendría. Hice un gesto que intenté que pareciera lo más extraño posible, como un espasmo; abrí los ojos y di un respingo, levantándome de pronto y gritando como un loco.

—¡Insolente! Has interrumpido mi ritual de brujería. Debería matarte por esto. Si quieres aprender de mí, observa y aprende. —Los miré a todos—. El que vuelva a interrumpirme cuando esté en trance morirá.

Incluso Der bajó la cabeza, aunque vi los músculos de su cara tensarse de rabia. Los demás estaban muertos de miedo. Apenas pude evitar la risa. Eso daría qué pensar a los ancianos y ayudaría a que todos me trataran con más consideración.

Aquel día decidí no hacer nada. Estuve todo el tiempo meditando, sin siquiera comer, pensando en la forma de escapar pues, cuanto más desafiara a los ancianos, podrían ser muchos más los guardias al día siguiente.

Pensé con calma. Si me separaba de ellos la distancia de un tiro de flecha, ya era libre, puesto que ni podrían alcanzar mi paso ni se atreverían a aventurarse por terreno desconocido. No en vano, los temerosos guardias habían recorrido más distancia fuera de la cueva en un día que en el resto de su anterior oscura vida… ¡Y no veían la hora de volver!

No comprendía cómo podían estar tan ciegos. Cómo podían no apreciar la luz, el calor, la belleza divina del sol, el verdor de los árboles y el suelo, las miles de flores silvestres que regalaban su olor embriagador, el sonido relajante del rumor del agua libre…

Cómo podían verlo y seguir prefiriendo la oscuridad, el frío y la humedad eternos, las insanas hogueras, el frío musgo… Y el silencio. Ese silencio que dañaba la razón, sólo interrumpido por la respiración de los cuerpos y de vez en cuando el eco del sonido de una gota golpear el agua en alguna lejanísima galería, sonido frío y misterioso que aterraba a los niños y desbocaba la imaginación. ¿Hasta dónde llegaban las oquedades? ¿Qué malignos animales de leyenda habitaban las profundas simas?

La respuesta era evidente. La religión. Los oscuros dioses de la noche eterna de la cueva insondable.

Pero para mí resultaba también evidente que un modo de vida y unos dioses que nos habían resultado útiles durante el cataclismo, como las cuevas que entonces nos habían salvado y guarnecido, aunque a un precio altísimo, hoy nos oprimían.

¿Por qué, sin dejar de adorar y agradecer a los dioses que nos habían salvado, no tomábamos lo que otros dioses nos ofrecían? ¿Es que acaso no conocíamos hasta la saciedad los pecados que llevaron al cataclismo como para no reconocerlos de nuevo, como yo los había reconocido en el sueño?

Si aquellos relatos terroríficos no se parecían en nada al paisaje de esperanza que se dibujaba al acostumbrar los ojos a la luz externa… ¿por qué se empeñaban en adorar a unos dioses caducos, en vivir como el musgo, pegados a una roca?

También conocía la respuesta a eso: por temor. El régimen instaurado por los ancianos y el poder que abarcaban, sobre todo amparados en un grupo compuesto por los mejores hombres de la tribu, formados como soldados, con una fe ciega en las órdenes de sus amos. Matarían a su propia familia, si aquellos viejos, que odiaban todo excepto su posición de poder, lo ordenaran.

Conocíamos las cuevas y podríamos volver a ellas al menor signo de peligro, pero continuábamos temiendo al exterior como si el cataclismo continuara. Y lo peor era que aquello no moriría con la vieja generación de ancianos (que, por ende, parecían querer rozar la inmortalidad), pues ya se encargaban de crear a generaciones más y más fanáticas por la fuerza del terror. Así, no sólo el círculo se cerraba, sino que se radicalizaba más y más cada día que pasaba.

Y lo peor es que yo alimentaba aquella cerrazón, pues era la única oposición posible, después de mi padre, que se había atrevido a manifestar un apenas ligero desacuerdo, y las consecuencias de esa acción tan leve eran desproporcionadas, sobre todo para los inocentes, los habitantes de la tribu que tendrían que soportar condiciones de vida más estrictas; por no hablar de que la postura se radicalizara más y se negaran a los alimentos del exterior, con lo que tendrían que volver a alimentarse de musgo como sucedió durante años.

¿Qué podía hacer yo? ¿Acaso podría convencer a los guardias? ¿Quizá podría sembrar una semilla de duda? Ayer había conseguido que Der se interesase por las plantas o… ¿tal vez sólo fingía aprender para sonsacarme mi impiedad?

Por un lado, si escapaba, mancharían mi nombre, como hicieron con el de mi padre, para que nadie deseara seguirme, con lo que flaco favor hacía a la comunidad… Pero tampoco hacía nada, perseguido y controlado por guardias, siendo mi voz desautorizada y casi criminal.

El día transcurrió casi demasiado rápido, incluso sin hacer nada, pero me divertí tanto poniendo a prueba a los guardias, cuando no meditaba pensando en mi plan de escape, que la tarde me sorprendió, y el hecho de volver a vestir mis ropas malolientes para volver a la gruta me disgustó tanto como ver la cara de alegría de mis guardianes.

Aquella noche, mi mujer, cuyo nombre ni siquiera conocía, me saludó cuando me acosté. Yo le sonreí.

—¿Cómo es el mundo ahí fuera? ¿Cómo es que no te quedas ciego cuando sales? ¿Por qué no te quemas?

Me acerqué más a ella para que no nos oyeran, lo cual resultaba difícil pero absolutamente necesario, pues sus palabras constituían una herejía de consecuencias mortales. Ella me vio reír.

—Fuera hay luz. No hacen falta hogueras de día, pues el sol lo ilumina todo de tal manera que se ven los colores de las cosas y todo se ve precioso. El sol calienta, pero no quema y, desde aquí, si miras fuera, hace daño porque tus ojos no están habituados a tanta luz, de la misma manera que, si miras de pronto una hoguera, también te resultará molesto, pero también tras unos instantes te habitúas. Lo que pasa es que jamás has salido y no puedes saberlo.

—¿Cómo de bonito?

—Imagínate que hay una luz que ilumina tu cara de manera que te hace tan bonita que los hombres suspiran cuando te ven a una distancia de muchos cuerpos. —Yo no podía ver su cara. Jamás la había visto, salvo sus formas redondas a la luz de una antorcha.

Había sido obesa como un oso cuando la conocí, pero había perdido peso y su figura se había hecho atractiva. A la suave luz de las antorchas, cuando la podíamos disfrutar, la había visto anónima, como el resto de las mujeres, claro que entonces no me había atraído como mujer y tal vez ni siquiera la había mirado. Entonces, tal hubiera podido ser cualquiera de las mujeres de la tribu, si no conociera su olor y sus formas, y si no supiera que ninguna otra se acercaría al bicho raro que yo era.

Ahora me maldecía por ello. Con tal criterio, todas eran iguales: sumisas, pacientes… Odiaba esa actitud, que los ancianos promovían. Por eso me había encantado la espontaneidad de mi mujer, la noche anterior. Ahora daría medio cielo por ver su cara a la luz del sol y descubrirla tan bella por fuera como por dentro.

Pero, incluso sin verla, noté un estremecimiento en su cuerpo. Supuse su rostro arrebolado por la emoción. Alargué una mano hacia su cara y mis dedos encontraron la humedad de sus lágrimas.

—Quiero ver esa luz —me dijo.

—La verás.

Ella se acercó a mí y me abrazó. Fue algo espontáneo y dulce, que me conmovió. Por primera vez la encontré bella. Aquella noche, también por primera vez en mi vida, dormí entre los brazos de una mujer.

Recordaba cuando mi padre me sacó de la cueva por primera vez. Yo estaba aterrorizado, y él me arrastraba, tirando de mi mano. Con la otra, yo cubría mis ojos, temeroso de que el fuego me quemara. Cerré los ojos y, aun así, sentí un calor en ellos, y una sensación extraña, como si ese fuego fuera a penetrar dentro de mí a través de mis párpados. Lloré y pataleé, pero mi padre continuó arrastrándome literalmente hasta que se hartó y me tomó en brazos.

Yo no dejaba de gritar, que me quedaba ciego, pidiendo a gritos que me llevara de vuelta a la cueva. Y mi padre me dejó en tierra.

—Abre los ojos.

—¡No puedo!

—¡Pol! No seas estúpido y abre los ojos. Te juro que no vas a sufrir ningún mal.

Y los abrí.

Al principio sí sentí algo parecido al dolor, pues mis ojos no vieron nada sino una luz hiriente, pero mi padre no me dejó cerrarlos.

—Aguanta un poco. Unos segundos.

Y lo hice. La bola de fuego se fue disipando poco a poco y ante mí se fue revelando un mundo nuevo. Vi el cielo abierto y me maravillé de su luz y su limpieza.

—¿Ese es el color azul?

Mi padre sonrió. Entonces no lo supe, pero ahora creo que aquella sonrisa fue el bien más preciado de mi padre en toda su vida, y me pregunto si no guardó aquel momento para recordarlo cuando fue encerrado para morir en los más negro de la cueva.

—Sí, hijo mío. Azul.

Bajé la vista y contemplé cómo el cielo se rompía en jirones blancos que se movían a merced del viento. Los señalé. Mi padre continuaba sonriendo.

—Nubes. Hechas de agua que flota hasta que, cuando se junta mucho, cae en gotitas.

—¿Cómo en la cueva?

—Pero muchas más y más bonitas. Ya lo veras.

Vi que la línea del cielo se rompía en abruptas masas ocres afiladas, como puntas de lanza que, al descender, se poblaban de verde. Miré a mi padre.

—Montañas.

Y, desde allí, un manto de verde lujurioso y espeso, de mil tonos distintos de verde, amarillo, naranja, ocre y rosa, de formas distintas; algunos redondos y rechonchos, bajos y de hojas verde oscuras; otros altos y majestuosos de ramas que desafiaban a las puntas de las montañas, de hojas claras; unos de troncos marrones anchos como hombres y otros delgados y, sin embargo, frondosos. Miré a mi padre y le dije, sin dejar de sonreír:

—Árboles.

Él asintió. Yo lloré en silencio, con los ojos abiertos, para no perderme aquella belleza, como si temiera que, al cerrarlos y abrirlos de nuevo, volviera a encontrarme en la oscuridad de la cueva; serenamente, como sólo se puede llorar de felicidad.

Mi padre me abrazó y vi en sus ojos también lágrimas por primera y última vez en mi vida.

—Esto no es nada. Te voy a enseñar maravillas que te van a parecer increíbles.

—No quiero volver a la cueva.

—Volveremos, pero te prometo que vendremos aquí tantas veces como quieras y, un día, ya no volveremos más a la oscuridad.

—¿Y por qué no nos quedamos aquí ya?

—No querrías abandonar a tu madre, ¿verdad?

—No.

—Ni al resto de tu familia, ni a todos los demás. ¿No crees que merezcan ver esto como lo has visto tú?

—No, si no quieren.

Mi padre frunció el ceño.

—Y tú… ¿querías hace un rato?

Me callé, avergonzado.

—El hecho de que no conozcas algo y lo temas no significa que no tengas el derecho a que alguien te convenza de lo contrario, como yo he hecho contigo. Dime que no estaría mal guardarnos esto como un secreto.

—Sí. Estaría mal.

—Pues por eso vamos a volver. Hay que hacer saber a todo el mundo que aquí se puede vivir mucho mejor que dentro.

—Pero…

—¿Sí?

—¿No tenemos que volver ya, no? Podemos estar un rato más.

Mi padre rio como un niño, de puro placer. Es el recuerdo más grato que guardo de él, cuando ya ni siquiera su cara me es conocida y sus rasgos ya no acuden a mi memoria cuando los llamo.