PETER
SUEÑO
Aquel extraño hombre de nuevo. En los momentos en que la neblina parecía despejarse, no sabría decir qué me llamaba más la atención, si él o aquel paisaje bicolor, del verde del valle tan exuberante como una de aquellas viejas fotos retro de época que se colgaban de las paredes de casi todos los apartamentos, y del azul del cielo más intenso que jamás hubiera visto ni en foto. Ni las fotos, ni las imágenes de los documentales y películas, incluso a pesar de las pantallas de cristal de última generación con una nitidez extraordinaria, tenían nada que ver con aquella realidad paralela.
Sus ojos también parecían mirar detrás de mí, aunque yo no tenía ningún deseo de mirar atrás, así que, por mi parte, no me sentía demasiado culpable al desviar la vista hacia aquel paisaje de evidente ensueño, del mismo modo que el gigante miraba por encima de mi hombro, supongo que hacia mi cielo cobrizo.
Me pregunté si aquel hombre me reprochaba el haber ensuciado el cielo. En verdad tenía todo el derecho; me sentí avergonzado aunque, al levantar la vista y ver sus ojos sorprendidos, llegué a la conclusión de que era un alma demasiado inocente para comprender que aquella desgracia era enteramente nuestra responsabilidad.
Grande como un monstruo, aunque no proporcionado como un modelo (al uso de mi mundo). Sus piernas estaban musculadas pero no con aspecto de hinchadas de esteroides, sino fibrosas como los tallos de las plantas viejas que malvivían en el pequeño jardín botánico. Su torso parecía menos cuidado, con una incipiente barriga cervecera, que recordaba la del típico hooligan que hace del seguimiento del deporte y el consumo de cerveza su razón de ser. Un pecho no muy desarrollado y unos dorsales fortísimos sostenían unos brazos como de superhéroe de dibujos animados.
Pero su cara, redonda y rotunda, de piel morena, labios secos, y su pelo castaño, de aspecto rubio (quemado por el sol) en sus puntas, ligeramente rizado, me decían que aquel ser no era de este mundo, puesto que no quedaba un lugar con esa climatología tan estupenda.
Recordé que estaba soñando y esa conciencia me envalentonó. Di un paso hacia él, que dio un pequeño respingo, pero su cara no reflejó ya miedo, ni apenas desconfianza.
VIGILIA
Unos brazos me arrancaron de la presencia de mi extraño amigo, que incluso tendió un brazo hacia mí, con el propósito aparente de ayudarme a permanecer junto a él. Aún en la negrura y antes de que una luz intensa me cegara, soñé que alguien me golpeaba, hasta que el blanco intenso de mi cápsula abierta me sugirió que estaba despertando.
Entonces comencé a sentir los golpes de verdad. Tantos, y de tantos brazos, que no sabía cómo protegerme, así que me limité a agitar los brazos en torno a mi cabeza, hasta que me los sujetaron y me sacaron de la cápsula, cayendo al suelo con un golpe seco en un hombro, tan fuerte que me hizo pensar que se había salido de su sitio.
Los golpes no cesaron. Entre patadas, me dieron la vuelta y me ataron los brazos por detrás, levantándome. Dejé de intentar taparme, pues no acertaba a controlar ninguno de los puñetazos, y sólo podía doblarme al efecto de cada uno de ellos. Al despejarse el cegador resplandor y cesar la lluvia de golpes, pude ver el inconfundible color de un uniforme. Policía.
No pude ver más. Me pusieron una tela opaca sobre la cabeza y ya no supe si subía o bajaba, ni hacia qué lado nos movíamos. Calculé algo menos de media hora. De vez en cuando, algún insulto y golpes aislados. Al sentir el primero, aún tuve valor para quejarme y protestar.
—¡Esto incumple cualquier procedimiento! —La respuesta llegó en forma de golpes redoblados.
Ya no volví a protestar hasta que me levantaron la capucha. Mientras tanto, no podía dejar de pensar si no estaría aún soñando. No podía creer que me hubieran secuestrado. La ironía, de no ser por el dolor creciente de mis incipientes moratones, me hubiera hecho reír. ¿Quién iba a pagar nada por mí? Aparte de mis modestos ahorros, no tenía nada y, que yo supiera, mi familia ni tenía nada especial ni pagaría menos por mí que yo mismo. Y ni Julia, ni mucho menos su padre, pagarían nada. Ella no tenía acceso al dinero, y él simplemente se reiría.
¡Un momento! Era el alcalde. Varias veces me había amenazado veladamente, diciéndome abiertamente que yo no era un buen partido para su hija y que tenía mejores planes para ella que un desharrapado depresivo.
Pero no hacía falta tanta violencia. Sabía de sobra que la relación tenía una corta caducidad, pues su padre no permitiría nada serio y ella misma era tan inestable como un barril de pólvora. Sólo hacía falta que ella le dijera una sola palabra. Pero hasta ahora había sido tolerado, como una de aquellas viejas películas con etiqueta en pantalla.
Intenté encontrar argumentos para convencer al alcalde de que no vería más a su hija, pues le creía capaz de todo. Las malas lenguas decían de él que era el principal mafioso de la ciudad, y su imagen pública no hacía mucho por desmentirlo, junto con una enorme fortuna.
Sentí que me quitaban la capucha. Ni siquiera me había dado cuenta de que habíamos llegado a ninguna parte. El brillo de la luz me hizo cerrar los ojos. Estaba arrodillado en medio de una estancia, con la cabeza agachada. Mármol. No el parqué sintético barato y maloliente, sino mármol de verdad.
Levanté la vista. Frente a mí estaba el padre de Julia. El alcalde. Yo intenté improvisar aunque sabía que él era el culpable.
—¡Gracias a Dios, Miguel! ¡Me han…!
Un bofetón de tal calidad que ni en las películas antiguas sonaban así. Mi labio explotó literalmente, escupiendo sangre. Volví la vista hacia él, estupefacto, mientras se movía nervioso. Parecía fuera de sí.
—¿Sabes por qué estás aquí, hijo de puta?
Yo me estrujé el cerebro. No sabía qué crimen podía ser válido para asignarme y librarse así de la mala influencia mía sobre su hija, aunque no comprendía por qué tanta violencia.
—¿Por verme con tu hija?
Bofetón.
—¡Responde! —Uno de los matones me levantó dos palmos del suelo—. ¡Maldito terrorista!
Mi mente intentaba pensar. ¿Terrorista? ¿Yo? Me sacudieron para que hablara. Yo no sabía qué decir. Balbuceé.
—Si te refieres al edificio que se ha venido abajo, sabes que no tengo nada que ver y…
Otro bofetón. No tan fuerte como el primero…
—¡No me vaciles, que te pego un tiro!
Uno de los matones que lo acompañaban se permitió una sonrisa.
—¡Pues no es mala idea! Lo culpamos a él o lo enterramos en los escombros. ¿Sabías que no fueron terroristas, sino una simple dolina? ¡Un fallo en el sistema de red! ¿Quién lo hubiera imaginado? La ciudad se hace vieja.
Yo empezaba a estar histérico perdido.
—¡No he hecho nada! —grité.
El alcalde se acercó a mí con un pisapapeles de piedra pulida de aspecto muy pesado. Mi labio inferior hinchado comenzó a temblar. Me agarró la cabeza por el cuello.
—¡Basta de milongas! ¿Dónde está mi hija?
Todas las alarmas se encendieron dentro de mí. Un terror más intenso que el miedo físico que había sentido me congeló hasta la médula.
—¿Qué? Levanté la vista hacia él e hice ademán de levantarme, pero, cuando apoyé una rodilla, recibí una patada que me hizo caer de nuevo.
—¡Responde, cabrón!
Las lágrimas llegaron a mis ojos como un torrente. Olvidé mi propio dolor.
—¿Dónde está Julia? ¿Qué le ha ocurrido?
Una patada en el estómago me dobló por la mistad, ahogándome.
—¡Dímelo tú, hijo de puta! Si no hablas, vas a morir.
—Si no me creéis… ¿por qué no me inoculáis una de esas drogas de la verdad? ¡Cabrones! ¡Se la dais a todo el mundo y a mí no, cuando yo no tengo nada que ocultar!
Un golpe en las costillas. Uno de los matones, el más corpulento, sonreía.
—La droga. La llamamos «El oráculo». ¿Sabes qué era el Oráculo de Delfos? Un niñato bohemio y cultureta como tú debería saberlo… ¿Sabes por qué la llamamos así?
No respondí. Aquel bruto no quería una clase de historia. Y menos respuestas a una pregunta retórica. Dudaba que realmente lo supiera, pero no iba a comprobarlo. El matón amplió su sonrisa.
—Porque da respuestas, pero no siempre son claras. A veces son ambiguas o imprecisas… Y ahora no queremos que nos cuentes ningún cuento… ¿verdad?
Una patada. Otro matón, más flaco y más alto, se adelantó. Este no sonreía.
—Llámanos románticos, pero nos gustan las cosas bien hechas; no hay nada como los métodos antiguos artesanales. Los sueros no tienen mérito. Si quieres un trabajo bien hecho, no puedes confiarlo a maneras que no te dan confianza. ¿Verdad?
Un puñetazo cerca de mi sien. El matón cuadrado se reía a carcajadas. Esperaron a que pudiera respirar, mirándome con interés. Casi se diría que estaban preocupados por mí.
—¡No sé nada! La dejé ayer en la estación de metro de la urbanización. Muchos guardias nos vieron —sollocé.
De repente, un acceso de rabia nubló mi visión:
—¡Hijos de puta! ¡Podéis matarme, pero no cambiará nada! Yo no he hecho nada.
Parecían meditar que tal vez dijera la verdad. Eso me hizo crecerme, la ira me llenó y, entre lágrimas, sangre y saliva, escupí gritos tan fuertes como pude.
—¡Cabrones! ¿Qué le habéis hecho? ¡Como le haya ocurrido algo…!
Me dieron un par de patadas más y me dejaron en paz, aovillado en medio de la habitación sobre el mármol veteado de mis fluidos. No sé cuánto tiempo pasé así, pero al rato volvieron. Reuní la poca dignidad que me quedaba y, apretando los dientes, intenté ponerme en pie.
Uno de los sicarios vino hacia mí. Asenté los pies para recibir su golpe lo más firme posible, pero, para mi sorpresa, pasó de largo. Agarró mis brazos por detrás y al instante los sentí libres. Entró el alcalde.
—Han pedido rescate. Ahora sabemos que no has sido tú.
«¡Vaya una disculpa!», pensé. Me acercaron una silla.
—¿Quién?
No lo han dicho. Han pedido cien millones de euros.
De nuevo perdí la respiración.
—¡Jesús! —Froté mi cara entre mis manos y miré al alcalde—. ¿Hay alguna pista?
Sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—¿Qué hacemos?
Me miró con ojos ausentes.
—Búscala. Porque, si ninguno de los dos la encontramos, en verdad servirás de cimientos de viviendas sociales.
Me hicieron una seña para que me fuera. Yo estaba anonadado. No podía creer que, después de que se probara que yo no tenía nada que ver, continuaran amenazándome. Me estrujé los sesos, intentando ganar tiempo. Debía saber algo más. Una pista, algo para poder empezar a investigar.
—Pero… ¿no habéis localizado la llamada? ¿Cómo era su voz? ¿Cuándo y dónde debes entregar el dinero?
No oí una palabra más. Me acompañaron hacia la salida. Uno de los guardaespaldas me dio una toalla húmeda para que me limpiara la sangre. No querían dar titulares a los periodistas.
—No sabemos nada. Era un mensaje grabado, transmitido a través de un ordenador. Corto y escueto. Y aún no han dado cita para entregar el dinero.
Me agarró con fuerza, mirándome a los ojos.
—No te vayas a equivocar… Te has caído por una escalera. —Sonrió, mientras me daba unas palmadas en las ropas, como el que alisa un traje, sólo que me dolían como si fueran aún puñetazos. Los golpes comenzaban a crear moratones, que notaría durante días.
Me metieron en un coche oficial con los cristales tintados. El murmullo del coche eléctrico me dañaba los oídos que aún retumbaban por los golpes. Me sentí profundamente triste. Pero no era la tristeza de la depresión, que yo conocía tan bien, sino la conciencia de la maldad humana, del mismo horror que había causado el ocaso del mundo y el color de nuestro cielo.
Ni siquiera tuve conciencia de pasar por las preciosas calles limpias e iluminadas por farolas y neones, ni de la envidia de los transeúntes que veían pasar un lujoso coche con cristales oscuros preguntándose a qué poderoso ocultaban.
Me dejaron en un callejón cerca de mi casa. Caminé sin rumbo durante un rato. No quería ir a mi casa y enfrentarme a la soledad. Necesitaba hablar con alguien. No sabía dónde ir, y fui a caer al garito de Íñigo, que, sin decir nada, me metió en su pequeño local, llamó a su gruesa mujer y me curaron.
—¿Qué te ha pasado?
Le miré a los ojos con tristeza.
—Han secuestrado a mi novia y me han culpado a mí.
—¡Dios mío!
Le miré con interés creciente.
—¡Íñigo! Tú conoces a mucha gente de todos los niveles. Hay cinco secuestros al día. Algo habrás oído sobre los procedimientos.
Me miró, negando con la cabeza.
—Sí. Lamentablemente, nuestro pueblo paga bien caro la mala fama, por los cabrones que se dedican a eso pues donde primero viene la policía a… preguntar… —señaló mi cara—… es aquí. Pero no tenemos nada que ver.
—Sabes que no te lo he preguntado por tu origen ni por lo que hagan o dejen de hacer tus… ¡Es igual! ¿Tienes alguna idea?
—Pienso que nueve de cada diez secuestros son pobres diablos desesperados. Son localizados en cuestión de horas o días. No. Alguien capaz de apuntar tan alto debe de estar organizado.
—¿Política?
—¿Quién sabe? Pero, siendo quien es, su padre peinará donde las cámaras no lleguen. Todos los cuerpos oficiales y mercenarios rastrearán hasta los niveles más bajos. No. La deben de haber sacado de la ciudad.
—¿Hacia dónde?
—El sur está demasiado controlado. No hay un agujero que no pueda ser registrado. Tienen máquinas robotizadas que sondean posibles zulos y detectan presencias animales a muchos metros de distancia, incluso tan pequeños como las ratas. Luego sólo tienen que entrar a fuego, o incluso bombardear las coordenadas. Pondrán todos los medios, créeme. Ofrecerán recompensas altas. ¿Quién sabe? Quizá el secuestrador se conforme con eso.
—Entonces ¿irán hacia el norte?
—En los Pirineos no hay apenas vida. Están sometidos a fenómenos atmosféricos incontrolables. Huesca es la última ciudad civilizada hasta cuatrocientos kilómetros al norte y se dice que casi toda la delincuencia organizada se concentra en esa franja, o al menos los locos lo bastante aguerridos.
—Pero… ¡nadie se arriesgaría a morir de frío, por una avalancha de nieve o lapidado por granizo del tamaño de pelotas de fútbol!
—Si no eres un aficionado, es el único lugar donde se podría esconder a alguien.
—¡Es de locos! El tiempo está cambiando y las ciudades quedan incomunicadas. Todo lo que no viaja en un tren subterráneo no viaja, y aún eso es por poco tiempo.
Íñigo calló. Yo estaba histérico y me daba cuenta de que había gritado como un loco, ahuyentando a la pequeña parroquia del local.
—Lo siento. Te pagaré lo que te he espantado.
—Tranquilo. Vete a dormir. No hay nada que puedas hacer. Consúltalo con la almohada y mañana te encontrarás mejor. Además, no creo que tarden en ponerse en contacto para el rescate.
Yo asentí. Al tranquilizarme, tuve la sensación de que mi cuerpo pesaba más y más. Comenzaba a marearme. Tal vez fuera por la acción de los analgésicos que me dieron, pero mi energía parecía acabarse. Pensé que al mismo nivel que la energía vital de la Tierra.
No sé cómo llegué a mi apartamento. Abrí la ducha y puse el agua tan caliente como pude soportar. El golpeteo del agua me dolía en algunas de las heridas. Mañana luciría un buen montón de moratones y notaba un par de dientes sueltos, aunque no parecía que los fuese a perder. Pensé que casi sería un milagro.
Me dejé llevar bajo el agua. Una ducha bien larga costaba una pequeña fortuna, pero podía permitírmelo. No en vano, la mayoría de la población se lavaba habitualmente con unas toallas húmedas impregnadas con productos químicos y cremas hidratantes desechables. No se debía malgastar un solo litro de agua.
No podía dejar de pensar en Julia. Íñigo tenía razón. No se conocía ninguna organización criminal preparada para eso. El crimen estaba casi extinguido, y sólo el bendecido por los poderes legales se mantenía. La extorsión legal, las bandas que ofrecían protección reflejada en contrato y servían de policía extraoficial para hacer el trabajo sucio, los cobradores legales, etcétera.
Los locos que nos aventurábamos por los suburbios a veces éramos robados. Los más, bajo una simple amenaza o la simple presencia del matón de turno. La violencia era muy limitada e incluso se habían prohibido los deportes violentos hacía décadas, aunque yo aún practicaba kárate, que mi padre me había enseñado a mí. Unos años antes, me había arriesgado a dar clases muy bien pagadas, pero era demasiado riesgo y, cuando conocí a Julia, sólo a ella le enseñé algunos trucos y rudimentos, que, por lo que parecía, no le habían servido de mucho, como a mí tampoco, aunque tenía disculpa. Eran profesionales ante los que nada tenía que hacer, y me sorprendieron durmiendo.
Claro que el kárate no valía mucho contra una descarga eléctrica, un gas paralizante o alguna de las sofisticadas armas, con y sin poder para matar, que no dejaban de idearse, aun cuando el arma más mortífera y que más muertes causaba venía del cielo.
Corté el agua. La sorpresa me espabiló.
—¡Mi padre! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Era un policía en los tiempos en que había crimen y la contundencia debía de estar a la altura del agravio contra la ley. Hablaría con él. Quizá podría ayudarme. Me daba un poco de miedo, puesto que mi padre tenía un carácter un poco difícil, y mi relación con él era… complicada, pero sabía que había sido un gran profesional, y eso me animó un poco. Programé la cápsula para dormir unas horas y me acosté.
El horror se adueñó del mundo. Casi nadie supo cómo reaccionar y los primeros años tras las masacres fueron los llamados años del caos. No había alimentos ni agua. La actividad económica cesó. Todo el mundo pensó en sobrevivir individualmente, lo que supuso aglomeraciones que causaron casi tantos muertos como los propios terremotos. Grandes migraciones que se dejaron ríos de muertos a los lados de las carreteras, como las antiguas caravanas de las viejas historias del Medievo, en fuga de la peste y las invasiones. Enfermedades extinguidas cobraron vida de nuevo, y virus mutantes de gripe acabaron con cientos de miles de personas. Otras tantas murieron de cólera y los cadáveres abandonados en las calles de las ciudades y caminos asaltaron la sensibilidad de los televidentes durante mucho tiempo.
Los primeros trabajos fueron para apaciguar a un pueblo que pensaba que se le venía encima el fin del mundo tantas veces augurado por todas las culturas. Sólo cuando se pudo convencer a los hombres para agruparse en bien del interés común, se pudieron iniciar los primeros trabajos de desescombro y humanidad, ya que se disolvieron todos los cuerpos organizados. Ni ejército, ni policía, ni hospitales ni gobierno. Todo el mundo había querido poner a salvo a los suyos.
Madrid sufrió la potencia de los terremotos y doscientas mil personas murieron. Más de la mitad en los días inmediatamente posteriores a los seísmos, por el pánico. Barrios enteros fueron arrasados y las ruinas aislaron la ciudad. Los que pretendieron huir tuvieron que sortear un verdadero campo de minas entre los incendios y los edificios derrumbados, un caldo de cultivo de enfermedades, trampas, saqueos, robos, violencia, etcétera.
Los primeros trabajos básicamente se centraron en enterrar a los muertos y abrir vías de transporte para que llegaran ayudas internacionales, comida y agua. Se llamó a la responsabilidad de médicos, policías, bomberos y funcionarios, para que ocupasen su lugar moral entre la desidia de la desesperación.
POL
SUEÑO
Las escenas confusas se sucedían. Una especie de cueva, pues no se veía cielo aunque tampoco piedra; de superficies lisas y limpias, aunque oscuras, con cientos de extrañas pequeñas luces más potentes y estables que el fuego, que hacían daño a la vista. Miles de hombres y mujeres del mismo pequeño tamaño que aquel con el que había soñado ya varias veces, caminando, entrando y saliendo de cámaras cubiertas con puertas de un material en forma de una extraña lámina de agua… ¡A través de la cual se podía ver!
La visión era tan extraña que no podía comprenderla, salvo por una ingente cantidad de magia. Se me había enseñado que la magia era el principal y más odioso pecado de los hombres, que había causado la enfermedad de la tierra y el cielo, hasta el cataclismo.
Pero, viendo aquellas maravillas, me preguntaba cómo se puede renunciar a tal belleza. ¿Cómo era posible cubrir el cielo de una gruta tan inmensa con miles de luces más potentes que el mismísimo sol? Luces que se encendían y apagaban, cambiando de color y formando imágenes y extraños signos mágicos. Y aquellas láminas de aspecto duro que dejaban pasar la luz pero no los cuerpos…
Pensé mucho en el origen de aquella magia. Siempre me imaginaba a un mago agitando sus brazos, un amuleto o una varita y lanzando rayos de energía o recitando oscuros conjuros que causaban un efecto, pero aquello no parecía magia, en el sentido de que nadie parecía estar detrás conjurando para lograr tales efectos, que casi parecían casuales. Las personas caminaban tranquilas sin detenerse a pensar en las luces, las puertas que se abrían, los extraños artilugios que transportaban gente… Todo fluía de una manera automática. ¿Dónde estaba la magia?
Perdí la imagen. Era tan extraña y tan fascinante a la vez que apenas pude retener en mi memoria algunos detalles antes de que la luz se abriera de nuevo.
Esta vez sí había un cielo, aunque de un color extraño y rasgado por el viento. Mi… amigo paseaba abrazado a una bella mujer. Parecía feliz sin dejar de mirarla, con una adoración tan absoluta que se diría que estaba ciego a todo que no fuera ella, que lo llevaba de la mano por encima de aquella montaña de cubículos y torres, hasta un lugar que les pareció cómodo, donde se mostró desnuda.
Para mí fue como una revelación, pues jamás había visto a una mujer desnuda a la luz del sol. Al principio aparté la vista avergonzado, convencido de que mi amigo podía verme, pero él sólo la veía a ella, lo cual era absolutamente comprensible. Lo envidié hasta sentirme mal, mientras me excitaba por su lujuria. Su cuerpo era perfecto, su pelo limpio y precioso y mi amigo estaba sin duda de acuerdo.
Los vi hacer el amor, lo que me perturbó como nada antes, haciendo enrojecer mis mejillas y abultarse mi entrepierna. Pero ella lo usó para su placer y le negó el suyo. Aquello llamó mucho mi atención. Pero ¿qué clase de hombre era aquel que permitía que una mujer lo dominase hasta tal punto? De hecho, su rostro se contrajo por el enfado durante unos segundos, hasta que, tras una breve meditación, pareció decidir conformarse con lo que le había sido dado —o sea, nada— y sonrió de nuevo.
Ella le acompañó hasta una cueva más profunda que el resto, donde una galería se adentraba en la oscuridad.
Lo siguiente que ocurrió me aterró. Un animal salió del agujero y se detuvo frente a ellos. Pero no era nada vivo, sino una caja más que parecía rodar sobre unas extrañas líneas marcadas en el suelo, de aspecto brillante. Se abrieron unas puertas y, tras besarse, él entró, despidiéndose. Se cerraron de nuevo las puertas y el artilugio volvió a rodar hacia el interior de la galería.
Mientras, en el exterior —no sé cómo podía asistir de una escena a otra—, unas nubes muy oscuras salpicadas del brillo rojizo de potentes rayos cubrieron de nuevo el cielo con una rapidez asombrosa.
Comprendí que por eso vivían bajo tierra. El vendaval que siguió a las nubes, la torrencial lluvia y los sonoros golpes de inmensas masas de hielo iluminados por los sobrecogedores rayos me explicaron la causa.
De nuevo la negrura.
Lo siguiente que vi no fue tan claro ni pausado, sino una sucesión de imágenes breves que se superponían. Unos extraños que cargaban con el cuerpo de la mujer, oculto por un saco. Mi amigo, sacado a golpes de una extraña vaina luminosa, parecida a la planta del guisante, y llevado ante un señor poderoso, y más tarde, soltado de nuevo tras una buena paliza.
El rostro de mi amigo sufría, y no por la paliza, sino por la ausencia de la mujer, que debía de haber sido secuestrada. Leí en sus ojos que ella era más importante que su misma vida.
En ese momento, él me miró. Yo asentí, reconociendo su pena y ofreciéndole mi comprensión.
Él no pudo evitar unas lágrimas silenciosas.
VIGILIA
Desperté, miré a mi alrededor. El hueco en torno a mí se había multiplicado en extensión en unas cuatro o cinco veces, lo que me divirtió. Sin duda, había murmurado algo durante el sueño y ellos habían pensado que hablaba con algún dios o demonio. Sólo esperaba no haberme mostrado excitado por la escena amorosa. Me palpé la entrepierna. Quería saber si había sufrido una polución nocturna pero no, gracias a Dios. Hubiera resultado un poco embarazoso. Ellos lo sabían todo.
No podía quitarme de la cabeza la imagen de los pechos y la desnudez de aquella mujer. En la oscuridad, la envidia se manifestó con mucha más violencia, pues escuchaba la respiración pausada de algunas mujeres cerca de mí, y me preguntaba si se parecerían a aquella, si su cara sería tan hermosa, sus pechos perfectos, sus…
¡Basta! Aquello no me llevaba a ninguna parte, salvo volverme loco.
Pensé en el sueño. Parecía inconcebible que en una sociedad tan moderna, que parecía regulada y protegida, se dieran casos de secuestros. Incluso en la comunidad tribal dentro de la cueva, se habían dado algunos casos de hombres o mujeres que secuestraban a algún niño y lo depositaban atado en alguna gruta escondida para chantajear a los viejos, generalmente para obtener una posición de poder, a una mujer como esposa o quizá evitar a un hombre como esposo, o una función en la tribu. Pero no eran tolerados de buen grado por los viejos, que tarde o temprano se cobraban sobrada venganza, salvo que el fin del secuestro coincidiera con sus intenciones. En la cueva, la mayoría de los crímenes eran instigados por los ancianos… y no eran pocos. Pero en aquella ciudad perfecta…
Me sacudí la cabeza. No. No era oro todo lo que relucía. Al fin y al cabo, su cielo estaba cruelmente enfermo. Tal vez de manera terminal, así que no era una ciudad ni sociedad perfecta ni mucho menos. Debía recordar aquello y no dejarme llevar por su espectacularidad. La envidia no era nada buena y podía llevarme a conclusiones extrañas.
«¡Pero aquella mujer…, Dios santo!», me dije. Sentí una punzada por la excitación de nuevo. Deseé tener una mujer, pero la mía no parecía por su forma ni remotamente como aquella, ni la conocía, ni sabía si querría acercárseme, ni mucho menos copular, aunque tenía el derecho de obligarla si no quería. Pero no era algo agradable y restaba todo el placer a lo que pensaba hacerle. De hecho, lo que yo quería es que me hicieran a mí lo que aquella mujer había hecho a mi amigo, aunque, por supuesto, llevándolo a buen término.
Me sentí solo. No tenía mujer, ni posibilidad ni remota de conocer a una que me aceptase. Comprendí que eso era lo que me había retenido allí. Si huía… ¿hacia dónde iría?, ¿hacia su extinción? ¿De qué servía huir hacia la nada, por más bonito que fuese el marco de aquella terrible soledad? Sólo podría huir el día que aceptase que sería para morir solo en el paraíso.
Así que estaba atrapado en una cruel paradoja. Si me quedaba, me evitarían como a un enfermo y jamás tendría el menor contacto físico con un ser vivo. Ni siquiera vería sus rostros ni sus cuerpos, más allá del tenue brillo de sus siluetas o a la débil luz de una antorcha, y sólo cuando los ancianos lo quisieran. Y, si me iba, estaría simplemente solo.
La verdad es que en, cuanto al contacto, no había mucha diferencia, salvo que se obrase el milagro de que hubiese más personas como él, que se aventurasen al exterior tras abandonar otras cuevas donde otras comunidades hubiesen sobrevivido. Parecía una posibilidad tan remota que apenas deseaba llegar a considerarla seriamente.
Pero al menos viviría en un paraíso, y no dominado por unos ancianos crueles que decidían sobre el destino de los demás, jóvenes con vida por delante, resentidos por el hecho de que el destino les hubiera arrancado su vida, refugiados en aquella cueva.
También era gracioso el hecho de que, si yo me iba, tal vez no volverían a confiar en ningún soldado para que ocupase su puesto, por mucho que la comunidad necesitara madera para antorchas, alimentos y otros útiles que sólo podían proporcionarse desde el exterior.
Me dormí de nuevo; el cansancio era mucho y la negrura volvía inmediatamente a llenar mi conciencia. Pero ahora no soñaba, aunque hubiera querido volver allí.
Pensé en lo que había visto. Comprendía y hacía mía la pena del que ya consideraba mi amigo. Pero lo que más me preocupaba era la visión de aquel cielo amenazador, que me asustó mucho por la conexión con mi mundo físico…
Porque tal visión era la imagen viva del relato que nos era contado desde niños, describiendo los años previos al gran cataclismo, relato que era usado sistemáticamente para asustarnos e impedirnos salir de la cueva aun cuando, fuera de ella, el cielo era azul, limpio e invitador a la vida al aire libre, en vez de empeñarse en vivir en un agujero insano. No se habían vuelto a ver aquellas gigantescas alimañas que contaban de antes del gran terremoto, y se suponía que habían quedado extinguidas tras su paso, quedando animales con los que un humano sí podía luchar. Él no había visto nunca grandes animales, y aquellos con los que se había topado solían tener más miedo de él que al revés.
Creía en el cataclismo, porque no sólo era contado por la voz de los ancianos, sino que eran muchos los testimonios pasados boca a oreja de padres a hijos, para ignorarlos. Pero el cataclismo había concluido hacía muchos, muchos años y jamás habían vivido ni una sola secuela, salvo la caída de la roca que mató a mi madre y que les sirvió a los ancianos para callar la voz de mi padre, que pedía a gritos dejar el encierro y abrirse al mundo.
Hubo un pequeño debate que fue aplacado con sangre y fanatismo. Mi padre fue obligado a irse, sólo porque matarlo hubiera sido crear un mito a favor de su teoría, y dentro de la cueva se promulgó que había escapado y muerto por la furia de los dioses, que querían que continuáramos en la cueva, pues el tiempo de purga del pecado cometido por el hombre no había hecho sino empezar. Pero volvió por mi madre y por mí, y fue capturado y llevado al fondo de la cueva.
¿Qué significaba ese cielo de aquel sueño? Parecía que, de algún modo, en el espacio y en el tiempo del sueño, el mundo se encaminaba a un cataclismo similar… ¿Y cuál era la causa? ¿Acaso era una visión del pasado? Los viejos sostenían (hasta la extenuación) que, en los valles, los antiguos abusaban de la magia, viviendo como los propios dioses, en la abundancia, el pecado, el libertinaje y la falta de respeto a los dioses, causando finalmente su ira y provocando el cataclismo que los destruyó como castigo, acabando con su vida y respetando la de aquellos que vivíamos oprimidos y esclavizados por ellos, usados y mantenidos como animales y obligados a huir a las montañas, amparados por las grutas que los —nos— habían protegido del castigo divino.
No creía nada de eso, aunque me asustaba mucho el hecho de que, sin duda, las luces y otros temas inexplicables de la primera visión, debían de ser causados por la magia. Me importaba muy poco que, a esas alturas de mi vida, una revelación me dijera que los viejos tenían razón. No pasaría el resto de mi existencia sentado junto a ellos como su sirviente. Prefería vivir la mía propia y morir en un nuevo cataclismo, si llegaba a producirse. No aguantaba más la oscuridad, tras haber probado la miel de la luz.
Si quedaba algún resquicio de la vida que había visto en aquel sueño, quería conocerlo. Pero, sobre todo, quería decidir por mí mismo, sobre mi propia vida, a pesar de los riesgos que correría. Permanecí tumbado sin dormir el resto de la noche. No quería dar qué pensar a quienes me estuvieran vigilando, y tal vez delatase mis intenciones hablando en sueños.
Por la mañana, aunque estaba bien despierto, dejé que vinieran a despertarme, para juzgar las maneras con que lo hacían.
No me equivoqué. Un leve toque con el pie, sin atreverse a ser una patada, pero lo suficiente para suponer un insulto. Lancé una patada en tijera desde el suelo, que hizo caer a mi oponente, que se golpeó con sus propias armas. Me levanté sin darle tiempo a reaccionar y puse mi pie en su garganta.
—¡Que quede claro! Aquí el que manda soy yo, tu maestro y tu superior. No me voy a negar a enseñarte, pero a cambio quiero respeto. A la mínima insubordinación, o al próximo insulto, simplemente te mato… ¿Está claro?
Como no obtuve respuesta, dejé caer más peso sobre mi pie. Era orgulloso como yo mismo, más de lo que los dóciles hombrecillos solían ser. Al fin hizo un leve gesto y levanté mi pie.
—Bien. Tráeme algo de comer mientras me aseo.
—Para eso están las mujeres. —Escupió.
—Para eso estás tú, porque lo digo yo. Tal vez luego quiera usarte como a una mujer, si así me apetece.
Se fue. Por supuesto, no probé lo que me trajo, pues mi… mujer ya me había preparado algo. No lo hacía con gusto, pero era su obligación y yo era legalmente su marido, así que se esforzaba por satisfacer mis necesidades más simples.
—Vamos.
Casi pude sentir su ira en el estrecho espacio de la cueva y me esforcé para no reír, pues las serpientes sólo son peligrosas cuando se las acorrala. Mucho más tuve que contener la risa cuando salimos a cielo abierto. Mientras que mi alma se expandía junto con mis pulmones, mi temeroso amigo se encogía como una rana.
—Mira el cielo sin temor. Más fácil es que se te caiga la cueva encima que lo que estás pensando. Nada malo te ocurrirá aquí fuera, salvo lo que te haga yo.
Se encogió.
—Hace frío.
—De hecho, hace mucho más calor que en la cueva. Lo que confundes con frío es el viento, pero esto apenas es un débil soplo. Deberías ver el verdadero vendaval. ¡Ah! Lo olvidaba. En verdad lo has de ver, puesto que te han encomendado mi misión, ¿verdad?
—Ya sabes que sí.
—Y sabes el puesto que me espera a mí.
—Siempre que cumplas las expectativas de los ancianos. Y soy yo el que les informa.
Me volví hacia él.
—¿Eso es una amenaza?
—No. Pero aún no eres uno de ellos, y te comportas como si lo fueras.
—Cierto. Pero, en cualquier caso, eso tampoco dependerá de la palabra de un soldado imbécil, ¿verdad?
Se sonrojó. Yo no pude evitar continuar.
—Me consideran un brujo —le dije, con una sonrisa socarrona—. Y lo soy. Y, si no fuera por eso, ya me habrían matado mientras dormía. —Miré al horizonte—. Aunque ahora no te lo parezca, es fácil tomarle cariño a este paisaje, pero, cuando lo hagas, te matarán y pondrán a otro en tu lugar, así que no te creas en buena posición. O te mato yo, o tarde o temprano lo harán ellos. Y esto no es una amenaza, sino un buen consejo. Aprovéchalo. —Y eché a andar, oyendo tropezar a mi aprendiz.
Fue un día divertido. Yo no podía evitar traslucir la pasión que sentía por los cultivos cuando le enseñaba a Der, que era su nombre, aunque todo lo que a mí me causaba placer a él le repugnaba en proporción directa. Habían escogido al más fanático y me di cuenta de que los ancianos sí tendrían en cuenta su palabra. Y ya había hablado demasiado.
—Eso son acelgas.
Las tocó con el palo acompañando el gesto de una mueca.
—Debes tocarlas con las manos. Sentir el tacto y saber si es buena o débil, si está verde o ha madurado. —Las tocó con asco.
—Esto son fresas, ¿no? —preguntó—. Creía que crecían de lo alto. ¿Y esto?
—Escanda.
Parecía que su curiosidad se iba imponiendo poco a poco. Tal vez, al fin y al cabo, iba a ser un buen explorador.
—¿Y esto?
Se volvió al oír mis carcajadas.
—Eso no forma parte del huerto. Son plantas bordes, ortigas.
—¿Y por qué te ríes?
—Dentro de un rato lo sabrás.
Aquella noche, antes de dormirme, miré a mi mujer, a un par de cuerpos de distancia. La compadecía, pues ella en ningún caso había pedido un destino tan desafortunado como ser la esposa de un loco, aunque ahora debía de ser un poco más feliz, puesto que esperaría que dentro de poco su posición social aumentara, lo que sin duda ya habría aprovechado para medrar ante las mujeres de la tribu, con todo el derecho, por otro lado. Y también era más solícita conmigo, más amable y obsequiosa, aunque para nada más atenta sexualmente, por mucho que fuera obligación suya engendrar más de un hijo que heredara mis facultades. Y ya había cumplido con uno, creado la noche en que a ambos nos drogaron para anular nuestra conciencia y fornicar como animales.
Por eso me sorprendió tanto que me hablara. Imaginé lo que le habría costado reunir el valor de dirigirme la palabra. Usó la fórmula que utilizaban esposas más… bien avenidas.
—Hombre mío…
La miré atentamente. Ya iba imaginando la que me esperaba.
—Me pregunto por qué no es tu hijo el que tendrá el honor de sucederte en tu función de explorador.
Yo no pude evitar sonreír. ¡Pobre ignorante! Sentí pena, aunque aquella podía ser perfectamente una prueba orquestada por los ancianos para saber de mis intenciones y mi fe.
—Yo no lo he dispuesto así. Y, por otra parte, por importante que parezca mi función actual, no lo es tanto, porque los ancianos temen que escape. Por eso mi vida pende de un hilo y la de nuestro hijo sería igual de frágil si siguiera mi camino.
Vi la duda en el movimiento del brillo de los ojos de mi mujer, ya que nada más podía ver de ella. Bajó la cabeza, avergonzada. En ese momento supe que en verdad la habían forzado a preguntarme, pero también vi inequívocamente que no obraría en perjuicio de su hijo.
—No te preocupes —le dije para tranquilizarla—. Le tienen reservado un buen destino, pues esperarán que herede mis facultades de brujo.
Ella abrió los ojos. Era lo que había estado esperando oír, y yo se lo había dado para mejorar la posición de mi hijo. No moriría, pero lo condenaba así a una vida oscura de fanatismo. Ella, a pesar de la oscuridad, de alguna forma vio en mis ojos la tristeza y comprendió. Después de todo, la había subestimado. Se me acercó al oído.
—¿Piensas escapar?
Yo no pude contestar hasta pasado un buen rato.
—¿Quién lo pregunta? ¿Tú o los ancianos? Piénsalo bien antes de responder, pues no me puedes engañar.
Tardó mucho en responder.
—Yo.
Nunca supe por qué respondí tan rápido, cuando mi seguridad se basaba en reacciones bajo la negrura más espesa y apenas un débil brillo en sus ojos.
—Sí.
Abrió mucho los ojos, de nuevo, y asimiló en silencio la noticia. Después de todo, el silencio era una forma de vida dentro de la caverna. Jamás me había dicho tantas palabras juntas, pero aún no había terminado.
—Nunca te he pedido nada.
Me sorprendió su espontaneidad. Sin duda esta vez sí era ella misma.
—Pídeme lo que quieras.
—Si lo que hay fuera es mejor que esto…
—Lo es. Infinitamente mejor.
Calló, bajando la cabeza de nuevo. Cuando la levantó, vi brillar silenciosas lágrimas en sus ojos.
—Entonces vuelve a por tu hijo y llévatelo.
Acaricié su cara. Era el primer gesto sincero de afecto desde que la conocía y ella lo recibió como tal.
—Lo haré. Pero en ese momento sabes que tendrás que ayudarme a sacarlo de aquí. Y eso supone que tendrás que venir con nosotros…
—O morir aquí.
—Sí.
—¿De verdad es…?
La interrumpí.
—Sin duda. Comparar el cielo abierto con la cueva oscura es como comparar esta conversación con la noche en que tú y yo…
Ella comprendió muy bien. Con la noche en que me obligaron a montarla delante de toda la tribu, como se consumaban todos los matrimonios.
—Entonces nos iremos.
—Entonces volveré a por vosotros. Si no me traicionas. Puedes contar esto a los ancianos y eliminarían cualquier rastro de mi traición, incluyéndote a ti y a tu hijo. No lo mereces, pero estás anclada a mí, y mi suerte es la tuya. Pero todo puede cambiar. Hay un mundo hermoso ahí fuera. Un valle que llega hasta donde alcanza la vista, todo cubierto de árboles cuyas hojas se mueven con el viento, levantando un murmullo que te ayuda a dormir, bajo la formidable luz y el cielo claro y limpio. Créeme. Eso no lo ha creado el dios de los ancianos. Este es su mundo. El de fuera fue hecho por un dios bondadoso y amable, amante de lo bello. Esto es la obra de unos locos.
Amagó una sonrisa y se volvió. Aquella noche, casi noté el calor de su cuerpo junto a mí.