Al cabo de veinte minutos llegaron a uno de los lugares de la ciudad que menos le gustaban a Bosch: la oficina de libertad condicional del Departamento Correccional del Estado, en Van Nuys. Era un edificio de una sola planta repleto de gente que esperaba para ver a los agentes de la condicional, para proporcionar muestras de orina, presentarse por exigencia del tribunal, entregarse para ser encarcelados o solicitar una nueva oportunidad de libertad. Era un lugar donde la desesperación, la humillación y la rabia se palpaban en el ambiente. Era un lugar donde Bosch trataba de no establecer contacto visual con nadie.
Bosch y Rider tenían algo que ninguno de los otros tenía: una placa. Eso les ayudó a saltarse las colas y tener una audiencia de inmediato con la agente a la que Roland Mackey había sido asignado tras su detención dos años antes por comportamiento lascivo. Thelma Kibble estaba enclaustrada en un cubículo estándar de funcionario del gobierno, en una sala repleta de cubículos idénticos. Su escritorio y el único estante que venía con el cubículo estaban repletos de archivos de los condenados por los que tenía que velar a través de la libertad condicional. Era de altura y complexión media. El brillo de sus ojos contrastaba con su piel marrón oscura. Bosch y Rider se presentaron como detectives de Robos y Homicidios. Sólo había una silla delante del escritorio de Kibble, de modo que se quedaron de pie.
—¿De qué se trata, de un robo o de un homicidio? —preguntó Kibble.
—Homicidio —dijo Rider.
—Entonces ¿por qué uno de ustedes no coge una silla de ese cubículo de ahí? Ella sigue almorzando.
Bosch cogió la silla que la agente le había señalado y volvió. Rider y Bosch se sentaron y explicaron a Kibble que querían echar un vistazo al expediente correspondiente a Roland Mackey. Bosch se dio cuenta de que Kibble había reconocido el nombre, pero no el caso.
—Fue un caso de libertad condicional por conducta lasciva que tuvo hace un par de años —dijo Bosch—. Terminó después de doce meses.
—Ah, entonces no está en curso. Bueno, tengo que ir a buscarlo a los archivos. No lo recuer… Ah, sí, sí. Roland Mackey, sí. Disfruté bastante con ese.
—¿Cómo es eso? —preguntó Rider.
Kibble sonrió.
—Digamos que tenía ciertas dificultades en presentarse ante una mujer de color. Aunque mejor voy a buscar el expediente y así tendremos los detalles claros.
Comprobó la ortografía del apellido Mackey y los dejó solos en el cubículo.
—Eso podría ayudar —dijo Bosch.
—¿Qué? —preguntó Rider.
—Si tiene problemas con ella, probablemente también los tendrá contigo. Podríamos usarlo.
Rider asintió. Bosch vio que ella estaba mirando un artículo de periódico clavado en el tablero de la pared del cubículo. Estaba amarillento por el paso del tiempo. Bosch se inclinó y leyó, pero se encontraba demasiado lejos para leer otra cosa que el titular.
AGENTE DE CONDICIONAL HERIDA RECIBIDA CON HONORES DE HEROÍNA
—¿Qué es eso? —le preguntó a Rider.
—Sé quién es —dijo Rider—. Le dispararon hace unos años. Fue a la casa de una expresidiaria y alguien le disparó. La presidiaria llamó para pedir ayuda, pero luego se fue. Algo así. Le dimos un premio en la asociación. Dios, ha perdido muchísimo peso.
Algo de la historia encendió una bombilla en Bosch. Se fijó en que había dos fotografías que acompañaban el artículo. Una era de Thelma Kibble, de pie delante del edificio del Departamento Correccional, con una pancarta que le daba la bienvenida colgada del techo. Rider tenía razón. Kibble daba la impresión de haber perdido casi cuarenta kilos desde la foto. Bosch de pronto se acordó de que había visto la pancarta en la fachada del edificio unos años atrás cuando uno de sus casos estaba en juicio en el tribunal que se hallaba al otro lado de la calle. Asintió con la cabeza al recordarlo.
Luego, algo de la otra foto captó su atención y su recuerdo. Era una foto de ficha policial de una mujer blanca, la expresidiaria que vivía en la casa donde habían disparado a Kibble.
—Ella no disparó, ¿verdad? —preguntó.
—No, ella es la que llamó, la que la salvó. Desapareció. Bosch de repente se levantó y se inclinó por encima del escritorio, poniendo las manos encima de pilas de carpetas para apoyarse. Miró la foto de ficha policial. Era una imagen en blanco y negro que se había oscurecido al tiempo que envejecía el recorte de periódico. Pese a todo, Bosch reconoció la cara de la foto. Estaba seguro. El pelo y el color de los ojos eran diferentes. El nombre de debajo de la foto también era distinto, pero estaba seguro de que había conocido a aquella mujer en Las Vegas el año anterior.
—Eso que está chafando son mis archivos.
Bosch inmediatamente volvió a su posición al tiempo que Kibble rodeaba el escritorio.
—Lo siento, sólo trataba de leer el artículo.
—Es una vieja noticia. De cuando me comí esa bala. Ahora tengo muchos más años, y muchos menos kilos.
—Yo estuve en el homenaje que le hicieron en la Asociación de Agentes de Policía Negros —dijo Rider.
—¿En serio? —dijo Kibble, y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Esa fue una noche realmente inolvidable para mí.
—¿Qué le pasó a la mujer? —preguntó Bosch.
—¿Cassie Black? Ah, se dio a la fuga. Nadie ha vuelto a verla.
—¿Tiene cargos?
—Lo gracioso es que no. O sea, la acusamos porque se fugó, pero es lo único que tiene. Cielos, ella no me disparó. Lo único que hizo fue salvarme la vida. No iba a acusarla por eso. Pero no podía hacer nada con la violación de la condicional. Se largó. Por lo que sé, el tipo que me disparó podría haberla encontrado y haberla enterrado en el desierto. Aunque espero que no. Ella me echó una buena mano.
De repente, Bosch ya no estaba tan seguro de que la mujer que temporalmente había sido su vecina en un motel mientras visitaba a su hija en Las Vegas el año anterior hubiera sido Cassie Black. Se sentó y no dijo nada.
—¿Encontró el archivo? —preguntó Rider.
—Aquí está —dijo Kibble—. Puedo prestárselo, pero si quieren preguntarme por el chico, háganlo ahora. Mi pizarra de la tarde empieza en cinco minutos. Si me retraso provoco un efecto dominó que dura toda la tarde y salgo de aquí a las tantas. Esta noche no puedo, he quedado. —Estaba radiante ante la perspectiva de su cita.
—Muy bien, ¿qué recuerda de Mackey? ¿Ha mirado el expediente?
—Sí, lo he ojeado mientras volvía hacia aquí. Mackey era sólo un meón bromista. Un pobre drogadicto de poca monta con un componente bastante racista. No era gran cosa. Me gustaba bastante tenerlo metido en un puño, pero nada más.
Rider había abierto la carpeta y Bosch se estaba inclinando hacia ella para mirarla.
—¿El caso de lascivia fue por exhibirse?
—De hecho, ahí descubrirán que el chico se pasó con el speed y el alcohol (mucho alcohol) y decidió aliviarse en el patio de alguien. Resultó que allí vivía una chica de trece años y estaba fuera jugando al baloncesto. El señor Mackey decidió después de ver a la niña que como ya había sacado su colita al viento lo mismo podía seguir adelante y decirle a la niña si quería probarla. ¿He mencionado que el padre de la niña trabajaba en la División Metropolitana del Departamento de Policía de Los Ángeles y que casualmente estaba fuera de servicio y en casa cuando ocurrió el incidente? Salió y redujo al señor Mackey. De hecho, el señor Mackey se quejó después de que casualmente, o quizá no tan casualmente, lo habían tirado al suelo justo encima del charco que acababa de hacer. No le hizo ninguna gracia.
Kibble sonrió al relatar la historia. Bosch asintió. Su versión era más colorista que el resumen del caso que figuraba en el expediente.
—Y simplemente pidió la condicional.
—Exacto. Le ofrecieron un acuerdo y lo aceptó. Me lo asignaron.
—¿Algún problema durante sus doce meses?
—Nada salvo sus problemas conmigo. Pidió otro agente, pero le denegaron la petición y se quedó clavado conmigo. Lo mantenía controlado, pero se notaba bajo la superficie. No podría decirle qué le molestaba más, si el hecho de que fuera negra o el hecho de que fuera mujer.
Miró a Rider al decir la última parte, y esta asintió.
El archivo contenía detalles del pasado delictivo de Mackey y de su biografía.
Había fotos tomadas durante sus primeras detenciones que serían el elemento base. Había demasiado en juego para tratarlo delante de Kibble.
—¿Podríamos disponer de una copia? —le preguntó Bosch—. Y también nos gustaría que nos prestara alguna de estas primeras fotos, a ser posible.
Los ojos de Kibble se entornaron un momento.
—Están trabajando en un caso viejo, ¿eh? —Rider asintió.
—De hace mucho —dijo.
—Un caso aparcado, ¿eh?
—Los llamamos abiertos —dijo Rider. Kibble asintió pensativamente.
—Bueno, aquí nada me sorprende: he visto a gente robar una pizza y ser detenida dos días antes del final de una condicional de cuatro años. Pero por lo que recuerdo de este Mackey, no me parecía que tuviera instinto asesino. En mi opinión. Es un discípulo, no un líder.
—Es una buena lectura —dijo Bosch—. No estamos seguros de que se trate de él. Sólo sabemos que estuvo implicado. —Se levantó, preparado para irse—. ¿Y la foto? Una fotocopia no sería lo bastante clara para enseñarla.
—Puede llevársela siempre que me la devuelva. Necesito mantener el archivo completo. La gente como Mackey tiene tendencia a volver, ¿entiende?
—Sí, y se la devolveremos. ¿Puede hacerme también una copia de ese artículo? Quiero leerlo.
Kibble miró el recorte de periódico clavado a la pared del cubículo.
—Pero no mire la foto. Ese es mi viejo yo.
Después de salir de las dependencias del Departamento Correccional, Rider y Bosch cruzaron la calle hasta los edificios municipales de Van Nuys y caminaron entre los dos tribunales para llegar al centro comercial que había en medio. Se sentaron en un banco junto a la biblioteca. Su siguiente cita era con Arturo García, en la División de Van Nuys, que también era uno de los edificios del complejo gubernamental, pero era temprano y querían estudiar antes el expediente del Departamento Correccional.
El archivo contenía descripciones detalladas de todos los delitos por los que Roland Mackey había sido detenido desde su decimoctavo cumpleaños. También contenía información biográfica utilizada por los agentes de la condicional a lo largo de los años para determinar aspectos de su supervisión. Rider le pasó a Bosch la ficha policial, mientras empezaba a revisar los detalles biográficos. De inmediato Kizmin Rider interrumpió a Bosch en su lectura para mencionar datos de Mackey que pensaba que podían ser pertinentes en el caso Verloren.
—Se sacó el graduado escolar en Chatsworth High en el verano del ochenta y ocho —dijo—. Así que eso lo sitúa justo en Chatsworth.
—Si se sacó el graduado escolar, eso significa que antes había abandonado los estudios. ¿Dice en dónde?
—Aquí no hay nada. Dice que se educó en Chatsworth. Familia disfuncional.
Mal estudiante. Vivía con su padre, soldador en la fábrica de General Motors en Van Nuys. No suena a alumno de Hillside Prep.
—Aun así hemos de comprobarlo. Los padres siempre quieren que a sus hijos les vaya mejor. Si fue allí y conoció a Rebecca y después lo echaron, eso explicaría por qué no lo entrevistaron en el ochenta y ocho.
Rider simplemente asintió. Continuó leyendo.
—Este tipo nunca salió del valle —dijo—. Todas las direcciones son de por aquí.
—¿Cuál es la última conocida?
—Panorama City. La misma que en Auto Track. Pero si está aquí, probablemente es vieja.
Bosch asintió. Cualquiera que había pasado por el sistema penitenciario tantas veces como Mackey sabía que le convenía cambiarse de casa el día en que terminaba la condicional. Y sin dejar dirección. Bosch y Rider irían a la dirección de Panorama City a comprobarlo, pero Bosch sabía que Mackey ya no iba a estar. Allí donde se hubiera trasladado no había usado su nombre en los servicios públicos ni había actualizado su licencia de conducir o su registro de vehículo. Estaba volando por debajo del radar.
—Dice que estuvo con los Wayside Whities —dijo Rider al revisar el informe.
—No me sorprende.
Wayside Whities era el nombre de una banda carcelaria que había existido durante años en el Wayside Honor Rancho del norte del condado. Las bandas normalmente se formaban siguiendo líneas raciales en las prisiones del condado, más como medio de protección que por animadversión racial. No era raro encontrar a miembros judíos en la banda de orientación nazi Wayside Whities. La protección era la protección. Era una forma de pertenecer a un grupo y evitar las agresiones de otros grupos. Se trataba de una medida de supervivencia en prisión. La pertenencia de Mackey al grupo era sólo una conexión tenue con la teoría de Bosch de que la raza posiblemente había sido un factor a tener en cuenta en el caso Verloren.
—¿Algo más sobre eso? —preguntó.
—No que haya visto.
—¿Y la descripción física? ¿Algún tatuaje?
Rider pasó las hojas y sacó un formulario de la prisión.
—Sí, tatuajes —dijo, leyendo—. Lleva su nombre en un bíceps y supongo que el nombre de una chica en el otro, RaHoWa.
Deletreó el nombre y Bosch empezó a sentir el primer cosquilleo de que su hipótesis era sólida.
—No es un nombre —dijo—. Es código. Significa Racial Holy War. Las dos primeras letras de cada palabra. El tipo es uno de los fieles. Creo que a García y Green se les pasó y lo tenían delante.
Sintió la subida de la adrenalina.
—Mira esto —dijo Rider con urgencia—. También tenía el número ochenta y ocho tatuado en la espalda. El tipo tiene un recordatorio de lo que hizo en el ochenta y ocho.
—Más o menos —dijo Bosch—. Es otro código. Trabajé en uno de esos casos de supremacía blanca y recuerdo todos los códigos. Para esos tipos ochenta y ocho significa doble H porque la H es la octava letra del alfabeto. Ochenta y ocho equivale a HH, es decir, Heil Hitler. También usan un noventa y ocho para Sieg Heil. Son muy listos, ¿no?
—Todavía creo que el año ochenta y ocho puede tener algo que ver con esto.
—Tal vez. ¿Tienes algo ahí sobre empleo?
—Parece que conduce un camión grúa. Iba conduciendo un camión grúa cuando se paró a mear y se ganó la acusación de lascivia la última vez. Enumera tres empleos anteriores: todos servicios de grúas.
—Bien. Es un buen punto de partida.
—Lo encontraremos.
Bosch volvió a mirar la hoja de detenciones que tenía delante. Había un robo de 1990. Un perro policía había atrapado a Mackey en la propiedad del Pacific drive-in Theater. Había entrado después del cierre y se disparó una alarma silenciosa. Cogió lo poco que había en la caja registradora y se llenó una bolsa de plástico con doscientas barras de caramelo. Tardó en salir porque decidió conectar el calentador de queso y hacerse unos nachos. Todavía estaba en el interior del edificio cuando un agente con un perro envió al animal a la tienda. El informe decía que Mackey fue tratado por heridas debidas a mordiscos de perro en el brazo y el muslo izquierdos en el County USC Medical Center antes de ser inculpado.
El registro indicaba que Mackey se había declarado culpable de allanamiento de morada, un cargo menor, y fue sentenciado al tiempo pasado en prisión preventiva —sesenta y siete días en la prisión de Van Nuys— y a dos años de libertad condicional.
El siguiente informe se refería a una violación de esa condicional debida a una detención por agresión. Bosch estaba a punto de leer el informe cuando Rider le quitó de las manos el fajo de fotocopias.
—Es hora de ir a ver a García —dijo—. Su sargento dijo que si llegábamos tarde lo perderíamos.
Ella se levantó y Bosch la siguió. Se dirigieron hacia la División de Van Nuys. Las oficinas de la comandancia del valle estaban en la tercera planta.
—En mil novecientos noventa Mackey fue detenido por un robo en el viejo Pacific Drive-in —dijo Bosch mientras caminaban.
—De acuerdo.
—Estaba en Winnetka y Prairie. Ahora hay allí un multicine. Eso lo pone a unas cinco o seis manzanas de donde fue robada el arma del caso Verloren un par de años antes. El robo.
—¿Qué opinas?
—Dos robos a cinco manzanas de distancia. Creo que tal vez le gustaba trabajar en esa zona. Creo que robó la pistola. O estaba con la persona que la robó.
Rider asintió con la cabeza. Subieron la escalera que conducía al vestíbulo de la comisaría y a continuación cogieron el ascensor el resto del camino hasta la comandancia del valle de San Fernando. Llegaban a la hora, pero de todos modos les hicieron esperar. Mientras estaba sentado en el sofá, Bosch dijo:
—Recuerdo ese drive-in. Fui un par de veces cuando era un chaval. Al de Van Nuys también.
—También teníamos el nuestro en el Southside —dijo Rider.
—¿También lo convirtieron en un multicine?
—No. Es sólo un aparcamiento. Allí no invierten dinero en multicines.
—¿Y Magic Johnson?
Bosch sabía que el exjugador de baloncesto de los Lakers había invertido mucho en la comunidad, entre otras cosas abriendo cines.
—Sólo es uno.
—Supongo que uno es un comienzo.
Una mujer con galones de cabo en las mangas del uniforme se les acercó.
—El jefe los recibirá ahora.